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—¿Moa? —preguntó—. ¿De qué hablas? —Se estaba poniendo cada vez más nervioso, lo que hacía que se moviera hacia todos lados—. ¿Dónde está ella?

No hacía nada más que zarandearse sin parar, intentando desatarse del poste en el que estaba sujeto, pero no lo conseguiría. Estreché mis piernas alrededor de su torso, haciendo que no pudiera apenas moverse. Lo observé. Era como intentar domar al más salvaje de los animales. Lo sujeté, intentando que la daga se saliera de su interior para no hacerle un daño que no pretendía.

—¡Lyss! —dijo mediante un gruñido que se me antojó gutural, como el de una auténtica bestia.

Sentí cómo mi vello se erizaba mientras veía que poco a poco iba sacando mi geirr de su interior. Fijó sus oscuros y penetrantes ojos en los míos. Respiraba como si fuera un animal, como si hubiera estado corriendo en medio del bosque. Había rabia en él; pero no odio, sino dolor.

—¡Suéltame! —me ordenó.

—De eso nada —me apresuré a contestar—. Tienes lo que te mereces, asqueroso elfo.

—No sé de qué demonios estás hablando —se excusó.

No me lo creía. Él siempre estaba al tanto de todo lo que pasaba en aquella casa y con todos los que la habitaban. Tenía a Skule, quien vigilaba todo para él, y si ella no podía hacerlo, estaba el maldito draugr.

—¡Te he dicho que me sueltes! —dijo entre dientes a la vez que alzaba su rostro, intentando llegar al mío.

—¿Cómo has podido hacer eso? —le pregunté.

Posé mis manos a ambos lados de su rostro, aguantándolo para que me mirara a los ojos, pero en ellos no podía ver nada más que el esfuerzo que estaba haciendo y un ápice de preocupación que no sabía si estaba relacionado con sí mismo o tal vez con lo que le pudiera estar ocurriendo a Moa.

Forcejeó con el cinturón que aún lo mantenía cautivo. Su hermoso rostro era la viva imagen de la furia con la que se sacudía, pero nada era suficiente como para que lo liberara de aquel agarre.

—Lyss, por favor —me rogó.

Acerqué mi rostro al suyo, sujetándolo aún entre mis manos, con cuidado de que no me hiciera daño. No sabía si creerlo o no, si realmente me estaba diciendo la verdad o solo quería librarse de mí para hacerme lo mismo que a Moa. Pero lo cierto era que jamás lo había visto rogar por nada ni nadie.

—Te lo suplico… —susurró en voz baja.

—¿Qué has dicho? —le pregunté, aun habiéndolo escuchado. Quería volver a oír esas palabras en su boca.

Su orgullo era demasiado grande como para dejarlo a un lado y admitir que no podía deshacerse de las ataduras que lo mantenían cautivo. Sonreí de medio lado al ver que se revolvía, hasta que sus labios se unieron a los míos, compartiendo un delicioso beso que me bajó las defensas hasta tal punto que Ottar, con un rápido movimiento, se soltó del cinturón y consiguió girarme, haciendo que mi espalda quedara pegada al colchón.

—Aquí mando yo —gruñó en mi oído. Lo miré anonadada. Aquel maldito hombre era capaz de hacer caer mis defensas para adueñarse de todo aquello que le diera la gana—. ¿Pesabas que ibas a poder atarme durante mucho tiempo, mi vikinga? —Sonrió contra mi boca, haciéndome perder la poca fuerza que tenía.

—¡Ottar! —dije a la vez que le golpeaba el pecho.

Intenté apartarlo de encima, ya que no hacía más que apresarme, acercándose cada vez más a mí. Su boca volvía a estar tan cerca de la mía que todo mi ser me gritaba que la besara, que dejara que aquel salvaje elfo me poseyera como había hecho Adam.

—Hueles a algo —me susurró en el mismo sitio que antes.

Tragué saliva. No quería que supiera que Adam y yo habíamos estado retozando durante horas en aquella casa perdida en medio de la montaña junto a los más hermosos fiordos.

—Quítate de encima. —Volví a golpearlo.

Lo cierto era que no quería que se alejara de mí, pues necesitaba sentirle cerca, pero no podía ser. Debía contarle lo que había ocurrido con Moa, si es que era cierto que no sabía nada de lo que había pasado.

