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SILENCIO AVISES O AMENACES MIEDO
Pedro Calderón prefiere cerrar las cortinas del dosel para que maticen la luz y oculten la grosería de los detalles, pero Ana insiste en abrirlas, tal vez para que pueda lucir su piel, tan blanca que bien merece que se vea en todo su esplendor.
—¿Sabíais que el mismísimo príncipe de Marruecos, don Felipe de África, fue mi padrino? —pregunta corriéndolas y acariciando la tela, que es de un provocador color granate.
—Estaría borracho cuando le pidieron que os acompañara a la pila bautismal.
—No, que era amigo de mi padre, y ya os dije que mi padre era un gran autor de compañías.
—Y este cuerpo tan hermoso que tenéis, ¿es un embrujo de ese príncipe?
Ana se ríe. Es tan alegre y desenfadada, que a su lado Pedro se olvida de sus inquietudes. Ha pasado dos días encerrado en la casa del condestable, rabiando por la arbitrariedad de la medida, observando desde la ventana a los alguaciles que custodiaban su reclusión. Habría podido burlar tan estúpida vigilancia, pero ha cumplido el castigo íntegramente porque la injusticia, para que se convierta en una pócima de venganza, hay que apurarla hasta el final.
—Lo que tengo es mío. Ni afeites, ni pinturas —coquetea Ana—. El rojo de mis labios es el rojo de mis labios, y la blancura de mi piel es la blancura de mi piel.
Se ha pasado el dedo por la boca y por la curva de la cadera según explicaba que su cuerpo le pertenecía. Pedro empieza a comprender la desesperación de su hermano Francisco cuando no podía dejar la casa y decía que necesitaba la compañía de una mujer. Este pensamiento hace que contraiga los labios y chasquee la lengua. ¿Por qué se acostó Ana con el infeliz de Francisco? La imagina en sus brazos, y esa visión le tensa los músculos y le obliga a clavar las uñas en las sábanas de algodón en que descansa el adorable cuerpo de Ana.
—No sé si conviene fiarse de una comedianta —dice, con una sonrisa, aparentando una ligereza que no siente.
—¿Y conviene fiarse de un poeta que inventa los versos que ha de decir la comedianta?
—Por supuesto que no.
Ana se ríe. Bendita risa que llena la alcoba y compensa con creces la ausencia de la luz del sol.
—¿Y esta cicatriz? —le pregunta a Pedro mirándole con curiosidad y palpándole la sien.
—Es de tanto pensar.
—No digáis bobadas. Seguro que os la hizo un espadachín en alguna pelea gloriosa. O tal vez en alguna batalla en Flandes.
—Sí fue un espadachín, pero no creo que pueda presumir de glorias en aquel lance.
—Contadme qué pasó.
—Ahora no me apetece.
—Venga, no seáis huraño —Ana le acaricia la sien izquierda y le pasa el dedo por las rugosidades de la piel—. Con la cara de niño que tenéis, esa cicatriz es como un relámpago en un cielo azul.
Poetisa, delicada, maestra del embeleso. ¿O acaso habrá aprendido frases así de los parlamentos de las obras que representa?
—Maté a un hombre, Nicolás de Velasco se llamaba. Antes de morir, me dejó este recuerdo para que no le olvidara.
Ana besa la cicatriz, se separa y se rasca el pelo con tanta energía, que parece que está aventando trigo.
—La muerte no me impresiona —dice—. He visto muchas.
—Será en los corrales de comedias.
—Y en las calles. La vida vale tan poco, que no es gran cosa ver cómo acaba.
—Lo mismo debió de pensar vuestro hermano cuando anduvo tan ligero con su daga.
—El asunto está zanjado, ¿no quedamos en eso?
—¿Qué hará vuestro hermano cuando se entere de que ahora habéis caído en brazos de otro Calderón? ¿También querrá matarme?
—No, si os casáis conmigo.
—Así que soy hombre muerto.
Ana Villegas suelta una carcajada.
—Si queréis, podemos decir que fray Hortensio intentó propasarse; así le matará a él, y a nosotros nos dejará en paz.
