3
AMAGOS DE DIOS
Nec umquam magnis ingeniis cara in corpore mora est; exire atque erumpere gestiunt, aegre has angustias ferunt, vagari per omne sublimes et ex alto assueti humana despicere.
Paravicino leía en alta voz con su latín eclesiástico, y Quevedo, que ya conocía la cita, aprovechaba para examinar los libros y las pinturas de la celda.
Hablar de celda al describir los aposentos del fraile no dejaba de ser una metáfora poco consistente: en el convento de la Santísima Trinidad disponía fray Hortensio de antesala, sala y gabinete, y las tres piezas eran amplias y luminosas, estaban decoradas con gusto, contaban con un mobiliario elegante y lucían los toques cortesanos de quien está acostumbrado a la alta sociedad. Al fondo, enterrada en la penumbra, se adivinaba la alcoba, con su cama y su altar.
Lo que más le gustaba a Quevedo de esas estancias era la biblioteca, que en el gabinete envolvía las paredes y hacía las veces de prodigioso respaldo de papel. Era una de las más completas de Madrid; sin duda la mejor surtida de todos los conventos de la villa, que no eran pocas. Quevedo la conocía bien, pues la había consultado muchas veces. Guardaba allí Paravicino volúmenes de clásicos griegos y latinos, textos de los principales teólogos y los Padres de la Iglesia, sueltos de poesía, preceptivas de retórica, crónicas y algún que otro documento de intrincado significado familiar. San Basilio, san Juan Crisóstomo y Tertuliano se codeaban con Alcuino, san Anselmo y santo Tomás de Aquino. No faltaban los volúmenes de Marcial, Ovidio o Lucano, ni, por supuesto, los de Séneca, el gran estoico.
… Quicquid ad summum pervenit ab exitu prope est…
En los huecos que dejaban libres los estantes, colgaban grabados de la Pasión de Jesucristo, un óleo de una Virgen en oración, y dos retratos de fray Hortensio de medio cuerpo y tamaño natural: uno le representaba joven y delgado, en el otro se veía a un hombre maduro y grueso.
Francisco de Quevedo miraba al fraile, que sujetaba el libro en su mano izquierda metiendo un dedo entre las páginas; giraba la cabeza y lo comparaba con los retratos. En el primero encontraba a un mozo que miraba con franqueza y parecía dispuesto a entablar una conversación con el espectador. El pelo, negro y ondulado, se revolvía sobre la frente y se perdía en el fondo grisáceo. Se sentaba en una silla de cuero y descansaba las manos en los reposabrazos; con la izquierda sostenía dos libros abiertos, como si tuviera prisa por ampararse de sus conocimientos. Pasión de sabiduría y verdad, belleza de luz y juventud: ¿qué edad tendría entonces el trinitario? ¿Veintidós, veinticinco años?
El contraste con el segundo retrato era llamativo. El mismo fondo gris rojizo, la misma silla de cuero con brazos, la misma postura, pero del joven abierto y vigoroso sólo quedaban restos difusos. No podía haber pasado tanto tiempo entre los dos óleos: en éste Paravicino no contaría más de treinta y cinco años, pero el tiempo había penetrado en él como un líquido pestilente.
… Nosce te. Quid est homo? Quolibet quassu vas et quolibet fragüe iactatu…
En esta pintura no leía, sino que sostenía unos lentes en la mano y se cubría la cabeza con la capucha, como si necesitara cristales para interpretar el mundo y prefiriera retirarse a la intimidad de sus dolores. Tenía mucho más en común con el hombre que Quevedo tenía ante sí, el Paravicino de cuarenta y ocho años que leía los pensamientos de Séneca con su voz suave y bien articulada: grueso, con la barba corta y canosa, mejillas hinchadas y cabello sin volumen. La mirada acusaba la erosión del tiempo. En el primer retrato fascinaba y reclamaba fascinaciones, en el segundo se mostraba como un interrogante. La expresión se había endurecido; el fulgor, apagado. La fama de Paravicino se había extendido por todo Madrid, el Rey le apreciaba, los poderosos le trataban con consideración, pero la vejez se había amparado de sus ojos. Paravicino, que era un predicador reputado y querido, que trataba con los poderosos, que había desarrollado una carrera envidiable, sucumbía a las amarguras de la edad.
—Malos tiempos los nuestros para llevar una vida ordenada y envejecer en la placidez de la sabiduría —reflexionó Quevedo pasando la mano por el lomo de los libros de uno de los anaqueles—. Nuestros mejores ingenios han de mendigar las migajas de los ricos, y los ricos sólo parecen vivir para el lujo y el despilfarro.
—¿Qué decís, Francisco? —preguntó el fraile, que había estado ajeno a las cavilaciones del poeta y abría una vez más el libro de Séneca como si buscara otra frase digna de mención.
