EL COMIENZO DE LA LEYENDA
Corría el año 1972. Jorge Griffa recién volvía de su experiencia en España e iniciaba su proyecto en el fútbol juvenil de Newell’s. El panorama era desolador en el predio de Bella Vista y las carencias gigantescas. Escaseaban las pelotas, las canchas estaban en malas condiciones y la infraestructura dejaba mucho que desear. En ese momento, un joven Marcelo Bielsa vestido con una remera blanca se le acercó en el medio de un entrenamiento de su división y produjo el primer contacto.
—¿Usted es Griffa, no?
—Sí, encantado.
—¿Usted estuvo afuera trece años, no?
—Sí, es cierto.
—¿Y usted viene a esta ciudad y a este club cuando podría haberse quedado trabajando en Europa?
—Sí.
—Entonces usted está loco.
—Y bueno, algo vamos a hacer.
Con tan solo diecisiete años, Bielsa tuvo su primera charla con quien luego sería su guía dentro de la dirección técnica. Sin saberlo, algunos años más tarde el destino volvería a juntarlos.
Al regreso de su paso por Buenos Aires tras dirigir en la Selección de la UBA, comenzó formalmente el curso de DT. Allí buscaría saciar su curiosidad preguntando a sus profesores acerca de todo aquello que le interesaba. Al mismo tiempo continuaba con sus dibujos con esquemas tácticos, esos que sorprendían a sus compañeros de curso.
El deseo de llevar la teoría a la práctica se produjo caminando una mañana por el centro de Rosario. Bielsa se encontró en la peatonal Córdoba con Eduardo Bermúdez, quien acababa de desvincularse de Newell’s para tomar la Primera de Central Córdoba y le preguntó si se animaba a reemplazarlo. La recomendación con Griffa no se hizo esperar y el sueño de volver a casa se cumplía con creces.
«Jorge, yo me recibí de Preparador Físico, pero no quiero ser eso. Yo quiero estar a su lado para crecer», le dijo a aquel hombre con el que había tenido un diálogo inolvidable casi una década atrás. A partir de allí comenzó un vínculo que se extendería durante siete años y que haría del trabajo en divisiones inferiores una maquinaria extraordinaria para reclutar talentos vírgenes. La tarea de Bielsa era un engranaje más de la estructura, pero su personalidad y su pasión por el fútbol lo distinguirían claramente del resto. Para él no había feriados ni descanso. Todos estaban siempre aptos y jamás un entrenamiento podía suspenderse por lluvia. Una postal característica de la época: jornada de diluvio y una sola división entrenando, la de Bielsa.
Con menos de treinta años comenzó a trabajar con jóvenes de catorce y quince, a los que moldearía para el futuro. Bielsa era joven, pero su modo de hablar, su conocimiento y su presencia le daban una enorme autoridad. Su estampa era inconfundible: un silbato, un cronómetro, una carpeta con su correspondiente bolígrafo y los cigarrillos marca Colorado, que bajaban a razón de un atado por práctica.
Cada vez que necesitaba algo del ámbito administrativo acudía a Mónica Strupeni, secretaria del fútbol amateur y mano derecha de Griffa. Le buscaba alguna ficha, le gestionaba comunicaciones o le preparaba estadísticas, según recuerda. «Pedía todo de muy buena manera, pero con suma exigencia. Lo quería para ayer, no para mañana. Era muy respetuoso y para tener cierto grado de complicidad me llamaba ‘Mecha’, por mi segundo nombre, que es Mercedes. A mí no me gustaba, pero a él se lo aceptaba porque así rompía la rigidez.»
Su doble función de entrenador y preparador físico le permitía preparar él mismo todos los trabajos de campo. El primer día les pidió a sus dirigidos un palo de escoba al que luego le sacarían punta para transformarlos en estacas. Dichas estacas simulaban ser jugadores rivales o servían para hacer trabajos de técnica individual con pelota. También eran referencias que debían evitarse a la hora de realizar pases, buscando precisión, o en ejercicios de velocidad. Ya la entrada en calor era muy intensa. Cada entrenamiento consumía varias horas, y no se cortaba hasta que todos los objetivos se hubiesen cumplido de acuerdo con el gusto del técnico. Duraban lo que hacía falta. Comenzando a las dos de la tarde, era común terminar cerca de la siete, luego de cinco fatigosas horas. Su convicción lo llevaba a manejar un tono de voz alto y su apasionamiento a dirigirse a esos muchachos como si se tratara de absolutos profesionales y no de jóvenes en plena etapa de desarrollo de sus condiciones.
Para algunos era un sufrimiento, especialmente si eran los primeros de la fila y se equivocaban en el ejercicio que debían realizar, pero el grado de concentración y esfuerzo con el que se trabajaba terminaría dando sus frutos.
Pensando en un entrenamiento integral, gestionó el armado de una sala de musculación, que comenzó a funcionar en el gimnasio cubierto, para que los jóvenes pudieran desarrollar el aspecto físico fuera del tiempo de entrenamiento.
Cada explicación del juego era una especie de clase magistral. Con semejantes señales particulares, más su larga historia en el club, todo el mundo sabía que el Loco Bielsa estaba llamado a ser un entrenador diferente.