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PARVA PROPRIA MAGNA

La casa de Lope de Vega era un edificio de dos alturas con fachada de ladrillo, ventanas provistas de rejas, y una inscripción sobre el dintel de la puerta que recordaba a quien pasara por delante y supiera leer latín que lo propio, aunque sea pequeño, es grande, y lo grande, si es ajeno, pequeño:

Parva propria magna, magna aliena parva.

Nada resumía mejor el modo de pensar de su dueño, que cada vez se recogía más en su morada y en su huerto y no se cansaba de repetir que para él la felicidad se cifraba en sus dos libros, sus cuatro flores y sus tres pinturas. Si los calumniadores le acusaban de haber cantado misa tarde y con daño, porque había seguido persiguiendo a comediantas y a damas de peor reputación, nadie podría reprocharle que no hubiera hecho de la humildad su modo de vida y que llevara la existencia ordenada y tranquila de un patriarca consagrado al duro oficio de escribir.

Libros tenía Lope muchos más de dos, y aunque de algunos autores no compartía gustos con fray Hortensio, no por eso dejaba éste de admirar su biblioteca, e incluso intercambiaban volúmenes cuando se hacían visitas a la casa del uno o a la celda del otro. Flores, en enero, no se había abierto ninguna en el huerto; pero si no se malograban con las heladas, no dejarían tulipanes, naranjos, limoneros, jazmines y mosquetas de embalsamar el aire con sus aromas. Pinturas, en fin, tenía Lope más de veinte colgadas en la capilla, en el salón de aparato y en el gabinete. El dramaturgo estaba muy orgulloso de ellas, e incluso las mostraba a sus visitas como un marqués exhibe su colección de antigüedades. Paravicino solía decirle que tampoco eran para tanto, y eso encolerizaba a Lope, y se extraviaban los dos en largas discusiones sobre el arte y los pintores.

Como en tantas otras, también en esta ocasión Lope y Hortensio hablaron de pintura nada más saludarse. Tenía Lope a Navarrete el Mudo y a su maestro Tiziano por los Apeles de los tiempos modernos, lo que a Paravicino le convencía más bien poco. Cuando el trinitario citaba a Doménico Teotocópuli como al pintor más genial, Lope lo negaba enérgicamente y recordaba que el arte debe imitar a la naturaleza, y que El Greco, más que imitarla, la exaltaba, y más que hablar con los colores, como era su obligación, gritaba con ellos. Lope conocía bien la obra del cretense, porque él mismo vivió en Toledo hasta que en 1610 se instaló definitivamente en Madrid. Trató al pintor en la academia literaria de don Pedro López de Ayala, conde de Fuensalida, pero nunca congeniaron: el poeta era hombre cordial y llano, demasiado inteligente para perderse en fruslerías; el artista, críptico y sentencioso, tenía un concepto tan alto de sí mismo, que no se molestaba en agradar a quien no estuviera dispuesto a dedicarle toda su atención.

—Ahí os vi por primera vez, querido Hortensio —recordaba Lope—; entonces erais un muchacho fogoso cargado de futuro y ganas de hablar. Vuestros hermanos trinitarios tenían puestas en vos, y con razón, muchas esperanzas. Ibais a Toledo con cierta frecuencia, y veníais a la academia de la mano del Griego. Había hombres de gran valor y provechosa compañía, como Rodrigo de la Fuente, Martín Ramírez de Zayas, Antonio Covarrubias o Pedro Salazar de Mendoza. Pero de vuestro amigo Teotocópuli prefiero no hacer más comentarios. Nunca me gustaron ni él ni su pintura.

—Era un gran hombre, y su pintura también.

—Vos, querido Hortensio, siempre os habéis llevado bien con todos, porque fuisteis amigo, y de qué manera, de don Luis de Góngora, en quien el amargado talante no acompañaba a la excelencia de los sonetos.

