Capítulo 4

Fermín Chocarro era un hombre físicamente rudo, como los sillares de la iglesia abacial, los antiguos capiteles, rústicos en motivo y trazo, como los números enteros. Pero, en armonía con la magnificencia del conjunto, el fraile sacristán era un monje de profundo amor, con la delicadeza y el primor de los números decimales. Cuando abandonó la sacristía y cruzó la puerta de acceso a la clausura, subió los largos tramos de escaleras, lloraba igual que un niño asustado que acabara de perder a su padre en un absurdo accidente.

Quedaban veinte minutos escasos para las seis de la mañana, hora fijada para el rezo de vigilias. Ajenos a los luctuosos acontecimientos acaecidos a pocos metros de allí, el resto de los monjes que conformaba la comunidad benedictina de Leyre concluía su aseo matutino y se preparaba en silencio para acudir al templo. Al escuchar los gemidos y lamentos que emitía el hermano Chocarro, algunos monjes salieron de sus celdas y contemplaron la escena. Observaron cómo el corpulento sacristán atravesaba precipitadamente el corredor, vociferando suplicante el nombre del abad. Los más jóvenes, que residían en el sobreclaustro, asomaron sus imberbes mejillas por el pasamanos de piedra de la escalera para averiguar el motivo de aquel estruendo. Para aquellos humildes oídos empeñados en el silencio, el barullo resultaba atronador.

La mayoría de los miembros de la congregación contempló con estupefacción el extraño comportamiento del hermano Chocarro, que, por otro lado, era un fraile modelo, pero no hizo nada al respecto. El grueso de los frailes se limitó a mostrar con gestos su profundo disgusto por aquella violación del protocolo señalado por la santa regla. Sin embargo, no todo el viaje del sacristán hasta su destino fue tan ligero. Plantado en medio del corredor, sobre la estrecha alfombra roja que lo recorría, le aguardaba el padre Francisco.

El padre Francisco parecía un humilde fraile de provincias de dulce carácter y fácil sonrisa. Su físico, achaparrado y rechoncho, su incipiente calvicie y sus redondas gafas de aumento engañaban a primera vista, pero no a segunda. Era el maestro de novicios y por sus venas corría sangre militar.

Reputado crítico de los alborotadores, creía en su sagrado deber de velar por el mantenimiento del silencio en el monasterio. Naturalmente, no estaba dispuesto a permitir que los monjes mayores en la vocación diesen mal ejemplo a los más jóvenes. Por eso, cuando vio al sacristán a la carrera, cuyas flojas carnes temblaban por la velocidad, le atajó.

Sin levantar la voz, el maestro de novicios reprendió al sacristán con palabras suaves y duro gesto, evitando en todo momento enfilar sus gruesas gafas hacia sus ojos. Al oír sus palabras, impelido por su voto de obediencia, el angustiado monje se detuvo unos instantes. Con la mirada fija en sus sandalias, intentó entender las palabras que emitía aquella docta garganta. Pero mientras el padre Francisco recordaba que un discípulo de san Benito no debe chillar, ni llorar, ni mostrarse ante la comunidad con palabras y expresiones ociosas, el sacristán pensaba exclusivamente en el robo sacrílego. Por ello, tras pasarse dos y tres veces los gruesos dedos por sus plateados rizos, decidió seguir su marcha y no dejarse amedrentar por quien desconocía los hechos. Una vez tomada la decisión, ponerla en práctica no le causó ningún problema: dejó al padre Francisco con las manos ocultas en las entretelas del hábito y el rostro marcado por la estupefacción y se dio a la fuga, abriéndose paso hasta el final del corredor, donde se encontraba la celda del abad, la máxima autoridad del cenobio.

Chocarro continuaba temblando cuando tocó la puerta. Sentía un profundo cansancio que su encontronazo con el maestro de novicios no había hecho más que acrecentar. Aun así, llamó con fuerza; tres veces consecutivas, primero con los nudillos, luego con todo el puño. En ninguna de las ocasiones, su toque recibió respuesta.

—Padre abad, ¿está usted ahí? —indagó procurando que su voz no transparentara la desesperación que sentía—. ¡Necesito hablar con vuestra eminencia urgentemente! ¡Por favor, ha ocurrido algo terrible!

