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EL CORAZÓN DEL REINO

En la misa solemne del once de febrero de 1629, domingo de Septuagésima, fray Hortensio Félix Paravicino subió las escaleras del púlpito y, apoyándose en la balaustrada, se persignó, dedicó una reverencia a Su Majestad, de quien sólo distinguía la nariz, la barba y las rodillas, otra no tan pronunciada al cardenal de Trejo y al capellán mayor, y alzó los ojos al cielo para buscar inspiración.

Inspiración, en la Capilla Real, la encontraban los predicadores en el artesonado que se extendía a lo largo de la nave. Labrado y dorado, lo cruzaban tirantes de madera, y los escudos de Carlos Quinto brotaban de tramo en tramo como setas imperiales a las que se agarraban, muy serias, águilas de perfil severo. En el lado del presbiterio, encima del altar, colgaban de la cúpula octogonal racimos de mocárabes ricamente pintados.

La Capilla Real del Alcázar formaba un rectángulo, si no grandioso en dimensiones, sí abundante en obras de arte y espeso en historia y sentido. El púlpito se adosaba al arco que separaba la nave del presbiterio, y desde esta elevación veía Paravicino la perspectiva de la iglesia: debajo de la techumbre, las vidrieras, las cruces, los cuadros y los soberbios tapices de Rafael Sanzio; en la parte baja, el zócalo de azulejos con su alicer y sus molduras a la antigua. Podía observar a todos los fieles y ver cómo reaccionaban a sus palabras. Sólo el Rey y la Reina se ocultaban a su mirada, el Rey porque se sentaba dentro del cortinaje de su dosel; la Reina porque le escuchaba tras el cancel de madera y cristales de la tribuna.

El camón del Rey estaba en el presbiterio, del lado del Evangelio, muy cerca del altar mayor. A su izquierda se sentaba el sumiller de cortina; enfrente, el cardenal y el mayordomo del Rey. Junto al altar mayor, que estaba coronado por un retablo con La adoración del Cordero Místico según Van Eyck, veía a los prelados, el capellán mayor y los sacerdotes que oficiaban la misa.

Debajo del púlpito, y en banco cubierto del mismo tafetán de la cortina de Su Majestad, reconocía Paravicino las coronillas del nuncio y de los embajadores de Francia, Polonia, el Imperio y Venecia. Junto a la otra columna de sujeción del arco distinguía al capellán limosnero, y a su derecha, ya en la nave, al mayordomo mayor, al ujier de cámara y al teniente de los archeros, además de una pareja de guardias de este cuerpo. Dos largos bancos se disponían luego junto a los muros de la nave: del lado del Evangelio, el de los Grandes de España, forrado del mismo tafetán para recordar que mantenían el privilegio de mantenerse a cubierto en presencia del Rey; tras ellos los gentileshombres de boca y caballeros conocidos, custodiados todos por maceros; del lado de la Epístola, los capellanes, los confesores del Rey y la Reina, los predicadores reales y otros sacerdotes, y en el extremo, los alcaldes de corte. A los pies de la Capilla, delante de las tribunas, se erguían los guardas de las damas y el mayordomo de la Reina. Aunque no la viera, sabía Paravicino que doña Isabel de Borbón estaba en la tribuna baja, y que la acompañaban los miembros de la familia real. En la segunda tribuna veía a los músicos y algunos nobles; en la tercera, a las damas de la corte, y en la última, a las sirvientas de Palacio.

«¡Oh, ánimo y estilo!, levanta y refiere con mayor aliento las hazañas de Filipo. Miremos en paz un rato a este padre común de tanta patria como la nuestra y de quien podría Tertuliano decir por imitación lo que de Dios dijo: que no sólo ninguno más rey, pero ninguno en rigor tan padre, y en quien las señas que dio de Jesucristo Isaías de no acabar de quebrar la caña sentida, ni apagar a la estopa el humo, resplandecieron tanto».

A pesar de los largos años que había disfrutado del honor de predicar en aquel lugar, Paravicino todavía sentía calambres en el estómago cuando pensaba quiénes componían su auditorio. Si el Alcázar simbolizaba el centro de una monarquía que se extendía por España, Italia, Flandes, el Franco Condado, las Indias Occidentales, el Pacífico y África, la Capilla Real marcaba el latido del corazón de ese prodigioso cuerpo. La voz del predicador real servía para interpretar qué quería Dios que se hiciera con el poder más formidable de la tierra. El Rey Planeta le escuchaba; le escuchaba su valido, el conde duque de Olivares; le escuchaban los Grandes, la nobleza y el clero. Ante tales oídos, ¿acaso no le ayudaría el Señor a hablar elocuentemente?

Le habían encargado que pronunciara un sermón fúnebre en memoria de los padres de Felipe Cuarto, y el predicador, que había elaborado oraciones similares desde que falleció el tercer Felipe en 1621, alzaba la voz para glosar la figura del monarca difunto: padre, príncipe de príncipes, rey de reyes; bondadoso, magnánimo, justo, sapientísimo… La retahíla de elogios flotaba por la Capilla previsible y cálidamente.