—Parece que últimamente me corresponde defender al bueno de Góngora contra tirios y troyanos. Es curioso que habléis de él después de referiros al Griego, porque habréis de saber que encuentro entre ambos más de una similitud.

—Dejadme que adivine: los dos fueron vuestros amigos y los dos están muertos.

—Los dos trabajaron sus artes para que se alejaran de la mera imitación de la naturaleza y expresaran la sustancia de las cosas.

—No conviene ser rebuscado, mi querido Hortensio. Un estilo como el de Góngora sólo sirve para dar brochazos de color y sombra donde bastan tonos sobrios.

—Pero lo que buscaban tanto Góngora como Teotocópuli era iluminar, contrastar, mostrar la realidad por otro camino.

—¿Qué otros caminos puede haber? Si, como decía Horacio, la poesía es pintura elocuente y la pintura poesía muda, el pintor y el poeta han de reflejar las cosas tal como son y hacer que la realidad se reconozca en la obra.

Paravicino se rascó la barbilla, que estaba cubierta por una barba corta y canosa:

—No se trata tanto de reflejar cosas cuanto de hacer arte.

—El poeta debe imitar del natural, y por eso he querido yo que toda la vida humana pueda llevarse a la escena mezclando lo cómico con lo trágico. Lo mismo ha de hacer el pintor: a los apóstoles de Navarrete sólo les falta hablar, y en cambio, ¿qué me diréis de las figuras de El Greco? A ésas sólo les falta… No sé, ¿volar acaso, salir por la ventana dando saltos?

—¿Y qué diréis vos del estilo de Góngora? ¿Que también salta, que vuela?

—Quiere volar alto, pero en la escritura la afectación no es buena.

—Supongo entonces que tampoco os gustará mi manera de pronunciar sermones, pues dicen que los compongo con un estilo que recuerda mucho al de don Luis.

Lope, que sentía verdadero afecto por el trinitario y quería evitar a toda costa ofenderle, calculó su respuesta:

—Que vuestro estilo pueda parecer elaborado no significa que sea afectado.

—Critican que hable de manera extraña, que concentre los conceptos y retuerza las oraciones. Aunque mi estilo no fue elección mía, sino favor o castigo del cielo, y es natural en mí tanto al hablar como al escribir, provoca críticas y me obliga a trabajar por esconder lo que quizás otros se esfuerzan por resaltar para diferenciarse de los demás. Yo no sé si Luis de Góngora me lo enseñó o si, como dice el bendito de Pellicer exagerando, fue él quien pudo aprender de mí; lo que sí puedo afirmar es que ambos, él en poesía y yo en prosa, hemos querido elevar el castellano a la altura de las lenguas clásicas. Igual que Colón encontró nuevos climas, y no lo hizo por temeridad o por soberbia, sino por curiosidad, así he querido yo encontrar nuevas posibilidades para la lengua castellana.

—Es un intento difícil, y no ha de extrañaros que a algunos no les guste.

—Es triste que esa singularidad de mis estudios y mi estilo despierte, no ya envidias, sino odios.

—Si vais a hacer caso a lo que la gente dice y lo que los envidiosos propalan…

—La envidia es hija de palacios y moradora de cortes.

—Sí, la corte mata, Hortensio. Si queréis vivir largamente, huid de ella.

—No puedo irme de aquí.

—Ofreced entonces vuestro dolor al Señor y seguid predicando.

—Lo haré, pero mi dolor no será tanto como el que vos mismo os provocáis, Lope. ¿Por qué tratáis con tanta inquina vuestro cuerpo?

—¿Qué decís? Bastante lo agasajo.

—He visto otra vez sangre en las paredes de vuestra capilla.

Lope hizo un signo despectivo con la mano, pero Hortensio añadió:

—No podéis azotaros de esa manera, ya os lo he dicho muchas veces. Dios no quiere muertos entre sus adoradores.