—Soy cojo y miope, soy pobre y antipático, ¿qué más puedo pedir? Por culpa de mi aspecto nunca he encontrado el amor de los potentados, y mi carácter, aunque divierta, me ha apartado de sus favores. La vida del cortesano, Hortensio, es ingrata e imprevisible. Mi padre me dejó huérfano cuando yo tenía seis años. Había sido intendente de Palacio, pero eso, ¿acaso nos dio dineros? Quise acercarme a Felipe Tercero, el padre de nuestro señor, y para eso opte por ganarme el puesto de secretario del duque de Osuna. Le serví fielmente en Italia, pero ¿cómo podía imaginar que perdería el favor del Rey y me arrastraría a mí en su caída? No me arrepiento de aquellos años: puedo aseguraros que los disfruté minuto a minuto, y que las misiones que ejercí en Venecia y en Palermo y las aventuras que viví en Roma son algunos de mis mejores recuerdos. Me refugié en mi hacienda de la Torre de Juan Abad, que fue lo único que pudo dejarme mi madre en herencia y que aun hube de recuperar con litigios y disgustos. Allí tengo un camastro, una vela y el paisaje seco de La Mancha para perder la mirada. Es la mejor escuela si se quiere proclamar la austeridad como norma de vida. San Francisco de Asís usaba calaveras; yo miro los campos de cereales y hambre y me siento trascendido por la angustia de estar vivo. Hace cinco años dirigí al conde duque de Olivares una epístola satírica y censoria sobre las costumbres de los castellanos. A don Gaspar debió de hacerle gracia, porque me llamó y me nombró secretario del Rey. A los cuarenta y cuatro años obtuve el puesto que tanto había ansiado y que mi padre ejerció desde su mocedad. Sin embargo, la felicidad es fugaz. Antes de que pudiera darme cuenta, perdí el favor real, el cargo y el sueldo.
—Tened más cuidado ahora. Aprovechad la ocasión, pues don Gaspar os necesita.
—El conde duque quiere ser el valido del Rey, su privado y su primer ministro; quiere ser Grande de España, quiere ostentar al mismo tiempo su condado y su ducado, y quiere llamarse sobrino de una santa que sea, además, la patrona de España. Ambición no le falta; y la ambición, si va acompañada de honradez y eficacia, no es mala cosa. Ahora que los vientos soplan en su contra, yo escribo loas y libelos en su favor.
Paravicino bajó la mirada y siguió hojeando el libro.
—¿Qué queréis que haga? —preguntó Quevedo como si el silencio del trinitario le estuviera acusando—. ¿De qué queréis que viva? Me gusta la corte, me muero en el pueblo. Vos también haríais como yo. Sois el primero en elogiar a Su Majestad y a su ministro.
—Nunca he dejado de hacerlo. Soy el más humilde vasallo del Rey, y de Olivares pienso que es hombre enérgico, y que un espíritu recio y trabajador es lo que necesitan nuestros reinos para que Dios siga regalándonos con su benevolencia.
—Soy el primero en hacer elogios del Rey y su ministro, pero estimo, Hortensio, que los elogios no son buenos cuando pecan de excesivos. Rodeamos al Rey de halagos, le hacemos vivir en un mundo de palabras infladas e impedimos que se dé cuenta de los problemas que aquejan a nuestra Monarquía. Son graves, muy graves, y el Rey debería salir de su esfera de espejos para entender por qué lloran sus súbditos. El conde duque fomenta este juego de engaños. Dicen que ahora pretende construirle al Rey un nuevo palacio junto al Retiro de San Jerónimo. Lotti se encargará de los jardines y las fuentes, Velázquez y los mejores artistas de cubrir las paredes de obras de arte. El teatro y las fiestas mantendrán ilusionado a nuestro Rey. Pero entretanto, ¿quién se encargará de gobernar sus reinos? La Monarquía está llena de desaguaderos por donde se pierden nuestras fuerzas.
—El conde duque sólo busca entretener al Rey para que no caiga en la melancolía.
—Si está melancólico, dadle ocupaciones de gobierno, y os aseguro que recuperará el equilibrio de sus humores. Don Felipe vive rodeado de intrigas cortesanas, y él mismo es su primera víctima. ¿Cómo hacéis vos para sobrevivir en ese avispero?
—Yo no hago nada más que rezar y predicar.
—La corte es hostil —continuó Quevedo—, cada tres bocanadas de aire que respiramos debemos tragar un puñado de alfileres. Si llevo anteojos no es tanto por ver el mundo que me rodea cuanto por protegerme de él; si cojeo es porque pataleé por volver al vientre de mi madre cuando comprendí en el parto lo que tendría que soportar el resto de mi vida.
—No empecéis con vuestras bromas. Dios os ha dotado de una inteligencia aguda y un ingenio fértil.
—Y una mala suerte que no deja de acompañarme.
Fray Hortensio se estiró el hábito a la altura de las rodillas. Quevedo se fijó en la cruz azul y roja que lo decoraba en el vientre, emblema de los trinitarios.
—¿Por qué no concentráis vuestras fuerzas en las creaciones poéticas? —preguntó Paravicino—. Sois el mejor poeta de nuestros tiempos. Vuestras rimas son perfectas de forma y profundas de contenido. Escribid, si así lo queréis, tratados de filosofía, pero dejad los ensayos sobre el gobierno, porque sólo habrán de acarrearos desgracia. ¿De qué os sirvió entregar a la estampa Los sueños? La gente se rió al leerlos, celebró vuestro ingenio, pero han sido muchos los que os guardan un rencor duradero. ¿Creéis que es una buena política arremeter contra todos los vicios sin dejar títere con cabeza?
—¿Acaso no es lícito que aplique mi discernimiento para intentar mejorar nuestra república? Critican que me arrime al poder, pero ¿quién me escucharía si me refugiara fuera de la corte? Conviene aguantar desaires si así se contribuye en la tarea del Estado. Desde los griegos los pensadores han procurado hacer de sus vecinos mejores ciudadanos. Mirad a Séneca, a quien tanto citáis y por quien ambos compartimos una misma admiración.
—Y ved cómo acabó —dijo el monje guardando el libro en su estantería—: Con las venas abiertas, odiado por el césar.
—¿Y qué hay de la dignidad?
—Si queréis dedicaros a la sátira, coged un cencerro e id por los pueblos cantando aleluyas y romances. Pero no pretendáis a un mismo tiempo criticar repartiendo impresos y participar en los juegos de la corte, hacer sonetos anónimos contra el conde duque y escribir comedias de encargo para ensalzar su gobierno. No olvidéis que don Gaspar os ha ofrecido generosamente que os reconciliéis con él y que reparéis los excesos del pasado.
