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MEJOR PATRIA

Apenas amaneció el veinticuatro de febrero, sábado de Carnaval, se montó Paravicino en la carroza y en la determinación de poner coto a la tropelía que estaban haciendo contra él. Madrid estaba nublado, pero él no tenía ojos para ver ni oídos para oír más que las obsesiones de sus pensamientos.

Descendió en la plaza de Armas del Alcázar murmurando los argumentos que se había repetido durante las horas de insomnio y que pensaba destilar ante los máximos responsables de los teatros del Reino. Poca gente había a esas horas en los patios: aunque era lugar preferido por los covachuelistas, memorialistas, cortesanos y aspirantes a puestos de Palacio, todavía era temprano para los ejercicios de ese mentidero, que cerraba el triángulo informativo de la ciudad junto al de las gradas de San Felipe y el de los Representantes. Tomás, a quien el monje había mandado antes de su visita con el fin de que solicitara las audiencias con el juez protutor y con el presidente del Consejo de Castilla, se las había apañado para meter baza en un pequeño grupo de murmuradores. Ahí debía de formarse su criado en el arte de la política, en la cual, todo fuera dicho, no había salido alumno desaventajado.

Tomás disimuló, se acercó correteando a pesar de los dolores que apenas le habían dejado dormir y, después de besarle la mano, le confirmó que el juez protutor de teatros y el cardenal le estaban esperando en sus despachos. Paravicino le dio licencia para que hiciera lo que le viniera en gana hasta que saliera de sus entrevistas, y atravesó con paso firme el patio de la Reina, donde saludó a un teatino y a un franciscano.

El patio, con sus columnas y sus dinteles de granito dispuestos en tres alturas, era de enormes dimensiones, y quien pasaba bajo sus arcadas no tardaba en comprender que esas piedras sostenían un poder formidable, el de la Monarquía católica del Rey Planeta. Fray Hortensio, sin embargo, no estaba hoy para admirar arquitecturas ni para hacer consideraciones sobre la grandeza de los reinos. Los versos burlescos de la obra de Calderón se le repetían como una cantinela y expulsaban de su cabeza cualquier otro tipo de cuidados.

Con mano firme llamó a la puerta del juez protutor de teatros y protector de comedias, quien, advertido de su llegada, le esperaba como si fuera la cosa más natural del mundo que trabajara desde el alba. Besó la mano del predicador real y le invitó a tomar asiento. El despacho del juez, que se contaba entre los miembros del Consejo de Castilla, era sobrio y rebosaba de papeles archivados y por archivar. Desde allí se fiscalizaba la producción teatral de toda Castilla, lo que podría explicar la cantidad de expedientes que se amontonaban en sus dependencias. Era el juez un zaragozano menudo y simpático que más parecía inclinado a representar comedias que a leerse informes. Como sabía valorar la importancia de quien se sentaba al otro lado de su mesa, escuchó gravemente y tomó nota. Dictó luego a su secretario las razones que había expuesto el monje y adjuntó la transcripción de los versos satíricos.

Si de él hubiera dependido, habría cerrado la vista con ese trámite, pero supuso acertadamente que Paravicino querría repetir la queja ante su superior y máximo responsable de los asuntos teatrales del Reino, el cardenal de Trejo, presidente del Consejo de Castilla.

Acompañó, pues, al trinitario a la oficina del cardenal, que era una estancia bien guarnecida de tapices de Bruselas, con el techo afrescado de escenas de batallas navales y el suelo cubierto de alfombras. El cardenal, vestido de púrpura y con el capelo coronándole la coronilla, era un anciano de rasgos marcados. Las cejas, la nariz, la boca y los ojos, cada uno por sí mismo, habrían servido para dotar de fuerza a un rostro; así que la suma de todos ellos confería una impresión de arrebatadora energía. El cardenal, sin embargo, estaba cansado. Estaba cansado de defender sus posiciones frente a las presiones de la camarilla del conde duque de Olivares; cansado de tener que disculparse todavía por haber sido un hombre fiel al duque de Lerma; cansado, en fin, de seguir trabajando en cuestiones que requerían estudio y paciencia cuando lo único que anhelaba ya era retirarse a las lecturas de los Santos Padres y a la preparación de su alma para una muerte que no tardaría en llegar.