Subir al púlpito y hablar a los Reyes y los grandes señores de la Monarquía le ofrecía la oportunidad de instar a los fieles a que se esforzaran en buscar la gracia divina para que alcanzaran la gloria eterna, y de afianzar la doctrina de la Iglesia Católica ante quienes debían defenderla. Porque el mensaje caería sobre la cabeza de la república como el contenido de una concha bautismal, y se derramaría por todo su cuerpo para infundirlo de sabiduría y piedad. Importaba, por eso, pronunciar el sermón con una disposición y una elocución adaptadas a lo que de él esperaba un auditorio tan selecto y tan acostumbrado a las buenas letras.

«Real virtud es la clemencia. Poco he dicho: divina virtud es. De tanta familiaridad y confidencias con Dios ganó Moisés, no las luces sólo, sino las suavidades. Sí, mas hizo faltas al pueblo. A la impaciencia del pueblo, sí, al gobierno, no, pues estaba papeleando con Dios cuando juzgaba el pueblo las comunicaciones divinas por ocios; que es tan irregular el freno del vulgo, como no capaz de toda libertad, ni tolerador de toda servidumbre, que importando más en todas las cosas la verdad que la opinión, puede siempre la opinión con él más que la verdad».

Cuidar el estilo, asombrar con la forma y con el fondo, elevar las palabras para ponerlas a la altura de la religión y de las expectativas del auditorio. Durante casi una hora Paravicino se esmeró por declamar elegantemente el sermón que con esfuerzo había preparado y memorizado los últimos días. Cuando llegaba al final, se fijó en que el conde duque entrecerraba los ojos y el embajador de la Serenísima descolgaba la cabeza: el uno debía de estar cansado de tanto trabajar, al otro le fatigaría traducir al italiano sus razones.

Alzó la voz y levantó el dedo índice calculando que con el cambio de tono despertaría a los soñolientos y llamaría la atención de los más dispersos:

«¿Quién frenará la irregularidad y la violencia del vulgo? ¿Cómo es posible que en esta villa, que es la sede de la corte de su Católica Majestad, que es la capital, sólo segunda por Roma, más cristiana de todo el orbe, cómo es posible, digo, que unos hombres puedan entrar en un templo del Señor a plena luz del día, profanar su santidad, remover las sagradas imágenes, golpear las capillas y proferir gritos e insultos? Valióse en esto Satanás de unos faranduleros que, con la disculpa de perseguir a quien hirió malamente a uno de su cuerda, entraron en la iglesia y no respetaron el sagrado. ¡Ay, Señor, y que Vos consintáis que en la corte de vuestro más amado reino abusen de su libertad impunemente estos súbditos que hacen del embuste su oficio, del disimulo su mérito y de la ficción su vida, y que para colmo reciben los parabienes del vulgo y hasta de los nobles y los clérigos! ¡Oh, los comediantes! Quienes están acostumbrados a decir de su boca diariamente falsedades y que por ello les paguen y aun les reconozcan en el favor del público, perderán la noción de la conveniencia cuando se presente un suceso que ponga a prueba su buen juicio. Por eso, presumo yo, se cegaron cuando entraron en la iglesia e hicieron de la santidad del lugar callejón de maleantes y plazuela de herejes. ¡Ay, Señor, y con cuánta razón expulsasteis a los mercaderes del templo por profanar penosamente vuestra casa, la Casa de Dios!».

La voz, que sin ser amplia resultaba agradable de oír, vibraba por las escayolas y las maderas de paredes y techo como el zumbido de un enjambre de abejas acusadoras. Escuchaban todos con gran atención. Los Grandes de España estiraban el pescuezo y se atusaban los bigotes. Estaban la mayoría en conocimiento de la ofensa, y por eso se regodeaban con la crítica de aquello que ya había sido tan comentado entre ellos.

Fijó Paravicino los ojos en el condestable de Castilla, que le miraba muy tranquilo y ufano con su ropilla dorada y sus calzas bermejas, y añadió:

«Mas no he de ser yo quien hable mal de nuestro teatro, que tan útil función cumple para divertir y educar a nuestro pueblo y que es, para gloria de nuestra Monarquía y nuestro Rey, panal de poetas y aguijón de ingenios. A los comediantes, por su ignorancia, podríamos disculparlos; e igualmente haríamos con sus criados y con los vecinos que, movidos por el ánimo de atrapar a un delincuente, hollaron los umbrales del convento. Mas ¿qué decir de un poeta que se las da de caballero, trabaja en una gran casa de esta corte, sabe de cánones, de autores griegos y romanos y es escritor de comedias de no mal pasar? Logra que en los corrales e incluso en esta Real Casa resuenen sus versos. ¿Acaso no sabía que estaba violentando la clausura de un convento cuando entró espada en mano a buscar a quien allí no se hallaba? Advirtióselo el vicario e hizo caso omiso, llamóle la atención la madre priora y la oyó como quien oye llover. No contento con profanar la iglesia, él y sus acompañantes registraron las celdas de las monjas e incluso palparon sus hábitos».