—No me parece mala idea. Libraremos al mundo de un espantapájaros y dejaremos de oír sandeces en los púlpitos. Desde que sucedió lo de las Trinitarias, parece que su obsesión es mancillarme y humillarme. Por su culpa me he pasado dos días midiendo el tamaño de mi alcoba, con dos guardias que no me dejaban salir de casa. Y sin poder veros.
Ana se pone de rodillas encima de la cama. Pedro admira sus pechos con lujuria renovada.
—Pero ya habéis salido, y todavía podéis disfrutar del último día de Carnaval, porque mañana se acaba el mundo. Miércoles de ceniza. Fecha terrible. Se cierran los teatros.
—Pero seguirá abierta vuestra alcoba.
—Abierta siempre que vos queráis.
Pedro la mira arrebolado.
—Vos, señora —dice extendiendo la mano para tocarla—, sois una forma perfecta que mueve al amor. Los antiguos decían que el amor nace de la visión de los cuerpos bellos, y en verdad que con vos comprendo este concepto. El ojo admira la belleza, y lo que al principio es atracción corporal penetra en el alma y la invade hasta convertirse en amor.
—¿Y no creéis vos que el cuerpo y el alma son dos caballos que corren por separado? ¿Que el cuerpo peca, deseando lo que no debe, y el alma lucha contra la tentación y aspira a bienes más altos?
—¿Qué ha de haber más alto que el amor, señora?
—¿Y me amáis vos, señor poeta?
Ana se sacude la densa cabellera negra, y los ojos refulgen en la penumbra como ascuas en un lecho de cenizas. La piel tiene calidades de mármol pulido.
Pedro Calderón de la Barca se estremece y busca ansiosamente su boca para ahogar una respuesta que le da miedo pronunciar.
—Paternidad reverendísima, por el amor que le tengo, le ruego que actúe con precaución. Hay mucha gente a quien no le gusta el cariño que le profesa Su Majestad y busca atacarle.
—¿Tan importante me crees como para que esa gente pierda el tiempo conmigo, Tomás?
—No sería la primera vez que propalan infundios sobre vuestra paternidad.
—¿Y qué te hace pensar que ahora he de tener más cuidado?
—Hay quienes preguntan e investigan.
—Preguntar no es atacar.
—Han ido a Toledo.
—¿A Toledo? ¿Y qué esperan encontrar allí?
—Un fraile que le maldiga.
Paravicino cierra los ojos, suspira; los abre y ve los nervios de la bóveda de la galería baja del patio del Alcázar. Se siente preso en ese edificio, en la corte, en Madrid. El aire, otra vez, se resiste a entrar en el pecho. Respira con dificultad; parecería que los pulmones se negaran a cumplir su cometido.
—Estoy en tratos con la criada de aquella comedianta que vuestra paternidad fue a ver al corral de la Cruz, ¿la recuerda? —pregunta Tomás.
—Recuerdo a la comedianta, no a su criada.
—Vuestra paternidad me perdonará si frecuento amistades que mi madre no me recomendaría.
—No te estoy confesando, Tomás.
—Es cierto, pero vuestro hábito y vuestra santidad me hacen recordar siempre que soy un pobre pecador.
—Abrevia, Tomás, y déjate de halagos.
—Padre, las maquinaciones de esa farsante son para escribir una comedia. Habrá de saber vuestra paternidad que fue ella quien incitó a su hermano, que debe de ser simple como un asno, para que se cobrase en el hermanastro de don Pedro Calderón de la Barca unas supuestas ofensas de amor.
—Quítale el «don» a ese Pedro y empezaremos a entendernos. ¿Qué pretendía esa mujer haciendo que acuchillaran a su amante?
—Que don Pedro reparara en ella. Y a fe que reparó, porque, según me cuenta María, ahora es él quien la entretiene.
—¿Y qué buscaba arrimándose a Calderón de la Barca?
—Lo que ya ha conseguido: trabajar en sus comedias. Y sabe vuestra paternidad que trabajar en sus comedias equivale a trabajar en Palacio y ante el Rey. Ana Villegas actuó el domingo en el Salón Dorado y representó El príncipe constante.