Sus palabras hendieron el aire sin resultado. El hermano Chocarro dudó unos instantes. Luego, pronunció en voz más alta:

—¡Padre abad, es importante que le cuente algo! ¡Salga, por favor, se lo ruego!

Nuevamente tuvo el silencio por respuesta. Miró hacia atrás, dos jóvenes monjes le observaban a distancia, moviendo la cabeza en clara señal de desaprobación.

«¿Qué debo hacer, Dios mío?», reflexionó.

Aunque el abad tenía la condición de padre y ayudaba y exhortaba a los monjes como a hijos, su labor de gobierno le granjeaba unánime respeto y veneración. Por ello, la actitud de aporrear su puerta resultaba completamente inapropiada. En otras circunstancias, el hermano Chocarro no se habría atrevido a llamar a la celda de su superior ni, por supuesto, a dejar con la palabra en la boca al padre Francisco. Pero ésta era una incidencia del todo singular.

«Al fin y al cabo —juzgó el sacristán—, el abad representa a Cristo, a quien nos debemos ambos. Y Él ha desaparecido.»

Animado por este pensamiento, abrió la puerta. Era la primera vez, en los quince años que llevaba en el monasterio, que traspasaba aquel umbral.

El lugar no le resultó extraño; respiraba la tranquila vulgaridad que se espera de una celda. En realidad, se asemejaba bastante a la suya: era pequeña y fría, encalada en aquel inmaculado color blanco. Sin embargo, a diferencia de las habitaciones que ocupaban los frailes ordinarios, el abad disponía de ciertos juros que amagaban la rigidez, que conferían a la estancia un sabor hogareño: unas bonitas cortinas anaranjadas cubrían el ventanal; había una librería repleta de textos y algunos cuadros pendían de la pared lateral. Como todas las habitaciones del monasterio, aquélla centraba el ambiente en un crucifijo colgado de la pared, bajo el cual reposaba un reclinatorio. Tapizado en terciopelo verde, la tela aparecía muy gastada por el uso. El crucifijo apoyado en el muro, no era, como el del sacristán, una reproducción barata en madera estucada, sino una preciosa pieza antigua, tallada en marfil.

En apariencia, la celda estaba vacía. Cuando, por fin, el hermano Chocarro se decidió a husmear en el interior, encontró la cama arreglada y la silla junto al escritorio, en su sitio natural; los armarios, cerrados; los postigos de la ventana, entornados. En aquel conjunto, sólo desentonaba un elemento: el ejemplar de La regla de San Benito perteneciente al abad. Bellamente encuadernado en piel, estaba tirado en el suelo, junto al reclinatorio, abierto de cualquier manera, bajo la atenta mirada del crucifijo.

Fermín Chocarro lo miró de soslayo, y, sin poder contenerse, exclamó:

—¡La regla por el suelo! ¿Qué más puede ocurrir hoy, Señor?

Sacó un pañuelo y se sonó la nariz, rompiendo a llorar de nuevo. En plena crisis de llanto, una huesuda mano se posó en su espalda, y el familiar saludo llenó sus oídos.

—¡La paz sea contigo, hermano Chocarro!

Atraído por la voz y la presión mantenida, el sacristán se dio la vuelta y se encontró cara a cara con el padre Ignacio, el rector, segundo cargo en rango del monasterio. Su aspecto era bastante distinto al del maestro de novicios. Tenía unos bellos ojos juveniles, parcialmente ocultos bajo unos cristales redondos sin montura, y llevaba el cabello demasiado largo y descuidado. Pero la autoridad de su voz era innegable.

El fraile respondió de inmediato, pero no como el rector esperaba. Por el contrario, le dijo a bocajarro:

—Padre rector, ¡no está!

Había perdido ya toda la vergüenza.

—Ya lo veo —constató el rector, que no alcanzó a disimular un gesto de desaprobación—. Es más que probable que quien busca se encuentre ya en el templo. Quedan pocos minutos para las seis... Además, hermano, ha de considerar que resulta inusual entrar de esta manera en la celda de nuestro venerado superior.

—¡Lo sé, y lo siento profundamente, padre! Quizá deba ser reprendido por ello. Aunque entiendo que hay motivos de fuerza mayor, admitiré el castigo que me imponga. ¡Pero tiene que comprender, padre Ignacio, que, al notar su ausencia, he perdido la razón! En estos tiempos tan perturbados, en los que acontecen cosas terribles... ¿dónde puede encontrarse, quién puede habérselo llevado? ¿Lo sabe usted?