—Estoy seguro, aunque no lo reconozcáis, de que a vos os lo debo.
—Don Gaspar es persona doliente, y eso le hace recordar día tras día cuál es el lugar que le corresponde en este mundo. Trabaja infatigablemente para llenar las oquedades de su alma. Es hombre, y por tanto puede equivocarse. Pero le guía una recta intención. No es bueno que os convirtáis en un moscón que perturba sus noches y sus días.
—Vos le podéis hablar al Rey, en los sermones le podéis hacer ver lo que está bien y lo que está mal.
—Cuando yo predico, interpreto e ilustro la palabra de Dios. No juzgo al Rey ni a su ministro, me limito a pasar el reinado por el tamiz de la Biblia y de los libros de los Santos Padres.
—Pues con mis escritos yo no hago sino pasarlos por el tamiz de mi buen juicio. Las universidades están muy ocupadas en enseñar Retórica, Dialéctica y Lógica, todas artes para saber hablar bien. Pero es lamentable que no haya una cátedra de saber hacer bien. Los maestros enseñan lo que no saben y los discípulos aprenden lo que no les importa, y así nadie hace lo que debería hacer.
—Sed cauteloso y hacedlo mejor ahora —insistió Paravicino con tono protector—, ya que se os ha dado una segunda oportunidad. Don Gaspar de Guzmán está haciendo una buena labor de reformación para mejorar la reputación de nuestra Monarquía. Ha regenerado la vida pública, acabó con las prácticas del duque de Lerma, que tanto derroche suponían, ha fomentado las artes y las ciencias.
—Las prácticas de Olivares son las mismas de Lerma. Ambos se han dedicado con ahínco a hacer invisibles a sus reyes, ambos han sabido interponerse entre los monarcas y los súbditos, ambos han creado un gobierno dentro del gobierno. ¿Cometió tantos errores el de Lerma? También Olivares ha arrastrado a la Monarquía a guerras innecesarias, ha empobrecido a mercaderes y comerciantes, ha repartido prebendas entre sus familiares y fomenta la presencia en nuestro reino de los judíos portugueses.
—No es bueno que habléis así.
—Hablo así, pero sólo con vos y en esta celda. Mientras tanto seguiré escribiendo loas y más loas, y miraré para otro lado si en eso está mi salvación.
—El problema del conde duque es que carece de hombres que, sin querer lucrarse ni abusar del poder, estén dispuestos a trabajar por el bien de nuestros reinos. No abundan los nobles de altas miras, ni los cortesanos que pongan a su Rey por delante de sus ambiciones.
—Olivares es el primero que fomenta las facciones y se regodea engrosando el número de los agraviados por su gobierno. ¿Quién colaborará con él sabiendo que, en el mejor de los casos, sólo encontrará ingratitud?
—A mí el conde duque me pidió asistencia y yo se la he prestado gustosamente. Fui predicador real en tiempos de Lerma y lo soy ahora con él. ¿No os sirve esto de muestra de su ecuanimidad? Cuando me pidió que le ayudara a designar al presidente del Consejo de Castilla, le propuse al cardenal Gabriel de Trejo, aun a sabiendas de que recelaría porque fue hombre cercano a Lerma. Sin embargo, dio su nombre al Rey. El conde duque busca personas eficaces, no partidarios, ni amigos, ni paniaguados.
Francisco de Quevedo caminó hasta la silla donde se sentaba el trinitario.
—¿De cuándo acá fue la política una cuestión de valía personal, querido Hortensio? Cuando cambian los gobiernos, cambian los hombres que los dirigen, sin considerar sus méritos o sus lacras. La política es el arte de hacer bandos de amigos y enemigos. Si estáis entre los amigos del gobernante, gozaréis de una posición saludable; si entre los enemigos, deberéis exiliaros o sobrevivir en las sombras. No hay alternativa. Vuestro caso es anómalo, aunque deduzco que se debe al favor que os han dispensado los reyes. El del cardenal de Trejo se explica por otro tipo de cálculos: en un momento de debilidad y de falta de apoyos, Olivares quiso congraciarse con los simpatizantes de Lerma, y por eso eligió a uno de sus antiguos colaboradores. La jugada no le salió bien, porque sigue malquistado con todos, y con Trejo, según se agrava la situación de la hacienda pública, las relaciones empeoran a ojos vista.
Paravicino tosió.
—La hacienda pública no está tan mal como quieren hacernos creer —dijo—. Yo lo sé bien, que formo parte de algunas juntas decisorias en estos asuntos.
—Juntas de arbitristas inventadas por Olivares para que coreen las medidas con que impone nuevas exacciones e impuestos en Castilla; juntas, por cierto, para suplir a los consejos tradicionales de nuestros reinos, que él se niega a convocar. En las juntas podréis ver el mundo con los mejores ojos, pero eso no va a cambiar los desastres que nos esperan por la política monetaria del fiel ministro de Su Majestad. Recordad que el dinero es el nervio y la sustancia del Reino.
—Luis de Góngora se quejaba de vuestro afán de seguir batallando cuando ya se han acabado las guerras.
—Góngora era un judío de mirada traicionera y narices góticas cuyo modo de escribir, cultísima jerigonza, era una noche de invierno, en lo oscuro, en lo frío y en lo largo. Aunque he de reconocer que hacía bien eso que vos me recomendáis: escribía sus romances y sus incomprensibles Soledades, y así escondía la cabeza para no ver la podredumbre a su alrededor. Yo creo en la utilidad de la palabra, Hortensio. Un soneto puede agitar tantas conciencias como una arenga a las tropas, o quizás más.