Los capellanes ponían ojos escandalizados; en el final de los bancos y en la tribuna donde los nobles les quitaban el sitio a los cantores se dibujaron sonrisas de malicia. Los murmullos de los más irrespetuosos espolearon la cólera del predicador:

«Dios ama infinitamente, y quien le ofende a través de sus esposas, que no otra cosa son las religiosas consagradas a su servicio, le ofende también infinitamente a Él. Tenéis fe y entendimiento y esto oís. Sacad vuestras conclusiones y sabed, pues conviene regresar al elogio del gran rey Filipo Tercero y dejar para la ignominia estos miserables hechos de la edad contemporánea, que también hubo ministros de la Justicia que profanaron el templo sacro y el hogar de las esposas del Señor. Ministros de la Justicia —y barrió con la mirada a los alcaldes de corte, que aguantaron el tipo carraspeando y metiéndose los dedos por el cuello de la valona; la arrastró después en sentido contrario, hacia el conde duque de Olivares, que no movió una ceja y se limitó a amusgar la boca—, y malo es que en nuestros reinos quienes ostentan la autoridad no respeten los principios mismos en que se basa nuestra religión, pues si queremos conservar el favor del Altísimo, conviene que los súbditos ajusten su comportamiento al que de ellos quiere el Señor, y conviene todavía más que los que actúan y hablan en nombre del Rey sepan que sus hechos y sus palabras son las varas con que Dios mide nuestros méritos».

Los cantores rubios de la pintura del altar mayor miraban con expresión dolorosa. Los tapices se adosaban a los muros como queriendo huir de la vergüenza. Los aguiluchos de la techumbre apretaban las garras para que tan grave noticia no les hiciera soltar los escudos como huevos de ave descuidada.

Paravicino estaba satisfecho de haber suscitado el interés de los fieles: la mención a la agresión al templo de las Trinitarias serviría para que no se relajaran las costumbres y se respetara a los religiosos que interceden ante Dios por el bien de la Monarquía. Con esto daría el asunto por cerrado. Reproduciría para Lope las palabras que había incluido en su sermón, y a las monjas, sobre todo a sor Marcela, les explicaría que la corte en pleno y el mismo Rey se interesaban por el fin que se daba a las averiguaciones de la Justicia.

«Reconocimiento y reverencia de la Católica Majestad de nuestro gran Monarca Filipo Cuarto, a quien el cielo guarde infinitos años. Amén».

Acabada la perorata, se santiguó, descendió lentamente del púlpito y se situó junto al resto de los oficiantes, en el lateral del altar. Allí permaneció, sumido en sus meditaciones, hasta que se pronunció el ite, missa est y se dio por terminada la ceremonia.

La música del órgano y las voces de tenores y barítonos inundaron la Capilla desde la tribuna de los cantores. El sumiller corrió la cortina, y el Rey salió del dosel como un sol que se hubiera ocultado hasta entonces a los ojos de sus súbditos. Recorrió la nave para que le dedicaran las oportunas reverencias y se dirigió al patio del sur. La Reina, entretanto, abandonaba la tribuna y sin ser vista se desplazaba hacia sus aposentos en el patio del norte.

Siguieron al Rey el cardenal, el capellán mayor, el mayordomo mayor y el semanero, los embajadores y los Grandes, los clérigos, los gentileshombres de boca, títulos, caballerizos, pajes, tenientes, alcaldes de Casa y corte y el ayo de los pajes. Fray Hortensio se incorporó al séquito y caminó por la galería. Tuvo ocasión de examinar de reojo las expresiones de unos y otros. Aunque nadie se atrevía a hablar en alto en tanto el Rey no diera licencia para retirarse, de las miradas y algún murmullo podía deducir que su sermón había causado efecto. Don Felipe se mantenía serio y sólo comentó con el cardenal que hacía mucho calor dentro de la Capilla. El conde duque susurró una frase al marqués de Leganés. Paravicino, que entre sus defectos no contaba el de ser sordo, la oyó con claridad:

«El calor puede nacer de sermones incendiarios».

Miró al de Olivares, que se limitó a devolverle una leve inclinación de cabeza y, como no quiso hallarse en su proximidad cuando se deshiciera la comitiva, se apartó hacia la izquierda.

Ministros y cortesanos se acercaban al Rey y le tendían memoriales con peticiones. Don Felipe los cogía con cara de indiferencia y, sin apenas echarles un vistazo, se los pasaba al conde duque, que los amontonaba bajo el brazo como si fuera haciendo gavillas en la era. En la primera sala se retiraron las guardias española y alemana; en la saleta, los criados de Palacio; en la antecámara, los alcaldes de Casa y corte, los señores y los nobles titulados de Castilla y de los otros reinos hispanos. Los embajadores se despidieron del Monarca en la antecamarilla, y el cardenal se detuvo en la cámara. A los aposentos del Rey sólo entraron los Grandes y los mayordomos; entre ellos, muy circunspecto, el conde duque, escorado por su carga de memoriales y legajos.