Negó con la cabeza a la vez que acercaba su boca a mi cuello, besándolo sin parar y lleno de lujuria, mordiéndolo como un animal enloquecido por la pasión.

—Quiero que follemos como animales, mi vikinga —dijo ronco—. Quiero hacerte recordar cada uno de nuestros encuentros, cómo te deshacías con cada caricia, con cada estocada —susurró.

Cerré los ojos, intentando coger fuerzas para no ceder, así como así. Quería hacerlo, necesitaba sentirle, calmar esta tensión que me enloquecía. Las manos me ardían cuando su piel las tocaba, los labios me hormigueaban y mi corazón se trastocaba con cada una de sus miradas.

—Ottar, Ottar —intenté hacerlo entrar en razón.

—¿Qué, vikinga?

—Moa.

Entonces, todo desapareció. El chip de la cabecita de Ottar cambió para volver a ser el elfo de siempre, lo suficientemente cuerdo como para recapacitar las cosas.

—¿Qué le ha sucedido? —me preguntó con preocupación.

—¿De verdad no lo sabes?

Negó con la cabeza varias veces. Pude ver la intranquilidad en su mirada.

—Durante una charla conmigo y Aila, Moa mentó a los dioses. No dijo nada, solo les agradeció algo —le expliqué—. Esa maldita esclava —dije entre dientes— se lo contó a Grimm, ya que tú no has tenido nada que ver, según dices, y decidió que no podía quedar impune ante su falta.

—¿Qué ha hecho con ella? —me preguntó nervioso.

—Será mejor que tus propios ojos lo vean —le contesté con pesar—. Lo que pueda llegar a explicarte, jamás hará justicia a lo que esos bárbaros han hecho.

—De acuerdo, vayamos.

Se apartó de mi cuerpo, sujetándose el pecho y colocando una de sus manos sobre la herida. A pesar de no ser él el culpable del daño de Moa, se lo tenía merecido por haberse comportado como un auténtico estúpido.

Antes de salir de los aposentos, abrió uno de los armarios de Moa y de él sacó una camiseta de manga corta que se colocó para deshacerse de la que le había rasgado, la cual estaba llena de sangre.

—Vamos —le dije a la vez que cogía la caja con lo necesario para curarla. Asintió, dejando la camiseta hecha trizas sobre el suelo, y me acompañó, vigilando que nadie nos viera—. Coge las mantas que hay junto a la escalera —le pedí.

—Las cojo.

Lo miré de reojo. Este no era el Ottar que había conocido. Era como el que mi mente recordaba: bondadoso y bueno, no un bárbaro con sed de sangre. Lo cierto era que ya solo importaba Moa, no lo que pudiera pasarnos a ambos.

—Es por aquí.

—¿Dónde la tienen? —me preguntó inquieto.

Permanecí en silencio, recordando aquel maldito búnker en el que me había encerrado durante semanas, torturándome en un falso intento de que recordara lo que una vez sucedió entre nosotros.

—En el mismo lugar en el que me mantuviste cautiva durante tanto tiempo.

No dijo nada. Permaneció en silencio, igual que hice yo al ver cómo había ignorado mi reproche en forma de respuesta. Su decisión egoísta se había convertido en el peor recuerdo que jamás conservaría, ya que ni siquiera podía acordarme del momento en el que me alejaron de él.

Al llegar abrí la puerta, esperando que Moa aún estuviera con fuerzas para recordar algo que explicarle a Ottar antes de que cayera inconsciente por completo.

—Moa.

La luz del búnker, que era escasa, se encendió, pero la mujer no fue capaz siquiera de girarse para poder mirarnos. Seguía hecha un ovillo, envuelta en el abrigo y el jersey que le había colocado.

—¿Moa? —preguntó Ottar, quien cerró la puerta a su espalda. Me arrodillé junto a la mujer, dejando la caja a mi lado, y poco a poco fui descubriendo las heridas que esos malnacidos le habían provocado—. ¡Malditos…! —gruñó Ottar, dejando caer las mantas al suelo y golpeando con fuerza una y otra vez la pared que más cerca le quedaba—. ¡Los voy a matar!