Góngora había sido para fray Hortensio un amigo admirado, quizás no fraternal, porque la diferencia de edad era mucha, pero sí leal y sincero como pocos. Aunque arrastrara una tristeza desangelada, fray Hortensio admiraba su estilo, su genio y su manera de decir hermosamente lo que otros sólo saben describir sin aire ni gracia. Le seguía echando de menos. Hablar con él de poesía y escuchar cómo componía sus versos eran las actividades más gratas a que podía dedicar las tardes de estudio y conversación.
—No os enfadéis si os digo, Francisco, que añoro mucho su compañía.
—Espero de corazón que no pretendáis suplirla con la mía.
—El amor por los muertos y ausentes es como la pintura. Se pone un gran pintor a hacer un retrato o un lienzo cualquiera; por fuerza hace el dibujo sobre el yeso y usa el pincel para los colores; pero veis que, estando pintando sobre el lienzo, se aparta para ver el efecto que hace y no se asegura del brochazo que dio de cerca hasta que llega a examinarlo de lejos. Pues esto mismo pasa con el amor: que se engendra en la presencia y la cercanía de la comunicación, pero se juzga y se crece en la ausencia y en la distancia.
Quevedo prefirió dar por concluida la conversación sobre Góngora, que sólo habría de llevarle a disgustarse con el trinitario, y señaló los dos óleos del gabinete.
—Ya que habláis de pintura, decidme: ¿por qué os retrató El Greco?
Paravicino se sonrió y se recogió las manos dentro de las mangas. El brasero dispuesto en el centro de la estancia los envolvía en un ambiente cálido. Por la ventana se abría paso el sol y la sombra del ciprés del claustro. A Paravicino le gustaba hablar del Griego, le ayudaba a revivir la emoción que sentía en su compañía cuando era niño y el interés con que, ya en su primera juventud, se acercaba a su mundo de libros y hombres de letras. A pesar de las ilustres personas que había tenido oportunidad de tratar durante su vida, nadie había ejercido sobre él una influencia tan profunda. Doménico era un artista, un sabio, un hombre venido de las proximidades de Tierra Santa y de la Italia a la que él no había podido ir nunca, pero que determinó su infancia a través de las referencias constantes que a ella hacía su padre.
—El primero lo pintó en 1609; el otro, el año mismo de su muerte, en 1614. Doménico ya se encontraba mal, pero encontró el vigor necesario para coger la paleta, hacerme posar en la misma silla y pintarme otra vez. «En esto me he convertido», dije mirando el nuevo retrato. «En esto te he convertido yo», me respondió él.
—Sí que se os ve muy diferente en uno y en otro. En el primero sois delgado, tenéis la mirada intensa y marcáis el libro con una mano ansiosa de gesticular.
—Ése era yo entonces: un fraile recién ordenado y lleno de vida. Doménico me retrató con tanto acierto, que me maravilló que aquella criatura que me miraba como desde un espejo no se levantara y hablara. El fondo lo dejó indefinido, según me dijo, para que las cosas del mundo no desfiguraran mi imagen, para que mi alma no se distrajera. Y en verdad que mi alma debió de dudar si habitar mi cuerpo carnal o ese otro de ilusión. Escribí un soneto a propósito, no sé si alguna vez os lo he leído.
—No, que yo recuerde.
Fray Hortensio se levantó y rebuscó entre los papeles de la estantería. Sacó pliegos y manuscritos cosidos, y dibujó una sonrisa cuando encontró el que dedicó al pintor. Lo leyó despacio y solemnemente, como hacía cuando incluía versículos del Nuevo Testamento en sus sermones:
Divino Griego, de tu obrar no admira
que en la imagen exceda al ser el arte,
sino que della el cielo por templarte
la vida, deuda de tu pincel, retira.
No el sol sus rayos por su esfera gira
como en tus lienzos, basta el empeñarte
en amagos de Dios, entre a la parte
Naturaleza que vencer se mira.
Émulo al Prometeo en un retrato
no afectes lumbre, el hurto vital deja,
que hasta mi alma a tanto ser ayuda.
Y contra veinte y nueve años de trato,
entre tu mano, y la de Dios, perpleja,
cuál es el cuerpo en que ha de vivir duda.
—Cuando murió El Greco, tenía yo treinta y cuatro años de edad, y Doménico me conocía desde los cinco.
—¿Y cómo un pintor maduro como él se fijó en un niño como vos?
—Mi padre, don Muncio Paravicino, conoció a Doménico Teotocópuli gracias a don Luis de Castilla. Mi padre era de Como y ostentaba el cargo de tesorero mayor del ejército de Milán y don Luis era visitador de esa ciudad. Don Luis de Castilla había tratado a El Greco en Roma y fueron amigos durante toda su vida. De hecho, el Griego recibió su primer encargo de importancia en Toledo gracias a la intervención del padre de don Luis, don Diego de Castilla, que fue quien firmó el contrato para la traza y la pintura de los retablos de Santo Domingo el Antiguo. Don Luis era un gran caballero y siempre profesó por mí especial cariño; él fue quien le insistió a mi padre para que me enviara a estudiar a Alcalá y Salamanca. Mi padre me llevó más de una vez a Toledo durante mi infancia. De esa ciudad tengo recuerdos intensos: la sala mágica donde el Griego almacenaba cientos de esculturas de yeso, cera y barro; el taller, que era vasto y luminoso y siempre olía a aceites y barnices; sus manos huesudas, su rostro serio. El Griego daba miedo a los niños porque era un hombre hosco. No a mí: a mí me gustaba mirarle. Me sentaba en el suelo sin hacer ruido cuando trabajaba delante del caballete, y veía cómo embadurnaba el pincel de colores que luego desparramaba por los lienzos con brochazos rápidos como ataques de culebras. Doménico Teotocópuli era un gran pintor, el mejor que haya habido nunca…
—Y siendo tan artista de la palabra como sois y tan expresivo en el decir, ¿nunca os planteasteis haceros vos mismo pintor?
