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CUATRO BRAZOS

Francisco González Calderón se había puesto de pie y paseaba por la alcoba con más bríos de los que cabría presumir de un hombre que unos días antes se había debatido entre la vida y la muerte. Aburrido de leer las encendidas razones de san Ignacio de Loyola y de vigilar el nido de cigüeña que insistía en clavarse en la vista de la ventana, atosigaba por puro aburrimiento a la moza que, con más miedo que vergüenza, subía de vez en cuando para airear las sábanas o traerle un caldo de legumbres. Si no pasaba de las acometidas era por respeto a sus hermanos, que bastante hacían con velarle en la casa para encima tener que aguantar escándalos.

Necesitaba Francisco una hembra pronto, que no era él hombre para pasar solo más de tres noches seguidas; para eso están los monjes, que al menos ganan en indulgencias lo que dejan de disfrutar en esta tierra. A lo mejor pensaba en Ana Villegas, e incluso la echaba de menos. Había sido la última mujer que había tenido entre los brazos, y como era él de imaginación corta, cuando vestía de formas sus requerimientos sexuales, se le pintaba en el deseo el cuerpo de la comedianta… Aunque le hubiera traído por tan malos lugares.

Agobiado por estos pensamientos, nada tuvo de raro que se abalanzara sobre su hermanastro en cuanto le vio entrar por la puerta y que, cogiéndole de los hombros, le rogara que le permitieran salir de la casa.

—Ya estoy sano, Pedro, y no es de buen cristiano tenerme aquí encerrado cuando en la calle suceden cada día tantas cosas. Me muero de tedio. ¿Me acompañarás para dar un paseo a caballo?

—No digas majaderías, Francisco —le respondió Pedro haciéndose el enojado—, ¿cómo vas a montar a caballo si aún no te ha cicatrizado la herida?

—Pues caminaré, entonces.

—¿Para qué? ¿Para que tu amigo Pedro Villegas vuelva a esperarte detrás de un pozo y te aseste la puñalada mortal que erró el otro día?

—¿Seguís sin saber nada de él?

—Nada, la Justicia le busca, pero se ha esfumado por completo.

—Nosotros ya hemos acordado que no procederemos contra él, ¿no me dijiste eso?

—Villegas no sabe cuáles son nuestras intenciones, Francisco, y aunque las supiera, sería bueno que también nosotros conociéramos las suyas.

—Podría hablar yo con su hermana, con Ana. Ella aclararía este malentendido.

Pedro se puso nervioso, se apartó de su hermanastro y se sentó a estirarse las botas.

—¿Con la comedianta? —preguntó esforzándose por hablar con naturalidad—. ¿Pero te has vuelto loco? Es mejor que te olvides de esa mujer, que te olvides de ella por completo, que la des por muerta.

—En la soledad de estas cuatro paredes las ideas me aturullan. He de salir para no volverme loco.

—Saldrás cuando el médico lo aconseje y el asunto quede zanjado. Entretanto, sigue con el de Loyola. Él te ayudará a fortalecer el espíritu.

Francisco se quedó tan mustio como si le hubieran comunicado que le habían condenado a galeras.

Sin saber qué más decir, salió Pedro de la casa airado consigo mismo. Nunca le había gustado apoyarse en mentiras, y en el forro del jubón le quemaba el billete que había recibido esa misma mañana y que en un principio había pensado compartir con su hermano. Se lo trajo una mujer al palacio del condestable. Al abrirlo, leyó asombrado que Ana Villegas le pedía que fuera a hablar con ella alegando que tenían que tratar de asuntos de interés para ambos. Sugería que concertara una entrevista a través de Eufemia, una comadre de la calle de las Huertas. El mensaje era doblemente misterioso: en primer lugar, porque la comedianta quería verle a él, y no a su hermano; después, porque Eufemia era una alcahueta bien conocida que en alguna ocasión había prestado servicios inconfesables a Calderón. Era extraño que Ana supiera que Calderón la conocía, y más extraño aún que usara a una vieja de pésima reputación para ponerse en contacto con él. Pedro había subido a la alcoba de Francisco para informarle de la misiva, pero salió sin desvelarle su existencia. Francisco tenía tan pocas luces, que complicaría aún más la situación si se enredaba en esta trama.

No le gustaba a Calderón que las mujeres le dieran órdenes, y menos aún que le obligaran a reconocer que tenía relaciones con una buscona como la Eufemia, pero era cierto lo que le había dicho a su hermano: el asunto de la puñalada seguía abierto y nadie podría descansar tranquilo mientras no llegaran a un acuerdo con los Villegas.