Fray Hortensio se quedó en la puerta de la antecámara, porque ese día estaba de servicio como ujier el pintor del Rey don Diego de Silva Velázquez, a quien había visto detrás del mayordomo mayor durante el sermón en la Capilla.

—Me han dicho que ha pintado vuesa merced un cuadro sobre el triunfo de Baco que ha gustado mucho a Su Majestad —le dijo.

—No sé si le habrá gustado mucho —respondió Velázquez besándole la mano—, aunque sí lo ha elogiado.

—¿Por qué no me lo enseña?

—Se lo enseñaría con gusto, pero no me puedo mover de aquí.

—Vuestro obrador está muy cerca. No creo que nadie note que se ausenta.

—Imposible ahora, paternidad.

Velázquez era un cortesano elegante, de complexión media, melena negra y bigotes acaracolados. Ni una mota de polvo desmerecía su atuendo, el cuello en valona era de una limpieza deslumbrante y en los zapatos no se apreciaba rastro de lodo. Se mantenía erguido, con la espalda recta y el vientre prieto. De no haber sido pintor y ujier, bien podría haber desfilado como portaestandarte de los tercios de Su Majestad.

—Será en otra ocasión entonces —se resignó fray Hortensio.

—Llevo aquí desde las ocho de la mañana y no me podré retirar hasta que coma Su Majestad —se quejó el pintor—; habré de volver luego a las dos y quedarme después de su cena. Y todavía tendré que entrar en la sala cuando salga el Rey con el mayordomo para airear y despejar la estancia y vigilar que los de la cerería recogen los candeleros. Tengo el pie izquierdo molido. La corte es dura, paternidad. Confío en poder dejar pronto este oficio y que me nombren ayuda de guardarropa, que al menos así podré sentarme a mis anchas.

—Pero ujieres hay once…

—Ocho.

—Y entre jornada y jornada, disponen de tiempo holgado.

—De más tiempo querría disponer yo, padre, que la pintura es arte exigente y no se concilia bien con los oficios palatinos.

—Servir al Rey es honra que sobradamente compensa esas fatigas.

—Más me compensaría ahora encontrar a algún zapatero que sepa hacer borceguíes para que no se hinchen los pies.

—En eso, poco puedo ayudarle —dijo el fraile, desconcertado—. Me han dicho que por unos meses se ausentará de Madrid vuesa merced.

—Me embarcaré con destino a Génova, si Dios quiere. Su Majestad me ha prometido estudiar la autorización, mantener mi aposento en Madrid e incluso sufragar mis gastos. No puedo negarle a vuestra paternidad que, aunque todavía falte medio año, estoy impaciente por iniciar el periplo.

—¿Y qué va a hacer en Italia vuesa merced?

—Estudiar las obras de los grandes maestros: Rafael, Miguel Ángel, Bassano, Tintoretto, Tiziano…

Don Diego parecía emocionarse al enumerar a estos pintores que, para él, debían de tener la misma importancia que el ejército de los santos para el fraile. Tanto se elevaba, que dejaba aflorar el acento sevillano que disimulaba bien cuando mantenía su tono comedido.

—Pero aquí, en Palacio, tiene vuesa merced oportunidad de contemplar las mejores obras de todos esos pintores.

Don Diego asintió con la cabeza.

—Así es verdad: no hay mejor escuela que vivir entre estas paredes, y he aprendido más examinando las colecciones de Su Majestad que en todos los años que pasé con mi suegro practicando los secretos de las mezclas y las perspectivas. Pero hay que ir a Italia. Me lo ha dicho el maestro Rubens, y su juicio es inapelable.

—¿Sigue Rubens en Madrid?

—Aquí sigue, trabajando frenéticamente y conversando con el Rey casi a diario. El maestro y yo disfrutamos de largas conversaciones sobre pintura.

—Con vuesa merced hablará de pintura; con otros, de política y de diplomacia… Ir a Italia —dijo Paravicino, soñador—. Sí, eso mismo decía Doménico Teotocópuli: que en Italia se aprende a pintar, aunque es en Castilla donde se aprende a vivir.

—¿Vuestra paternidad conoció a El Greco?

—Claro que le conocí. Fue buen amigo de mi padre y le traté desde mi niñez. Ha sido uno de los privilegios de mi vida, en la que gracias a Dios he tenido muchos.

—Tenía razón al decir que en Italia se aprende a pintar: yo espero mucho de la admiración y el estudio detallado de sus obras de arte. También ha de servirme para conocer las nuevas tendencias en la arquitectura. De Italia, padre, sólo pueden llegar alicientes para el espíritu.

