58
—Será mejor que entréis en la sala —dijo Jae.
Astrid asintió a la vez que tomaba una de mis manos y tiraba de mí hacia el interior del gran caserío. Me resistía a pensar que todo volvía a ser como antes, aunque, en realidad, era lo que más deseaba: volver a la normalidad.
Todos estaban alegres; todos salvo ella. Thrúd parecía triste, arrepentida y dolida por lo que acababa de pasar. No iba a perdonar tan fácilmente su traición. El resto no eran «nada», pero ella era mi hermana, y no había sido capaz de oponerse a los dioses para ayudarme.
—Lyss, no pudimos hacer nada. Queríamos contártelo, pero en ningún momento los dioses nos lo permitieron —me dijo Thrúd con pesar.
—Siempre hay algo que se puede hacer —le contesté con dureza.
Todos habían alegado que no había otra opción, que los dioses tenían razones para hacer lo que hicieron, pero no era así. Siempre había dos vertientes de un mismo camino, dos opciones… Aunque, tal vez, la otra hubiera sido acabar con la vida de Ottar.
—Teníamos miedo a que hubiese represalias —añadió Gunnr.
—¿Y por miedo vas a dejar de hacer lo que crees justo, Gunnr?
Incluso ella, la más fría de todas las valkirias, estaba allí, en la reunión, excusándose por haberme herido junto al resto. La líder hizo una mueca, sabiendo que estaba en lo cierto. Por un momento, la rabia me controló, pero no quería que eso siguiera así. Debía hablar con ellos y trazar un plan.
—Lo siento tanto… —dijo Gunnr, abrazándome.
Sentí cómo mi corazón se hinchaba de valor y amor. Podía ver en sus ojos el arrepentimiento que los había acompañado desde que desaparecí aquella noche en el campo de batalla.
—Lo lamentamos mucho, Lyss —dijo Argus—. De verdad.
Asentí a la vez que dejaba que me guiaran hasta el interior de la sala de reuniones, donde les propondría un plan que no podrían rechazar. Todos entraron detrás de mí, incluso algunos de los Dökk, entre ellos Orn y Ulric. Fijé la mirada en ese último, que no hizo nada por desviar la suya cuando nuestros ojos se encontraron.
—Jokull —lo llamé en voz baja.
Astrid, que me escuchó, se dio la vuelta para mirarlo de arriba abajo. Ella también conocía su existencia, sabía quién había sido Jokull, pero no sabía que los dioses le habían dado la forma de Ulric.
—¿Jokull? —preguntó ella.
—Astrid —la saludó.
Ambos se acercaron el uno al otro. Astrid parecía estupefacta ante lo que estaba ocurriendo. Era tanto lo que se escondía y lo que no sabíamos que era imposible no sorprenderse ante una noticia como aquella. A saber qué tenían los dioses escondidos en el Midgard sin que nadie se hubiera percatado de ello.
—No me puedo creer que alguien de aquella época pueda estar entre nosotros. Pensé que todos habíais muerto a causa de la vejez.
—Los dioses me encomendaron una tarea relacionada con Lyss, igual que lo hicieron contigo, Astrid.
—¡Por Freyja! No puedo creer lo que ven mis ojos. ¡Parece un engaño de Loki!
La alegría que vi en su mirada era tanta que no pude evitar sonreír. El dios de la trampa, del caos y el transformista, todos en uno, el más engatusador de los nueve reinos, era capaz de manipular a su antojo la mente de aquellos a los que visitaba, provocándoles visiones y haciéndoles creer lo que él quería.
—Me alegra mucho verte —dijo Jokull.
—A mí también me alegra. ¡Tenemos mucho de lo que hablar! —exclamó Astrid, quien estaba henchida de felicidad al haberse reencontrado con un gran viejo amigo.
Jae empezó a aplaudir, molesta. Negué con la cabeza y dejé ir una risotada. No me podía creer que volviera a hacerlo. Tan solo quería que le hicieran algo de caso, ya que la habían dejado completamente sola.
—Esto no es una reunión de viejos compañeros —dijo en voz alta—. Estamos aquí para detener a esos malditos elfos y saber qué demonios quiere Lyss, ahora que ha vuelto.
Me giré para mirarla, con mala cara. Nunca me había gustado aquella mujer, y aún seguía sin hacerlo. Es más, cada vez sentía más inquina hacia ella. Alcé una de mis cejas cuando vi cómo me miraba y carraspeé.
—Perdona, querida, pero no es qué quiero o qué no quiero, sino qué puedo hacer por vosotros para salvaros el culo cuando ni vuestros propios dioses lo hacen —le espeté enfadada—. Así que siéntate, deja de molestar y presta atención.
