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CIEGAS RAZONES

Sor Margarita de la Cruz languidecía en una silla de enea. Tez blanca, ojos sin luz, manos transparentes, venas azules e hinchadas como si la piel se hubiera retirado para dejar a la vista los entresijos del cuerpo. Que aquella mujer, que había sido pura energía, se redujera a esa ruina de huesos y pellejo, era la mejor prueba de que los seres humanos, por elevados y fuertes que se consideraran, no dejaban de ser efímeros sueños de Dios.

Paravicino la miraba con lástima y un punto de congoja, y para distraerse de pensamientos tan funestos observaba a las monjas que iban y venían por el claustro recortando los setos, acarreando cestos de verduras y santiguándose delante de los altares esquineros.

—¡Qué cariñoso sois, Hortensio, al venir a ver a esta pobre enferma! —le decía sor Margarita—. Como Dios me conserve la vida más tiempo, vendréis a tratar con una reliquia. La madre superiora ya está eligiendo un altar muy apañado para que pase las noches tumbada y empiecen a venerarme como cuerpo incorrupto.

—¡Jesús! ¡Qué barbaridades dice vuestra alteza! Todavía tiene arrestos para girar el medio siglo.

—Con llegar al verano me daré por contenta, Hortensio, que ni el corazón me late acompasadamente, ni las piernas andan sin ayuda de criados, ni la cabeza razona cuanto acostumbraba. Cuando Dios advierte que ya es hora de que nos retiremos, es locura llevarle la contraria. Pero ¿y vos? —preguntó buscando con las pupilas vacías la cara del trinitario—. Me dicen que no andáis bien de salud.

—Ya sabe vuestra alteza que de soles, cenas y penas están las sepulturas llenas. Al sol, poco me expongo, y en cenas procuro ser frugal; así que sólo me quedan las penas para justificar mi decaimiento.

—No olvidéis que las penas son producto de los afanes más que de las desgracias con que Dios nos pone a prueba.

—Por mí, alteza, reduciría mis afanes a ninguno y mis cuitas al silencio.

—Sois predicador del Rey, no cura de aldea.

—El hombre en la corte complica lo que es simple y enrarece lo que es limpio —se lamentó el monje cerrando los ojos—. Para mí, no es poderoso ni gran señor el que no es sencillo e ingenuo. Si lo más excelente imaginable es Dios, hay que considerar que Dios no sería Dios si no fuera sencillo y simplicísimo ente.

—¿Qué síntomas tenéis?

—Duermo mal por las noches, me asaltan ahogos y fuertes dolores en el pecho y en el vientre. A veces me mareo y siento que me voy a desmayar… Pero no quiero cansar a vuestra alteza con mis miserias.

—Yo sé que no estáis bueno. Desde que sucedió aquel tonto incidente de la comedia en que os ridiculizaron y el cardenal de Trejo dictó su parecer, sufrís achaques. Vos no me lo decís, pero tengo mis informantes.

—Aquéllos son sucesos olvidados.

—¿Olvidados? Han pasado más de tres años y creo que siguen sin dejaros respirar.

—Olvidados, alteza.

—No es eso lo que me dicen, hijo, sino que de vez en cuando os levantáis por la noche dando grandes suspiros y hablando aturulladamente de lo que entonces acaeció.

—Eso sólo pueden saberlo quienes duermen en mi celda. Mi criado Tomás es amigo de hablar más de lo que debe. Si ha sido él quien le ha venido con el cuento a vuestra alteza…

—Lo de menos es averiguar de dónde vienen las aguas. En vuestro caso el remedio es claro: dejad de torturaros con las que ya no han de mover molino.

—Pues me pregunta vuestra alteza, he de decirle que lo que más me dolió no fue tanto lo que sucedió, sino la actitud que adoptaron algunos.

Sor Margarita de la Cruz entornó los ojos ciegos y se pasó un pañuelo por la boca.

