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El alma se me cayó a los pies, haciéndose trizas. La mujer permanecía hecha un ovillo con las ropas ensangrentadas, tiritando y sin apenas poder moverse. Ni siquiera fue capaz de reaccionar a mi voz. Corrí hacia ella, arrodillándome junto a su debilitado cuerpo. No dejaba de temblar a causa de las heridas que le habían provocado esos malditos hijos de Loki. Habían roto a una de las mujeres más bondadosas y honorables que había conocido en toda mi existencia.
—Moa… —la llamé.
Me quité la chaqueta y también el jersey. Necesitaba hacer que entrara en calor, curarle los cientos de heridas abiertas que brillaban sobre su piel. Miré hacia todas partes, pero no había nada, tan solo el colchón en el que había yacido yo y que ahora la mantenía algo más segura.
—Moa, por favor…
La mujer, casi inconsciente, emitió un pequeño quejido que me desgarró por dentro. Estaba intentando hablar, pero ni siquiera tenía fuerzas para ello. Habían sido unos auténticos sádicos.
—No, Moa… —dije en voz baja—. No lo intentes —le pedí. Pasé mis manos por su cabello, intentando apartarla de su hermosa cara, con cuidado de no herirla más—. Estoy aquí para sanarte. He vuelto por ti.
Debía encontrar algo con lo que poder curarla. Estaba segura de que en sus aposentos podría hallar todo lo necesario. Pero ¿dónde estaba? Antes de salir del búnker la tapé bien, quedándome tan solo con una fina camiseta de tirantes. Acaricié su delicado y magullado rostro con suavidad. Parecía incluso más mayor que cuando me marché.
—Volveré —le prometí.
Cerré con llave y miré a mi alrededor, pero no había ni rastro de Skule ni de su maldito draugr. Por suerte, el resto de elfos tampoco se encontraban en la casa, tan solo algunas sirvientas que, como Aila, debían permanecer en el caserío para procurar ocuparse de las necesidades del resto.
—Eh, tú —dije al ver cómo una elfo atravesaba el salón recibidor al que daba el largo pasillo.
La mujer se dio la vuelta, visiblemente nerviosa e incluso temerosa. Durante unos segundos me miró directamente a los ojos, pero poco después desvió la vista, atemorizada.
—¿Qué necesita, señora?
—Quiero un cuenco con agua caliente, paños y una toalla —le dije—. Lo quiero ya, antes de que baje.
La mujer asintió con rapidez y casi aterrorizada se marchó para preparar lo que le había pedido. Subí las escaleras de dos en dos, más nerviosa de lo que nunca antes había estado. Cogí aire, intentando recordar dónde se encontraban los aposentos de Moa. Cerré los ojos, esperando que las imágenes de ella saliendo de allí vinieran a mi mente. «La tercera puerta del pasillo a la izquierda, al final de este».
Antes de ir a por las medicinas, corrí a los míos para coger algunas mantas y las dejé junto a las escaleras para no cargar con ellas. Giré la maneta de la puerta, pero nada ocurrió. No podía entrar.
—Maldición —farfullé.
Le di un ligero golpe hasta que me di cuenta de que había algo con lo que no contaban ni Moa ni ninguno de los elfos. Cerré los ojos, dejando que las pequeñas hebras de luz empezaran a recorrer mi cuerpo, adentrándose por el hueco de la cerradura, consiguiendo que el pestillo que cerraba la puerta se abriera. Sonreí satisfecha y, sin pensarlo, me adentré en ella.
—Vamos, vamos —me animé.
No había tiempo que perder. Necesitaba curarla antes de que todo fuese a más y no hubiera vuelta atrás. Me adentré en la oscura habitación, chasqueando los dedos, haciendo que las pequeñas velas que estaban apagadas se prendieran al instante. Con la tenue luz y llena de nervios, empecé a abrir los cajones del mueble principal, aunque no había nada con lo que pudiera curarla.
Solo había algo de ropa y mantas, pero ni siquiera conservaba objetos de valor ni recuerdos personales. Supuse que los elfos no habían permitido que tuviera nada de su pasado en aquella nueva —aunque ya antigua— vida que vivía junto a ellos.