Lope hundió la cabeza en el pecho.

—Soy un grandísimo pecador, Hortensio. Si mi cuerpo me obliga a caer en la tentación, ha de aprender que las debilidades se pagan.

—Pero no de ese modo, que ya no estáis en edad.

—Dejad eso, que no son pláticas para fuera del confesionario y vos, mi querido Hortensio, no habéis venido para conocer mis faltas, que si entramos en esa materia nos anochecerá y todavía no habremos acabado. De otro asunto hemos de tratar.

—Sí, de don Pedro Calderón de la Barca.

—Hablando de estilos, he de deciros que no me gusta el suyo. Yo he sido el primero en saludar su ingenio. Hace nueve años participó en unas justas para solemnizar la beatificación de san Isidro, y le elogié y le declaré digno sucesor de los poetas de Roma y Grecia; pero me enfada su modo de escribir. Si bien se atiene a las normas que yo mismo he impuesto para el arte nuevo de hacer comedias, tiende a perderse en la afectación, y si mala es la afectación en la poesía lírica, cuánto más ha de serlo en la dramática. Es obligación del dramaturgo hacerse entender acompasando la gracia y la sencillez.

—Yo he visto alguna obra suya y no me desagradó. En Navidades representó en Palacio ante el Rey.

—Su Majestad le otorga sus favores.

—A vos es el público quien os aplaude.

—Reinar en la monarquía cómica no es mucho consuelo, que los aplausos no dan de comer.

—Calderón es buen cortesano. Se desenvuelve con destreza en los corrillos de Palacio.

—Al igual que las ostras conservan el olor del mar por mucho que las lavemos y las comamos en Madrid, un alumno del Colegio Imperial razonará como un jesuita por más que reniegue de sus orígenes.

—Yo mismo me eduqué en los jesuitas de Ocaña. Y vos también estudiasteis con ellos, si no me equivoco.

Lope hizo una mueca de indiferencia.

—A vos y a mí nos hizo menos mella, Hortensio, tal vez porque ya nos cogió en una edad más avanzada. Pero en un niño la educación de los jesuitas imprime carácter, sobre todo si hay apuntes de ambición e inteligencia. Calderón cree en el orden y estará siempre con el poder. Si Olivares se apoya tanto en los jesuitas, también contará con él.

—Ya sabéis que a mí el poder no me interesa, Lope. Si reconozco el valor de la escritura de Calderón es porque siempre he admirado a quienes sois capaces de componer obras para el teatro.

—En todo caso, Hortensio, no he pedido vuestro concurso para que consideremos los méritos de Calderón, sino para que evaluemos su comportamiento en el convento de las Trinitarias. Este Calderón es mozo violento.

—Me acabáis de decir que cree en el orden.

—Cree en el orden para escalarlo y aprovecharlo, no para respetarlo. Hace ocho años mató a un hombre y se arruinó para redimir el delito. Sucedió a las puertas del palacio del condestable de Castilla un año después de las justas poéticas de las que os hablaba antes; Pedro Calderón y dos de sus hermanos se sumaron a una pelea que ya se había iniciado antes de que llegaran ellos. No sé por qué hubieron de mezclarse en una refriega que les era ajena, pero se me ocurre pensar que toda la familia es de natural pendenciero. Desenvainaron las espadas, se cruzaron los aceros y el propio Pedro dio muerte a Nicolás de Velasco. Gracias a un tío suyo, hombre con influencias, pudo refugiarse en la casa del embajador de Alemania. Ocurrió el percance en verano, y en otoño ya paseaba otra vez libremente por la ciudad, no sin antes haber pagado seiscientos ducados al padre del muerto y tres mil reales más por los costes del proceso. La suma no era pequeña, y los Calderón, para hacerle frente, tuvieron que vender el oficio de escribano de su padre. Lo mejor del caso es que un año después Pedro Calderón entró a trabajar al servicio del condestable, don Bernardino Fernández de Velasco, que era pariente del muerto.