Fray Hortensio se rió.
—¿Yo, pintor? ¡Válgame Dios! Alguna vez emborroné papeles, y hasta lienzos me dejó manchar el maestro. Doménico me animaba a que practicara con su hijo Jorge Manuel y con los otros aprendices, pero nunca me lo tomé en serio. Mi padre no lo habría alentado.
—No, pintar no es oficio de señores. Tampoco escribir, a decir verdad.
Paravicino se miró las manos por el dorso y la palma, como si imaginara qué aspecto tendrían si, en lugar de haberlas dedicado a la predicación, se hubieran aplicado en los movimientos del pincel y la espátula.
—No, no es oficio de señores. Aunque Doménico se esforzara por conseguir para los pintores un reconocimiento similar al que ya gozaban en las ciudades de Italia, su pretensión de que los toledanos vieran en la pintura un arte liberal y no una profesión manual no suscitaba más que rechazo. Él se tenía por artista, y no por trabajador; decía que no vendía sus pinturas, sino que las empeñaba.
—Transitan en esto la misma senda pintores y poetas. Ni el aplauso del público ni los elogios del Rey sirven de mucho cuando falta en el pecho la cruz de una orden de caballería. Pero fue gran lástima que no os ejercitarais en ese arte. Sin duda habríais descollado y habríais dado a España glorias memorables.
—Guardad vuestros elogios para las composiciones que debéis hacer al conde duque, Francisco. Si en algo he de servir al Rey y al Señor, ha de ser con la lengua.
—Vos pintáis cuadros cada vez que componéis un poema o un sermón, Hortensio. Alguien me lo dijo hace poco… ¿Quién fue? Pellicer, creo. Dijo: «Hortensio habla como quien compone pinturas»; y citó para demostrarlo ese romance vuestro tan sobrecogedor que dedicasteis a la Pasión de Cristo. Veis un monte verde, os acercáis y distinguís la cruz, miráis más atentamente y reconocéis al Cristo ensangrentado, y debajo, en un plano escorzado, a la Virgen y a san Juan.
—Pellicer exagera porque me quiere bien. Decía El Greco que las palabras son inútiles para explicar el arte.
—Es gran cosa la pintura, Hortensio. Retratos como éstos mienten almas y engañan a los mortales. ¿Habéis visto los que está pintando Velázquez? Es asombroso que pueda dar sentido a unas manchas distantes hasta lograr que nos parezcan verdades.
—Sí, Velázquez es un gran pintor, sin duda el mejor de estas partes. Su arte logra tal engaño en imitar lo natural, que suspende y confunde a quien lo observa. De mí, no os negaré que siempre he sido un gran apasionado de los pintores. La culpa la tuvo Doménico. Con él aprendí mucho sobre la pintura. También a apreciar las letras humanas. Sabréis que era un hombre culto, y que dedicaba muchas horas a leer autores griegos, italianos y españoles. Organizaba reuniones de literatos, hombres de la Iglesia, arquitectos y grandes señores. Yo escuchaba y admiraba.
Quevedo miró los dos libros pintados en el retrato de los años mozos del fraile trinitario.
—El mucho aprender en las edades tiernas invita a que los adolescentes abracen la vida religiosa —dijo—. Vos estudiasteis, os empapasteis del arte del Griego y, como no pudisteis haceros pintor, entrasteis en el seminario.
—También vos debisteis de ser un niño aplicado y no por eso profesasteis, Francisco.
—Soy la excepción que confirma la regla.
—Yo sentí la vocación religiosa a los diecinueve años. Me di cuenta de que las esperanzas del mundo se fundan en el aire, y de que sólo es cuerdo quien pierde el cuerpo por ganar el alma.
—Ésa es reflexión grave para mozo de tan pocos años.
—Era un mozo extraño, supongo. Nunca me sentí integrado ni en mi familia ni entre mis compañeros de estudio. Os diría que mi alma volaba más alto, si eso no sonara petulante.
—Pues tuvisteis que haceros fraile para llevar la vida más cortesana que imaginarse pueda.
Fray Hortensio sacó las manos de las mangas y se rascó la barba.
—Ingresé en el convento de los Trinitarios Calzados de Salamanca porque estaba convencido de que quería consagrar mi vida al Señor. No era persona solitaria, antes al contrario. Me gustaba la compañía de los demás, pero no encontraba en ellos todo lo que necesitaba. Profesé solemnemente un año después, y me enviaron al convento y universidad de Santo Tomás de Ávila, donde me gradué de maestro en Teología. Regresé luego a Salamanca, y allí habría seguido dedicándome más a los estudios que a la vida de la corte si mis superiores no me hubieran mandado a Madrid poco después, primero a predicar en el Capítulo Provincial, más tarde con instrucciones de tomar residencia en este convento.
—Erais demasiado valioso para perderos en las discusiones de Salamanca. Allí se parlotea, aquí se actúa; allí se escribe sobre Dios, aquí se ejecuta lo que se cree que conviene a su voluntad. ¿A quién habríais reservado en esa ciudad de doctores vuestra oratoria y vuestro ingenio?
—A mis alumnos. Sin duda habría vivido con menos sobresaltos.
—También Olivares añora en secreto su vida de Salamanca. También a él le gusta la pintura y es, como vos, un gran orador.
—No me comparéis con él.