Les conté todo lo que había visto durante mi estancia junto a los elfos oscuros, cómo se comportaban y cómo funcionaba su jerarquía, todo. No sabía si estaba acertando con lo que estaba haciendo, pero necesitaba a alguien que me ayudara a combatir lo que estaban planeando. Para ello debería descubrir cuándo atacarían y cómo podríamos evitar la llegada del ocaso, del Ragnarökr.
—¿Te estás volviendo loca? —me increpó Jae.
—No, ¿y tú? —la encaré—. ¿Es que hay algo que escondes y que no quieres que sepamos? —le espeté, mirándola directamente a los ojos. Intentó fulminarme con un solo vistazo, a lo que respondí alzando una de mis cejas. No dejaría que ni ella ni nadie estuvieran por encima de mí—. Será mejor que te calles —le espeté sin esperar a que respondiera.
—Sí, Jae, mejor mantente a un lado —intervino Orn.
Vi cómo Dyre, su mujer, lo miraba asombrada, sin creerse del todo lo que había dicho su marido. Ulric —o, mejor dicho, Jokull— había permanecido en pie, observando a todos los que nos encontrábamos en la gran sala, vigilando que nada ocurriera, pero siempre cerca de Astrid.
Recordaba cómo Jokull había hablado de ella durante años como si fuera un hermoso ángel, un ser lleno de bondad y luz, cosa que era. Astrid había demostrado ser de las mejores personas que jamás había conocido y conocería. Los dioses no sabían lo que tenían, pero hirieron a la mujer que nunca debería haber sido herida. Suficiente había sufrido con la pérdida de padre y del abuelo.
—Orn —gruñó Eiliv por lo bajini.
Había cambiado tanto desde que me marché… Parecía más duro, arrogante, e incluso en ciertos momentos parecía apático con la vida y con lo que lo rodeaba. Me apenaba verlo así, pero por primera vez en mi vida había sido yo quien había decidido mi futuro y mi camino, y no me arrepentiría por ello.
—Los elfos están capacitados para acabar con cualquiera. Son peligrosos, y algo me dice que tienen un gran ejército a sus espaldas que aún no han mostrado, igual que, imagino, tendrán uno de draugrs, como el que acompaña siempre a Skule, una de las generales —les expliqué.
—Cuidado —murmuró Engla en voz baja.
La niña aún permanecía en los brazos de Elin, quien la sujetaba como si tuviera un tesoro y no quisiera que nadie se lo arrebatara. Y así era. La pequeña era una importante baza con la que contábamos y que los elfos no querían que tuviéramos.
Las alarmas empezaron a sonar como si de un incendio se tratar. Las luces se tornaron rojas y apenas se podía ver nada, hasta que algo rompió el gran portón de la entrada y las puertas de la casa. Pude escuchar sus pasos, cómo arrastraba algo, hasta que su sombra se detuvo frente a la sala.
—Será mejor que me la devolváis y así nadie sufrirá las consecuencias —dijo Ottar, irrumpiendo en el gran caserío y sujetando a Tyra por el cuello.
En sus ojos pude ver la ira que corroía sus venas, cómo el más profundo elfo oscuro había salido para atacar al poblado. Su piel se había oscurecido, volviéndose sucia, como si, por debajo, todo su cuerpo se hubiera podrido por el odio que lo invadía. Una enorme sonrisa de medio lado se dibujó en su rostro cuando me vio. Estaba sentada en uno de los butacones, rodeada por los valkyr.
—Ottar… —susurré.
—Mi vikinga, será mejor que salgas de aquí ahora mismo —me advirtió.
—Me dejarán ir —le contesté.
Este desvió su mirada hacia la de Orn, y cuando se encontró con la de Ulric, dejó ir una sonora carcajada que llenó la sala. Mi corazón se desbocó al ver cómo este movía una de sus manos hacia su cinturón, de donde colgaban un par de hachas. Eran como las que solía usar. Si Jokull lo atacaba, Ottar no dudaría ni un solo segundo en degollar a Tyra para lanzarse a por él y terminar lo que no acabó en el poblado de los Dökk.
—Tío… —susurré.
Me miró, cerró los ojos y cogió aire, calmando el fuego interno que le gritaba que matara al elfo que tenía frente a él.
—Patético —murmuró—. Tuve la oportunidad de matarte una vez. No dejes que vuelva a ocurrir, porque en la próxima no tendré tanta bondad para ti.
—¿Cómo? —preguntó Orn.
—Lyss —gruñó Ottar al ver que aún no me había movido.
—Cálmate, Hrafn —le pedí con dulzura.
Sus ojos, prácticamente inyectados en sangre, se posaron sobre los míos. Tenía la mandíbula tan apretada que incluso las venas de sus sienes se remarcaban. Estaba muy muy enfadado.
—Suelta a Tyra —le rogué—. Nos iremos ahora mismo, pero suéltala.