Refrenó el caballo en la plazuela del Ángel, no muy lejos de un perro muerto al que sólo el frío libraba de la descomposición y las moscas. Se rascó el cuello, se estiró la perilla y obligó a la cabalgadura a girar la cara hacia la izquierda y volver sobre sus pasos. En el arranque de la calle de las Huertas se detuvo delante de una casuca estrecha y de mala catadura, y a través de las rejas aporreó la contraventana con el pomo de la espada. No tardó en entreabrirla una vieja de cara erosionada por las viruelas, desdentada y con una veladura en el ojo izquierdo.

—Hoy debe de venir vusted con prisa, señor don Pedro, porque ni del caballo se apea. ¿Quiere cita para después? La Fili está con la sangre, pero a Francisla también la aprecia vusted.

—No es eso lo que busco, Eufemia —dijo el caballero bajando la cabeza y el volumen de la voz y embozándose con la capa—, sino qué me digáis dónde para Pedro Villegas.

—En el infierno ha de estar, que sabe que toda la familia de vusted y la Justicia le buscan.

La alcahueta no iba a soltar prenda del paradero de Villegas aunque lo supiera, porque su oficio se sustentaba en la discreción, y no era buena política delatar a un comediante para que lo mataran los deudos de su víctima. Tiró Calderón de las riendas del caballo, que tascaba el freno nervioso y revolvía la cabeza, y dijo:

—Con quien quisiera yo hablar sería con su hermana, con Ana Villegas.

La vieja se aclaró la garganta con un silbido de dragón fabuloso.

—A esa moza no la verá vusted en casas como la mía.

—¿Es que no recibe hombres?

—Si recibe o no recibe, yo no sabría decirle. Es comedianta de altos vuelos.

—Ha sido ella quien me ha escrito que, si quiero hablarle, he de tratar el asunto con vos.

—Recelará. ¿Qué quiere de ella vusted? Es política de ruines desquitarse en las señoras, aunque sean comediantas, de los males de los hombres.

—Conmigo no le harán falta los guardias. Pasaré por aquí al atardecer y vos me diréis dónde está su casa. Tomad. —Le tendió cinco reales—. Con esto abro cuenta.

—Vusted tiene siempre la cuenta abierta, don Pedro.

Eufemia se guardó muy zalamera las monedas en el refajo y lanzó otro de sus silbidos extraordinarios. Calderón dudó si añadir algo más, pero se enderezó sobre el caballo, se estiró capa y ropilla y, como tenía tiempo de echar un juego de argollas, se alejó hacia la calle Cantarranas con el aire grave de quienes maquinan comedias.

Dos piedras cayendo colina abajo, rebotando en los árboles, descalabrándole la frente y rompiéndole el pulgar de la mano derecha cuando no debía de contar más de siete años de edad y la vida era una continua pelea con los otros niños del pueblo. O dos sabuesos enormes y babosos de furia que se arrojaron sobre él cuando quiso robar un halcón de la pajarera del Rey y le dejaron la cicatriz en la pierna derecha y un temor invencible a los perros. O los dos grillos con que le aprisionaron los tobillos y le tiraron al fondo de una mazmorra cuando los alguaciles le sorprendieron entre los participantes de una reyerta que se saldó con un hombre muerto y otro malherido. Parejas de desastres girando y girando, haciendo de su vida una fuga asustada. Los dos dados rodando por el tablero. Dos campanas, las de la torre chica de la Trinidad, cuando un monje más ingenuo que bondadoso le rescató de la cárcel y le trajo a servir al convento, volteando y él colgando de la maroma, subiendo y bajando entre clamores de bronce. Dos zapatos nuevos, dos capas usadas y las dos palabras con que fray Hortensio le aceptó en su servicio: «Sé bienvenido».

Pero los dados cantaban un cuatro: tres puntos en uno, uno solitario y socarrón en el otro. El dinero perdido. La última apuesta, ya no le quedaba nada más que jugarse.

—Mala suerte, amigo —lamentó con hipocresía el tahúr, y después gritó por todo el garito—: ¿Quién prueba los dados? ¿Quién se hace rico esta noche?

Tomás golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Hideputa! ¡Esos dados están más marcados que el vientre de tu madre!

El lanzador, un bermejo de media barba, pelo aceitoso y jubón descarnado, envolvió los dados con las manos con agilidad de prestidigitador y dijo sin alterarse:

—El último que me insultó salió por esa puerta en dos mitades.

Los jugadores de las mesas vecinas los observaron de reojo. El ambiente del garito estaba cargado de olores y humo. Reinaba un silencio espeso, de tensión, de dinero expuesto y ruina inminente. Tomás sostuvo la mirada, pero acabó desinflándose y se retiró al rincón donde dormitaba un tipo cubierto por un sombrero de fieltro y una capa vieja de lana.

—Pelirrojos de mierda —farfulló Tomás—, el color de Judas y de todos los traidores.