—¿A vuesa merced le gusta la pintura del Griego?

—Los retratos son buenos. El Rey tiene una docena en su colección. Era fino reflejando temperamentos.

—¿Y su manera de pintar?

—Un tanto peregrina, diría yo. Si era un gran pintor de retratos naturalistas, resultaba caprichoso y extravagante en lo religioso.

—El dibujo no le interesaba; le interesaba el color. Cuando vaya a Venecia, entenderá de qué le hablo.

—Más que de Venecia, espero mucho de mi estancia en Roma. En el Vaticano, si Dios quiere, tendré ocasión de estudiar los frescos de Rafael y Miguel Ángel.

—De Miguel Ángel decía Doménico que era un buen hombre, pero un mal pintor.

Velázquez miró al trinitario con sorna. Repentinamente se abrió la puerta de la antecámara y salió Olivares, que emitió un bufido al pasar y se alejó acosado por cuatro secretarios vestidos de negro que revoloteaban a su alrededor como moscardones arrastrados por un toro. Velázquez se asomó a la puerta y, muy sonriente, hizo una reverencia al conde de Arcos, que también salía del aposento. El conde saludó al trinitario y miró al pintor con gesto paternal.

—Del retrato de nuestra hija hemos de hablar —dijo esparciendo promesas por el aire y un perfume de almizcle que ofendía las narices.

—Siempre estoy a las órdenes de vuestra excelencia —respondió Velázquez con otra inclinación de cabeza.

Se alejó el noble, y el pintor aún mantuvo la sonrisa y la posición durante unos momentos.

—Pero estar a las puertas no le viene mal a vuesa merced para entablar relaciones —comentó el fraile con una sonrisa que tenía más de comprensión que de ironía.

Velázquez le miró apretando el entrecejo:

—No hay mejor lugar para un pintor que la corte —reconoció rascándose la barbilla—. El Greco no se marchó a Toledo por gusto, padre.

Un paje vestido de verde llegó como una exhalación y anunció que el fiel ministro del Rey, el conde duque de Olivares, solicitaba del reverendísimo padre fray Hortensio que tuviera a bien pasarse por su despacho.

A Paravicino no le hizo feliz la perspectiva de entrevistarse con don Gaspar de Guzmán en esos momentos, y menos aún que para ello tuviera que interrumpir una conversación tan suculenta, pero prefirió no hacerse de rogar.

—¿Por qué no me acompaña vuesa merced a ver el retablo que pintó El Greco para el convento de doña María de Aragón?

—Lo conozco bien, padre.

—Pero a mí me llenaría de satisfacción contemplarlo a vuestro lado. Vuesa merced es un gran pintor, y es rara la ocasión que tengo de ver pinturas en tan buena compañía.

—Si es así, lo haré con gusto.

—¿Cuándo le conviene?

—Cuando vuestra paternidad prefiera.

—¿Y qué hay de vuestras obligaciones?

—Días hay en que puedo disponer de mi tiempo. Si no estoy de guardia y el Rey no quiere venir a mi obrador para ver cómo pinto, puedo salir de Palacio.

—Son muchos los servidores del Rey, pero muy pocos los pintores que merecen ese nombre. Su Majestad admira vuestro talento.

—Su Majestad me colma de lisonjas.

Paravicino siguió al paje. Llegó a las dependencias del valido, que estaban en la planta principal, muy cerca de las del Monarca. Atravesó la sala de audiencias, la galería y llegó al cuarto de oficios, donde le esperaba don Gaspar acompañado de los secretarios y rodeado de una prodigiosa exhibición de mapas y cartas marinas.

El conde de Olivares, duque de Sanlúcar, comendador mayor de Alcántara, miembro del Consejo de Estado y Guerra y caballerizo mayor del Rey, trabajaba, como siempre, de la forma más desaforada. Era macizo como una columna de piedra tallada de un solo bloque. Incansable, parecía triturar las voluntades ajenas en sus manos y embestir todos los obstáculos con su mandíbula avanzada, sus cejas firmes y sus espaldas corpulentas. Si alguna impresión trasmitía el ministro del Rey era la de solidez.

Don Gaspar besó la mano de fray Hortensio.

—He escuchado con preocupación lo que ha dicho vuestra paternidad en el sermón de hoy —le dijo sin mediar introducción ni saludo.

—Justa preocupación es entonces, excelencia, pues el caso la merece.

—¿Tanto como para hacerlo público en el sermón de una misa solemne, paternidad reverendísima?

—No me gusta irrumpir con causas públicas ni privadas en lugar sagrado, y menos aún hacer agravios.

—Eso es lo que siempre he apreciado de vuestra paternidad.

—Pero esta vez la cosa ha sido de importancia.

—Se está investigando el suceso, y no sé si merecía tanta atención.

—Ya sé que se están haciendo averiguaciones, y espero que la ofensa sea castigada como se merece.

Don Gaspar de Guzmán arqueó las cejas con una expresión de descreimiento que al fraile pasó inadvertida.