—¿Habláis del cardenal de Trejo? Vuestra paternidad sabe bien que el Rey le retiró del cargo de presidente del Consejo de Castilla muy poco después de que firmara su parecer sobre vuestro memorial.

—No le echó el Rey, sino don Gaspar de Guzmán, y ciertamente no fue por mi causa.

—No, sino porque no admite el conde duque que nadie le contradiga, y quien se opone a sus políticas acaba fuera de la corte. La gente admiraba al cardenal. Supo impartir justicia de forma ejemplar y era hombre equilibrado. Crecía en el aprecio del vulgo y en el respeto de los nobles. Era, como se dice en Palacio, un astro emergente. Y el conde duque no tolera quien le haga sombra. En eso es igual que el desalmado de Lerma. Estos validos están todos cortados por el mismo patrón. Quitas a uno, pones a otro, y en poco tiempo se comporta igual que el anterior.

Paravicino levantó la vista y contempló el claustro del monasterio de las Descalzas. Era de dimensiones modestas y se alzaba sobre columnas de mármol rematadas por graciosos capiteles. Su delicadeza lo distanciaba del de la Santísima Trinidad, de amplios pilares de granito que parecían emular los patios de los palacios de los grandes señores. Además de la arquitectura, el carácter femenino saltaba a la vista en los detalles: la cuidada disposición de los setos del jardín, los tiestos con geranios durmiendo junto a las basas de las columnas, la limpieza del enlosado y de los altares… Tan diferente todo del descuido de su convento, parco en flores, duro de esquinas, desmañado en la decoración. Las mujeres sabían rodearse de una dulzura que debía de ser grata a los ojos de Dios.

—Dice vuestra alteza cosas graves —consideró el monje.

—Sí —admitió sor Margarita—, las digo porque a estas alturas de mi vida ya no tengo tiempo ni ganas de andarme con remilgos. Yo apoyé a Olivares, eso lo sabéis vos mejor que nadie. Por entonces me preocupaba de las cosas del gobierno y ayudaba en lo posible a mis reyes. Lo hacía por necesidad, porque, después de la muerte de mi admirado tío Felipe Segundo, aquí no han reinado más que pusilánimes ayunos de voluntad. ¡Ya visteis a Felipe Tercero, que se dejó subyugar por Lerma! ¿Y qué me decís de nuestro Felipe Cuarto? Tantas esperanzas como teníamos puestas en él, y es un melancólico, caprichoso, mujeriego y flojo.

—Señora, ¿así habláis de nuestros reyes?

—Son mis parientes, y puedo decir de ellos lo que me plazca. Ya lo sabía Margarita, la mujer de Felipe Tercero: decía que su hijo no tenía madera de rey. Yo no sé adónde fue a parar el nervio de nuestra estirpe después de retoños tan aguerridos como el César Carlos y Felipe Segundo.

Hortensio notó que le invadía uno de aquellos ahogos que últimamente tan frecuentes eran en él. Cerró los ojos y respiró hondo. Cuando los abrió, sor Margarita escuchaba preocupada el gemido de su respiración.

—Os diré una cosa, Hortensio: los aprietos que os afligen no se deben tanto a la edad como al agobio de sufrir y no hacer nada por impedirlo.

—¿Señora?

—Sí, hijo, haced como yo mientras he tenido fuerzas y salud: actuad, denunciad, luchad. Es de vacas mugir de descontento y no agachar la testuz para intentar cornadas. Mi madre, la emperatriz María, me lo enseñó desde pequeña: hay que luchar. Sólo se dejan morir los siervos. Mi madre, mi sobrina Margarita, la reina y yo no nos resignamos a que mi primo se convirtiera en un títere manejado por el petulante del duque de Lerma. Al Rey le entregué yo misma un libro publicado a mi costa y escrito por Cristóbal Pérez de Herrera para que abriera los ojos. Eso fue en 1610, si no recuerdo mal, y cinco años después, en vista de que seguía sumido en la molicie y Lerma se creía el amo del mundo, animé y remuneré al confesor de la reina, fray Juan de Santamaría, para que escribiera el Tratado de república y policía cristiana para reyes y príncipes.