—No te enfades —le dijo el del sombrero—. Ya sabes que la suerte nunca se queda quieta en las manos de los hombres. Hoy te toca perder, pero mañana algún dios te será propicio.

—Muy propicio tendrá que serme para enderezar unos dados trucados.

—Pues en esa mesa al pimpollo de calzones escarlatas le va mejor que a ti. Lleva ganadas cuatro manos seguidas y tiene la bolsa a punto de reventar. En cuanto salga a la calle le voy a pedir que comparta sus ganancias con los menesterosos.

—Ándate con ojo, que a la entrada ha dejado una espada guarnicionada y una daga con signos de haber tenido uso.

—Si me ayudas en el tiento, te doy una parte. No te ha de perjudicar, si tan mal parado has salido de los dados.

—Yo ya no estoy en eso. Y aun hago mal en venir por aquí. Si mi amo se enterara, se pondría hecho un basilisco.

—Eso te pasa por meterte debajo de las sotanas de los frailes. Bujarrones todos y fulleros, y tú acabarás como ellos a poco que te descuides.

—De todo hay, como en la viña del Señor.

—Y si tienes amo y empleo, ¿para qué ambicionas más dinero? ¿Quieres comer en vajilla de plata?

Tomás se levantó y se restregó los ojos.

—Los hombres nunca estamos contentos con lo que tenemos. Y esta noche quería darle un regalo a una mujer que algún favor tiene pendiente de hacerme.

—¿Una tusona?

—No lo parece, por lo menos no de las que trabajan en una mancebía, aunque no espero que sea doncella.

—Cuídate que no te llene el cuerpo de bubas y no repares en más.

Tomás miró al hombre que le hablaba desde el suelo y que se frotaba las manos mientras vigilaba los movimientos del jugador de los calzones escarlatas. Los candiles iluminaban con poco afán. Entre jugadores, curiosos y lanzadores de dados y cartas podrían contarse más de veinte personas en el garito. La mayoría seguía en silencio los vuelcos que daba el azar en las dos mesas de naipes y la tercera de dados. El caballero de los calzones escarlatas y otro de mangas plateadas destacaban por la calidad de su atuendo y el comedimiento de sus gestos. El resto de la compañía era una amalgama de rufianes y villanos de extracción humilde. Tomás conocía al regente del garito, un santanderino de maneras de reptil que observaba la marcha de su negocio sacando la lengua y relamiéndose de cuando en cuando. Decían que sólo era un encargado, porque el antro pertenecía a un primo del conde duque, y que por eso podía jugarse en él sin miedo a que los alcaldes de corte aguaran la diversión con interrupciones o extorsiones. Conocía también a los tres empleados y a los dos soplones que se deslizaban como fantasmas entre las mesas para delatar las cartas de los incautos.

Tomás venía con demasiada frecuencia. Se jugaba lo que tenía y lo que no tenía, porque si se le evaporaban las propinas y el salario, echaba mano de la imaginación para extraer fondos de la nada. Hoy se había ventilado los pocos reales que le habían dado por la venta de un libraco hurtado de la biblioteca del convento. No debía de ser de mucho valor; mejores los había en los estantes de la celda de fray Hortensio, pero no podía arriesgarse a distraer uno de la colección de su amo: no tardaría ni dos días en darse cuenta, que era hombre apegado a sus libros y se pasaba las noches revisándolos y consultándolos.

Lamentó su mala fortuna. Tendría que haber ido directamente a la calle de los Desamparados, a la casa de la María, haberle regalado lo poco que sacó por la venta del libro, y habérselas compuesto para completar con arrumacos lo que el dinero no alcanzara. Pero no se corregiría nunca, por más que conviviera con los buenos consejos de su amo: los dados se llevarían fatalmente su dinero por el sumidero del vicio.

A veces le confesaba a fray Hortensio que era hombre pecador, pero el monje no le prestaba atención y le respondía que hasta los ángeles cometen sus pecadillos. ¿Pecadillos? El juego era en él una pasión desenfrenada; se agitaba en sus entrañas cuando la creía más dormida y le obligaba a meterse en los tugurios y dejarse haberes y créditos en el tablero. Por lo demás, él era hombre morigerado: podría pasarse un año al raso comiendo raíces y yerbajos, y no echaría de menos ni los placeres de las mujeres ni las delicias del vino. Era sólo esa maldita manía suya de ver girar los dados, esa desgracia que se llevaba por delante su fortaleza y su sensatez. Tal vez necesitaba descolgarse por el abismo de la fortuna porque de antiguo sabía que el poco dinero de nada sirve, que a los pobres les vale la pena arriesgar sus miserias y jugárselo todo por una vida mejor.