Muchas eran las preocupaciones que agobiaban sus jornadas, y por eso escuchó con una punta de incredulidad el relato de Paravicino, esperando que en algún momento le refiriera alguna circunstancia que justificara que elevara hasta él su queja. Cuando el trinitario hubo terminado la historia y pedido castigos ejemplares para quienes le habían insultado en el teatro, intentó tranquilizarle y le prometió que ese mismo día instaría al autor de la compañía a que eliminase el párrafo ofensivo de las representaciones. Investigaría asimismo si el poeta o el autor habían intentado burlar la censura añadiendo versos después de haberse acordado la aprobación de la obra; de ser así, aseguró que tomaría medidas para castigar a los responsables.

Fray Hortensio, por si lo hubiera olvidado, le recordó sutilmente que había sido él quien había propuesto su nombre para ocupar el puesto de presidente del Consejo de Castilla cuando el conde duque sometió la lista de candidatos al escrutinio real. Don Gabriel de Trejo tenía muy presente cómo había llegado al cargo que ocupaba, y sabía que esta iniciativa del trinitario ponía de manifiesto la influencia de que gozaba ante Olivares.

—De todos modos, debería haberme advertido vuestra paternidad de que el Reino es una cárcel y la administración de la república una manera de ponerse grillos de oro.

—Eminencia —respondió el trinitario—, no somos nosotros quienes decidimos dónde tiene dispuesto Dios que le sirvamos.

Desde su nombramiento, las cuestiones financieras no le habían deparado más que quebraderos de cabeza. En poco más de un año, el debate sobre las causas de la inflación, los impuestos, la entrada en los reinos de moneda falsa y las amenazas de devaluación habían enemistado al cardenal y a todo el Consejo de Castilla con el conde duque, y por tanto con el mismo Rey.

—Ciertamente es Dios quien dispone —admitió Trejo—, pero me vería más cómodo interpretando las Escrituras, como hace vuestra paternidad, que gestionando las necesidades de la república.

—Todo tiene sus servidumbres, eminencia.

—Y las de vuestra paternidad hoy han tomado forma de coplas de comedia.

Paravicino tenía los ojos rojos y la voz trémula.

—Con coplas como ésa, eminencia, se hace agravio de Dios y del Rey.

—¿De Dios y del Rey, paternidad? No he leído en los versos nada contra ellos.

—Se ríen de ellos, puesto que hacen burla de mis panegíricos y mis oraciones fúnebres, y vuestra eminencia sabe bien que yo se los dediqué a los Reyes y a sus padres.

El presidente del Consejo de Castilla, que tenía a Paravicino por un religioso sensato y de buen criterio, comprendió que por algún motivo que él no comprendía bien en este asunto actuaba cegado por la ira. Si hubiera encontrado una actitud más flexible en el trinitario, le habría animado a reírse de un suceso tan trivial, pues los versos no dejaban de tener su gracia. En vista de que había hecho de aquello un agravio a su persona y a la mismísima dignidad de los Reyes, procuró dar la entrevista por terminada. Despidió al querellante con buenas palabras y, cuando hubo salido de su despacho, encomendó al juez protutor que resolviera el asunto como mejor entendiera. El juez era persona de confianza, y el cardenal no quería perder el tiempo en zarandajas. Le rogó, eso sí, que procediera con celeridad, no tanto porque el delito fuera de consideración, sino porque quería que Paravicino viera que había actuado con diligencia.