—Sería para resarcirle de la ofensa.

—¿Contrataríais vos al asesino de vuestro primo para que os sirviera de escudero? En eso, como en otras muchas cosas, Pedro Calderón es hombre bendecido por la fortuna, y en su vida los sucesos se encadenan de tal manera que acaban trabajando en su provecho. Estrena en Palacio, su fama aumenta… ¿No os parece una casualidad que entrara en el convento donde reside mi hija, precisamente él y precisamente donde está ella, como si hubiera querido ofenderme a mí y acabar conmigo?

—También allí está la tumba de Miguel de Cervantes…

—Pienso, y no sé, Hortensio, si desvarío —continuó Lope—, que el Señor quiere decirme algo al enhebrar estas casualidades. Estoy cerca de la muerte y Él ha de enviarme algún mensaje para hacerme saber lo que espera de mí antes de que me retire de este mundo. Leo los libros de los Santos Padres, observo las formas de las nubes, oigo el soplido del viento entre las ramas…

Paravicino le escuchaba a medias y pensaba que a mal sitio fue a enterrarse el desdichado Cervantes: pasa los últimos años de su vida aguantando el griterío del Mentidero de Representantes justo delante de su puerta, en la esquina de la calle del León con la de Francos, y cuando lo entierran en la capilla de la iglesia de las Trinitarias Descalzas, los comediantes, burla burlando, se desplazan hasta el mismísimo convento, pisotean su losa y echan por tierra las imágenes de los santos que la custodian. Quienes no tienen suerte en vida, tampoco deben pretender obtenerla con la muerte. Paravicino se había reído mucho, como todo el mundo, leyendo los disparates de Don Quijote, y le enorgullecía pensar que habían sido sus hermanos del convento de la Santísima Trinidad los que habían pagado el rescate del escritor para traerle sano y salvo a España cuando estaba preso en los baños de Argel.

—Son lucubraciones forzadas, Lope —dijo esforzándose por prestar atención a lo que decía su amigo.

—Lo sé, pero ¿no creéis vos en la providencia? ¿No creéis que los hombres son instrumentos de un orden superior que no alcanzamos a comprender?

—Si hay hombres con suerte y otros sin ella, habrá que mirar si medran o caen por sus pecados.

—No parece Calderón tan virtuoso como para merecer que Dios le lleve de la mano.

—¿Y quién puede leer las almas y entenderlas sino Dios?

Paravicino se levantó de la silla y miró por la ventana. El sol caía mansamente sobre los árboles del huerto.

—Habréis de saber que, antes de venir a veros, tuve ocasión de hablar con la hermana de Pedro Villegas.

—¿Ah, sí? —Lope se puso de pie y se acercó, muy interesado.

—Sí, se llama Ana y es comedianta ella misma. Ha interpretado obras vuestras. Ha actuado hoy en una que os representan en el corral de la Cruz, y no lo ha hecho mal.

—Sé de quién habláis. Ojos grandes, ambiciones mayores. ¿Qué dice de lo del convento?

—Que nada sabe.

—¡Valiente ayuda! ¿Y vos lo creéis?

—¿Cómo puedo saberlo?

Paravicino pensó en la extraña condición de las mujeres: tan encantadoras como embaucadoras, tan lenguaraces como mentirosas.

—¿Por qué no vamos a visitar a Marcela y sus hermanas? —preguntó—. A lo mejor ellas pueden ayudarnos a arrojar alguna luz en este feo asunto.

De la casa de Lope al convento de San Ildefonso no había ni cien pasos mal contados. Bastaba recorrer la menguada calle del Niño, pasando por delante de la casa donde en otros tiempos vivió el desgraciado Luis de Góngora, para llegar a la entrada del recinto de las Trinitarias.