—Cálmese, hermano Chocarro, por favor. El padre abad es un hombre docto y santo, y sabe perfectamente lo que hace. Estoy seguro de que no le ha ocurrido nada destacable. En breve, podrá usted verle en el coro, impartiendo a sus hijos la bendición y recitando salmos con su bella voz de...

El sacristán le interrumpió. Quedaba claro que sus mentes no estaban en sintonía.

—¡Perdóneme, padre Ignacio, estoy bastante nervioso! Como bien sabe, cuando pierdo la paz, no me expreso convenientemente, por eso no me ha entendido.

—De acuerdo, hermano, tranquilícese... Respire con calma. Cuando se haya serenado, infórmeme de lo que, al parecer, ignoro.

Chocarro dejó que su amplio estómago subiera y bajara varias veces como reflejo del movimiento de su tórax. Aquello no le sirvió para nada: su nerviosismo persistió y la pérdida de aquel valioso tiempo le exasperó aún más. No obstante, acostumbrado a obedecer, no rechistó. Si aquella tontería servía para que el padre Ignacio le prestara atención, poco importaba.

—Bien, ahora que se ha calmado, hermano, me puede contar qué ocurre.

—Padre rector, debo informarle de que no es el abad quien falta, aunque también, porque no me he topado con él por el corredor y este es el único pasillo que conduce al templo... ¡Quien realmente ha desaparecido es el Señor!

—¿El Señor? ¿Se refiere usted al sagrario?

—En efecto, padre rector. ¡Ha desaparecido! Cuando he llegado a la capilla del Santísimo, lo he encontrado abierto y vacío. Eso es lo que quería comunicar al abad, que el sagrario había sido profanado. Por eso me he extralimitado.

—¡Profanación! —exclamó el rector. Nunca pensó que llegarían horas tan sombrías en las que esa palabra se escuchara en el monasterio—. ¿Está usted seguro?

—Sí, padre. He mirado por todos los lados. ¡Créame, he recorrido cada centímetro del templo! Incluso he bajado a la cripta. ¿Quién puede habérselo llevado? ¡Dios mío, el Señor sacramentado extraviado!

—¿El sagrario? ¡Por favor, el sagrario no! —Tras oír esa palabra, el rector había dejado de escuchar el resto del mensaje—. ¡Acaban de traer la caja reparada! Lo han recubierto de oro de nuevo y lo han limpiado y pulido, han restaurado las esculturas de los ángeles que lo adornan. ¡Los trabajos de recuperación han costado muchísimo dinero, una fortuna! —protestó, perdiendo la compostura—. ¡Hermano Chocarro, forma parte de su responsabilidad como sacristán que los instrumentos del oficio no se deterioren! ¡Y menos, si acaban de ser traídos del taller del orfebre y la factura se ha comido la mitad de nuestro presupuesto! ¿Es que no puede usted hacer nada bien? ¡El jueves se confunde y releemos el mismo texto de san Agustín, ayer cambia el color de las casullas (rojo sangre para celebrar a san Antonio de Padua, muerto en su cama), hoy estropea el sagrario! ¡Por Dios, tenemos demasiada paciencia con usted para...! —El rector respiró hondo, al notar que se le encendía el ánimo. Ya más calmado, concluyó—: Como bien sabe, hermano, la Santa Regla es muy estricta en relación al cuidado de los útiles destinados al culto...

—Padre rector —contestó humildemente el sacristán, los ojos bajos, las manos ocultas tras la capelina marrón—, me conoce desde hace muchos años; sabe que si hubiera sido yo el culpable de este incidente, se lo expondría con toda sinceridad, aprestándome a cumplir el justo castigo que quisiese imponerme. Pero no tengo nada que ver con estos hechos —aclaró compungido—. Además, el sagrario del templo no ha sufrido ningún daño; está, como estaba ayer. Tampoco ninguno de los instrumentos sagrados que guarda la sacristía se ha estropeado. Todos, que yo sepa, están intactos. ¡Ha sido el Señor quien ha sido sustraído!