—No se le escapará a vuestra paternidad que las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso viven en un convento marcado por el escándalo.

—¿A qué escándalo se refiere vuestra excelencia?

—Lo fundó hace unos años doña Juana Gaitán; pero, en cuanto profesó en él, se enfrentó violentamente con sus compañeras de clausura, hasta el punto de que abandonó el convento, retiró su patronato y se llevó todo lo que había aportado. Desde entonces esas monjas tienen más pleitos que palabras los sermones de vuestra paternidad.

—Permítame vuestra excelencia que le diga que, para conocer las verdades de los sucesos, han de escucharse todas las versiones de quienes están implicados. Las costumbres de doña Juana no se adecuaban al rigor de la vida conventual, y eso molestaba a sus hermanas.

—¿El rigor de la vida conventual? Vuestra paternidad sabe por experiencia que los rigores pueden mitigarse, y que quien tiene otros intereses y está habituado a tratar con diversas gentes, puede compaginar los rezos con la vida pública. Doña Juana no hizo más que lo que correspondía a una mujer de su condición.

—Los pleitos de las hermanas ni quitan ni ponen para calificar de allanamiento criminal lo que sucedió.

—Lo calificaremos después de concluir la instrucción.

Paravicino hizo ademán de retirarse y extendió la mano para que el valido se la besara, pero el conde duque siguió hablando:

—Me han dicho que vuestra paternidad frecuenta la compañía del almirante de Castilla.

El trinitario no se alteró.

—Reúne el almirante a literatos —dijo—, y nos gusta hablar de nuestras composiciones poéticas. Los ingenios mejoran con el trato de otros ingenios.

—Es notable que vuestra paternidad tenga tiempo de componer poemas mientras atiende a las obligaciones de su orden y a las exigencias de su cargo de predicador real. La vida social de vuestra paternidad reverendísima es, a lo que parece, muy intensa.

—La soledad no es buena consejera. Mire qué haría Dios si se dedicara a entender infinitamente solo acerca de la soledad; nos las veríamos entonces con un Dios muy desabrido. Creó Dios el día bien surtido de horas, de modo que tuviéramos la oportunidad de hacer de todo. Hay tiempo para orar, tiempo para estudiar y tiempo para cultivar amistades.

—Ya me gustaría a mí disponer de todo ese tiempo, reverendo padre. Las obligaciones del gobierno apenas me dejan levantar la cabeza de los papeles. Si voy al Prado de Atocha, aprovecho para leer o despachar memoriales dentro de mi carroza; si acompaño al Rey en un viaje, procuro hablar con él o con mis colaboradores durante el camino. Incluso en el lecho medito sobre los problemas que afligen a la Monarquía.

—Es indudable que con vuestra excelencia nuestros reinos están en buenas manos.

—¿Vuestra paternidad se ha parado a considerar en qué estado encontré las finanzas públicas y las costumbres cuando el Rey don Felipe me honró otorgándome su confianza?

—Lo sé, ya entonces estaba yo en la corte.

—Vuestra paternidad era predicador real, pero tuvo el buen juicio de prestarme su apoyo.

—También vuestra excelencia me otorgó a mí el suyo.

—Supongo que ambos sabemos reconocer a los hombres íntegros y de valía.

—Ya sabe vuestra excelencia que nunca fui amigo de los tejemanejes del duque de Lerma, que abusó sin escrúpulos de su poder. Repartió prebendas y oficios entre sus parientes, vendió privilegios y esquilmó las arcas de la Monarquía para mantener fiestas y lujos principescos.

—Yo he impulsado la regeneración de costumbres, finanzas y leyes para lograr la reputación de nuestra Monarquía. Incluso exigí el levantamiento de inventarios de bienes de todos los cortesanos.

—Eso lo sabe todo el reino y se lo agradece a vuestra excelencia.

—Pero hay muchos que me desprecian. Suscito antipatías. Desde que se conoció la captura de la flota de la plata allá en las Indias a manos de los holandeses, hecho triste y de extrema gravedad, soy blanco de todo tipo de ataques. Creo, incluso, que no faltan los que se alegran de los desastres de España con tal de que me perjudiquen a mí.

—Nadie está libre de las críticas. A quienes Dios regala la bandera de la fama, prueba también con el yugo de la envidia.

—Habla bien vuestra paternidad: el yugo de la envidia. Usa comparaciones plásticas para explicar sus conceptos. Eso es lo que admira nuestro señor el Rey en sus sermones.

—La lengua es la herramienta que Dios me ha dado para trabajar a su servicio.

—Sí, padre, trabaje en ese servicio. Ahí es donde tiene que trabajar.

—Es lo que hago.

—Es lo que digo.

Paravicino buscó la mirada del conde duque, y el conde duque se la ofreció, firme y severa, levemente apagada por la soberbia.