En cuanto supo quiénes tocaban la campanilla, la hermana tornera avisó a la priora, y ésta, que ya tenía noticia de que las visitarían los dos sacerdotes, salió prontamente para recibirlos y ponerse a su disposición. Frey Lope y fray Hortensio hablaron con ella, con el vicario y con la tornera, y después llamaron a Marcela.

Lope le acarició la mejilla y le sonrió.

—Padre, sé bienvenido —dijo Marcela; y dirigiéndose a Paravicino—: Ya sabe vuestra paternidad que esta casa siempre está ansiosa de recibirle para escuchar sus sabios consejos. Debería hacer imprimir vuestros sermones con más frecuencia, porque es castigo que nuestras hermanas, que tanto le admiran y tanto aprenden con sus razones, no puedan ir a escucharle cuando predica en otras iglesias.

Como siempre que la veía, Paravicino reconoció en ella la frente recta e inteligente de Lope y sus ojos, vivos y móviles, como dos chispas dispuestas a provocar incendios.

—Imprimo cuando a ello me obligan, porque es trabajo lento e ingrato corregir pruebas y hacer que los sermones entren por los ojos cuando se hicieron para ser escuchados.

—¿Pero qué sentido tiene que trabaje durante días ideando y escribiendo un sermón que no habrá de durar ni una hora y que sólo escucharán unos pocos oídos privilegiados? Dándolo a la estampa, se multiplica su efecto y se logra que sean muchos más cristianos los que se benefician de su doctrina.

—De lo que sale de mi boca, yo podré hacerme responsable, pero no de lo que manipulan los impresores, que inventan conceptos y trastocan líneas como si compusieran alfombras en lugar de libros.

—Fíjese vuestra paternidad en mi padre: escribe para el teatro y hace imprimir sus comedias para que perduren y puedan conocerlas más personas.

—No lo hago por eso, Marcela, y tú lo sabes bien —protestó Lope—, sino porque estoy harto de que haya impresores que sacan mis obras sin mi autorización y se embolsen gratuitamente reales por mis trabajos.

Paravicino invitó a la monja a sentarse en el banco del locutorio.

—Marcela —dijo sonriendo—, supongo que es un asunto que preferiríais olvidar, porque ha de haber sido tan ingrato que incluso es doloroso hablar de él. Pero he venido con vuestro padre para que me expliquéis lo que sucedió la mañana en que entraron aquellos hombres en el convento. Hemos hablado con vuestra priora y con el vicario. Ya sabéis el cariño que os profeso desde que erais niña, pues siempre habéis tenido en mí a un segundo padre. Elegisteis ser religiosa trinitaria, y eso me hace sentirme más cercano a vos. La regla nos obliga a dedicarnos al servicio de la redención con las manos desarmadas.

—«Gloria a la Trinidad y a los cautivos libertad» —murmuró sor Marcela, repitiendo el lema de su orden.

—Mas no sería bueno que se entendiera mal ese afán de dar libertad a cautivos.

—No, padre, no seremos nosotras quienes demos la libertad a un malhechor si merece estar encerrado. Nos acusan de haber encubierto al asesino. Los disgustos son más cuando son públicos. Ya es malo lo que pasó; pero aún es peor que esté en boca de todos, y que tengamos que soportar las burlas de quienes no nos quieren.

—¿Quién se burla de unas religiosas?

—Anteayer estuvo aquí un ministro de la Justicia y se entrevistó con nosotras. Nos hizo muchas preguntas, pero por su tono yo creo que no daba crédito a nuestra versión. Le enseñamos la Piedad que quebraron esos energúmenos y el lienzo que horadaron con su espada; pero sólo le dijo al escribano que tomara nota y ni siquiera nos compadeció.

—Su función no es compadecerse de las víctimas, sino instruir el sumario.

—Todo puede hacerse con humanidad —opinó Lope.

