Capítulo 4

Por alguna extraña conexión neuronal —quizá, simplemente, porque esperaba que alguno de sus amigos se quedara a cenar, o porque necesitara urgentemente espuma de afeitar—, mi hijo mayor tuvo la ocurrencia de hacer la compra de la semana aquella mañana. Como me vio demasiado ensimismada en los detalles del caso, abrió Internet y envió al supermercado orden de «pedido habitual». Gracias a su diligencia pudimos ofrecer a aquella colección de eclesiásticos una cena más o menos decente.

He de añadir que comieron como limas, con gran enfado de mi hija María que vio cómo se evaporaba la reserva de latas de aceitunas, su gran pasión. Es probable que el susto les hubiera abierto el apetito, o puede que sea cierto el rumor de que la curva de la felicidad va adherida al cargo. Lo que sí puedo referir con una sonrisa fue la cara de estupefacción de mi marido cuando vino del hospital y se topó con una docena larga de sotanas bordeadas de rojo o púrpura que charlaban amigablemente en su salón bebiéndose su vino.

A medianoche, apareció Galbis. Complacido, confirmó que ya no había peligro: los artificieros habían peinado el Palacio episcopal. En sus respectivos coches —los chóferes esperaban en ellos desde su llegada, con gran enojo de mis quisquillosos vecinos que vieron cómo se les llenaba la acera de colillas—, los obispos y cardenales volvieron a sus aposentos provisionales en el palacio arzobispal, contentos de poder retornar a la normalidad. Todos partieron; bueno, todos menos el nuncio, monseñor Taghatelh, que decidió quedarse un poco más y aprovechar la coyuntura para comentar con nosotros los detalles del caso.

Enjuto, menudo y de ojos hundidos y penetrantes, Taghatelh resultó tan gran conversador como fumador. Conseguimos echarle a las tres de la madrugada, tras haber discutido a cuatro bandas —él, Iturri, Jaime y yo— todos los pormenores de la investigación. El nuncio e Iturri tomaban coñac —Juan confesó que era la bebida alcohólica que más le gustaba—; Jaime y yo, menta-poleo; en mi caso, aderecé la infusión con la tercera aspirina y un protector para el estómago.

—En suma, querido inspector, que estamos tan lejos de ver a nuestro asesino como de conocer quién ordenó atentar contra Juan Pablo II —dijo en tono sarcástico.

Se había despojado de su pesada sotana en cuanto despidió a sus colegas, que dejó cuidadosamente doblada en el respaldo de una de las sillas del comedor. En mangas de camisa parecía aún más cenceño y, al mismo tiempo, más inteligente.

—Estas cosas llevan su tiempo, eminencia. Aunque no se lo parezca, la investigación avanza y tenemos varias pistas de calidad abiertas.

—¿Por ejemplo? —murmuró, cogiendo otro cigarrillo de un paquete de rubio americano que había dejado sobre la mesa.

El cenicero estaba a rebosar.

—En primer lugar, eminencia, estamos buscando el origen de los dos pergaminos que los asesinos han remitido, dos piezas muy peculiares. Estamos interrogando discretamente a todos los anticuarios de la zona que trabajan el libro antiguo. El material en que el asesino escribió sus mensajes resulta excepcional; difícil de localizar, por tanto. Estamos seguros de que tuvo o tuvieron que contactar con un especialista o, en su defecto, sustraerlo de alguna biblioteca. Por eso, también investigamos todas las denuncias interpuestas por entradas ilegales en bibliotecas y museos, así como las sustracciones de documentos antiguos.

—Puede que sea uno de ellos —apostilló el nuncio.

—¿Cómo dice, eminencia?

—Decía, querido inspector, que también es posible que el asesino sea un anticuario o un coleccionista de libro antiguo y por eso emplee ese material.

—Sí, por supuesto, ésa es otra de las hipótesis que barajamos. Realmente, el empleo de ese tipo de pergamino resulta chocante. Si no deseas que te pillen y el asesino ha tenido mucho cuidado empleando guantes en todo momento, lo lógico es utilizar un papel corriente.

—Bueno, quizá sea un asesino fino; con estilo —terció Jaime—. O puede que, simplemente, desee que le cojan pronto y, por ello, ofrece pistas elegantes que puedan conducir hasta su persona.