Paravicino había creído en él desde el primer momento, por eso militó en su bando cuando declinó la estrella del duque de Lerma, y aplaudió los afanes de reforma y buen gobierno con que había iniciado su privanza. Ahora, ocho años después de que Felipe Cuarto hubiera subido al trono y su valido se hubiera arrogado el poder, Paravicino seguía confiando en él y en su trabajo; o mejor dicho: se había acostumbrado a confiar en él y en su trabajo, como se acostumbra un inquilino a suponer que la casa en que vive se sustenta en el pilar que le sirve de eje. El conde duque le había designado para que formara parte de diversas juntas consultivas, y eso le había servido para conocer de primera mano algunos de los problemas de los reinos, desde los hacendísticos hasta los judiciales.

—No quiero enojarle, padre, con mis palabras —dijo don Gaspar de Guzmán—. Yo no soy tan pulido en su uso como vuestra paternidad. No tengo tiempo de embellecerlas antes de pronunciarlas. Tal vez por eso no resulte una persona simpática. El almirante de Castilla me aborrece y teje conjuras contra mí. Permití que regresara a la corte hace dos años, pero su sed de intrigas nunca se sacia. Vuestra paternidad habla de la envidia, pero ¿cree que la envidia explica que yo sea tan poco querido entre los Grandes?

—Gobernar significa tomar decisiones difíciles. Ha habido acciones de vuestro ministerio que no han gustado.

—Dígame cuáles.

—Se desterró al duque de Uceda.

—¿Al hijo de Lerma? Fue necesario.

—Pero él apoyó a vuestra excelencia para que llegara a gozar del valimiento del Rey. Se mandó ajusticiar a don Rodrigo Calderón.

—Era un verdadero delincuente, padre.

—¿Delincuente?

—¿Y cómo calificaría vuestra paternidad a todos los que esgrimen ahora argumentos innobles para no pechar con sus impuestos y eludir nuestro proyecto de Unión de Armas? En verdad que son pocos los que fuera de Castilla velan por el bien de nuestra Monarquía, y escasean quienes dentro de este reino trabajan por su prosperidad.

El conde duque se pinzó la nariz y cerró los ojos. Cansado ya de la entrevista, extendió la mano derecha, tomó la del fraile y la besó.

—En fin —dijo—, siempre es un placer hablar con vuestra paternidad. Ahora tendrá que disculparme, porque he de seguir con mis asuntos. Trabaje vuestra paternidad reverendísima en sus cosas con el mismo ahínco que lo ha hecho hasta ahora. Le prometo que yo trabajaré en las mías.

El trinitario asintió con la cabeza, se giró y salió de la sala.

Cuando el fraile se hubo retirado, el conde duque leyó un documento que acababan de pasarle a la firma. Levantó la mirada y chistó al grupo de secretarios que esperaban instrucciones en una esquina.

—Llamad a don Fernando de Valcárcel —ordenó, y golpeteó con la punta de la pluma la placa de bronce de una de las gavetas del escritorio.

Don Fernando de Valcárcel era un secretario de edad mediana y aspecto enfermizo que caminaba con los hombros vencidos. Excepto por dos o tres hebras que le cruzaban caprichosamente el cráneo, era calvo, y no parecía cuidarse de llevar peluca. Vestía de negro deslucido y tenía la manía de mordisquearse las uñas y restregarse la lengua por la comisura de los labios. El de Olivares le consideraba hombre de confianza, rápido de entendimiento y fino de juicio; con la virtud, rara para los tiempos que corrían, de no abrir la boca si tenía que mantenerse callado.

—¿Sabéis con quién he estado hablando hace un momento?

Valcárcel evaluó a toda prisa si era bueno o malo que el conde duque supiera que sí estaba enterado, pero supuso que quería poner a prueba su capacidad de mantenerse informado en los descansillos de Palacio:

—Me han dicho que fray Hortensio Félix Paravicino ha estado por aquí, excelencia.

—Os han dicho bien. ¿Qué sabéis de él?

—Lo que todo el mundo, excelencia. Que es un fraile trinitario, que es predicador real y que es famoso.

—¿Y qué os parece eso de que sea famoso?

Don Fernando apretó las cejas para concentrarse en la respuesta:

—La fama de uno siempre perjudica la de los demás, excelencia. Por mucho que digan las Sagradas Escrituras, el amor no se multiplica. Cuando el pueblo quiere a una persona, deja de querer a otras que podrían tener para ello mejor título.

—No os falta razón, Valcárcel. Paravicino me quiere bien, de eso no he de dudar. Yo le admiro, pues no tiene la corte un orador tan dotado como él.

—El conde duque no le anda a la zaga, excelencia.

—No seáis adulador. Yo hablo como puedo. Me falta la sutileza de los conceptos.

—Pero le sobra la emoción de las ideas. Vuestra excelencia es capaz de convencer al Tribunal del Santo Oficio de la inocencia de un hereje que hayan sorprendido en flagrante delito, si eso le place.