Miré en las dos mesillas de noche, sin resultados, tan solo unos retazos de tela. Maldije para mis adentros. Sabía que Moa tenía lo que necesitaba, con lo que me había curado ella. Entonces caí en la cuenta. Tal vez estuviera en el interior del armario, por lo que corrí a abrirlo. En la parte baja de este me encontré con una caja de color gris. La saqué, dejándola sobre la cama, y no dudé en abrirla. Había decenas de tarros pequeños y repletos de mejunjes, por lo que decidí llevármelos todos. No tenía tiempo que perder como para andar dando tumbos.
—Bien, lo tengo. —Sonreí.
Cogí aire. Ya solo me quedaba curarla y limpiar sus heridas para que se cicatrizaran cuanto antes. Al darme la vuelta, todo se me paró. Mi corazón se detuvo, haciendo que incluso mi sangre se helara bajo sus ojos. Su mirada era salvaje, como la de un auténtico animal, y aquello provocaba en mí instintos carnales que luchaba por frenar.
—¿Qué demonios haces aquí, Lyss? —me preguntó. Durante unos segundos no pude ni siquiera hablar. Me encontraba en un microestado de shock—. Responde —me ordenó.
Cogí aire, armándome de un vigor que parecía no tener frente a él. Le había deseado la muerte en tantas ocasiones que se me antojaban demasiadas como para contarlas, y en aquel momento ni siquiera era capaz de contestarle.
—Ottar…
La rabia y el enfado volvieron, tomando el control de todo mi ser, anteponiéndose al nerviosismo que ya se había disipado. Dejé la caja sobre la cajonera en la que había rebuscado minutos atrás. Apreté con fuerza las manos, igual que hice con la mandíbula. Aquel maldito elfo iba a saber lo que era la furia vikinga.
El rencor que se había creado en mí hacia él era cada vez más grande, tanto que no sabía cómo iba a ser capaz de seguir viviendo con algo así en mi interior. Llevé una de mis manos a mi espalda, hasta que sentí cómo las yemas de mis dedos rozaban el mango de mi geirr, y entonces sonreí. La sujeté con fuerza, sin apartar la mirada de él, desafiante. No me lo pensé mucho: hice una mueca y me abalancé sobre su cuerpo.
De un fuerte golpe en el pecho lo lancé al lecho ocasionando que cayera sobre él y no dudé en colocar el filo de mi daga sobre su cuello. Por primera vez en mucho tiempo deseé rasgar su piel, hacer que se ahogara con su propia sangre y que muriera por lo que le había hecho a Moa.
—¿Qué demonios haces Lyss? —me preguntó incrédulo.
Negué con la cabeza. Él había dejado, o incluso ordenado, que torturaran a Moa por algo tan simple como mentar a sus dioses. Pero se arrepentiría de todo ello. La elfo había dado su alma por él, por cuidarlo, y así se lo estaba agradeciendo.
Agarré sus muñecas con fuerza, dejando la geirr sobre su pecho, el cual no dejaba de subir y bajar como loco. Con un rápido movimiento, me quité el cinturón y lo enrollé en sus muñecas, sujetándolo a parte del cabecero de la cama, del que se erguía una pequeña torre de madera a ambos lados de esta.
—¿Es que te has vuelto loca?
—¿Y tú? —lo encaré—. ¿Es que has olvidado todo lo que ha hecho por ti?
Me miró confuso, por lo que negué con la cabeza. Jamás pensé que pudiera llegar a herirla así. Con el filo de la hoja rasgué la camiseta blanca que lo vestía, dejando al aire su fuerte pecho. Fijé la mirada en la cicatriz que llevaba en la parte derecha de este, llegando a la clavícula. Era la misma que tenía yo. Cogí aire, buscando la fuerza que se me escapaba entre las manos, y bajo su oscura mirada alcé de nuevo la daga.
—Sabía que no tenías corazón. No para mí —contesté, llena de odio—. Pero para ella…
Pase mis dedos por la cicatriz, la cual aún permanecía rosada a pesar del tiempo, a pesar de todo. Aquello me hacía regresar al pasado, a los instantes que compartimos, al amor que nos profesamos y al dolor que sentimos cuando nos separamos. Apoyé la punta de la geirr en su pecho, en el lado contrario al de la cicatriz. Lentamente y sin separar la mirada de la suya, fui dejando que la hoja se hundiera, haciendo que Ottar dejara ir un profundo gruñido.
—¿De qué estás hablando? —me preguntó sobresaltado.
—¡De Moa! —alcé la voz.