—No, no os comparo, pero los dos estáis gordos y los dos sois poderosos.
—¿Yo poderoso, Francisco?
—Lo sois, pero de otra manera. Sabed que, si alguna vez escribo un poema para elogiaros, lo haré con el corazón, en tanto que al conde duque… —Se quedó callado mirando el cielo—. Se arremolinan nubes de lluvia, será mejor que me vaya.
Se levantó sin dejar de mirar por la ventana.
—No va a llover —opinó Paravicino—. El viento espantará esas nubes.
—No se las lleva, las trae —le contradijo Quevedo—. Pero desde vuestra ventana, con sólo este claustro por vista, no podéis apreciar bien en qué dirección sopla el viento. Tendríais que salir de aquí para daros cuenta. Quedad con Dios, Hortensio.
—Que Él os guíe.
Quevedo se ciñó la espada, se arrebujó en la capa, besó la mano de su amigo y salió con sus andares renqueantes y sus ojos agrisados de dureza.
Tomás se apartó de un salto cuando oyó rechinar la puerta. Don Francisco de Quevedo salía con su cojera y sus malas maneras, los anteojos calados en la nariz, la melena revuelta, la media capa mal terciada. Pasó junto a él sin despedirse, miró a uno y otro lado del corredor como si temiera encontrar a algún fraile enemigo en aquellas celdas y se dirigió a paso ligero hacia la escalera. Como era de esperar, fray Hortensio no tardó un minuto en llamarle:
—¡Tomás! ¡Tomás! ¿Estás ahí?
«Este hombre cada día soporta peor quedarse solo», pensó el criado asomándose al gabinete.
—¿Has estado oyendo lo que hablábamos?
Tomás pergeñó una respuesta que no le comprometiera:
—Ya sabe vuestra paternidad que el oído es el único sentido del que no disponemos a voluntad. Por más que me tape las orejas y canturree, no puedo dejar de oír lo que tal vez fuera excusado.
—No hay qué excusar ni para qué esconderse. De lo que hablo con mis visitas alguna cosa buena puedes aprender. Para nadie tengo secretos, y tampoco he de tenerlos para ti. Confío, además, en tu discreción y tu reserva.
—De eso no ha de dudar vuestra paternidad. Ni me interesan las vidas ajenas ni me gusta hablar de lo que no me atañe.
—Bien está. Ahora, búscame a Antonio, que quiero ordenar con él unos libros.
—Como mande vuestra paternidad. Pero los libros, si vuestra paternidad me permite que se lo diga, ya están muy ordenados.
Fray Hortensio le miró como si no le hubiera entendido bien:
—Eso parece, pero después del último sermón los he dejado todos revueltos. Por ejemplo, mira: tengo al Tostado y a Arias Montano uno encima de otro.
—No es buena cosa que los cristianos anden en esas posturas.
Fray Hortensio se rió. Estaba de buen humor, y eso siempre era un motivo de tranquilidad para Tomás, no sólo por el cariño que profesaba por su amo, sino porque los días que estaba contento transcurrían para él sin sobresaltos. Hizo una reverencia, cerró la puerta de la celda, bajó por la escalera secundaria hasta la calleja interior que separaba el claustro principal del atrio y, cuando se disponía a salir, oyó que alguien le llamaba por su nombre. Se giró y encontró la cara redonda y reventona de granos de Fernandillo, el chico de la tahona.
—¿Qué hay, muchacho, a qué vienen esos gritos?
El niño llegaba sin resuello y tuvo que apoyar la mano en un contrafuerte para recuperar el aliento:
—Que un compadre os llama, Tomás. Tadeo, el despensero de los Lasso. Dice que vayáis sin pérdida de tiempo a donde Romualdo el Cojo, en Puerta Cerrada; que veréis allí grandes cosas, y que si no vais, lo lamentaréis.
—Algo importante ha de ser cuando me reclama con tanta premura —dijo Tomás considerando qué hacer—. ¿Sabes dónde está el sacristán?
—Por la iglesia ha de andar, rebuscando entre los cepillos a ver si alguien ha dejado un maravedí en alguna rendija.
—Pues ve y dile que le manda llamar fray Hortensio, que quiere que le coloque no sé qué libros. Ya sabes que Antonio Malo es tan desabrido como su nombre. Si te viene con malas caras, le dices que ha sido fray Hortensio personalmente quien te ha encomendado que suba, así que más le vale no hacerse de rogar. Si cuando llegues a la celda el monje te pregunta por mí, dile que he ido a hacer un recado urgente, que no tardaré.
El chaval se le quedó mirando boquiabierto. Tomás dio una patada en el suelo.
—¡Anda! ¡Arrea! ¿Qué haces ahí pasmado? Muévete, que vas a echar raíces. Y no se te ocurra mentarle al monje lo de la casa de Romualdo el Cojo, que hay nombres que no se pueden ni pensar en un recinto sagrado como éste.
Tomás se santiguó con cara de santurrón. Salió Fernandillo correteando sin muchas ganas y el criado abrió a toda prisa la cancela del atrio. Bajó a grandes pasos por la calle de la Audiencia y la de la Lechuga. Se chocó con el borrico de un aguador y estuvo a punto de echar por tierra una de las cubas de cobre.
¡Donde Romualdo el Cojo! ¡Buen sitio para convocar a nadie! El burdel más infame del barrio, por no decir de todo Madrid, tan indigno que hasta a los labriegos que venían a la corte con sus lechugas y su alfalfa les sabía a poco y preferían dejarse caer por las mancebías de la calle del Alamillo. Pero Romualdo, el dueño de aquel tugurio, era hombre simpático, y vendía a sus tusonas con la gracia de quien ofrece a princesas otomanas. Las vestía con trapos de fantasía, las calzaba con coturnos de colores, las blanqueaba, y les enseñaba cómo cantar y tocar la guitarra mejor que los barberos, que ya se sabe que son maestros consumados en este instrumento. Era lástima que las señoras tuvieran un aspecto tan ajado y que en la casa brincaran las pulgas con tanta impunidad.