—¿Sustraído? ¿El Señor?

—Sí, eso es lo que trato de decirle desde hace rato, pero usted, preocupado por el oro y la plata, no me escucha: lo que realmente ha sucedido es que han robado a mi Señor sacramentado. ¡Ante mis propias narices!

Chocarro prorrumpió nuevamente en sollozos. El rector contempló en silencio al monje. Pese a las circunstancias, sonrió. Como en la gran mayoría de las abadías diseminadas por el ancho mundo, en el monasterio de Leyre convivían dos categorías distintas de hermanos. La primera —a quien sus opuestos llamaban cariñosamente seráficos— había sido felizmente aleccionada en el amor y, en su nombre, seguía con fidelidad las órdenes del gran Señor desarrolladas en La regla de San Benito. Los hermanos seráficos no gustaban de salir de la clausura y no deseaban acercarse nuevamente al mundo tras abandonarlo. El hermano sacristán pertenecía a ese segmento: en su gran humanidad, habitaba un alma de niño que no aspiraba a otra cosa que al abrazo amoroso del Padre. Al observar su angustia ante el robo sacrílego, el padre rector creyó ver representada la escena de María Magdalena, rogando al jardinero que le devolviera el cadáver de su Cristo. Ese gesto y el dolor de su impotencia le hicieron sonreír y hasta le emocionaron, aunque sólo unos instantes.

El padre rector era un hombre práctico. Su alma contemplativa tendía a la virtuosa perfección, pero era lo suficientemente perspicaz para darse cuenta de que esa disposición debía medirse mucho más a largo plazo que a corto. Mientras el cielo se acercaba, su alejamiento de las reglas del mundo no podía ser absoluto. En su condición de rector, debía participar tanto del carácter activo de Marta como de la beatitud de María.

—Hermano Chocarro —dijo con suavidad. Su voz era fina, hermosa, casi femenina—. Le ruego que me acompañe a la iglesia, y me muestre in situ lo que acaba de contarme, por favor... —concluyó, extendiendo la mano ante el sorprendido Chocarro.

El hermano Chocarro obedeció sin rechistar. Disimulando a duras penas las lágrimas y el hipo, siguió la estela de su superior a un paso de distancia, respetuosamente; tuvo que pararse varias veces, pues los andares del padre rector le obligaban a frenar su marcha. El resto de los monjes, en las puertas de sus respectivas celdas o en el pasillo, observaban la escena.

La noche iba de retirada cuando entraron en la sacristía. El padre rector notó de inmediato los daños sufridos por la puerta lateral del armario. Se acercó a ella y comprobó que se abría sin dificultad. Luego giró sobre sí mismo para enfrentarse al sacristán. Detuvo sus ojos en la mano ensangrentada, tapada por el pañuelo, y dijo:

—¿Son sus nudillos los que han producido ese relieve, padre Chocarro?

—Me temo que sí, padre rector. Lo siento infinitamente...

—Habrá de confesarse de ese nuevo ataque de furia, hermano. Jesucristo nos enseñó mansedumbre y paciencia.

Chocarro no contestó. Ambos sabían que no hacía ninguna falta. Ése era su gran defecto, dejarse llevar por los enfados repentinos; unido a su enorme fuerza, causaba estragos como el que contemplaban.

En silencio, cruzaron la puerta y entraron en el templo por el ábside. A aquella hora, las migas de luz que tanto gustaban al hermano Chocarro se habían convertido en juguetones rayos que mostraban al visitante el espectacular conjunto de piedra y mármol. Con aquella luz luminosa en las capillas laterales y la potencia de los focos en la nave central, la iniquidad fue más evidente.

—Hermano —susurró el rector, estupefacto, al contemplar abierto el sagrario—, escuche bien mi pregunta antes de responder, por favor. Dígame: ¿se ha encontrado esto tal y como está ahora?

—Así estaba, exactamente así. Vine temprano, como de costumbre. Entré sin dar la luz, pero noté enseguida algo extraño. No sé, como una presencia. Al principio, no supe qué era. Pronto me di cuenta de que la lamparilla del Santísimo no ardía. Era nueva, colocada por mí la noche anterior... Me acerqué; la verja estaba abierta; entre y vi lo que pasaba, la vela había sido apagada y partida en dos. Más tarde, he notado que la puerta del sagrario estaba abierta; eché un vistazo y percibí el interior... pero no toqué nada.

