7
De su cinturón sacó el mismo cuchillo que ya había visto, ese en el que había tallado el mismo gato que en el hacha que me dio Ulric. Clavé la vista en el objeto, sin apartarla en ningún momento.
—Había veces que pensaba en cómo sería olvidarte, en lo sencillo que habría sido todo si jamás hubieras existido —se sinceró—. Pero ahora estás aquí de nuevo.
Con un rápido movimiento, rasgó los ropajes que llevaba, dejando al aire mi delicada ropa interior que, por suerte, cubría mis pechos. Tragué saliva, hasta que sentí una de sus manos sobre mi piel. Sus dedos rozaban el borde de la tela, provocando que un fuerte escalofrío me recorriera de pies a cabeza, erizando todo mi vello.
—Estás a mi lado, y no voy a permitir que vuelvas a alejarte. —Alcé la vista cuando noté la suya fija en la mía, de qué manera esos dos pozos oscuros como la noche escrutaban mi alma una y otra vez en busca de algo de lo que alimentarse—. No comprendo por qué aún en tu interior hay pureza, esa asquerosa luz que prendieron tus condenados dioses —gruñó. Apoyó una de sus grandes manos en la pared que había junto a mi cabeza, golpeándola con fuerza—. Quiero ver el odio en ti, el rencor hacia esos que una vez dijeron que eran tus creadores y que realmente lo que hicieron fue alejarte de lo que amabas más que a tu propia vida. —Su gesto se torció—. Te arrebataron a tu familia, a los que eran tus verdaderos padres —murmuró con desprecio—, borraron tus recuerdos —negó con la cabeza—, te hicieron creer que habías nacido en un reino que no era tuyo —añadió alzando la voz—. ¡Me hicieron desaparecer a mí! —gritó, lleno de furia.
Un profundo vacío tomó mi interior al sentir cómo la ira que emanaba de él se pegaba a mí taponando cada uno de los poros de mi piel. Tragué saliva. Mi corazón se había acelerado tan súbitamente que mis pulmones necesitaron que tragara una bocanada de aire para llenarse.
—Pagarás… Te arrepentirás de todo lo que has hecho —gruñó.
Colocó sobre mi agitado pecho el cuchillo que aún sujetaba entre sus manos. Apreté la mandíbula, angustiada, aunque tal vez aquello fuera lo único que lograra liberarme de los demonios que me corroían desde que había conocido la maldita verdad que los dioses me habían escondido.
Cerró los ojos, sintiendo mi agitado corazón con el dorso de su mano, y al abrirlos no pudo evitar esbozar una media sonrisa llena de maldad. Con un rápido movimiento, colocó el filo del cuchillo sobre la cicatriz que una vez abrió.
—Recuérdame, vikinga —me susurró al oído.
Su voz resonó en mi cabeza, haciendo que todo mi ser se indujera en una profunda oscuridad que se unió al fuerte dolor que me recorrió al sentir la hoja del cuchillo adentrándose en mi piel. Ahogué un grito que rasgó mi garganta, hasta que, de repente, toda mi energía se esfumó, haciendo que acabara desplomándome.
Ottar
Cerré la puerta tras mi espalda. Había estado observándola durante horas mientras el veneno hacía su efecto. Permanecería sumergida en un profundo sueño hasta que decidiera que era el momento de despertar. Cogí aire, apoyé mi espalda en la fría puerta de metal y cerré los ojos, sintiendo cómo la rabia aún no se había disipado. El fuego interno que rugía en mí jamás se apagaría, por lo menos hasta que ella volviera a recordar. Entonces acabaría con todo y con todos, y lo haría de su mano, alimentando ese odio que empezaba a crecer en su interior.
Sonreí de medio lado, orgulloso. La destrozaría, acabaría con cada uno de los cimientos que aún sujetaban su alma, y no sería más que un puñado de ruinas de lo que una vez fue. No dejaría que nadie la hiriera, tan solo yo modelaría su ser hasta darle la forma que tanto deseaba.