En el portal, que era de fábrica pobre y deslucida, se arremolinaba un grupo de hombres medio embozados y enteramente armados de espadas y dagas. Redobló sus cautelas Tomás, que no quería verse envuelto en una pelea callejera. Preguntó qué sucedía y todos se encogieron de hombros.
—¿Acaso algún alguacil ha entrado a inspeccionar la casa? —aventuró.
—No hay tal —respondió un individuo bajo y rechoncho, de manos peludas como zarpas de oso de circo.
—¿Pues qué hay?
—Que nos gusta esta puerta para refugiarnos del sol —le respondió otro sujeto con un punto de desafío en la voz.
Tomás prefirió no responderle. A esas horas del atardecer, ni había sol ni para qué juntarse a las puertas de un prostíbulo sin entrar a despachar las ganas. Buscó a su amigo Tadeo entre los concurrentes, pero no lo halló. Pidió paso, y se apartaron sin dirigirle la mirada. En el zaguán había también mucha más gente que de ordinario; se sentaban en los bancos, se apoyaban en las columnas o se mantenían de pie charlando animadamente. A su amigo Tadeo le encontró en una esquina, muy atento a lo que sucedía en una estancia contigua que normalmente servía de sala de espera y lugar donde ajustar precios y citas. Abriéndose paso a codazos entre el gentío, se llegó hasta él y le saludó con una palmada en el hombro.
—Buena concurrencia tiene hoy el Cojo. Si todos vienen a buscar mujer, no tendrá con qué satisfacerlos.
—¡Benditos sean mis ojos, y cómo me alegro de que hayas podido venir! —le contestó el tal Tadeo, que era un sujeto cenceño de vestimenta pobretona.
—¿Pues qué está sucediendo?
—Ahí es nada —respondió Tadeo agitando una mano y lanzando un silbido—. Que ha venido el prófugo Pedro Villegas. Recién llegado a Madrid está, con las cazcarrias colgándole de los escarpines y las calzas oliendo a pollino.
Tomás abrió mucho los ojos.
—Sí que es noticia que merecía que me llamaras, compadre.
—Llegas en buen momento, porque hasta ahora se hacía el recatado, pero con la quinta jarra de vino empieza a cantar primores. Si consigues acercarte, podrás escucharle, pero ya ves que la sala está llena de rufianes y nadie quiere ceder su puesto. Eso sin contar las damas de achaque, que han acudido como pollos al olor de la sangre.
Pasar del umbral de la sala era, efectivamente, tarea poco menos que imposible, pues un empleado del Cojo, soldado mutilado y mudo (defectos que compensaba, si había que dar crédito a las rameras de la casa, con sobradas virtudes), impedía que nadie que portara armas diera un paso hacia el interior. En las mancebías dagas y espadas quedaban custodiadas en el zaguán. Desnudo de metales, el solicitante pasaba a la sala, donde el dueño cataba sus inclinaciones, ofrecía el género y arreglaba el precio antes de que se extraviara con su dama en alguna de las alcobas. Como la de Romualdo decían que había ochocientas casas en Madrid, que, por mucho que el Rey firmara pragmáticas prohibiendo su existencia, prosperaban más que cualquier otro negocio de la corte.
Tomás se resignó a escuchar de lejos las palabras sueltas que llegaban hasta sus oídos cuando la turbamulta se amainaba.
—Dice que sí entró en el convento de las Trinitarias —traducía un hidalgo de ropas remendadas que se le daba la espalda y que encontraba gusto en eso de repetir lo que los demás no alcanzaban a oír—, y que después trepó por las tapias y se ocultó en una casa vecina.
—Ya imagino yo qué casa era ésa. ¿Y ahora qué, ahora qué está diciendo? —se impacientaba el criado de fray Hortensio.
—Callad, callad, que no me dejáis oír… Le están preguntando si tuvo trato con alguna monja, si alguna le abrió las puertas de la clausura, y él responde que no está tan borracho para hablar de eso, pero que si le siguen invitando a vino, acabará contando lo que ningún cristiano debe sin temor a que Dios le castigue.
—Pues apañados estamos —murmuró Tomás—. Si va a venir presumiendo de que holgó con una monja mientras le buscaban los alguaciles y todo el Mentidero de Representantes, poco crédito podremos dar a su testimonio.
—Ahora dice que saltó de tejado en tejado y que esa misma noche salió en el coche de postas y no paró de cambiar de carruajes hasta que llegó a Osuna, donde ha permanecido escondido estas semanas.
El traductor, o era muy hábil o se inventaba la mitad de lo que decía. Ni estando a dos varas de Pedro Villegas habría podido entenderle, porque hablaba a trompicones, dejaba caer la cabeza sobre la mesa y hasta parecía pasar por breves trances de sueño. El famoso comediante y más famoso delincuente estaba tomado de vino. Era un hombre pequeño y cetrino, de cuerpo esparraguero y brazos de palo, con la barba descuidada, la ropa gastada y los ojos vacíos. En verdad se diría que había remado en galeras desde que apuñaló a González Calderón.
—No sé por qué despierta tanto interés un pobre diablo vinoso y bobo —despreció Tomás haciendo ademán de darse la vuelta.
—No es ése todo el cuento —se rió Tadeo sacando unos dientes enormes y negros como muelas de yegua—, sino que el muy bergante ha venido a esta casa porque en una de las alcobas está Francisco González Calderón.