—Lo de elegante, es cierto —insistió Tagliatelli—. Parece que este asesino no quiere ser recordado por esas asfixiantes y pueblerinas prácticas de los asesinos corrientes. Pergamino, latín, arameo, vestes rasgadas... O es un satánico, o es alguien de clase alta. Yo me inclinaría por lo segundo.

—Tal vez sólo esté jugando, intentando demostrar que es mucho más listo que ustedes —replicó Jaime, con la mirada velada.

Tagliatelli volvió a intervenir.

—Desde luego, inspector, la de los pergaminos es una buena pista, pero dijo tener varias.

—Sí, es cierto. Dejando aparte los pergaminos y la escritura, estamos investigando el listado de los visitantes que se alojaron en la clausura del monasterio de Leyre en las últimas semanas. La mayoría de los huéspedes ha sido ya entrevistada, sólo faltan los foráneos, concretamente dos, residentes en Menorca y en Málaga.

—Pero usted no confía en ninguna de esas pistas, ¿verdad, inspector? No cree que vaya a sacar nada en limpio de ellas.

—De momento, no; pero aún hemos de esperar acontecimientos. Estos asesinatos se resuelven siempre siguiendo pistas menudas, lo pequeño sólo se ve cuando se descarta lo grande.

—¿Debo hacer una confesión completa, señoría? —preguntó, levantándose.

—Que yo sepa, eminencia, la Iglesia dice que eso nunca viene mal, pero creo que la extremaunción no será necesaria —respondí, poniéndome también en pie, lo mismo que Iturri y Jaime.

—Me alegro —concluyó, acercándose al comedor y recogiendo su sotana.

Entonces sus ojos recalaron en Jaime.

—Siento haber ocupado su casa, doctor. Supongo que vendría muy cansado...

—No se preocupe, eminencia, me ha encantado conocerle —respondió Jaime sinceramente.

—Sin embargo, ha estado usted muy callado...

—Lola puede dar fe de que el silencio es un rasgo de mi carácter. Simplemente, eminencia, reflexionaba sobre lo que ustedes decían.

—¿Y coincide con nosotros, doctor?

El nuncio estaba empeñado en no marcharse, pese a que ya estábamos en la puerta y pasaban de las dos de la madrugada.

—¡Sí, por supuesto, eminencia! Simplemente, miraba las cosas desde otro ángulo. Pero no tiene la menor importancia.

—¿Es usted psiquiatra, doctor?

—¡No, Dios me libre! —rió—. Prefiero el cuerpo; la mente humana es demasiado enrevesada para mi cerebro cuadriculado.

—Inspector —dijo el nuncio con ánimo renovado, volviéndose hacia Iturri—, ¿no cree que Jaime podría ayudarle a elaborar un perfil psicológico del asesino? Aunque no sea psiquiatra, al menos sabe más que nosotros.

—¿Ahora? —dejó escapar Iturri.

—¿Por qué no? Yo no estoy cansado, al menos que ustedes...

Nos sentamos de nuevo y, con cara de circunstancias, volví a calentar agua para el poleo y a llenar las copas de coñac. Él cogió el enésimo cigarrillo y continuó hablando:

—¿Qué opina, Jaime, cree que se puede hacer anatomía en la psicología de un asesino?

—No creo que nadie haya conseguido desentrañar completamente cómo funciona la mente de un asesino, eminencia, como tampoco se han logrado explicar las pautas de comportamiento de una persona normal. Muchas veces, me temo, nos sorprendemos a nosotros mismos con determinadas acciones que nunca hubiéramos pensado ser capaces de realizar; unas, buenas; otras, no tanto. Algunos psicólogos y psiquiatras han aportado pequeñas briznas de luz sobre el particular, pero aún nos encontramos en la más tenebrosa oscuridad: no tenemos ideas precisas acerca de qué factores transforman a un ciudadano corriente en una máquina de matar, especialmente cuando ese ciudadano repite varias veces el mismo acto criminal. La complejidad que entraña una acción de esta naturaleza es enorme.

—Ya me imaginaba que el tema debía ser complejo, pero, usted, doctor, ¿qué es lo que opina: los asesinos nacen o se hacen?

Cuando oí aquella pregunta creí desesperar. ¡Por Dios, pasaban las dos y media de la madrugada! Sin embargo, Jaime contestó como si dispusiésemos de todo el tiempo del mundo.

