¡NEWELL’S, CARAJO!
La cancha anexa al estadio de Ferro era testigo de una escena inverosímil. Ese hombre que rezaba había abandonado el campo de juego y esperaba que se consumara el desenlace. Bielsa caminaba como poseído buscando descargar los nervios, a más de cien metros del lugar en el que hasta hace instantes daba indicaciones a sus jugadores. Todo lo que sus hombres podían hacer ya estaba hecho, pero todavía no estaba claro si era suficiente. Las noticias que llegaban desde la cancha de River se habían convertido en la clave: la llave de la felicidad, o la de la desazón. El técnico no podía estar quieto un instante y por eso había elegido caminar hasta llegar a un ámbito en el que pudiera esperar el final de la historia en soledad. Algunos lo buscaban sin suerte, pero imaginando que andaría sufriendo su calvario no muy lejos. Era la espera más larga de su vida. Más que lo que tuvo que aguardar para dirigir a este equipo de Primera División que estaba a punto de consagrarse campeón.
Mientras tanto, en el césped, los jugadores también eran un manojo de nervios. La radio portátil de Carlos Picerni, la misma que informó las novedades a lo largo de la tarde, estaba pegada a la oreja de Fabián Garfagnoli y todos aguardaban que el Gringo entregara buenas noticias. A su lado, Gamboa, con los ojos cerrados, imploraba por el final del partido entre River y Vélez. En un costado, Martino demostraba que la experiencia puede quedar al margen cuando el suspenso se pone las ropas de primer actor. Los demás rezaban desperdigados por el campo o charlaban con los hinchas, alambre de por medio. Ubaldo Fillol, gloria de la historia del fútbol argentino, se ganaba todos los adjetivos calificativos de los relatores y con sus atajadas sostenía el empate del conjunto de Liniers, que era título para los rosarinos. Pero un gol de River podía cambiarlo todo. Esos seis minutos de diferencia entre el final de un partido y el del otro fueron muy parecidos a la eternidad.
Hasta que Garfagnoli salió despedido del banco de suplentes y en su explosión y su carrera todos entendieron el mensaje. La tribuna que contenía a la multitud que había llegado desde Rosario se desbordó de gritos desaforados, pasión y locura que se apoderaron de cada uno de esos hombres de rojo y negro.
Scoponi; Saldaña, Gamboa, Pochettino, Berizzo; Martino, Llop, Franco; Zamora, Boldrini y Ruffini habían sido los titulares, como siempre desde la decisiva victoria ante Unión de Santa Fe en la cuarta fecha. El título era también de Panciroli, Fullana, Pautasso, Garfagnoli, Roldán, Sáez y Taffarel, quienes participaron como integrantes del plantel y jugaron algunos encuentros.
En la cancha auxiliar, Bielsa escuchó el alarido de la popular y se estremeció. Uno de los hinchas de la tribuna visitante lo reconoció y lo llamó a la fiesta.
—¡Loco! ¡¡¡Looocooo!!! ¡Vení, gol de Vélez, somos campeones!
Esteban González convertía el segundo para los de Liniers y con él gritaban en Caballito más de quince mil leprosos que aguardaban el momento de cortar con la angustia.
Con veintiocho puntos, Newell’s era el campeón del Torneo Apertura, superando por dos unidades a River. Había ganado once, empatado seis y perdido sólo dos. Convirtió treinta goles, la mitad de pelota parada, pero ninguno de penal, y recibió trece. Sus números eran lapidarios. Sin embargo, el dato más ilustrativo de la campaña era su invicto de visitante, con cinco victorias y cuatro igualdades, ya que definía la condición de un conjunto que quería ganar en todas las canchas.
El terreno era un carnaval. Los jugadores se abrazaban y recibían todo tipo de felicitaciones. Algunos hinchas ingresaban al campo para quedarse con algún souvenir, pero eran los menos. La fiesta era de los verdaderos protagonistas. Tal resultaba su pasión y su grado de compromiso con el club y los colores, que cuando se treparon al alambrado, el tejido cedió y se volcó para el lado de los hinchas. Los de adentro empujaban más que los de afuera.
Atrás había quedado la charla técnica en el Hotel Embajador, en ese primer piso en el que al desayunador se lo cerraba con un biombo y como un símbolo. Atrás habían quedado noventa minutos durísimos en los que el empate ante San Lorenzo reflejaba la dificultad que había planteado el rival. Cristian Ruffini con un zurdazo exquisito de tiro libre había puesto en ventaja a los leprosos, pero un fortísimo remate de Zandoná, que se desvió en el camino, igualó el juego y decretó las cifras definitivas. Con el empate, era necesario esperar el resultado del Monumental, y la derrota de River era la cristalización del sueño de seis meses.
Bielsa se sumó al festejo. Recibía abrazos de todos y se fundía con cada cuerpo que le expresaba el agradecimiento por la conquista. Era un hincha más, hasta que en andas de un fanático pidió una camiseta y desató toda la emoción con un grito que sacudió Ferro.
—¡Newell’s, carajo! ¡Newell’s, carajo! ¡Ésta es la que vale!
Gritaba como loco, el Loco, y mostraba en alto la camiseta, destacaba sus colores y la gente enloquecía de emoción. Su habitual tranquilidad quedaba de lado por un instante. No podía ser de otra manera. Como había dicho el día de su presentación, su equipo había respetado la tradición futbolística del club, pero le había agregado un espíritu de lucha y de solidaridad con el que finalmente lograba el título.
En el vestuario se abrazó con todos. Cantó todas las canciones y las que no supo las inventó. Felicitó a sus colaboradores Picerni, Castelli y Palena, al utilero Elio Barro, a los masajistas Alberto Beltrán y José Quiroga, y disfrutó como si fuera un chico. Aunque la noche del triunfo ante Central se mostró eufórico y exultante, nunca se lo vio más feliz que en ese sofocante vestuario de la cancha de Ferro.
Ante la prensa sorprendió manifestando que River había sido el mejor equipo del torneo, en una declaración propia de su habitual sinceridad. Y luego le dedicó el título a un amigo personal fanático de Newell’s, ausente en el estadio por estar privado de su libertad. A ese viejo compañero de ruta, al que le llevaba todos los días a la cárcel los diarios de su kiosco, le regaló un mantel del lugar en el que festejaron el título, firmado por todos los jugadores del plantel. Allí, en un restaurante ubicado en la esquina de Figueroa Alcorta y La Pampa, saludó a los padres de varios jugadores y les agradeció por el apoyo incondicional. Los campeones festejaban en familia, casi como un equipo amateur.
El 22 de diciembre de 1990, Marcelo Bielsa sintió que todo tipo de exceso estaba aceptado y su sueño de tocar el cielo con las manos se transformaba en realidad. Su frase, su grito de corazón, entró en la inmortalidad de la historia leprosa y su contenido encierra aún en la actualidad mucho más que esas dos palabras. La expresión del entrenador se transformó en bandera de la gente, una especie de grito de guerra que expresan los fanáticos cuando recuerdan el momento sublime de aquella consagración.
¡Newell’s, carajo! ¡Newell’s, carajo!, desde Rosario y para todo el mundo.