—¿Que está aquí?
—Aquí está.
—¡El mismo diablo debe de haber preparado este encuentro!
—Lo habrá preparado el diablo, pero lo han ejecutado los hombres. González Calderón se metió hace rato con una tusona en la cámara de arriba. A decir verdad, y por lo que he oído, la herida en la espalda no le ha afectado al vigor, porque lleva tres días dejándose los ahorros con todas las cantoneras de Madrid. Cuando algún ingenioso se enteró de que Pedro Villegas había hecho su aparición en la corte, y sabiendo que aquí estaba refocilando González Calderón, consiguió arrastrarle para que se bebiera con nosotros una jarra de vino.
—¿Y sabe Villegas que está aquí el otro?
—Ni sabe el otro que está aquí el uno.
—Pues el caso no deja de ser gracioso.
Tadeo sacó pecho y se pasó el dedo por el cogote, que llevaba abierto, dejando ver camiseta y camisa.
—A fe que sí, y por eso te hice llamar corriendo.
—¿Qué dice ahora el borracho? —preguntó Tomás al amable intérprete, sin muchas esperanzas de que pudiera descifrar las incoherencias que estaba vomitando por la boca.
El presunto hidalgo arrugó la frente y adelantó la cabeza para esforzarse más en la escucha.
—Pues que él es muy hombre y que no le gana nadie actuando en los corrales ni jugando a la pelota; que no le tiene miedo ni a la Justicia ni al mismo Rey.
—Eso son palabras mayores.
Los presentes se reían o aplaudían según oscilara el discurso de Pedro Villegas. Le ofrecían jarras de vino y se acercaban para hacerle preguntas. Las mujeres le acariciaban el pelo y la barba para que no dejara de hablar. El fenomenal bullicio que acompañaba a toda esta ceremonia no se interrumpió hasta que apareció una meretriz por la puerta del pasillo colocándose torpemente el postizo del pelo y tras ella, satisfecho y atontado, sin ningún signo de que le molestara la herida que tanta notoriedad le había dado, el mismísimo Francisco González Calderón.
El repentino silencio obligó a los dos hombres a buscarse con la mirada. Pedro Villegas se enderezó en la mesa con los ojos redondos, Francisco González abrió la boca y apretó los puños. Ambos se llevaron la mano a donde no estaban sus espadas, pues el soldado mudo se había encargado de desarmarlos antes de franquearles la entrada. Se miraron, y casi al tiempo bajaron los ojos. Francisco González Calderón se retiró ladeando como un cangrejo, Pedro Villegas rascó el tablero de la mesa y murmuró una frase ininteligible.
Cuando los espectadores comprendieron que aquel duelo se resolvía con una retirada vergonzosa, empezaron a abuchear y a insultar a sus dos protagonistas. Pero González Calderón fue más rápido que quienes quisieron retenerle, y consiguió salir de la sala y escaparse por el zaguán. Tomás le vio de cerca, y le pareció un petimetre con ojos de cordero. El otro, pálido y repentinamente sobrio, se aferró a la cintura de una de las rameras y la empujó a tropezones hacia una alcoba entre las burlas soeces de los hombres que les cerraban el paso.
Menudearon los insultos y los berridos hasta que Romualdo el Cojo salió de un rincón dando palmadas y grandes voces:
—¡Quien no quiera mujer ni vino, que se vaya a la calle, que la calle es del Rey y mi casa, mía!
Decepcionados pero divertidos, salieron la mayoría de los hombres mofándose de la bellaquería de los dos bravucones. La noche empezaba, y Madrid se ofrecía con su latido de tabernas y mancebías. Tomás se despidió de su amigo Tadeo, guaseó con el Cojo, dudó si zascandilear un poco por los garitos de la villa, y finalmente decidió regresar a la Santísima Trinidad, que no se quedaba tranquilo con el zafio de Antonio Malo como única compañía de su amo.
Cuando atravesaba el portal, una mano de hierro le sujetó por el hombro. Manoteó Tomás, pero se quedó inmóvil al reconocer a quien le agarraba. Era Jeremías el vizcaíno, un matón tan famoso que hasta los alguaciles llegaban a acuerdos con él para tenerlas tranquilas en sus distritos. Tomás supo enseguida por qué le andaba buscando.
—Doscientos reales de plata debes desde hace demasiado tiempo —dijo—, y quien me manda está hartándose de requerirte el pago.
Tomás notó que, a pesar del frío de la noche, sudaba por los sobacos, las manos y los pies.
—A punto estoy de pagar —balbuceó.
—A punto estás de dar fianza con tus sesos y tus tripas, malnacido —anunció Jeremías arrojando sobre su cara un aliento hediondo. Le soltó, se dio la vuelta sin prisa y se marchó calle arriba palpándose el gavilán de la espada.
A Tomás le temblaban las piernas mientras caminaba hacia el convento. La noche helada, seca, olía a muerto. Se tropezó con dos bultos que podían ser de hombres que vagaban en la oscuridad y sin linterna, se santiguó al pasar delante de una imagen esquinera de san Nicolás y, cuando le clarearon las ideas, pensó que tampoco era ajustado amenazar a un cristiano de muerte porque tuviera pendiente una deuda de juego. Debía cantidades a otros parroquianos de los dos o tres tugurios que más frecuentaba, pero ninguno había llegado a los extremos del platero de la plaza de Santa María, que encargaba a un asesino conocido que viniera a arrancarle promesas de pago.
Cuando llegó a la cancela del convento, la agarró con ansia. Se santiguó. «Bendita sea la orden de la Santísima Trinidad y de la redención de los cautivos», rezó en alta voz, y se limpió el sudor de la frente.