40
—Liv, Liv —la llamé, levantándome detrás de ella.
No podía dejar que se acercara, sobre todo si de verdad era peligroso como creía. Si estaba en lo cierto, acabaría metiéndose en un buen lío, y nos echarían del bar.
—¡Liv! —grité.
La cogí por la mano con fuerza, para que no pudiera zafarse de mí, y aunque tiraba con fiereza, no pudo escapar. La tenebrosa mirada del hombre volvió a posarse en la mía, provocando que un poderoso escalofrío me recorriera, dejando que una sensación terrible se adentrara en lo más profundo de mi ser. Observaba cómo nos acercábamos mientras hablaba con otro que no hacía más que beber como un auténtico borracho.
—No os acerquéis —escuché que me decía Sigrún—. Es peligroso. No dejes que Liv llegue a él.
—¿Quién es? —dije en voz baja para que Liv no pudiera escucharme.
No dejaba de entrar gente, pasando entre nosotras y nuestro objetivo, hasta que, de repente, desapareció. Lo busqué con la mirada por todo el local, soltando a Liv, intentando encontrar al hombre misterioso que no había apartado la mirada de nosotros. Estaba segura de que escondía algo, de que no era un hombre cualquiera. Ni siquiera podía asegurar que era del mismo reino en el que nos encontrábamos.
Tragué saliva al ver cómo Liv giraba sobre sus talones para mirarme con cara de enfado, más del que ya llevaba consigo.
—¡Has dejado que se escapara!
—No, no lo he hecho —la contradije.
Ignoraba quién o qué era, pero si algo tenía que ver con el mundo de oscuridad, estaba segura de que Ottar sabría de quién se trataba. Solo necesitaba averiguar una simple pista, un detalle, algo que me guiara hasta la primera piedra del camino que me llevara hasta él.
—Joder, ¡Lyss! —alzó la voz.
Negué con la cabeza y la aparté hacia un lado, intentando pasar entre la gente. Debía encontrarlo antes de que lo hiciera Liv. No sabíamos qué podría llegar a hacer si se sentía amenazado, y la muchacha conseguiría que la matara con tan solo una de sus miradas.
—¿Ahora a dónde coño vas? —me preguntó, persiguiéndome.
Me di la vuelta veloz para detenerla e inventarme una excusa con la que volviera a la mesa con el resto.
—Necesito tomar el aire. Me siento un poco mareada.
Era cierto. La energía de aquel ser me había trastocado, haciéndome sentir pesada y confusa, pero no lo suficiente como para dejarme fuera de combate. Desde que había llegado al Midgard me notaba débil, cosa que las valkirias no éramos. ¿Estaría mi cuerpo recordando mi verdadero reino?
—Vuelve a la mesa —añadí.
Hizo un gesto de disgusto, aunque segundos después asintió, volviendo a donde se encontraban los demás. Sin embargo, no parecía muy convencida de ello, me lanzó una última mirada antes de sentarse.
Pasé entre la gente, esquivando a los que se cruzaban en mi camino, apartándolos con los brazos, hasta que el mismo borracho que hablaba con el hombre acabó echándome por encima su cerveza, bañándome por completo. Por suerte, aún llevaba la cazadora de cuero, y la gran mayoría del líquido acabó resbalando por ella hasta empapar nuestros zapatos.
—¿Es que no tienes ojos para ver por dónde andas? —gruñí molesta.
—¿Y tú, norsk[17]?
—¿Es que aún no has aprendido? —le pregunté.
Ottar corría detrás de mí como si fuera el depredador más salvaje de los animales de los nueve reinos. Pasaron años desde nuestro primer encuentro hasta aquel momento, tantos que apenas era capaz de recordarlos. Corrí como si me fuera la vida en ello, hasta que rodeé un gran fresno alto como las montañas y me quedé pegada a él. Mi pecho subía y bajaba con fuerza. Cuando me encontró, colocó las manos a ambos lados de mi cabeza y gruñó con ferocidad, haciendo que todo mi vello se erizara. Estaba totalmente aprisionada entre el árbol y su cuerpo, lo que me hacía sentir excitada e incluso inquieta.
—Norsk —susurró Ottar sobre mi boca.
Me sentía extasiada, abrumada por su olor, por su presencia… Todo lo que lo rodeaba me fascinaba casi tanto como su persona. El elfo era tan poderoso, fuerte y salvaje que me hacía desear abandonar la vida que tenía junto a padre y madre para conocer todo lo que llenaba su mundo.
Notaba cómo su pecho chocaba contra el mío, igual que lo hacían nuestras agitadas respiraciones, uniéndose en un suspiro lleno de pasión y riesgo que hablaba de nuestros deseos más profundos.
—Mi vikinga… —masculló.