—Todo eso ha de ser casualidad, Tomás.
—¿Ve por qué llamo santo a vuestra paternidad? Más que santo debería decir bendito e inocente. ¿Cómo puede vuestra paternidad mantenerse durante tantos años en el círculo de las personas cercanas al Rey sin infectarse de sus maldades? Yo, que soy un ignorante y un atrevido, le digo a vuestra paternidad que hay muchos malos cristianos que quieren besar el poder aupándose en los cadáveres de quienes caen en desgracia.
—Sabes más que yo de política, Tomás. Es lástima que no escribas, porque contigo podríamos tener al Maquiavelo español.
—¿Quién es Maquiavelo?
—Un florentino que creía que en el mundo los hombres maquinan a espaldas de Dios. Quevedo le aborrece: dice que el verdadero modelo del gobernante sólo puede ser Cristo.
—¿Y qué piensa vuestra paternidad?
—Yo pienso que la divina providencia dispone de tal modo las cosas, que nada sucede si no es por voluntad de los Cielos; y la felicidad de los hombres y las naciones sólo puede lograrse por la intercesión divina. Hay que agradar al Señor y pedir siempre su amparo.
—A Dios rogando y con el mazo dando, padre.
—El mazo traigo en este bolsillo, Tomás. Cuando el Rey lea el memorial, hará de su poderío un martillo para castigar a quienes delinquen contra su dignidad.
—Eso espero, padre.
—Ahora, aguarda aquí, que he de ver al conde duque.
Fray Hortensio esperó pacientemente en una esquina de la sala de audiencias. Don Gaspar de Guzmán debía de haberse percatado ya de su presencia, pero seguía afanándose en paseos, órdenes y firmas.
—¡Fray Hortensio! ¡Fray Hortensio! ¡Vuestra paternidad reverendísima por estas humildes oficinas!
El valido, de negro estricto de la cabeza a los pies a excepción del cuello blanco de la valona y los dorados de la pechera, se aproximó al fraile como si pretendiera aplastarle en la esquina donde se había refugiado. Llevaba el peluquín torcido y la frente brillante de sudor. Cuando le tomó la mano para besársela, dejó oler un vago aroma a ropa polvorienta. El cardenal Richelieu, su eterno rival, se desplazaba solemnemente rodeado de una pequeña corte cuya única función era realzar su figura. El fiel ministro español era, en cambio, un barullo de papeles y trajines.
—¿Qué noticias tiene de Francia vuestra excelencia? —preguntó el trinitario dejándose llevar por este pensamiento.
El conde duque torció el gesto. Estaba muy viva en esos días la polémica sobre si el Rey debía o no dirigir los tercios españoles en Italia contra los franceses; Felipe Cuarto tenía ganas de emular las glorias militares de su abuelo Felipe Segundo y su bisabuelo el César Carlos, y embarcarse él mismo en una expedición que, en su opinión, habría de reportarle honor y el cariño del pueblo y que serviría para insuflar ánimos en sus soldados. El de Olivares intentaba persuadirle de que no era juicioso que pusiera su vida en el tablero cuando sus capitanes podían dirigir las tropas y llevarlas a la victoria; al Rey le correspondía pilotar la nave de la Monarquía desde Madrid, porque el mundo que le había tocado vivir era mucho más complejo y peligroso que el de sus predecesores. El conde duque sabía, porque no le faltaban informantes que le dijeran las verdades, aunque fueran a medias, que entre el vulgo su postura suscitaba recelos y que había quien aseguraba que había secuestrado la voluntad de Su Majestad. Pero a él, a estas alturas, ya no le importaba granjearse la enemiga del pueblo si a cambio mantenía la integridad de su Rey y su confianza para seguir trabajando a su servicio. ¡Ir a Italia! Ni siquiera el gran Fernando de Aragón dirigió sus tropas en Nápoles, sino que se sirvió del brazo del Gran Capitán para arrebatar el reino de Sicilia de las manos francesas.
