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—Esto no quedará así, te lo aseguro —me dijo, mirándome directamente a los ojos.

Tras eso, se vistió de nuevo, ya que tan solo llevaba unos pantalones oscuros, casi negros, y algo desgastados que le sentaban como un guante. Pude ver que había cambiado: de la paz y tranquilidad que tenía al estar conmigo a estar enfadado por completo.

—Vamos.

Me tendió la mano, aunque durante unos segundos dudé si cogerla. Finalmente, acepté su ofrecimiento y la tomé entre las mías. Antes de salir, me aseguré de que mi geirr estaba guardada en el bolsillo trasero de mi pantalón.

Nos encaminamos hacia un lugar en el que aún no había estado, algo así como una sala de reuniones donde el consejo, como lo había llamado Skule, se reunía para tratar temas importantes. Cogí aire. No sabía a quién me podría encontrar allí ni si sería una reunión hostil, aunque tampoco me importaba. Defendería el honor de Moa ante todo, sin importar lo que hubiera en juego.

Al entrar, me topé con la inquietante mirada de Grimm, quien esperaba al final de la sala, presidiendo la gran mesa que atravesaba todo el espacio. Junto a él había varios ancianos, elfos de gran sabiduría y peso en el clan. Pero no estaban solos. Los hombres de Norak, el hombre al que asesinó Ottar durante la cena de presentación, también estaban allí, observando cómo entrabamos. Miré de reojo a Ottar, quien parecía no haberse percatado de su presencia, pues no hacía más que observar a su padre.

—Nos has hecho llamar, hijo —murmuró el líder.

—Así es, Grimm.

La voz de Ottar sonó fuerte y clara, llena de rencor y dureza, pero a la vez con el respeto con el que debía tratarse a aquellos hombres. Cogió aire apretando mi mano entre la suya, conteniendo la rabia que le gritaba que matara a todo aquel que había osado tocar a Moa.

—No voy a permitir que nadie vuelva a torturar a Moa —dijo, yendo directo al grano.

—Esa elfo es una maldita esclava, Ottar —contestó molesto ante las palabras de su hijo—. No tiene ningún derecho. Has sido tú el único que le ha permitido comodidades que jamás debería haber tenido.

—Ella merece lo que tiene.

—Tú le has dado un lugar que no era el suyo.

—Porque tú lo permitiste —le acusó—. Cuando tú no tenías tiempo para cuidar de mí, fue ella quien ocupó tu lugar, la única que, aun siendo esclava, me ayudó a crecer —añadió, lleno de rabia. Fijó su mirada en la de Grimm, repasando cada uno de sus gestos, y luego desvió la vista hacia el resto de los hombres—. Si vuelvo a enterarme de que alguien se acerca a ella, lo mataré —gruñó.

—Se lo tiene ganado —dijo uno de los sabios.

Negué con la cabeza una y otra vez. Estaba callando demasiado por no entrometerme, hasta que no pude más:

—¡Ella no merecía algo así! —alcé la voz.

—Tú no tienes derecho a hablar —me rebatió uno de los hombres de Norak—. No eres más que la puta de Ottar —soltó con odio.

Sin pensarlo dos veces, me acerqué a él, enfurecida, con mi geirr preparada. Los rayos empezaron a correr por mi piel, dejando ver el estado que me había provocado aquel miserable. Pagaría por sus palabras, igual que una vez lo hizo el asqueroso de su hermano. Porque sí, Sirgar era hermano de sangre de aquel malnacido.

El hombre se puso en pie, creyendo que tenía alguna posibilidad de atacarme o tan solo acercarse a mí. Pero no sabía lo que era una verdadera valkiria. Mis rayos empezaron a envolverlo, hasta que acabó contra la pared, sujeto, sin poder moverse, ya que los filamentos lo matarían en cuanto lo hiciera. Sonreí al ver cómo el pánico tomaba su rostro.

—Para ser un asqueroso elfo, eres un auténtico cobarde.

Acerqué el filo de mi geirr a su cuello y lo miré, recreándome con el pánico que le producía sentir los rayos tan cerca. Sin pensarlo ni un solo instante y con un rápido movimiento, hice que la daga se desplegara y acabé atravesándole la cabeza por la parte baja de la barbilla.

—¿Alguien más? —pregunté enfurecida a la vez que me giraba.

Retraje la lanza, que ya tomaba su forma original, escuchando cómo el cuerpo sin vida caía sobre la moqueta que recubría el suelo de la sala. Limpié la hoja en la ropa de aquel malnacido y volví junto a Ottar al ver que nadie respondía.

—Podéis marcharos —contestó Grimm.

—Antes de eso, quiero anunciaros algo —añadió Ottar—. Lyss irá a investigar a los valkyr. Partirá esta misma tarde y yo lo haré con ella.

—¿Cómo? —pregunté confusa, mirándole—. Eso no es lo que habíamos hablado. ¡Ellos no tenían por qué enterarse!