—¿Quién no lo tiene en su biblioteca? ¿Así que vuestra alteza estuvo tras su publicación?

—¿Os enteráis ahora, Hortensio? Preparamos el terreno para que creciera el odio hacia Lerma, aunque todavía hubimos de esperar tres años para que el idiota de mi primo lo apartara de su ministerio. Olivares sabía bien lo mucho que yo luché contra Lerma y por eso, cuando subió al trono mi sobrino y le eligió como su ministro, vino a verme al monasterio y, postrándose a mis pies, me dijo que era yo la perla del joyero de la real familia. Olivares es astuto —consideró sor Margarita, y en este punto se detuvo porque se fatigaba de tanto hablar—. Por eso eliminó uno a uno a todos los colaboradores y los amigos de Lerma. Han pasado los años y sigue aborreciendo a todo aquel que trabajó para el duque; a lo mejor porque ha copiado sus métodos y se ha trocado en un segundo Lerma, no menos poderoso que el primero, aunque sí menos manirroto.

—Admiro a vuestra alteza por no perder el sentido del humor.

—¿Creéis que echo en burlas algo que importa tanto? —Sor Margarita se tensó y clavó las uñas en el brazo de enea. Tosió y tardó en seguir hablando—. Olivares hace lo mismo que Lerma: embelesar al Monarca para no perder su favor, desviar fondos del Tesoro para enriquecerse, y trufar los consejos y el palacio de amigos y parientes. Son todos iguales, Hortensio. Quien pretende el poder no se comporta de otra manera al alcanzarlo: ambición, dinero y familia. Y, por supuesto, hacer del predecesor un criminal. Un soberano ha de ser muy perspicaz para darse cuenta de que él es el único que no juega ese juego y que la razón de ser de las facciones siempre es la misma: apartar a los anteriores para repetir sus vicios.

—Señora, veo que desde el monasterio no perdéis el pulso de nuestros reinos.

—El monasterio no es un buen lugar para alejarse del mundo, Hortensio, y eso lo sabéis vos mejor que nadie, que no paráis de visitar y recibir visitas. Ya que os enteráis de las cosas del siglo, tened el valor de acusar a quien sea impío.

—Lo hago, alteza. En una de las octavas por la injuria al Cristo de la calle Infantas, he recordado que el Rey y el conde duque no pueden seguir protegiendo a los asentistas portugueses.

—Terrible fue la ofensa. Cogieron la santa imagen y la arrastraron por el suelo para después quemarla. El crucifijo derramó sangre y les preguntó por qué le maltrataban, si era Dios. Tiemblo sólo de recordarlo. —La monja infanta se persignó—. Unos niños lo vieron y lo denunciaron. Se condenó a los judíos a la hoguera, se demolieron las casas de aquellos herejes, y desde entonces se cantan misas para desagravio de tan espantosa ofensa. Yo temo que todo lo que hagamos sea poco para que Dios retire su enojo, porque la causa del mal sigue medrando en la corte y en España.

—El Rey oyó el sermón y me ordenó que lo diera a la imprenta. Me ha costado mucho, pero ya lo he logrado. Se lo dediqué al conde duque, porque él no pudo asistir y quiero que se dé cuenta de los males que acechan a nuestro reino por culpa de los judaizantes.

—No hay peor sordo que quien no quiere oír, Hortensio, sobre todo si la soberbia tapona las orejas. —Sor Margarita se apretó los párpados con los pulgares, como si esperara que al abrirlos la luz volviera a entrar en sus ojos—. ¿Acaso no reconocéis la larga mano del valido detrás de las maniobras del provincial de los Trinitarios para impedir la publicación de vuestro sermón? Vos sabéis bien qué fuertes son los vínculos de fidelidad que unen a fray Fernando Remírez con Olivares. Fray Fernando es ambicioso y servil, y Olivares sabe que para el provincial sois una molestia continua.