Cuando salió a la calle oyó una vez más los dos dados rodando por el hueco de su cráneo como peñascos que sacudiera un titán, como las manazas gigantescas con que su padre le golpeaba hasta romperle la boca. Fray Hortensio hablaba con sus expresiones delicadas, con sus dedos etéreos como agujas de tejedora; se movía entre sus libros de páginas finas y sus amigos de modales esmerados, y Tomás oía el rugido de sus pesadillas a ambos lados de su cabeza advirtiéndole de que todo aquel mundo de artificio no era el suyo ni podría serlo jamás.

Dos armas manejaba él desde su infancia para sobrevivir: el ingenio y la perseverancia. De gratitud, erudición y buenas maneras tenía lo justo. Pero todo podía utilizarse para sobrenadar en la vida. Aprender elegancias en la conversación a fuerza de pegar el oído en las pláticas de la celda de su amo le ayudaba a dejarse caer por los mentideros de la villa y soltar y recibir informaciones. Lo que entendía a medias en la Trinidad, lo vendía entero en la calle, y lo que recogía a pedazos en los patios del Alcázar servía para facilitar a su amo un aviso de intenciones. Madrid era lugar de rumores y bulos, y bastaba con saber dónde escuchar y dónde dar curso a sombras de verdades para que los flujos de la palabrería sirviesen para aprender lo que importaba saber.

Si fray Hortensio no fuera tan ingenuo, podría beneficiarse de todo lo que se hablaba en torno a él. Con sólo las briznas de lo que sabía el trinitario, Tomás había corrido a informar a señores y frailes y había ganado más de un reconocimiento en forma de reales de plata. El trinitario no quería darse cuenta, pero en Madrid los favores se pagaban con generosidad. Si el duque de Medina de las Torres recompensaba por saber quién entraba en los aposentos de la condesa de Barajas, ¿por qué despreciar un dinero que a nadie hacía daño? Tomás habría podido hacerse rico si su amo fuera menos pacato y si él mismo no estuviera condenado a que sus ahorros se trituraran en el rodar de los dados.

Recorrió la calle del Calvario y la del Olmo con el corazón encogido de desánimo. Cuando, después de una breve caminata, llegó a la de los Desamparados y llamó al portón, no sabía muy bien qué le contaría a aquella mujer que le había despertado el deseo.

Abrió María la puerta y, con miedo de que los oyera su señora, le empujó a hurtadillas hacia la cocina. En el fogón bullía un guiso que dejaba oler el cordero. Tomás inclinó la tinaja y se sirvió un vaso de agua. Tenía la sirvienta las manos encallecidas y los brazos gruesos, y el corpiño no podía contener la abundancia de los pechos. Dos tetas ceñidas y carnosas. Tomás notó que se excitaba. La cocción del agua se mezclaba con el crepitar de la leña y el entrechocar de la loza.

—Mi señora tiene visita, Tomás. No podrás quedarte.

Dos tetas, obsesivamente.

—No molestaré, no me verán.

Se había pintado con afeites de albayalde y bermellón: los labios eran de un rojo insultante, la cara, blanca harinosa. Se movía como sólo se mueven las mujeres que quieren abrazar a un hombre. Frote de piernas, aroma a hogaza hinchada de miga.

—¿Y el regalo, barbián, y el regalo que me prometías?

Tomás, confuso, observó el murete de tapial y la albardilla de la casa de al lado a través del ventano.

—Aquel tejado del fondo, ¿no es el de las Trinitarias de San Ildefonso?

—Tú sabrás, que tienes modos de gato de convento.

—No, no soy yo el gato. Pero seguro que un hombre en apuros sabe llegar saltando desde ese tejado hasta esta cocina.

—Por mucho que salte y brinque, se dará con la puerta en las narices si llega con las manos vacías.

Tomás se colocó detrás y le apretó las tetas. Dos: una mano para cada una.

—Las tengo llenas de ti, María.

Ella se rió, se escabulló con un quiebro de la cadera y le apartó mientras simulaba remover la olla.

—Quien me regala lo que yo ya tengo, no es bienvenido en esta casa.

Después de que María le hubiera cepillado la cabeza un centenar de veces, Ana Villegas se espolvoreó la cara y el escote y se enrojeció los labios; también los pezones, por lo que pudiera pasar. La función la había dejado cansada y, de haber sido una jornada ordinaria, se habría tumbado a dormir a pierna suelta. Sin embargo, la anunciada visita de don Pedro Calderón de la Barca la mantenía excitada; el sueño se había disipado y el cuerpo, animado por el latigazo de la aventura, había recuperado el tono vital.