—Verá, eminencia, en siglos pasados se escribieron libros supuestamente científicos localizando el problema criminológico en la morfología del cráneo, luego en los genes. En fin, la hipótesis era que los criminales nacían para serlo, aunque tardaran en desarrollar sus instintos: asesinos con las fosas occipitales hundidas, los colmillos demasiado largos o la frente huidiza. Cuando se capturaba a un criminal asesino, la gente decía: «¡naturalmente, deberíamos habernos dado cuenta antes!, ¿no veis que carece por completo de pelo?»; o, «¡mira, qué mandíbulas tan marcadas, estaba claro que este tipo no era normal!».

»No obstante, no todos los hombres con esos rasgos eran asesinos, de modo que esas teorías genéticas fueron perdiendo paulatinamente peso en aras de una explicación del medio social, del ambiente en el que el psicópata se desarrolla: larga convivencia con el abandono, la miseria o el vicio de los padres, especialmente vividos en edades tempranas cuando la personalidad está en formación, podrían provocar los trastornos criminales. Hijos de prostitutas, maltratados física o sexual-mente; vástagos de adictos a drogas o fármacos, que desde infantes han identificado en un solo acto placer y dolor, cielo y muerte, encarnarían el prototipo del asesino despiadado o múltiple...

»Sin embargo, los datos reales tampoco parecen inclinarse por esta teoría: confirman algunos casos, pero desmienten otros muchos. —Jaime se encogió de hombros—. En resumen, eminencia, ¿qué quiere que le diga? Como ocurre en todo lo que circunda la conducta humana, los distintos factores se presentan mezclados, es difícil diagnosticar el mal... En fin, eso es lo que opino, ¿y usted, qué piensa sobre esto? Entiendo que, tras muchas horas sentado en un confesionario, escuchando confidencias de las gentes más dispares, un sacerdote ha de tener una precisa visión del lado oscuro del alma.

—Sí, eso es cierto; un sacerdote con experiencia ya no se asusta de casi nada.

—¿Y ha llegado a formarse una impresión sobre la personalidad criminal, eminencia?

—Por profesión, obviamente, me inclino por el segundo tipo de teorías. Creo que matar es siempre un acto que exige la entrada expresa de la voluntad; no se mata por instinto. No obstante, coincido con usted: en la mayoría de los casos, tras un psicópata, se esconde un grave trastorno de personalidad provocado por muchos factores, algunos de los cuales no son responsabilidad del individuo; otros muchos, sí.

—¿Y por qué matan, por qué mata nuestro asesino? —pregunté yo, tratando de volver al asunto. Era muy tarde y aquellas discusiones bizantinas no nos llevaban a ninguna parte—. Está claro que nuestro hombre asesina sistemática y programadamente, lo suyo no parece ser un acto de pasión incontrolable. ¿No es verdad, Juan?

Iturri intervino de inmediato; me pareció que estaba esperando que alguien le diera paso para ofrecer su visión.

—Ni soy psiquiatra, ni me siento capaz de entrar en la mente de nadie. Únicamente me baso en la experiencia acumulada, leyendo a toro pasado muchos informes forenses y buscando coincidencias. Según esta experiencia, y simplemente en términos probabilísticos, puedo decir que algunos asesinos convictos confiesan tener una excitación de naturaleza sexual al sentirse poseedores del poder supremo sobre la vida y la muerte; a otros, matar les crece el ego, los hace sentirse superiores; hay quien se siente creador, hay quien inflige a otros el daño que le hicieron a él, en una triste mueca...

—¿Y a quién se parece el hombre al que estamos buscamos? —insistí.

Estaba dispuesta a llegar a un diagnóstico, siquiera aproximado.

Contestó, de nuevo, Iturri.

—Verás Lola, si pudiéramos clasificarlo dentro de algún perfil, podríamos estrechar el cerco: un asesino en masa, por ejemplo, comete siempre sus crímenes en un entorno cercano y suele tener antecedentes de esquizofrenia o un amplísimo historial de drogadicción... Sin embargo, un criminal múltiple comete delitos en lugares distintos y con algún fin asociado que se desconoce a priori...

—Si me permitís opinar desde fuera —incidió Jaime—, yo diría que vuestro asesino es un hombre especialmente atribulado...