—¿A vuestra paternidad le interesa la política europea?
—En la medida en que preocupa a Su Majestad, sí, y también en la medida en que afecta a la salud de nuestros reinos.
—Pues no ha de preocuparse, que las relaciones son buenas, y entre el rey Luis y nuestro señor don Felipe impera la concordia.
—¿Y qué impera entre sus validos, entre vuestra excelencia y el cardenal Richelieu?
El conde duque puso un semblante contrariado:
—No me gusta que me llamen «valido», prefiero que vuestra paternidad diga «ministro», «el fiel ministro de Su Majestad»… Si he de decirle la verdad, el cardenal y yo nos llevamos tan bien como se llevan dos brazos acostumbrados a mantenerse en el equilibrio de un pulso. Ambos somos fuertes y ambos nos apoyamos el uno en el otro.
—Entonces, si muriese el cardenal, ¿caería vuestra excelencia? Y si vuestra excelencia cayera, ¿prescindiría el rey Luis de los servicios del cardenal?
El trinitario formuló esta pregunta con ojos tranquilos. Don Gaspar de Guzmán, que durante la conversación no había dejado de trasegar pliegos de una a otra gaveta, firmar y ordenar documentos, se detuvo y le miró.
—El embajador de Francia acude habitualmente a escuchar la misa y los sermones de vuestra paternidad en la capilla de Palacio; se sienta junto al embajador de Venecia y los Grandes de España, ¿qué mayor muestra puede dar Su Majestad del cariño que profesa a la nación hermana?
—Caín y Abel eran hermanos.
—Entre nuestros reinos y los de Francia ha habido de siempre una disputa fraternal.
—O fratricida.
—Ambos queremos ser los hijos dilectos de Dios.
—Pero su vicario en la tierra, Su Santidad el Papa, no acaba de decidirse ni por el uno ni por el otro.
—Ese juego le conviene, padre. Para que un perro sea fiel no hay nada como mantener cerca a otro que lo aplaque en la jauría. Y yo creo —reflexionó entrecerrando los ojos— que algún día nuestras tropas invadirán París, o las tropas francesas invadirán Madrid, y entonces se cumplirá el designio histórico de una de las dos naciones: romperle a la otra la columna vertebral. Porque este mundo es muy pequeño para las dos.
—Caín mató a Abel, y fue la estirpe de Caín la que pobló la tierra y formó a la humanidad. No creo que ni vuestra excelencia ni yo vivamos para averiguar a quién favorecerá finalmente Dios.
El conde duque asintió con la cabeza. Fray Hortensio dibujó en su recuerdo la estatua yacente del infante don Juan, el hijo de Isabel la Católica y Fernando de Aragón, que siempre le había sobrecogido cuando, siendo seminarista, oía la misa en la iglesia del convento de Santo Tomás de Ávila. El príncipe que nunca reinó dormía con los párpados cerrados y los puños agarrados a una espada. Sin saber por qué, imaginaba Paravicino una España distinta en aquel joven de alabastro perdido en la flor de la vida. Si hubiera ocupado el trono que le querían legar su madre y su padre, su sobrino nieto, Felipe Segundo, no habría heredado las tierras de Borgoña y Flandes, que tanto desangraban a la Monarquía, ni su hermana doña Juana nos habría vinculado a los intereses del Imperio germánico. ¿Qué otra España se habría formado en sus manos? ¿Y por qué sentía el fraile un escalofrío cuando recordaba la escultura funeraria de aquel príncipe malogrado?
Como si volviera de una ausencia que le hubiera desviado de los asuntos de Estado que siempre reclamaban su atención, don Gaspar de Guzmán volvió a pasar papelotes enérgicamente.
—Pues bien —dijo—, vuestra paternidad me dirá si puedo serle útil en algo.
El conde duque no le trataba con cordialidad. Meses antes le habría dedicado todo el tiempo que hubiera querido por el solo placer de intercambiar puntos de vista con él. ¿Qué se había roto en su relación? ¿Por qué esa frialdad, esa desconfianza?