A Calderón le había visto muchas veces escuchar los parlamentos de los ensayos: siempre serio y estirado, como si sufriera con cada palabra que pronunciaban los recitadores por no hacerlo con la necesaria veneración. Tenía buen concepto de sí mismo, y mejor aún de sus obras. No le dolían prendas para levantar la mano en mitad de un ensayo y gritar: «¡Así no, así no! ¡Pongan más intención vuesas mercedes, que más parece que estén lavando ropa que recitando versos famosos!». «Famosos», decía, como si los suyos lo fueran por el solo hecho de haberlos escrito él, aunque nadie los hubiera oído todavía. Los autores de compañías se ponían nerviosos y tenían que recordarle que las piezas que había escrito ya no eran suyas, pues las había vendido, y que no era él quien tenía que cuidarse de lo que hacían o dejaban de hacer los comediantes. Pero no era don Pedro hombre que se achantara, y daba un puñetazo en las tablas y gritaba que él podía decir lo que se le antojara, que quien vende una obra no pierde el derecho a vigilar que se represente adecuadamente, como quien manda un hijo a servir al Rey no renuncia por eso a saber qué es de su vida y qué trato le da su capitán.

Era temperamental don Pedro, y eso le resultaba atractivo a Ana, que se veía rodeada de mequetrefes que pisaban los escenarios y sólo exhibían carácter cuando simulaban el de las personas que representaban. Era, además, inteligente, pues bastaba oír qué versos componía; y sensible, sobre todo a la luz de los propósitos que ponía en boca de las mujeres de sus comedias. ¿Conocería tan bien el alma femenina para saber cómo colmar sus sueños? Llevaba el don delante del nombre, lo que pregonaba la dignidad de su persona; y no debía de ser poca, pues bastaba ver que estrenaba en Palacio: a lo mejor era pariente del de Olivares, o del propio Rey. Y era apuesto; envarado, tal vez, pero hermoso y bien plantado.

Se ajustó el vestido, agitó las mangas para que siguieran suavemente la curva de los hombros y abrió el joyero: un collar de coral que le regaló un admirador que pretendía favores, y una perla en el broche del pelo. Se miró en el espejo: se gustaba. Las cejas eran finas y cadenciosas, como las de su madre; la nariz altiva, que también a ella había salido. Los labios carnosos y recogidos debían más a la abuela paterna; con sólo moverlos reclamaban besos de los hombres. La cara, ovalada y sin pómulos, habría sido buena para pintar retratos de diosas; eso le decía, al menos, un gordinflón que tuvo por amante y que estuvo en un tris de arruinar sus estudios en el seminario por la mucha atención que le prestaba. Lo más llamativo de su figura, y lo que asombraba en el teatro, era la cabellera, negra, larga y profusa. Amores suscitaba con sólo agitarla, y los hombres, cuando se acercaban tanto cuanto querían, gozaban al hundir las manos y enredarse en su abundancia.

A los hombres se los conquista por los ojos, le había revelado sabiamente su madre cuando la introdujo en los rudimentos de la lucha de sexos. A una mujer la pueden engatusar con palabras dulces, pero a un hombre hay que halagarle la vista. Bien lo sabía la comedianta, y por eso cuidaba con esmero su aspecto. No reparaba en gastos si de jubones, guardainfantes y borceguíes se trataba, y dedicaba largas horas a mejorar en el tocador lo que la naturaleza ya había dispuesto mejor que bien. Ana Villegas disfrutaba sintiéndose observada. En el corral, cuando salía al escenario y notaba la ola de deseo que inundaba el patio y las gradas, se sentía poderosa e inspirada. Declamaba los versos con seguridad, se movía con aplomo y lanzaba miradas seductoras a quien quisiera recibirlas.

De Eufemia le llegó la carraspera trenzada con los aldabonazos de la puerta. Se miró otra vez en el espejo, se encontró lozana y bien de color, y le dijo a María que abriera y condujera al señor al estrado, que le ofreciera una medianoche y que anunciara que la señora no tardaría en salir.

María llevaba trabajando para ella no más de tres semanas, pero a Ana ya le pirraba eso de que la llamara «señora» y de que atendiera su vestuario y sus afeites, y sobre todo que se pusiera delante de las visitas para demostrar lo bien servida que estaba quien le pagaba. Antes, cuando quería aparentar posibles, tenía que ir hasta la plaza de Herradores y alquilar una vieja que le hiciera el papel, pero con las últimas funciones había ganado unos dineros que bien podía dedicar al ornato de su casa.

Oyó la voz grave, un poco impostada, de Calderón, y los silbidos de Eufemia, que después de soltar una sarta de frases que no pudo entender, optó por despedirse y marcharse. Mejor —pensó Ana, risueña—: Cuanto menos tiempo parara en su casa, menos perjudicaría su buen nombre.