Tampoco en la soledad de su despacho alcanzaba el juez a entender el significado de aquellos versos. Calderón de la Barca era un poeta hábil, y con razón tenía cada vez mayor entrada en los corrales y en Palacio; había hablado con él en más de una ocasión y había visto sus obras, que juzgaba excelentes. Aburrido de releerlos, dio instrucciones a los alguaciles para que se trajera a la vista el manuscrito original de la obra.

Los alguaciles acudieron rápidamente a la casa del autor de la compañía. Bartolomé Romero ya se olía que la visita de la noche anterior no podía dejar de tener consecuencias y se amilanó cuando vio las varas negras agitándose detrás de las ventanas. Cogió el manuscrito de El príncipe constante y, temiéndose que cayera sobre él todo el peso de la Justicia, acudió con más miedo que vergüenza a la oficina del juez protutor de teatros. La grandiosa traza de las galerías del patio del Rey sí ejerció sobre él un efecto devastador. Tartamudeando y con la color desvaída, enseñó el párrafo de marras al juez, que no tuvo dificultad en comprobar que, tal como había denunciado Paravicino, los versos eran añadidos y la firma del censor no había salvado la rectificación.

Se retiró el juez dejando al autor solo en su despacho con un alguacil como vigilancia y consultó el caso con el cardenal de Trejo. Tras una breve deliberación, coincidieron ambos en que importaba que se respetara el ejercicio de la censura. Por dar ejemplo, se condenó al poeta a dos días de arresto en su domicilio, con guardias de vista, y al autor se le mandó suprimir de forma inmediata los versos satíricos.

Bartolomé Romero salió de la audiencia con la frente gacha y el estómago desanudado, agradeciéndoles a la Virgen y a todos los santos que la cosa no hubiera ido a mayores y las autoridades no hubieran ordenado la suspensión de la obra.

Fernando de Valcárcel llegó al convento de los Padres Trinitarios de Toledo con el frío metido en los huesos y el cuerpo baldado. Que fueran tan malas las carreteras de Castilla y, sobre todo, que el camino que unía la antigua capital del Imperio con la nueva de la Monarquía estuviera tan descuidado, embarrado e irregular, era cosa que nunca dejaba de sorprender a un servidor de Su Majestad. Los dineros del Tesoro, cuando los había, se iban bailando a financiar guerras y rescatar créditos de los banqueros genoveses y portugueses, y nunca alcanzaban para mejorar las comunicaciones de los reinos de España. A fin de cuentas, ¿quién había de echarse a los caminos, si no eran maleantes, mendicantes, farsantes y ganaderos? También estaban los servidores del Rey, por supuesto, pero ellos resistían las incomodidades y las daban por bien empleadas si las sufrían en nombre de Su Majestad. Desde que expulsaron a los moriscos, los servicios de los arrieros se habían encarecido y los caminos se habían quedado vacíos y descuidados. Los viajes importantes se hacían por mar. Era en los océanos, entre la Península, las Indias, África, el Pacífico y el Mediterráneo, donde estaban tendidos los cables que mantenían la unidad de la Monarquía.

Don Fernando se limpió la calva con el pañuelo de encaje, se lo pasó luego por la cara y el cogote y, al poner el pie en tierra, se sacudió el polvo de la ropilla y la capa. Mordiéndose la uña del pulgar, observó el pórtico del convento. Una espadaña de ladrillo no muy airosa remataba una portada de piedra con afanes de retablo monumental. Detrás del muro se distinguía un complicado andamiaje de madera. Por él subían y bajaban media docena de albañiles cargados de ladrillos y cuerdas. Los trinitarios de Toledo estaban construyendo una nueva iglesia para su convento: la economía de la orden debía de estar boyante si podía permitirse el lujo de embarcarse en obras mayores.

El hermano portero, muy servicial, le condujo a la celda del padre prior, que parecía advertido de su visita: no le formuló ninguna pregunta y le aseguró que todos los monjes tenían instrucciones de colaborar con la mejor disposición.