—¿Una presencia? ¿Quiere decir que había alguien aquí dentro?

—Eso me pareció, sentí el aire viciado y un extraño olor, pero inmediatamente revisé el templo de cabo a rabo, y no encontré a nadie. Sin embargo, percibí...

—¿Percibió? ¿Qué percibió? —inquino el rector, tratando de presionar al fraile.

—No lo sé, en realidad. Sólo puedo decirle que había algo extraño, un olor penetrante, como de perfume, una presencia inexplicable...

—¿Un olor penetrante? ¡Yo no huelo nada! —protestó.

—Ahora yo tampoco, pero entonces el aire estaba impregnado de un aroma dulzón. No sé.... En realidad, era... Más bien era...

—¡Continúe, por favor!

—En fin, me pareció que era, que podía ser una... presencia espiritual... pese a la colonia. Como si una maldad se hubiera apoderado del sitio. Bajé a la cripta, pensando que pudiera haberse ocultado allí.

—¿Una maldad?...

—Sí, padre, sé que suena muy extraño, pero eso es lo que sentí.

—Ya entiendo, otro de sus sueños proféticos —afirmó con tono de burla—. Hermano Chocarro, cuando vino esta mañana para disponer las cosas del culto, ¿cerró el portón que comunica la clausura con el templo?

—No, con llave no. Pensé que, quedando tan pocos minutos para el rezo del oficio, no merecía la pena. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocado...

—Es decir, que esa «presencia» pudo esconderse de usted, atravesar la sacristía y salir por ahí en dirección al claustro —cortó el rector, tajante.

—Me temo que eso es exactamente lo que ha ocurrido, padre Ignacio. El rastro de perfume le siguió... En la sacristía era muy profundo...

—Gracias por la información —concluyó el rector, y pareció encerrarse en profundas reflexiones acerca del misterio. Finalmente, levantó el rostro y, dirigiéndose al sacristán, dijo—: Hermano Chocarro: de momento, cerraré la puerta del sagrario e iré en busca del padre abad. Salvo que él disponga otra cosa, rezaremos vigilias y laudes como está previsto en el horario y en el preciso momento en que está indicado. Tras el desayuno, se reunirá el Consejo. No tengo que decirle que debemos evitar comentarios acerca de este asunto que pudieran asustar a algunos de nuestros hermanos menores o a los enfermos e impresionables.

—Como usted ordene, padre rector —respondió el sacristán humildemente—; sin embargo, también he buscado al padre abad y no lo he hallado.

—No se inquiete, estará cerca. Por otro lado, hermano Chocarro, será necesario preparar otro copón y disponer formas suficientes para poder volver a colocar al Señor en el sagrario y que sea adorado por los fieles que lo deseen. ¿Se ocupará usted?

—Por supuesto que lo haré —se ofreció el conmovido monje.

—¿Está seguro de encontrarse con fuerza? Otro hermano puede relevarle en esa tarea.

—No estoy seguro de tener suficiente fortaleza, pero sé que nos viene de arriba. Él será fuerte por mí. La comunidad se extrañaría si otro hermano llevara a cabo mis labores.

Nuevamente las lágrimas tomaban sus ojos.

—De acuerdo, como desee. Cerraré el sagrario.

Al acercar su mano izquierda al tabernáculo, el rector notó que la cadena de oro con la pequeña llave que se empleaba para ese menester no colgaba de la cerradura. El sagrario era habitualmente custodiado bajo llave para evitar profanaciones como la que contemplaban.

—¿Ha cogido usted la llave?

—No, padre rector. Yo tengo la mía —dijo sacándola de su bolsillo y mostrándosela—; ha estado aquí desde completas de ayer. Quien haya abierto el sagrario, desde luego no lo ha hecho con mi llave.

—Pues la única copia que existe es la del padre abad —expresó el rector extrañado—, y no parece que haya sido forzado. Si usted tiene su llave a buen recaudo, entonces... En fin, comprendo —afirmó el rector, aunque en realidad, no comprendía absolutamente nada de lo que ocurría—, vaya a preparar lo necesario. ¡Dése prisa, quedan sólo cinco minutos! Y cúrese esa mano, por favor.