Buscó ocupaciones para que pasaran unos minutos antes de salir al estrado. Estiró la colcha de la cama, pasó la mano por el cabecero, se santiguó delante del cuadrito de la Virgen, comprobó que el velón estaba bien despabilado, toqueteó el búcaro y el vaso; bebió un sorbo de agua fresca, pasó el dedo por los pelos de estopa del Niño Jesús que, con ovejita y cayado incluidos, decoraba, junto a otras bujerías, la encimera de mármol del aparador, contó las baldosas que la separaban de la puerta y volvió a mirarse, esta vez de lejos y con la perspectiva de medio cuerpo, en el espejo del tocador. El rosa le sentaba bien.

Cuando entró en el estrado, dejó que Calderón se levantara de la silla y se acercara a besarle la mano.

—Os he visto en la Cruz y habéis estado espléndida —dijo con una de esas reverencias que dedicaban los hombres a las mujeres cuando querían obtener algo de ellas.

—Me alegro de que hayáis venido a verme —respondió Ana encantada de comprobar que don Pedro la miraba con interés.

Debía de rozar los treinta años, pero, por mucho que estirara la espalda y quisiera darle un aire severo a sus bigotes, la cara era de conmovedora inocencia.

—¿Os alegra? —repitió él—. Me alegro de que os alegre. A tan corta distancia sois aún más hermosa de lo que se ve en el teatro.

Se sentaron uno frente a otro. El aire se perfumaba con mondas de naranja retorcidas sobre el brasero. Ana cogió del estrado un florero de vidrio vacío y dejó que los dedos jugaran con él.

—Veo que no me guardáis rencor —dijo.

—¿Por qué habría de guardároslo? No fuisteis vos, sino vuestro hermano, quien quiso matar a Francisco.

—¡Quiso matar! ¡Quiso matar! ¡Qué exageración! Su intención era darle un susto…

—A fe que lo logró.

—Un pequeño escarmiento.

—¿Y me podríais decir de qué tenía que escarmentar?

—No se portó bien conmigo. Yo nunca le dije nada a Pedro, que ya sé que es ardoroso y enseguida quiere embarcarse a derribar a cañonazos las defensas de La Goleta, pero alguien le vino con el cuento de que vuestro hermano y yo habíamos tenido amores. Me preguntó si era cierto, yo nada le dije, él dio la callada por asentimiento, me dijo que vuestro hermano debía desposarme, y lo siguiente que se le ocurrió fue clavarle una daga.

—La mejor muestra de que no abrigo contra vos inquina alguna la tenéis en que he cumplido lo que mandabais y he venido a vuestra casa.

—Yo os lo agradezco.

—Señora, si vos queréis, hablemos de negocios.

—No os andáis con rodeos.

—Para eso me hicisteis llegar el billete esta mañana.

—Para eso y para teneros cerca.

Calderón apretó las manos en los brazos de la silla y arrugó la boca. Aquel gesto de mozalbete ingenuo le pareció a Ana irresistible.

—Me habéis tenido cerca en otras ocasiones —dijo él—. Vos y yo, señora, nos conocemos desde hace tiempo. Vos en las tablas, yo detrás escribiendo y vigilando que decís bien lo que he escrito.

—¿Ah, sí? Y si erais vos quien me vigilaba, ¿por qué tuvo que ser Francisco quien se acercara a cortejarme?

—Sería su mala fortuna, que ya veis lo que después le sucedió. ¿Dónde para vuestro hermano?

Ana estiró el cuello e hizo sonar el florero con las puntas de las uñas:

—Eso no viene al caso.

—¿Cómo que no viene al caso? Francisco tiene suerte de no estar muerto.

—Francisco no es buen muchacho. Si llegaron a los oídos de Pedro las hablillas de nuestros amoríos, fue porque Francisco presumió delante de varios faranduleros de haberme querido.

—Eso, de Francisco, no lo creo.

—¿No? Pues mal le conocéis. Me dijeron dos amigos que durante todo un día no se habló de otra cosa en el Mentidero. Allí fue donde lo contó Francisco, allí donde se enteró Pedro, y allí donde quiso vengar la difamación.

Calderón sí creía muy capaz a su hermanastro de hacer ésas y otras cosas peores.

—Seguro que vos nunca pondríais en un brete el honor de una dama —dijo Ana.

Pedro Calderón tuvo que reconocer que era guapa; el cabello se vertía generosamente por los hombros, que estaban bien torneados, el pecho era redondo, la cintura fina, y no mala la estatura: digna hija de su madre, la excelente Ana Muñoz. Sin duda su fama en los corrales no provenía sólo de su buen interpretar, sino también y sobre todo de sus muchos encantos.

—Nunca expondría el buen nombre de una dama, en eso no os equivocáis. Permitidme que insista, Ana: ¿dónde está vuestro hermano?

—Escondido, fuera de Madrid.

—He oído que en Osuna.