—¿Por qué, doctor? —intervino el nuncio.

—Verá, eminencia, por un lado parece una persona organizada y metódica: conoce a la víctima, parece haber estudiado sus costumbres y rutinas y previsto todos los detalles. Ademas, no ha dejado huellas, pese a la complejidad con que ha rodeado sus actos... Cuando matan, los asesinos organizados muestran su control sobre las víctimas, indican que han sido ellos quienes han escogido el momento y el lugar: ellos tienen la llave, suyo es el poder... Sin embargo, su hombre ha mutilado ambos cadáveres. Es posible que cortarles los dedos fuera un acto no pasional, la búsqueda de una simple prueba y señal, pero rasgar sus hábitos no lo es: esa acción parece indicar desorden, pasión, ira...

—Rasgar las vestiduras... Ira, vergüenza ante un comportamiento que juzga blasfemo... ¿Cómo eran aquellas frases del primer pergamino, querida Lola?

No contesté; en realidad, no debíamos estar hablando de esas cosas en mi casa. Pero desvelar el mensaje era ya un paso que no podía dar, aunque, al parecer, era inevitable.

—No se preocupe, señoría, conozco los detalles porque el secretario Andueza copió íntegramente el mensaje y me lo mostró, no porque haya habido una filtración interna. Si hago un esfuerzo, creo que podré recordarlo. «A peccato liberatus, apostolis suae debet satisfacere. Mera iustitia hoc exigit», o algo similar. Nuestro hombre se rasga las vestiduras por un pecado que, dice, sus víctimas han cometido. Parece creer que sus crímenes son exigidos por la misma justicia divina.

—Sí, eso parece —intervino Iturri—, cree estar haciendo el bien, hallarse en posesión de la verdad... Pero ¿la verdad sobre qué?

—Sobre alguna cuestión eclesial, desde luego —apostillé yo—, algo que tenga que ver con ese relicario falso.

El nuncio no contestó, pese a que Iturri y yo le interrogábamos insistentemente con la mirada. Tomó su copa de coñac y mojó sus labios. Luego se volvió hacia Jaime y dijo:

—El doctor no está de acuerdo con ustedes. Ha estado reflexionando, ¿no es así?

—En efecto, eminencia, es usted muy sagaz.

—Sagaz, no, doctor; sólo observador —replicó—. Usted ha bajado la vista y la ha posado en el suelo mientras su esposa y el inspector hacían cábalas.

—De acuerdo —se rió Jaime—, me rindo. No creo que nuestro asesino sea un justiciero puro. En realidad, no es más que una corazonada.

—¡Cuéntenosla! —le animó Tagliatelli.

—Pensaba en la bomba que, al parecer, le estaba destinada, eminencia. Si yo hubiera querido matarle, para asegurarme de su muerte habría colocado el explosivo a la altura del pecho o del abdomen: son zonas más amplias que la cabeza y, por tanto, la probabilidad de acertar es mayor. En fin, quizás el asesino desconocía su estatura...

—¡No, no, siga...! Usted se pregunta por qué el asesino la colocó tan alta. ¡Está claro, quería desfigurarme!.

—¡Eso mismo pienso yo, eminencia, quería borrarle el rostro! Además, hay que tener en cuenta que también al arzobispo le volaron la cara. Le mataron con el tiro en el pecho. El segundo disparo fue completamente gratuito; con él, quisieron arrancar su mirada.

El nuncio y mi marido hablaban entre ellos, concentrados en los hechos. Iturri y yo escuchábamos callados.

—¿Y eso qué significa, doctor?

—Bueno, podríamos decir que indica desprecio, pero no tanto a sus víctimas como a sí mismo: no quería ver en sus ojos sus propias debilidades. Es un hombre que se avergüenza de algo, y, por el motivo que sea, su turbación tiene que ver con ustedes, con la Iglesia, quiero decir. Por un lado, les habla de un pecado imperdonable; por otro, menciona la frase de Cristo en la cruz: «¿Por qué me has abandonado?». Clemencia y justicia juntas; curiosa combinación.

Tagliatelli se iba emocionando con la conversación. Pensé que no se iría jamás.

—Es como una esquizofrenia, ¿no, doctor?: cree tener la verdad y quiere convencer a la Iglesia a tiros, pero, al mismo tiempo, siente vergüenza y pide clemencia. ¿Se avergüenza de matar?