—Nosotros lo sabemos todo, valkiria —me dijo uno de los sabios.

Condujo durante horas en silencio. Volvíamos al territorio de los Lett vakyr, aunque, según habíamos acordado, tan solo yo podría acercarme al clan. Si se tomaban la presencia de Ottar como una amenaza, acabarían desatando una guerra que no interesaba a nadie.

Estaba molesta con él. Había informado a esas bestias del plan que solo él y yo debíamos conocer.

—¿Por qué lo has hecho? —le pregunté.

—Tú habrías hecho lo mismo si fueran tus superiores.

—¡Claro que no! —le rebatí—. Nunca te traicionaría; porque eso es lo que has hecho: traicionar mi confianza.

Estaba más enfadada de lo que creía. Sentía cómo me había dejado vendida frente al consejo, sabiendo que ninguno de ellos quería que estuviera allí. Había sido una puñalada trapera de la que tardaría en recuperarme.

—Lo siento.

—No mientas —me apresuré a contestar, molesta.

—No estoy mintiendo.

Durante unos segundos, su mirada se apartó de la carretera para fijarse en la mía. ¿Qué demonios pasaba con él? Había veces que parecía tan humano, tan normal, que si no fuera por la belleza antinatural que tenía, pensaría que estaba en lo cierto. Tomó una de mis manos, se la llevó a los labios y volvió a desviar la vista al camino que nos llevaría hacia el territorio de los valkyr.

—Será mejor que lo que queda lo hagas a pie, o me descubrirán.

Por un momento pensé en lo que había pasado a lo largo de los últimos dos días. Nos habíamos convertido en un pequeño equipo que ni siquiera tenía rumbo pero permanecía unido.

—No dejaré que te hagan nada.

—No van a herirme. No tienes de qué preocuparte —le contesté, muy segura de lo que estaba diciendo.

Jamás me harían daño. Ya eran parte de mí, igual que lo eran Moa o incluso él. Sabía que nunca serían capaces de lastimarme. Su mirada cambió; se volvió más oscura que nunca. Era su afán de protección el que hablaba, y me subestimaba.

—Ve con cuidado —me pidió.

—Sí —musité—. No soy la humana débil de la que te enamoraste.

—Ahora que te he recuperado, no pienso perderte —me prometió, sombrío.

Salí del coche sin siquiera responderle. No iba a perderme, pues mi corazón me rogaba que no me alejara de él, igual que a él se lo imploraba el suyo. Miré por última vez el jeep rojizo antes de adentrarme entre los árboles. Debía caminar hacia el norte durante algo más de veinte minutos hasta llegar al poblado de los Lett valkyr. Caminé durante un rato, pero decidí que acabaría llegando antes si corría, ya que nuestros maravillosos dioses nos habían dotado con una gran velocidad.

Cuando estuve cerca del poblado, dejé el suelo para observar desde la copa de un árbol cómo los valkyr se habían unido. Los Dökk y los Lett permanecían en un mismo hogar, separados por sus prejuicios pero conviviendo en una misma zona. Tyra hablaba con el pequeño Niels, quien la observaba anonadado. Karena no se apartaba de su madre, Dyre. Mientras, vi cómo Orn y Ulric salían del gran caserío acompañados por Jae y Gunnr. Parecían estar reunidos, preparando algo que ignoraba pero que deseaba conocer antes de que todos nos metiéramos en un lío. Stephen no dejaba de conversar con Mist. No perdía detalle de cada una de sus palabras mientras desde la lejanía Argus observaba a su hermosa mujer.

Mis ojos se llenaron de lágrimas al ver cómo Astrid aparecía tras el gran portón sujetando a un pequeño bebé entre sus manos. Me dolía saber que ya no podría volver a su lado, estar como si nada junto a ellos, luchando por una causa que ya no sabía si era la mía. Cogí aire, ahogando un quejido que me desgarró el alma al sentirse reprimido. Las lágrimas empezaron a empapar mi rostro. Me sentía tan confusa que no podía pensar con la claridad suficiente que aquella situación requería.

Jae parecía muy seria, igual que Elin, la madre de Engla, quien estaba sentada, apoyada en el muro que rodeaba el caserío, protegiendo a todos los que permanecían en el interior; no como Elin, que descansaba fuera. Tenía la mirada perdida en la lejanía, en el final del camino que acababa desapareciendo entre los árboles, allí donde había desaparecido la pequeña Engla. Debía devolverla junto a los suyos. No podía dejar que los elfos la retuvieran así. Esa niña necesitaba vivir con su clan.

Pasé algo más de media hora viéndolos, pero llegó un punto en el que mi corazón dijo basta. Cerré los ojos, dejé ir un profundo suspiro, intentando aliviar la pena que me había sobrecogido, y bajé del árbol desde el que observaba a los valkyr.

—¿Lyss?