—Pobrecito mío, que venga o no depende de vuesas mercedes. Si no le hacéis nada, paseará otra vez por estas calles. No hubo muerto, luego tampoco ha de haber culpa.

—¿Me pedís que otorgue el perdón a un delincuente?

—A todos nos conviene el trato.

Era guapa, muy guapa. Pedro Calderón notó que la boca se le llenaba de saliva y que la laxitud se apoderaba de sus músculos.

—Decidme una cosa, Ana: ¿entró vuestro hermano en el convento de las Trinitarias después de dar la puñalada a Francisco?

Ana se rió, se puso de pie y se pasó el dedo por la línea del escote delante de un espejo. A su lado colgaba una estampa de una diosa difícil de identificar.

—Esa respuesta vale un millón.

—Un millón os pediré yo para que nuestra familia perdone la ofensa.

—¡Pobre de mí! ¿Y cómo podría pagarlo? Yo os sugiero otra cosa, don Pedro. Decidle a la Justicia que inhiba la causa y deje de buscar a mi hermano, permitidle que vuelva a la corte y que recupere su trabajo de comediante, que buena falta nos hace el dinero para mantenernos.

—¿Y qué obtendremos a cambio?

—A cambio se olvidará él de que hubo deshonra y dejará tranquilo a vuestro hermano. A no ser que queráis que le desafíe en duelo, y en ese caso Francisco sería hombre muerto, que Pedro es diestro con la espada.

—Sobre todo cargando por la espalda.

Ana se acercó mimosa, se acuclilló a su lado, le apoyó la mano en la rodilla y le acarició el pelo. Calderón cerró los ojos. Tenía que ordenar las ideas antes de perder la cabeza, porque aquella mujer le estaba invadiendo como un vino recio.

—Mi hermano y yo podríamos olvidar el incidente. Pero el asunto ha subido tanto, que ha llegado a los oídos del Rey —dijo don Pedro.

—¿Del Rey?

—Me lo dijo esta mañana el condestable. Ayer, durante uno de sus insufribles sermones, el campanudo Hortensio Félix Paravicino, predicador real y poeta irreal, sacó el tema y pidió que se me castigara con ejemplar justicia. Aprovechó que el Rey y la corte no podían moverse de sus asientos en la Real Capilla para arremeter contra los comediantes, los autores, los poetas, contra mi persona y toda nuestra ralea.

Le escocían, y mucho, las noticias del sermón de Paravicino. ¡Que un monje visionario le viniera al Rey con esos cuentos! ¡Que toda la corte y los embajadores y las grandes damas hubieran oído en el púlpito de la Real Capilla ataques dirigidos contra su persona, como si se tratara de un maleante!

—¿Paravicino? ¿El monje gordo? Pero si me dijo que le gustaba el teatro.

—¿Eso os dijo? ¿Cuándo le visteis?

—Vino al corral de la Cruz.

—¿A qué fue?

—A preguntar por mi hermano. Quería saber si entró o no entró en el convento. A todo el mundo le preocupa lo mismo.

—¿Y qué le dijisteis?

—Nada. Dije que nada sabía.

—Valiente revuelo está armando ese frailuco por cuatro monjas atolondradas.

Ana apartó las manos de Calderón y se sentó en la esquina del estrado.

—Lope de Vega está detrás —susurró—. Eso me dijo fray Hortensio: que una hija suya es monja en el convento, y que por eso se interesaba por lo que pasó.

—¡La antigualla de Lope! ¿Por qué no se retirará de una vez y dejará de armar trifulcas?

—Lope es de los que no envejecen ni mueren. Dicen que tiene un pacto con el diablo. Escribe comedias bien hermosas, y el público aplaude a rabiar. La que hacemos ahora gusta mucho.

—Su tiempo ha pasado —afirmó Calderón con su voz más sentenciosa—. Así que Paravicino estuvo con vos… No sabía que los frailes se dedicaran a visitar comediantas.

—De éste no lo sé, pero de otros podría contaros maravillas.

—A lo mejor, como es trinitario, vino a rescataros de vuestros malos pasos. ¿No os pidió dinero? Eso lo hacen muy bien.

—Ni pidió ni ofreció. Me dijo que era poeta, como vos.

—Por Dios, señora, no le comparéis conmigo, que tengo en mucho mi oficio. Don Hortensio escribe romances, décimas y redondillas que harían que os ruborizarais.

—Poco hay en este mundo que a mí me ruborice, don Pedro —dijo Ana acercándose y apoyando otra vez la mano en la rodilla.

—Sois moza para tanta presunción.

—Poco más que vos.

—Escribió el curilla:

Mejor será que os sirváis

de los pies para nuevos lazos,

cuando el alma, hecha pedazos,

se derrame en nuestra fe:

que hay ocasiones en que

son menester cuatro brazos.