Me pasé una mano por el cabello, apartándolo de mi rostro. Ladeé la cabeza y me encontré con la oscura mirada de Skule, llena de rencor y odio. Sabía cuánto odiaba tener a Lyss cerca. Sabía que ella jamás podría ocupar el lugar que estaba predestinado a ocupar mi vikinga. Ni en sus mejores sueños lograría ser la reina de los Svartálfar. Al girarme, vi cómo el maldito draugr de Skule se interponía en mi camino, por lo que apreté la mandíbula.
—¿Qué demonios estás mirando? —escupió.
—Es tu turno.
Alzó una ceja y poco después sonrió de oreja a oreja. Se frotó las manos antes de llevar una de ellas hasta la cinturilla de sus pantalones, donde colgaba su preciado cuchillo.
—Gracias.
—Aprovecha. —Me acerqué a ella—. No durará mucho. —Asintió dos veces antes de hacerle un gesto al draugr para que abriera la puerta. Tras eso, dio un salto con el que se puso en pie para encaminarse hacia el zulo—. Adelante.
Pasó junto a mí, acarició mi hombro y besó mi mejilla. Skule era distinta, despiadada y sin alma, pero había algo en ella que cambiaba a cada paso que daba.
—Es hora de jugar.
Dejé que Skule se ocupara de Lyss. Se escapó una vez, y no volvería a hacerlo jamás, no sin antes enterarme. El dolor que había provocado en mí no era más que un simple recuerdo de todo lo que había sufrido desde su desaparición. Saber que iba a permanecer junto a mí durante toda la eternidad me hacía sentir mejor. Aun así, el rencor perduraría hasta que cambiara de parecer y asumiera el lugar que le pertenecía. No tardaría en doblegarse. Sería mía.
—Su dolor no cambiará nada —me dijo Moa nada más verme entrar.
—Me da igual. —Me dejé caer sobre la butaca.
Miré hacia uno de los lados, buscando a Aila, pero no estaba. No aparecía por ninguna parte, cosa que me empezó a incomodar.
—¿Dónde está esa maldita?
—Le he dicho que se marche.
La miré con odio a la vez que me ponía en pie, enfadado. Me dirigí hacia ella y la agarré por el cuello, sintiendo cómo mi respiración se agitaba. Apreté con fuerza su delgada garganta, alzándola por encima de mí, y fijé los ojos en los suyos. No había miedo ni dolor, tan solo paz, cosa que hacía que me cabreara aún más.
—¿Y quién te crees que eres?
—Suéltame. —La lancé sobre la cama, lleno de rabia y con la mandíbula apretada, e intenté controlar el rencor que recorría mis venas—. ¿Crees que puedes hacer lo que quieras con todo el mundo, Ottar? —dijo en voz baja mientras se recuperaba.
Volví a acercarme a ella. Había veces que me sacaba de mis casillas, sin embargo, por alguna extraña razón, no había podido matarla nunca. Algo en mi interior me decía que debía permanecer con vida.
—No eres nadie —escupí.
—Sí, lo soy —me espetó con desdén—. Por algo me nombraste tu consejera.
—Eso no te da derecho a opinar.
Me di la vuelta y me acerqué al botellero improvisado que habían hecho especialmente para mí. El Midgard estaba lleno de seres despreciables con los que acabaría en algún momento, pero también tenía algo bueno: el whiskey. Cogí una de las botellas que reposaban sobre la madera y serví un poco del cobrizo líquido en un vaso. De un solo trago me lo tomé, y volví a llenarlo.
—¿Dónde está la niña?
—Grimm se la ha llevado.
La miré con los ojos bien abiertos. Ese maldito no hacía más que entrometerse en mis planes, y no me gustaba nada.
—¿A dónde? —le exigí nervioso.
—Al norte. —Dejé ir un profundo grito que hizo que Moa temblara. No la había visto, pero sabía cómo reaccionaba. Llevaba demasiado tiempo a su lado—. ¡No puedes detenerlo! —alzó la voz.
Me giré hacia ella y la miré con rabia a la vez que negaba con la cabeza.
—Claro que puedo.
—¡Es tu padre! —me rebatió.