—¿Quiere hablar con algún hermano en particular, señor don Fernando?

Valcárcel respondió:

—Sí, con fray Faustino. Entiendo que vive en vuestra casa, reverendo padre.

El prior no ocultó un visaje de contrariedad. Con la de monjes virtuosos que había en su convento, el cortesano había tenido que pedir una entrevista precisamente con el chisgarabís de Faustino.

—Si estoy bien informado y los legajos de los archivos no mienten —dijo el cortesano—, contra él se querelló fray Hortensio Paravicino cuando se difundió un poema difamatorio hace tres años.

El prior se santiguó.

—Esa horrible sátira es una vergüenza para toda nuestra orden.

—¿La tiene vuestra paternidad? —preguntó Valcárcel dejando que la lengua asomara por la comisura de la boca como una babosa a la busca de nuevos horizontes.

El prior, en lugar de responder, volvió a santiguarse:

—Todos preferiríamos olvidar lo que pasó.

—Yo prefiero recordarlo.

—¿Y no querría hablar con otro hermano?

Fernando Valcárcel, sin replegar la lengua, negó con la cabeza. El prior se santiguó y le pidió que le acompañara hasta el locutorio y que aguardara allí, pues haría que fray Faustino bajara cuanto antes.

Cuando llegó el fraile, el prior se ofreció a quedarse con ellos y colaborar en el buen transcurrir de la entrevista; pero Valcárcel le pidió que los dejara solos, ya que eran reservados los asuntos que quería tratar.

—No hay reservas entre los miembros de nuestra congregación —dijo blandamente el prior.

—Pero sí las hay en mi oficio —respondió el cortesano, lo que bastó para que el prior plegara velas y se retirara a vigilar las obras de la iglesia.

—¿Paravicino? —repitió con cara de rata el fraile cuando se enteró de lo que andaba averiguando Valcárcel—. Hasta el año catorce venía a Toledo con frecuencia; no cuando le requerían ni cuando le mandaban con encomiendas de la orden, sino cuando a él se le antojaba; a veces porque iba de viaje a Andalucía y otras sin disculpa alguna. Llegaba al convento, pedía la bendición del superior y se alojaba en una de las celdas libres. Siempre se le asignaba la del difunto fray Bartolomé de Simancas, que era espaciosa y ventilada y disponía de buena luz. Tanto estaba Paravicino en nuestra casa y tantas noches pasaba, que la celda de fray Bartolomé quedó asignada para su uso y, cuando no dormía con nosotros, se cerraba como si veláramos los aposentos de una real persona.

Fray Faustino era hombre de mirada inquieta y hablar embarullado. Le sobraba la mitad del hábito, y lo que no rellenaba con su cuerpo, lo armaba con aspavientos y extrañas contorsiones del tronco y el cuello. A veces giraba la cabeza como si le picara el roce de la capucha, otras se retorcía las manos hasta chascarse las falanges. Era digna de verse la extraña pareja que componían el fraile inquieto y el cortesano obsesionado con roerse las uñas. La paz del claustro se soliviantaba con semejante coloquio.

—No gastaba el prior estas deferencias con cualquiera —continuaba el trinitario—. Paravicino era un mozo simpático y culto, de trato afable y conversación amena, y descollaba ya en la corte como predicador en muchas parroquias e iglesias conventuales. Que Dios me perdone, pero mentiría si dijera que no era un hombre ambicioso y no le gustaba más el poder y el cabildeo que la mortificación y la oración. Ya sabe vuesa merced que unos años después, en 1616, le elegirían ministro del convento de Madrid, y que ha sido comisario visitador para la provincia de Andalucía, provincial de Castilla y, por supuesto, predicador real.

Valcárcel miraba con sus ojos negros y oblicuos y procuraba retener en la memoria todo lo que estaba escuchando.