—No, no lo creo, eminencia. Mi hipótesis más probable es que el asesino se avergüenza de esa verdad porque no está muy seguro. En fin, no lo sé, ahora, cuando lo he dicho, no me ha sonado tan verosímil, pero, en todo caso, Juan, Lola, creo que si encontráis ese factor de vergüenza, habréis abierto el camino hacia el asesino.

—Una última pregunta para todos, si son tan amables. Prometo que cuando me contesten me iré y les dejaré dormir. Estoy, me temo, especialmente preocupado por la concurrencia de algunas hostias sagradas en estos hechos. ¿Creen que este individuo puede tener algo que ver con alguna secta satánica? Me han dicho que hay algunas hermandades de magia negra que realizan sacrificios rituales con seres humanos. Les ruego, inspector, señoría, que sean sinceros.

Alcancé a disimular el gesto y aguardé a que Iturri respondiera.

—La Interpol cree improbable esa posibilidad. Ese tipo de sectas está discretamente controlado por grupos especializados. Por estas zonas, no se han visto en los últimos tiempos movimientos significativos.

—¡No sabe qué peso me quita de encima, inspector, aunque yo casi lo había dado por descartado!

—Me interesa eso que dice, eminencia —intervino Iturri—, lo del descarte. ¿Realmente, es usted de los que cree que ese tema del demonio no es más que un cuento para dar miedo a los asustadizos?

—No, inspector —replicó serio, pero muy tranquilo—, la Iglesia siempre ha sostenido que el diablo existe. Él y los otros demonios fueron creados por Dios buenos de naturaleza; fueron ellos quienes se hicieron a sí mismos malos. Tras Adán, su voz seductora sigue atacando al hombre, incitándole a cometer miles de tropelías, como por ejemplo, las que ahora vemos.

—Y Cristo le combate —contesté yo, con cierto deje irónico.

Las dudas volvían a acecharme. Nunca había comprendido esa insistencia de la Iglesia en las fuerzas del mal.

—No, señoría, la historia de la salvación no es la de una lucha entre Jesucristo y el padre de la mentira. Cristo vino a la tierra para destruir las obras del demonio. Desde su resurrección, toda la labor de Satanás está marcada por la derrota.

—Sin embargo...

—Ya sé lo que me va a decir, querida Lola, que aunque sea un ser vencido, Satanás no cesa de plantear dificultades a los hijos de Dios. Eso es cierto, y lo seguirá siendo hasta la parusía, es decir, la venida final de Cristo, pero nunca es tan poderoso como para que no podamos vencerlo.

—De acuerdo, eminencia —interrumpió Iturri—, el demonio existe y hace daño, pero usted no cree que este caso tenga que ver con él.

—No, no lo creo.

—¿Puede decirme por qué? ¡Como bien dice, hay implicadas hostias supuestamente consagradas!

—Eso es cierto, pero, de momento, no ha habido ninguna impureza o degradación moral.

—¿Impureza, eminencia? No sé qué quiere decir —replicó Iturri, al que cada vez veía más nervioso.

Fue Jaime quien contestó para mi extrañeza.

—Eso es cierto, Lola; todo lo que tiene que ver con el diablo es sucio. Sin embargo, los dos cadáveres tenían la ropa interior en su sitio. No hay semen por ningún lado.

—Las obras del diablo son conocidas, decía san Pablo: fornicación, impureza, libertinaje, orgías y cosas semejantes.

—No obstante, eminencia, está claro que, en ese camino del que nos hablaba Jaime hace un momento, esas hostias tienen un papel que debemos investigar.

El eclesiástico se levantó muy serio, nos cogió a Iturri y a mí del brazo y susurró:

—Mi Señor, además de mi vida, está en sus manos. Haré confesión general en cuanto llegue a la nunciatura, el resto depende de ustedes.

Iturri musitó alguna frase que no recuerdo; yo no pude articular palabra. Enseguida, Tagliatelli volvió a la normalidad.

—¡Gratísima velada, pese a las circunstancias! Gracias de todo corazón. Estoy seguro de que me informarán de las novedades.

—Descuide —apostilló Iturri.

Dormí fatal aquella noche y, teniendo en cuenta los hechos que se sucedieron en los días siguientes, me habría hecho falta aquel sueño reparador.