55

—¿Estás bien? —me preguntó Ottar nada más entrar en el coche.

No dije nada, solo cogí aire y me dejé caer sobre el asiento. No sabía cómo estaba, ni siquiera si aquello había sido bueno o no. Mi corazón había vuelto a resquebrajarse como ya hizo en su momento, y entonces la historia volvía a repetirse.

—¿Lyss? —insistió.

—¿Sinceramente? —le pregunté sin ganas.

—Claro.

Suspiré, dejando ir un ápice de la confusión que me invadía. Quería sincerarme con él, intentar que me comprendiera, pero sabía que eso jamás ocurriría. Era un Ottar distinto al que me había encontrado en mi bajada, pero tampoco era el bondadoso elfo del que me enamoré. Tan solo era una mezcla de ambos, y nunca sabría quién hablaba.

—Sí, un poco aturdida —le contesté—. Solo eso.

Asintió, encendió el motor del coche y nos encaminamos de nuevo hacia el gran caserío. Me acurruqué contra mi hombro, mirando de soslayo los altos árboles que había a ambos lados de la carretera. En aquel momento, tan solo quería llegar al caserío, volver al búnker con Moa y cuidar de ella para que se recuperara lo antes posible.

Mi mente voló. Lo hizo lejos, adentrándose en un profundo sueño en el que caí como si lo hiciera desde lo más alto de un precipicio.


—Pequeña Lyss —escuché su voz—. Te he sentido. Has estado aquí, conmigo.

Astrid estaba sentada en un gran butacón marrón, con las manos apoyadas sobre los reposabrazos y las palmas hacia arriba. En ellas había un símbolo grabado. Era Vegvísir, la brújula que nos guiaba por los nueve reinos. Mientras estuviéramos en cualquiera de ellos, encontraríamos nuestro hogar con él.

—¿Cómo me has sentido, amma?

Astrid permaneció con los ojos cerrados. Estaba concentrada en llegar a mí, y el movimiento del coche no hacía más que alejarla. Era difícil encontrarme, sobre todo estando con Ottar al lado.

—Soy tu abuela, niña, ¿cómo no iba a sentirte?

Una leve sonrisa se dibujó en mis labios. Adoraba a Astrid como jamás había adorado a nadie. Recordaba cómo padre hablaba de ella. La amaba casi más que a su propia vida, y jamás se perdonó no haber podido hacer nada más por ella el día de su muerte.

—No pienses en esas cosas, Lyss —escuché que me decía.

—Padre siempre quiso volver atrás para salvarte —le dije con pesar.

Mi corazón se encogió al recordar a mis padres, cómo habían cuidado de mí intentando que fuera una gran guerrera, capaz de defender el reino que una vez sería mío.

—No había nada que él pudiera hacer, pequeña —me contestó.

—Lo sé, abuela… Pero jamás se le olvidó.

Me acerqué a donde se encontraba, arrodillándome frente a sus piernas, y me abracé a ellas, escondiendo mi rostro. Un profundo llanto se escapó de mi interior, aliviando mi alma.

—No sé qué es lo que debo hacer, amma… —susurré.

Las lágrimas se escapaban de mis ojos, empapando el fino vestido de Astrid y que le cubría las piernas.

—Solo debes dejar que sea tu corazón quien hable por ti.

—Está demasiado confuso para hablar, amma. Está tan perdido como lo estoy yo.

Sus manos dejaron de estar colocadas sobre los reposabrazos y pasaron a acariciar mi cabello con delicadeza, meciéndolo igual que haría con un bebé en brazos, intentando calmarlo.

—Sé qué harás lo correcto, mi dulce vikinga.


—Lyss —escuché que me llamaba Ottar.

Abrí los ojos lentamente. La puerta del coche estaba abierta y me observaba con una ligera sonrisa en sus labios.

—¿Qu…, qué? —pregunté, despertándome.

—Hemos llegado.

Aquella simple conversación, que se me había pasado como un fugaz sueño, en realidad había transcurrido durante todo el trayecto desde el terreno de los Lett hasta el caserío. Bajé del coche a trompicones y, por suerte, gracias a que él permaneció junto a la puerta, no caí de bruces contra el suelo.