Acarició con delicadeza mi rostro, descendiendo por mi cuello y mis brazos hasta llegar a mi cintura. Nuestros labios estaban tan cerca… Necesitaba sentirlos contra los míos, saber que amaba me amaba como yo lo amaba a él a pesar de pertenecer a dos mundos distintos. Me acerqué un poco más a su rostro, hasta que apretó la mandíbula y dejó ir un profundo gruñido que me aceleró el corazón. Solo él era capaz de avivar mi alma como las brasas de una hoguera a punto de volver a prender. Igual ocurría con padre y madre.
—Hazlo —le rogué.
—¿Realmente lo deseas?
—Claro que sí.
Nuestros labios se unieron en un beso salvaje como el instinto que recorría las venas de Ottar y puro como la pasión que había en ambos.
—¿Qué has dicho? —gruñí, cada vez más molesta.
Era como si todo el mundo supiera cosas sobre mí, cosas que ni siquiera yo conocía, y eso no hacía más que avivar la llama de mi enfado. Cerré las manos en puños, cogiendo aire e intentando calmar mis nervios.
—¿A dónde vas, preciosa? —dijo, babeando. Intentó acercarse a mí, alzando una de sus manos para tocar mi rostro, y me aparté de él—. Quédate conmigo, hermosa —volvió a intentarlo.
Lo sujeté por la muñeca con tanta fuerza que ni siquiera fue capaz de articular ni una sola palabra más.
—Si vuelves a intentar tocarme… —cogí aire—, te cortaré esa repugnante mano, patán asqueroso.
Lo miré perpleja, fulminándolo con una sola mirada. No necesité más para que el hombre tragara saliva, bebiera la última gota de cerveza que quedaba en el vaso y se diera media vuelta para volver a centrarse en Ron, el dueño del bar, quien, tras la barra, no hacía más que hablar con los clientes que lo acompañaban.
Salí de aquel antro envuelto en humedad, cerveza y olor a humo de madera fresca, dejando que el frío tenue de primavera me envolviera con su velo. Cogí aire, llenando mis pulmones, deshaciéndome de la mala energía que había en el interior de aquel sitio y que había estado danzando a mi alrededor desde que había entrado.
Miré hacia todas partes, buscando al oscuro hombre que nos había estado vigilando, pero no lo veía por ninguna parte, ni siquiera en la linde del bosque. No había ningún coche encendido, tampoco podía encontrar marcas en la tierra húmeda con las que poder guiarme hacia alguna parte en la que se encontrara el hombre.
—Maldición… —siseé.
Me pasé una mano por la cara a la vez que negaba. ¡No podía ser! No podía desaparecer así como así. Tan solo había salido dos minutos tarde. Si no hubiera sido por Liv, seguramente lo habría encontrado.
En la lejanía divisé la casa de Liv, donde se encendieron algunas de sus luces, cosa que me extrañó, ya que eran pasadas las doce de la noche y Nura ya debía estar durmiendo; además de que en ninguno de los casos podría haberla encendido ella, pues esas habitaciones estaban cerradas.
¿Y si el hombre había entrado en la casa y Nura necesitaba ayuda? La sangre que recorría mi cuerpo se heló. Por un momento deseé rogarles a los dioses que me ayudaran, pero eso ya no volvería a ocurrir. Corrí al interior del bar, pasando entre la gente de nuevo, tratando de llegar hasta Liv, pero a cada segundo que pasaba, menos avanzaba. Parecía que el mundo se había puesto en mi contra para que no llegara jamás a donde se encontraban.
—¡Liv! —llamé a mi amiga desde la distancia.
Moví una mano con urgencia para hacer que me viera y se percatara de que algo estaba ocurriendo. Tragué saliva. No me veía… Maldije para mis adentros, hasta que recordé la nota: «Cuando su luz se apague y Heimdall deje de mirar, la muerte llegará. Su último aliento expirará, dejando que sea Garm quien abandone la cueva Gnipahellir para llevársela al más profundo Helheim».
¿Y si aquella nota hablaba de Nura? Negué una y otra vez con la cabeza. No podía estar hablando… Y si lo hacía, ¿quién me estaba avisando de su posible muerte? Y lo más importante, ¿cómo lo sabía y por qué lo hacía? No comprendía nada de lo que estaba pasando, y lo que más descolocada me había dejado era la presencia de aquel hombre. ¿Sería el mismo que nos persiguió aquella noche cuando llegábamos a Hardangevidda?
Ladeé la cabeza y pude ver sus ojos, la oscuridad y las tinieblas que habitaban en ellos, amedrentando a todo aquel que los miraba. Pero yo no me dejaría doblegar. Jamás lo había hecho y no empezaría a hacerlo entonces. Parpadeé, sin creerme lo que veía, y es que no podía hacerlo. La mirada del hombre desapareció, siendo fruto de mi imaginación.