—No en vano tanto Paravicino como yo estudiamos en Salamanca, cuna de la oratoria. De entonces conozco al fraile, de aquella lejana juventud, y volví a tratarle en la corte desde que a él le nombraron predicador real y yo me consagré al servicio del príncipe Felipe, nuestro actual Rey. Pero, aunque nos conozcamos de tan larga data, poco sé de él. Es hombre inteligente, es excelente orador, es querido por el vulgo, y el Rey le honra con su estima.

—Puede saber de él tanto cuanto quiera vuestra excelencia.

El trinitario había sacado a colación una anécdota tan trivial como el allanamiento de las Trinitarias por un grupo de comediantes y alguaciles, pensó Olivares; pero lo había hecho ante el Rey y ante toda la corte. ¿Por qué venía a calentar sus orejas con esos chismorreos? La cuestión que subyacía era más profunda: ¿quién estaba titulado para hablarle al Rey? Sin duda, su familia y su leal ministro. Pero también su confesor, aunque fuera en privado. Y los predicadores, con la desfachatez que les otorgaba creerse respaldados por la divina elevación del púlpito. Si don Gaspar de Guzmán quería que el Rey escuchara lo que tenía que escuchar, debía sujetar con firmeza las riendas de quienes tenían el privilegio de hablarle y expresarle opiniones, hacerle sugerencias y pronunciar amenazas. Las órdenes religiosas eran capaces de asesinar con tal de colocar a uno de sus monjes en el listado de los predicadores de Su Majestad; eso le permitía al conde duque jugar con unas y otras y mantener un equilibrio de influencias y poderes. Pero importaba, y mucho, que los designados limitaran sus prédicas a los asuntos de Dios y no entraran en consideraciones sobre el gobierno de los hombres, que de eso ya se encargaba él. Importaba también que comulgaran con la causa del conde duque, porque su proyecto de regeneración del país se sustentaba en la confianza del Rey, y en esa confianza no podían hacer fisuras ni los Grandes, que ya se encargaría él de desterrar a los que lo hicieran, ni los religiosos. ¿Por qué se metía Paravicino en críticas a la Justicia? ¿Por qué tenía que enterarse el Rey de esas miserias?

—El problema —dijo el conde duque rematando estos pensamientos— es que los clérigos son tan volubles como el amor de una doncella. Hoy apoyan a uno, pero mañana podrían respaldar a otro. Paravicino me dedica elogios, pero ¿qué hará la semana que viene? Ya fue querido y escuchado de Felipe Tercero, respetado por el duque de Lerma, y ha sabido adaptarse a las nuevas circunstancias y seguir predicando para nosotros. No hay razón para sospechar de él, pero tampoco hay razón para no sospechar. Hoy, en su sermón, ha arremetido contra los ministros de la Justicia y contra un poeta querido del Rey y de mí mismo. Don Fernando…

—¿Excelencia?

—Quiero que averigüéis todo lo que podáis sobre fray Hortensio. Él mismo cree que muchos le envidian. Estoy seguro de que muchos también querrán contaros lindezas de su vida y sus costumbres.

Fernando de Valcárcel no dejaba de mordisquearse los padrastros de la uña del dedo pulgar.

—Mirad también el caso del convento que ha denunciado en su sermón. Sé que ya han hablado con las monjas. Son unas iluminadas pleiteadoras. Hay que escucharlas con prevención. La pobre de doña Juana Gaitán, viuda de un pariente mío, fundó el convento con la mejor intención y tuvo que salir corriendo en vista del talante de aquellas mujeres.

Guardó silencio unos segundos, como si intentara recordar algo más.

—No, los clérigos no son de fiar —reflexionó—. Acordaos del infame padre Cogollado. Hace un año, cuando nuestro señor el Rey se recuperó de su grave enfermedad, tuvo el valor de decirle a don Felipe que ya le había advertido cuando murió la infanta recién nacida que hasta que no se deshiciera de mí, Su Majestad no alcanzaría la felicidad ni la Reina descendencia que le viviera. Y no mucho mejor se comportaron el otro predicador real de tanto renombre, el jesuita Jerónimo de Florencia, o el confesor del Rey Hernando de Salazar.

El conde duque miró a Valcárcel como si fuera un fantasma, suspiró y se dio la vuelta.

—Podéis retiraros —le dijo.

El cortesano salió de espaldas y con una prolongada inclinación. Volvió el valido al cúmulo de papeles que cubrían su escritorio. Fastidiosa labor la del gobierno. Tantas letras, tantos súbditos, tantos problemas. La materia de Estado era un profundísimo mar, y no había arte que lo comprendiera ni ciencia que lo enseñara.

Mojó la pluma en el tintero y tachó un párrafo.

Valcárcel era repugnante pero útil, conque convenía hacer de tripas corazón. Para disfrutar de personas atildadas y perfumadas, uno ya tenía la compañía de frailes pulcros preocupados por su aspecto, como Hortensio Félix Paravicino, predicador real.