—Pero ¿qué dice vuestra alteza?

—Digo lo que murmura todo Madrid. Es triste que siempre el más interesado sea el último en enterarse. Ese amigo vuestro, ese escritor de comedias que tanta fama tiene, ese Lope de Vega, ¿es verdad que cuando va por la calle la gente le besa la mano y le toca el hábito, porque le consideran un santo?

—Es verdad, señora. Su fama es tan grande, que los padres le arriman a sus hijos porque creen que así se les contagiará un poco de su sabiduría.

—El vulgo no dejará nunca de moverse por supersticiones… Pues bien, Hortensio, ese Lope de Vega tiene para Olivares una cruz negra en la frente.

—¿Y eso por qué, excelencia, porque es famoso?

—No hay tal, Hortensio, sino que Lope fue fiel al duque de Lerma, y eso no lo olvida Olivares. Escribió una obra, en verdad insufrible, llamada Bodas entre el alma y el amor divino; no sé si vos la visteis representar, porque debió de mostrarse al público cuando todavía no habíais llegado a la corte. Lope de Vega adulaba sin tasa al de Lerma y le representaba como a san Juan Bautista, siendo Cristo el rey Felipe Tercero. Al igual que san Juan, era Lerma el ángel y el profeta del rey. Podrá Lope escribir cuantas lindezas se le ocurran, podrá dedicar loas a mi sobrino el Rey y a su ministro: yo os aseguro que Olivares nunca le perdonará.

—Señora, es terrible esto que decís.

—Y de ese otro amigo vuestro que se fue de la corte, ese monje de la Merced que escribía comedias…

—Tirso de Molina.

—Ese mismo. ¿Acaso ignoráis que se indispuso con Olivares porque en una disputa interna de los mercedarios se enfrentó con un pariente del valido llamado fray Pedro de Guzmán?

—No hay tanto rencor en el pecho del conde duque como vuestra alteza cree. Yo mismo fui predicador real en tiempos de Lerma y lo he seguido siendo con él. Es verdad que de un tiempo a esta parte me trata con frialdad; pero me respeta, me cuenta entre sus consejeros y procura venir a escucharme cuando predico.

Sor Margarita hizo una señal para que una doncella le trajera un vaso de agua. Bebió con mano insegura y, después de guardar silencio, dirigió el rostro hacia el monje. A Paravicino le asaltó el presentimiento de que la muerte rondaba muy cerca de ella.

—No soy mujer que guste de presumir de los favores que hace, pues la humildad es un voto de toda esposa del Señor y en mi carácter está el procurar repartir bienes sin buscar recompensas. Pero para que estéis precavido, he de deciros que Olivares también quiso prescindir de vos, que pidió al provincial de vuestra orden que os trasladara lejos de Madrid. El joven rey Felipe, cuando se enteró, intentó detenerle, pero desde el principio la debilidad de su carácter se doblegó ante el valido.

—¿Por qué me respetó entonces el conde duque, alteza?

—Porque yo se lo ordené. Le llamé al monasterio y le prohibí que os tocaran.

—Pero yo he sido leal a Felipe Cuarto como lo fui a su padre. He sido leal a Olivares como lo fui…

—Acabad, Hortensio: como lo fuisteis a Lerma. Tened cuidado. Ya os he dicho todo cuanto debía deciros.

Fray Hortensio Paravicino vio cómo levantaban a sor Margarita de la Cruz entre dos doncellas y la ayudaban a caminar hasta su celda. Cuando la puerta se cerró detrás de ella, se levantó y se dirigió sonámbulo a la salida del monasterio. Una nube negra ocultó bruscamente el sol.