—Nuestro prior, el de entonces, que era hombre llano pero no incapaz, estaba encantado de tener entre sus muros a un monje con futuro tan prometedor. Los astros deslumbran aunque no den ningún calor, y el prior se daba por satisfecho si Paravicino le dedicaba un par de horas para platicar con él y subía al púlpito para sorprender con sermones brillantes y aparatosos… Hablaba bien, eso no he de negarlo. Sus discursos resultaban ingeniosos e interesantes. Demasiado ingeniosos e interesantes, diría yo, porque prefería dejar boquiabiertos a los fieles con una ocurrencia que ser ordenado y riguroso en la doctrina.

—Le he oído, y supongo que es eso que llamaríamos un hábil orador. Pero dígame vuestra paternidad: ¿a qué venía tanto a Toledo vuestro hermano?

Fray Faustino torció la boca, porque lo de que le hermanaran con Paravicino no debía de complacerle.

—La disculpa, tal como le he dicho a vuesa merced, eran las prédicas, porque nuestro prior y los parroquianos se holgaban mucho de escucharle, y había entonces cierta rivalidad entre nuestro convento y el de los jesuitas por ver quién juntaba a más fieles en los sermones. La verdad —el fraile se frotó las manos y encogió las espaldas como si temiera que los cielos se derrumbaran sobre él—, la verdad es que visitaba la casa de un pintor griego que tenía por entonces mucha fama en la ciudad.

—Teotocópuli: era pintor famoso.

—¿Famoso? Vuesa merced me puede contar cómo es posible que un hombre pendenciero y arrogante como él, que siempre tasó sus pinturas muy por encima de lo que estaba dispuesto a pagar el mercado, que presumía de ser el mayor genio que conoció España en su no corta historia, muriera en la indigencia.

—En uno de sus poemas Paravicino escribió que El Greco encontró en Toledo mejor patria.

—Sería mejor patria para él, que no para los toledanos, a quienes amargó con su presencia. ¿Vuesa merced ha visto su pintura?

—Sí, por cierto. En las colecciones del Rey hay retratos de su mano.

—¿Sabe vuesa merced de arte y de artistas?

—Lo justo para entender con quién tengo que vérmelas cuando se cruza un nombre en mis expedientes.

—Yo nunca entendí por qué gozó de tanta reputación en Toledo —dijo el fraile—. Su pintura es plana, los colores desabridos y las formas descoyuntadas. El hermano pintor de nuestro convento lo hace mucho mejor que él. Con razón Felipe Segundo rechazó sus servicios en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. No tardaremos en ver cómo se desguazan y dispersan sus retablos y los reemplazan por otros de mayor mérito.

Fernando de Valcárcel no entendía de pintura más de lo que oía a su alrededor por las galerías del Alcázar o las salas de los palacios de Su Majestad. El Rey era un coleccionista apasionado, y el conde duque se interesaba por la cuestión en la medida en que podía dar gusto a su señor; por eso daba instrucciones a sus embajadores para que pujaran en las almonedas por uno u otro lienzo. «Al Rey hay que darle arte, mucho arte», decía cuando le veía demasiado interesado en los asuntos de Estado.

—¿Dejó de venir Paravicino por Toledo cuando murió el Griego? —preguntó Valcárcel.

—No, tanto como eso, no. Pero era menos asiduo. En el dieciséis organizó un certamen poético en los festejos del Sagrario. Allí, por cierto, no tuvo empacho en entregar la palma del triunfo a un poeta amigo suyo, un tal Góngora, que también conocía y trataba a Teotocópuli.

—Y, decidme, ¿tanta amistad tenía Paravicino con él?

—Tanta, y más.

—¿Qué quiere decir con eso, padre?

—Que era raro el Griego, reservado y de vida oculta, y era raro el muchacho. Porque Hortensio siempre fue una persona suspicaz y delicada. Tampoco es de extrañar en un hijo natural criado por madres prestadas.

—¿Cómo natural?

