MORIR DE PIE
Cuando Bielsa lo conoció, Julio Zamora era la estrella de la Cuarta «B» de Newell’s, en el campeonato de la Liga Rosarina. Nunca olvidó aquella tarde en la que dirigiendo a su equipo en el duelo de los dos conjuntos leprosos, gambeteó a sus muchachos como un demonio y les marcó cuatro goles en un abrir y cerrar de ojos. El Newell’s «A» de Bielsa era goleado por el Newell’s «B» de Picerni con una actuación deslumbrante de ese pibe esmirriado, que de noche buscaba convencer a los automovilistas en las esquinas vendiéndoles sus flores y así sumar unos pesos extra a los que obtenía jugando todas las semanas en los torneos chacareros. Zamora no dudó un instante cuando le ofrecieron ir a jugar a un equipo del interior de la provincia de Santa Fe, si eso le garantizaba tener un sueldo. Bielsa se enteró antes de que se concretara la operación y con la imagen de aquel malabarista que bailó a sus dirigidos, exigió que se rompiera el acuerdo y que el chico tuviera los mismos beneficios pero en Newell’s.
Zamora tomaba el fútbol como un juego y siempre estaba más allá del resultado. Verlo tirado en el vestuario, indefenso y a lágrima tendida era la postal exacta para comprender el significado de la derrota ante el San Pablo.
En otro costado, Berizzo hundía la cabeza entre sus piernas y su silencio lastimaba. Más allá, Martino sentía que el dolor por su desgarro muscular era ínfimo al lado de la tristeza por la caída. A su lado, Llop se mostraba sereno y orgulloso de lo que habían sido capaces de hacer, peleando hasta el final. Bielsa, que una vez más resultó expulsado, caminaba para que no se lo viera quebrado, pero al acercarse a consolar a alguno de sus muchachos era incapaz de evitar el llanto. Lloraban como chicos, después de haber caído como grandes.
Atrás quedaban ciento ochenta minutos parejos y otra dramática definición por penales.
En el partido de ida, jugado en Rosario, en el Gigante de Arroyito (aunque, ojo, usando el vestuario visitante), la historia se inclinó para Newell’s gracias a un penal convertido por el Toto Berizzo. Con una multitud acompañando, la diferencia lograda fue mínima, pero permitía viajar a Brasil con una ventaja.
Para la revancha, el equipo suspendió su partido del torneo local y viajó con varios días de antelación. Una vez en Brasil, se sobrepuso a distintas artimañas: nada perturbaba al plantel ni le hacía perder de vista el objetivo. En el hotel, Bielsa dio varias charlas en las que enfatizó la importancia de la posesión de la pelota para poder controlar el partido.
En el vestuario, la música de los rosarinos de Vilma Palma e Vampiros fue banda sonora oficial hasta que el silencio se adueñó del espacio y todo se transformó en concentración absoluta. En el calentamiento previo, como antes de cada clásico frente a Central o en la final ante Boca, Bielsa rompía la fila, se enfrentaba a cada jugador y le descargaba enérgicas frases de motivación. Cuando los jugadores comenzaron a golpear los lockers o el pizarrón verde de metal para descargar tensiones, el DT se sumó a la ceremonia. Luego entregó la arenga final, la inolvidable.
Como en otros encuentros decisivos, les habló de la importancia de las finales, el modo en que los grandes partidos definen a sus protagonistas. Les habló de la posibilidad que tenían de quedar en la historia del club y de la gran cantidad de seres queridos que los acompañaban y estaban pendientes de lo que fueran capaces de hacer. «¡Afuera hay ochenta mil personas, pero acá adentro hay un equipo de hombres que está dispuesto a salir a ganar! Ganar la Copa les va a permitir caminar con la frente bien alta por Rosario por el resto de sus vidas. ¡Salgan y ganen!», fueron las palabras con las que cerró la arenga.
Scoponi; Llop, Gamboa, Pochettino; Berti, Berizzo, Saldaña; Martino; Zamora, Lunari y Mendoza salieron a jugar el partido más importante en la historia del club.
El primer tiempo fue un calvario a pesar del cero a cero. Newell’s jamás pudo tener la pelota y sólo por la falta de profundidad del local y porque en la única que tuvo Zamora su envío se estrelló en el poste, el marcador siguió cerrado.
Para el complemento Domizzi ingresó por un Martino desgarrado. El delantero tuvo la más clara al rematar al arco vacío de zurda, en una buena acción de contraataque, pero su débil intento fue rechazado cuando el balón se disponía a cruzar la línea de sentencia. Promediando el segundo acto, Raí transformó en gol el penal que cometió Gamboa y después no hubo tiempo para más hasta llegar a la definición desde los doce pasos. Ni siquiera para el ingreso de Gustavo Raggio, un especialista en la materia, que fue ignorado por el árbitro colombiano José Torres cuando pedía el cambio en el último minuto.
El inicio con el siempre infalible Berizzo estrellando su zurdazo en la base del poste izquierdo fue el preanuncio de lo que se vendría. Raí e Iván para los paulistas y Zamora y Llop del otro lado le pusieron perfección a sus remates. Todo pareció cambiar cuando Scoponi parado en el medio del arco le detuvo el suyo al rústico defensor Ronaldo, pero esa noche, la suerte que quince días atrás había acompañado al equipo de Bielsa estaba empeñada en hacerle una gambeta y en la ejecución posterior Mendoza mandó el tiro por arriba del travesaño al querer asegurarlo. Cafú demostró en su derechazo la misma calidad que exhibió a lo largo de los dos partidos y el disparo de Gamboa concluyó en las manos del arquero Zetti, para sentenciar el pleito y acabar con la ilusión. Los mismos penales que un par de semanas atrás impulsaron sonrisas ahora se transformaban en el peor de los castigos.
Un grupo de tipos corajudos vestidos de rojo y negro dejó la vida en el Morumbí. Murieron de pie, y ante el que luego con el tiempo se transformaría por dos largos años en el mejor del mundo, superando incluso al Barcelona de Johan Cruyff y al Milan de Fabio Capello en las finales intercontinentales. Una vez más, la Copa quedaba allí, cerca, al alcance de la mano, pero intocable.
El camino no había llegado a su fin. Todavía quedaba el cierre del Clausura y aunque el dolor iba a permanecer, la chance de volver a ser los mejores del país estaba a un par de victorias. Era necesario tomarla para demostrarles a todos que, además de fútbol y personalidad, el grupo tenía grandeza para salir de aquella profunda tristeza.