—Sí —respondió el trinitario sacando de un bolsillo del hábito los pliegos sellados—. Vuestra excelencia recordará el hecho lamentable que sacudió el convento de mis hermanas de orden en la calle Cantarranas.
Olivares apretó los labios en clara señal de fastidio.
—Sí, lo recuerdo bien y lo tengo presente. Si le interesa saber los resultados de la investigación, puedo hacerle llegar una copia del informe que se ha elaborado sobre la actuación de los ministros de la Justicia. Había indicios ciertos de que el malhechor se había refugiado en el convento, y las monjas no quisieron cooperar en la búsqueda y mucho menos en la entrega, así que no hubo más remedio que proceder a una averiguación.
—Averiguación que resultó infructuosa, y que infringió las mínimas normas del respeto que se debe a las servidoras de Dios.
—En su nombre le pido que no se ponga vuestra paternidad más dramático de lo que requiere el caso —le cortó el conde duque sacándose del vientre la voz que debía de usar para intimidar a sus secretarios—. Los indicios eran ciertos y la actuación fue considerada.
—¿Considerada, cuando se levantaron las faldas de las monjas?
El valido del Rey cerró los ojos y resopló. Bajó la mirada y cogió unos pliegos del escritorio para hacer que los leía.
—No hubo tanto como se ha dicho. Las hermanas no han ratificado a los ministros de la Justicia con quienes se han entrevistado esos presuntos malos tratos.
—Yo estuve con ellas poco después y oí las acusaciones de sus mismos labios.
—Se exagera en el calor de la emoción. Los asesinos no pueden acogerse a sagrado, eso lo sabe vuestra paternidad.
—Es discutible. Hasta ahora siempre se respetó el sagrado de las iglesias.
—Sí, pero el mundo de hoy no es tan simple como el de antes. ¿De qué sirve que los malhechores puedan refugiarse en una iglesia? Si queremos que nuestros reinos vivan en paz, no podemos permitir que nadie salga impune de sus delitos. Los alguaciles actuaron bien al penetrar en el convento.
—¿Y qué me dice de la chusma que los acompañaba? ¿De Pedro Calderón de la Barca, que presume de poeta y no es más que un botarate?
—Era el hermano del herido. El dolor justificaba su actuación. Yo sé que vuestra paternidad se mueve por el amor que siente por sus hermanas de orden, pero eso no debe cegar su buen juicio, de todos conocido y apreciado. Quien más ha instigado que se investigue lo sucedido y se castigue a los que allanaron el convento ha sido Lope de Vega; y es comprensible, ya que una de sus hijas es monja profesa en el convento, y se ha tomado como una deshonra personal lo que no fue más que un incidente sin consecuencias.
—Félix Lope de Vega es una gloria de nuestras letras. Sólo por eso debería hacerse más caso a sus quejas.
—Lope, o frey Lope, que así creo que hay que llamarle, tiene el cariño del pueblo, que lleva años admirando sus comedias, pero tiene también el alma resentida contra mí, porque no ha conseguido lo que tantas veces ha pedido: un puesto en Palacio. Vuestra paternidad estará de acuerdo conmigo: siendo sacerdote, ¿para qué necesita beneficios? Y siendo poeta laureado, ¿para qué necesita reconocimientos? Su valedor, el duque de Sessa, es un pájaro de cuenta, de esos que me miran mal. Y Lope, eso no lo ignorará vuestra paternidad, mantiene un escandaloso amancebamiento con la adúltera Marta de Nevares.
—Está ciega y no cohabitan. En esta materia actúa él con sola el alma. Vea vuestra excelencia si no será caridad más que amor.
—Muy caritativo es dejar preñadas a las pobres ciegas.
—Pudieron ser amantes, excelencia, pero Lope ya está viejo y no creo que quiera más que el consuelo de una amistad, sobre todo ahora que ella, como digo, está enferma y padece de graves crisis mentales. Considere que es un gran poeta, que está anciano, que querría vivir sus últimos años en paz, dedicándose al estudio y a la piedad, y que se ve condenado a entregarse a obras de entretenimiento para que el vulgo le dé de comer.