—¡Pobre! Ya sabe vuesa merced qué crueles son los niños, que en eso son buenos aprendices de los adultos. Y un niño con una lacra, o miente, o sucumbe. Hortensillo se crió junto a mozos de buenos linajes, así que ¿cómo habría de reconocer que su madre lo parió sin estar casada? Y lo que empieza como mentira, deja de serlo con el tiempo, y se convierte en verdad, en verdad que nadie contesta. Pero, claro, para borrar las pistas, el joven Paravicino tuvo que ir a la parroquia donde no se casaron sus padres y donde a él se le bautizó como hijo natural, y arrancar a mordiscos las páginas de los registros.

—¿Así que fue hijo natural?

—Su padre y su madre se conocieron siendo jóvenes y se amaron con efusión. A lo mejor se casaron en privado, pero mire por dónde el Concilio de Trento prohíbe los matrimonios que no cuenten con la presencia de un ministro de la Iglesia. Paravicino el viejo se va a Milán a vender sus bienes para asentarse en Madrid, con tan buen tino que deja a su amada sola en el parto, y la pobre se muere, que ya se sabe que la ausencia del amado desanima a las parturientas. En el Infierno debe de estar, que a nuestro Señor no le gustan las fornicadoras. Regresa don Muncio, visita a su amada en la tumba, llora, lo lamenta, se mesa los cabellos y las barbas, manda decir mil misas, deja al niño con una nodriza y se casa con otra incauta, que pronto le da más hijuelos. Ésa fue la suerte de la madre de Hortensillo. Si se acostó con don Muncio sin pasar por el altar, a saber si no se acostó con otros que pudieran ser padres de nuestro predicador. Fray Hortensio, más que Paravicino, debería llamarse «para-el-vecino», que es de averiguar quién fue su padre si su madre resultó tan fácil para yacer con hombres sin bendiciones de la Iglesia.

Fray Faustino se movía como si sufriera convulsiones. Las manos se frotaban contra los brazos, se metían por las bocamangas, subían hasta los codos, se rascaban los muslos y las canillas. El hábito blanco se revolvía como un lienzo tendido en una corriente de aire. Valcárcel se regodeaba al comprobar qué sencillo había sido sacar los sapos y culebras de aquel monje parlanchín.

—Falsificó, pues, los documentos, para que le ordenaran y para que le nombraran predicador de Su Majestad —resumió enarcando las cejas.

—Oh, sí, ambición no le falta a nuestro lucido sermonero —confirmó Faustino sacándose de la boca una sonrisa retorcida—. Afecta humildad, pero ha ido trepando por todos los cargos de nuestra orden y pisando a quienes se interponían en su camino. Si no ha llegado a ser general de los trinitarios, habrá sido porque no le ha interesado en sus juegos de poder.

Un estruendo de escombros retumbó sobre el tejado del locutorio. Valcárcel miró hacia el techo llevándose la mano a la boca. El frailuco se acurrucó en una esquina del banco.

—¡Malditos sean los albañiles y el manirroto que autorizó esta obra! —murmuró—. Por hacer la iglesia más grande, van a acabar con nuestra salud. Mire, mire qué ruidos y qué sobresaltos. Y no vea cómo se llenan de polvo las celdas y hasta las comidas del refectorio. ¿Y sabe quién ha hecho las trazas de la iglesia y dirige los trabajos con menos maña de la que debiera? El hijo del Griego, Jorge Manuel Teotocópuli, a quien Dios confunda.

—¿El hijo del Griego?

—Sí, que es maestro mayor de la catedral, y además del Alcázar y del Ayuntamiento. Todo por las malas influencias de los amigos de su padre.

Valcárcel sacó la lengua, se rebuscó con ella algún trozo de comida enganchado en los dientes, se ayudó con dos dedos y, mirando al fraile con ojos saltones, dijo:

—Hábleme del Griego. Me interesa mucho que me hable del Griego.