Ana se rió, pero simuló ponerse seria:

—¿Cuatro brazos? Eso no lo entiendo.

—Cuatro brazos para recibir la embestida del varón echada por tierra. No sois tan avezada como pretendéis.

—Creo que a vuestro lado podría aprender algunas cosas.

—Mientras sea sólo al lado, el trato no me conviene.

—Muy rápido vais, poeta.

—Y al poeta amoroso con hábito trinitario, ¿le dejasteis navegar veloz?

—No le dejé ni desamarrar.

—Pues es, por lo que yo sé, muy amigo de damas, paseos y juegos, y creo que es de los que tienen uno de esos hábitos que se levantan con ligereza.

—Me escandalizáis, señor.

—Ya os he dicho que conmigo aprenderíais mucho, señora. Decidme: ¿entró o no entró vuestro hermano en el convento?

—¡Otra vez la dichosa pregunta! ¿Y por qué habría de deciros a vos algo que le negué a él?

—Porque me estoy pensando si hemos de perdonar a Pedro Villegas. —¿Sólo por eso?

—Por algo más, pero no me atrevo a decirlo.

Ana pasó la mano por la mejilla del poeta.

—Decidlo. No os dé mala conciencia por vuestro hermano, que ni él es caballero como vos ni tan hombre como parecéis serlo.

—¿Entró o no entró en el convento?

Ana resopló aburrida y se puso de pie. Se sacudió los pliegues de la falda y se miró de reojo en otro espejo, éste octogonal, de los que fabricaban en Holanda.

—Mi familia siempre entra donde se lo propone —dijo—. Las puertas están para abrirlas, ¿no os parece, señor poeta? También vos entrasteis en el convento, y no de la manera más sutil. Eso es lo que no soporta fray Hortensio.

—Le pediré al Rey una reparación por los insultos que pronunció contra mí.

Ana le cogió de las manos y le obligó a ponerse de pie frente a ella. Parecía muy divertida por una ocurrencia que le cruzaba la imaginación.

—Así no conseguiréis más que poneros en ridículo. Por lo que yo sé, el trinitario es hombre influyente.

—También lo soy yo.

Ana se rió. Pedro Calderón soltó las manos de la mujer, cogió una arqueta de hueso y toqueteó la cerradura. Se vio reflejado en el espejo holandés, y eso hizo que alzara la barbilla y forzara la caída de los párpados.

—¿Qué me sugerís vos, que tanto sabéis de negociaciones? —preguntó.

—O mucho me equivoco, o ese monje es un poeta oculto que arremete contra el teatro porque no sabe escribir para él. Atacadle en una de vuestras obras, que la gente se ría de él abiertamente. Así le haréis más daño que si vais a pedir apoyo al mismísimo Felipe Cuarto.

Calderón la miró con sonrisa de complacencia. Siempre había admirado la maldad de las mujeres.

—¿Vais a llevar pronto al corral alguna obra nueva? —preguntó la Villegas.

—En Carnaval.

—Aprovechad la ocasión. Los poetas sabéis aguzar el lenguaje para que corte donde más duele. —Se acercó otra vez y redondeó los labios buscando besos del aire—. Pero haced que la burla sea completa: dadme un papel en la obra.

Calderón optó por no resistirse. A lo mejor porque le hacía gracia, porque era dulce dejarse llevar por ella; por sus ojos vivos, la sonrisa roja y las manos ligeras y rápidas como mariposas ansiosas de libar en todas las flores.

—El autor Romero me ha comprado la obra. Él decidirá quién la interpreta.

—Romero sabe que hay pocas representantes en la corte que puedan hacer tan bien los papeles de damas como yo. Decídselo vos y no tendré que ser yo quien se lo pida.

—No os sobra la modestia.

—Tampoco me faltan méritos, señor poeta.

Calderón se acercó a la comedianta y la abrazó por el talle. Ella se dejó hacer y movió la cabeza para que los cabellos oscilaran a uno y otro lado de sus hombros.

—Importa que hagáis bien la obra, señora farsante.

—No os cuidéis de eso, que la haré mejor de lo que imagináis.

La apretó contra su cuerpo y rodeó un pecho con la mano. Las calzas no sabrían simular la excitación que crecía poderosamente dentro de él.

—Tendréis que explicarme, siendo como sois, qué necesidad tenéis de que vuestro hermano salga en vuestra defensa y clave puñales a quien seguro que venceríais vos con la fuerza de vuestras palabras.

—Las mujeres somos débiles y precisamos la protección de los caballeros, señor poeta.

La besó en la boca. Ella cerró los ojos. Si la venganza es un placer, pensó Calderón, placer doble sería hacer del placer mismo la venganza.