—¿Qué te pasa? —me preguntó preocupado.

—Estoy algo atontada todavía, solo eso. —Hice una mueca parecida a una sonrisa y me aparté de él como pude—. Quiero ir a ver a Moa. ¿Vienes?

—No, tengo cosas que hacer.

Me decepcionó. Esa no era la respuesta que esperaba, pero no podía hacer nada para que viniera. No lo arrastraría por los pasillos con tal de que me acompañara. Además, como había dicho Grimm, Moa era una esclava.

—De acuerdo —musité.

Sin ni siquiera esperarlo, me alejé del jeep y me metí en la gran casa, con las llaves del búnker sujetas entre mis dedos. Al entrar, no vi a ningún elfo. Lo cierto era que pocas veces los veía, ya que permanecían siempre reunidos entre ellos, como amigos, y apenas se dejaban ver, cosa que agradecía enormemente.

—¿A dónde vas? —me preguntó Skule.

Puse los ojos en blanco. Por desgracia, la única que no se escondía era Skule, que no hacía más que vagar por la enorme casa, aburrida, y vigilando todo lo que ocurría en ella junto a su maldito y asqueroso monstruo.

—¿Y a ti qué coño te importa? —escupí.

Desde que había llegado al Midgard, no hacía más que hablar mal. Había aprendido muchas palabras groseras que me sentaban de lujo y que me encantaba decir. Eran un deshago enorme.

—Me gusta saber cosas.

—Pues a mí no me gusta que me investiguen y controlen todo lo que hago.

—Eso díselo a tus dioses… —musitó, añadiendo una sonrisa.

La fulminé con la mirada y me acerqué a donde se encontraba, sintiendo cómo el enfado crecía y cómo las pequeñas hebras de luz empezaban a recorrer mi cuerpo.

—¿Qué has dicho? —gruñí.

—Tus dioses no entendían muy bien eso de no controlar. —Sonrió.

Dejé ir un fuerte gruñido, corrí hacia ella y la sujeté por el cuello, pegando su espalda a la pared del pasadizo. Quería matarla con mis propias manos, ver cómo se iba consumiendo poco a poco hasta que su cuerpo se convirtiera en cenizas después de arder con cada una de las chispas que iban a recorrerla.

—Lyss —escuché que me llamaba Ottar al otro lado del pasillo.

Sabía que odiaba a aquella malnacida. Ansiaba poder acabar con su vida y hacerle pagar por todo lo que había hecho, por cada una de las heridas que había provocado en mí. Cogí aire, pero no la solté, hasta que mi elfo colocó una de sus manos sobre mi hombro.

—Déjala que se marche —me pidió al oído.

Fijé la mirada en la suya como lo haría un auténtico animal sediento de sangre. Abrí la mano y dejé que cayera rápidamente, y con el rabo entre las piernas se apartó de mí, colocándose junto al draugr.

—Puede que la próxima vez no tengas tanta suerte.

Sin decir nada más, me di la vuelta y abrí la puerta del búnker. Al cerrarla, apoyé mi espalda contra ella y cogí aire, tratando de calmarme para no asustar a la pobre Moa, que ya parecía más recuperada.

—¿Qué te pasa, niña? —me preguntó preocupada.

—Enfados, simplemente eso…

—No, a mí no me mientes, chiquilla —me dijo en voz baja, intentando recostarse contra la pared—. Sé que te pasa algo más. ¿Quieres contármelo?

Me acerqué a donde se encontraba y asentí. Solo con ella y con Astrid podía desahogarme con tranquilidad sin miedo a que en algún momento pudieran traicionarme como lo había hecho Aila.

—No sé qué hacer. Tengo miedo a equivocarme y que todo esto acabe peor de lo que ya está —admití—. Quiero que todos estén en paz, que la pequeña Engla vuelva con su familia en vez de estar encerrada en una habitación las veinticuatro horas del día, que todo esto desaparezca y, con ello, los elfos oscuros.

—¿Incluido Ottar? —me preguntó.