—Haría bien en retirarse si no se siente con fuerzas para divertir a su público. Porque, ¿no será, me pregunto yo, que no le gusta que haya sido Calderón de la Barca, que se ha ganado ya el favor del Rey y de la corte con sus obras de teatro, quien protagonizara este hecho?
—Pensar eso, excelencia, es excusado. Lope no conoce rival: en la comedia se ha bastado para hacer escuela de por sí. ¿Acaso que goce del favor de esta corte y aun del mismo Rey nuestro señor justifica que ese don Pedro haya puesto en boca de uno de sus personajes en una comedia palabras injuriosas hacia mi persona?
—¿Hacia la persona de vuestra paternidad?
El conde duque volvió a mirar los papeles de su escritorio, porque temía que el monje apreciara en sus ojos el brillo de la burla.
—¿No lo sabía vuestra excelencia? Y, sin embargo, me habían dicho que el domingo asistió con Su Majestad a una representación en el Salón de las Comedias.
—Asistí —dijo—, pero ya sabe vuestra paternidad que mi cabeza siempre está llena de pensamientos, y a veces no me concentro en lo que escucho. Las cuestiones de Estado requieren una reflexión constante. No se trata sólo de hablar con los consejeros o leer despachos de los embajadores. Hay que dejar después que el seso rumie por sí solo.
—Como la tripa de una vaca.
—Puestos a comparar, prefiero hablar de la de un toro.
—Dicen que el Rey se rió.
—Es bueno que el Rey se ría de cuando en cuando. Yo me regocijo si alguna alegría le alivia de la penosa carga que Dios ha arrojado sobre sus hombros. Bien son menester los divertimentos para poder llevar tantas adversidades.
—Siento ser yo quien eche más libras en tan pesado fardo, excelencia, pero quisiera que Su Majestad prestara atención por unos momentos a mis desvelos.
—Él quiere bien a vuestra paternidad y sin duda le dedicará toda la atención que requiera.
—En este memorial explico lo que ha sucedido y lo que del Rey nuestro señor pido humildemente. Le ruego que se lo haga llegar a su alto destinatario.
El conde duque tomó los pliegos con la mano derecha, los sopesó como si considerara la gravedad del caso por las varas de tinta, y los dejó sobre el escritorio.
—Descuide vuestra paternidad.
El trinitario extendió el brazo y dejó que el valido le besara la mano. Una inclinación del conde duque y un amago de rozar los labios bastaron para cumplir la ceremonia.
—En esa confianza me retiro, pues nunca me gustó ser importuno.
Don Gaspar de Guzmán miró las pinturas de batallas que decoraban los muros, los tapices de gestas de los dioses antiguos que se intercalaban con los paños de los frescos, los papeles que esperaban sobre el escritorio una solución a los grandes problemas de los reinos de Su Majestad, y meneó la cabeza como si le costara creer que un predicador real no tuviera nada mejor que hacer que escribirle al Rey y hacerle perder el tiempo con chismorreos de monjas desquiciadas y monjes orgullosos.
Rompió el lacre y leyó sesgadamente. Era el memorial, como se temía, una abigarrada sucesión de clamores al cielo. Acarició distraídamente la escribanía de carey, cogió la pluma y decretó en la primera página que se expidiera todo al presidente del Consejo de Castilla, el cardenal Gabriel de Trejo, para que redactara su parecer. Si tanto quería a Paravicino, que opinara él de sus locuras.
Fernando de Valcárcel le había prometido que el lunes le entregaría el informe con las averiguaciones. No era que el conde duque estuviera impaciente por disponer de esa lectura, ni siquiera que le gustara encargar y recibir el producto de tales encomiendas, pero en la maquinaria de la Monarquía importaba que todos los engranajes fueran humildes y que, llegado el caso, pudieran reemplazarse por otros mejores. Quizás Dios en las alturas reinara sonriendo a los ángeles y escuchando sus alabanzas, pero en la tierra nadie podía gobernar si no era con el temor o el cariño de sus súbditos. Y ya que a él no le querían, obligado era que tuvieran motivos para temerle.