—Vuestro padre, la priora y el vicario me han contado que fueron muchos hombres los que entraron en la iglesia y en la clausura —dijo Paravicino—, que hicieron oídos sordos de vuestras quejas, y que no sólo abrieron las celdas para buscar al presunto fugado, sino que os obligaron a quitaros el velo y levantaros el hábito.

—Todo eso es cierto. Cuando se lo contamos al ministro de la Justicia, el escribano se sonreía.

Lope se retorció las manos. Paravicino se levantó y toqueteó la peana del crucifijo que colgaba de la pared.

—Decidme una cosa: ¿podéis asegurarme que el tal Pedro Villegas no halló refugio en estos muros?

—Le aseguro, padre, que ni las hermanas que estaban conmigo en ese momento en la huerta ni yo vimos a nadie antes de que irrumpieran los hombres.

—En nada cambiaría eso el delito —señaló Lope.

—Se actuó mal, se actuó torpemente, pero la disculpa estaría servida si hubiera entrado el malhechor. Los asesinos, según la ley, no tienen derecho a sagrado.

Lope habló furioso:

—Yo conozco una ley más importante: la del respeto al honor de las personas y a la casa de Dios. La obligación de los alguaciles habría sido impedir que esa chusma entrara en el convento, haber puesto los hechos en conocimiento del obispo y haber esperado que éste enviara aquí a un sacerdote para proceder a la búsqueda.

—El ministro de la Justicia dijo que en este convento es tan fácil entrar como salir —terció sor Marcela—, y que no es descabellado suponer que, si Pedro Villegas se refugió en la iglesia, pudo saltar por las tapias o por el tejado. Y más él, que siendo farandulero ha de estar acostumbrado a las volatinerías.

—Ahí lo tenéis, Lope —dijo Paravicino moviendo tristemente la cabeza—: La sospecha queda abierta. Si Villegas estuvo aquí, el atropello de los que entraron quedaría explicado. Si no estuvo, la defensa de la causa de las hermanas sería mucho más contundente.

—¡Eso son sofismas, Hortensio! —gritó Lope—. Ni aunque hubieran entrado ocho asesinos se justificaría la actuación de esos desalmados.

Poco más pudo añadir sor Marcela que no hubiera escuchado ya Paravicino de boca de la priora. Después de un rato, cuando ya se oía el toque de completas, la hija de Lope se retiró hacia la clausura y los dos sacerdotes salieron del convento.

—Es hora de cenar, ¿queréis venir a casa, Hortensio? —propuso el poeta.

—Os lo agradezco, pero prefiero retirarme a mi celda. Ha sido un día muy largo, y estoy cansado.

—Como gustéis.

—No os aflijáis —dijo el trinitario—. Haré lo que esté en mi mano para que esta afrenta no caiga en el olvido.

Se puso la capucha y torció por la calle del León con paso menos vigoroso del que hubiera querido. Habría preferido disponer de la carroza que despidió al entrar en el corral de la Cruz al mediodía. Se notaba cansado y el repecho hasta la Santísima Trinidad, aunque corto, se le hacía muy cuesta arriba. Tomás le precedía en silencio con la linterna en la mano.

Grueso, ni alto ni bajo, con las manos recogidas en las mangas y el hábito resguardado por la capa, oculto el rostro en la capucha, Hortensio Paravicino no aparentaba ser más que un monje que regresara a su monasterio después de limosnear durante la jornada. Los pocos viandantes con que se cruzaba le miraban sin interés.

La verja del convento de la Magdalena estaba abierta, y en el compás un grupo de mujeres parloteaba a pesar del frío y la oscuridad. La portada, retranqueada, era humilde y chiquita. Bajo el tímpano la santa titular se abrigaba con pieles de piedra y miraba el crucifijo que sujetaba en las manos.

A Paravicino le pesaba la barriga, y las piernas reclamaban un descanso en cada movimiento.

«Como mucha carne», pensó, y se santiguó mirando de reojo a la santa penitente.