Capítulo 8

Hay un tiempo físico, irreversible, inflexible, puntualmente terco. Nada se le resiste, nadie se le escapa, no admite ningún tipo de intervención. Dotado de inveterada exactitud, su metrónomo se impone por decreto sin diferenciar personas ni circunstancias.

Pero hay otro tiempo, el de tripas cósmicas y fluidos sentimentales. El que hace versos a medida; el tiempo vital, caótico, de ida y vuelta; una anarquista medida del propio vivir hecho de lágrimas de hielo y placenteras convulsiones, mezcla de miedo y esperanza. En él se hace breve lo grato y eterno el aburrimiento. Cuando quiere, baila a ritmo de tango; cuando no, fluye con desesperante lentitud, parece que no va a terminar nunca. Pero eso no es todo. Aún hay otra forma de tiempo, la del verso libre, la de los muertos, la que te saca a rastras del mundo cuando ya no puedes más.

Bajo las insulsas luces de neón mientras observaba a Iturri, blanco como la cera con aquel enorme tubo en su garganta, viví simultáneamente los tres tiempos.

Me pasé las primeras horas gimiendo y lamentándome; luego, más práctica, decidí cargarme de reproches e improperios. El médico había confirmado que el tiempo era vital, ¡como si no lo fuera siempre! Sólo que, en este caso, si él abandonaba el mundo yo sería culpable para siempre. Lo había dejado suplicar durante unos minutos a través de la puerta; su voz se fue tornando ronca y sus mensajes perdiendo sentido, pero no abrí hasta que le oí desplomarse en el pasillo. ¡Si no hubiera bebido tanto! ¡Si no se hubiera emborrachado! Si no lo hubiera hecho, no estaríamos en aquella situación. Ningún tribunal me condenaría, pero yo misma me impondría cadena perpetua.

En aquellos momentos, habría deseado subyugar al dictador; negociar una tregua; cualquier cosa con tal de que las manecillas del reloj retrocedieran. Pero no encontré el modo de borrar las últimas ocho horas de mi vida. Cuando gasté toda la amargura, empezaron a aparecer los minutos objetivos; todos idénticos, uno tras otro, sin retenciones; ni atascos.

Fue cuando me di cuenta de que en aquel extremo del mundo todos vestían de verde. Entraban y salían, con un bozal tapándoles el aliento. De cuando en cuando, un sonido estridente excitaba la colmena y todos corrían de un lado a otro al son de una voz masculina que vomitaba órdenes. La primera vez me pilló desprevenida y me asusté; la segunda ya no.

Más tarde, el día y la noche se fundieron. Bajo el paraguas del rítmico respirador, Iturri y yo escapamos del espacio y del tiempo. Fue una buena forma de extirpar el pasado la que encontré, perder la noción del tiempo.

No sé cuánto tiempo estuve perdida. Sólo sé que cuando la palmada en el hombro del médico de guardia me sacó del ensimismamiento y me obligó a retornar a la vida, sentí como si alguien me hubiera despertado de un mal sueño en plena noche. Al abrir los ojos, lo primero que hice fue mirar el reloj para situarme de nuevo en el mundo, estaba perdida en la nada.

—Jueza, ¿puede venir conmigo unos minutos?

Miré a Iturri con preocupación y al médico de guardia.

—No se preocupe —me respondió comprensivo—; él estará bien cuidado.

Salimos de la unidad de cuidados intensivos. Siempre sin hablar, le seguí hasta un despacho contiguo. Era muy pequeño, pero tenía una ventana; por ella vi la luz del sol, espléndida como una novia virgen.

—Siéntese, por favor —me ofreció, quitando una pila de papeles de la silla.

—¡Por todos los santos, un ejemplar de New England! —dije pensando en mi marido.

Estuve a punto de echarme a llorar.

—¿La conoce, señoría?

—Sí, la recibe mi marido... en casa. En mi casa —respondí, tratando de evitar, sin conseguirlo, que los ojos se me llenaran de lágrimas.

—¿Es también médico?

—Lo es —contesté animada por la imagen de Jaime leyendo con las lentes en la punta de la nariz—; internista, pero se dedica más a la investigación que a la práctica.

—Perfecto, entonces le resultará familiar la jerga que empleamos. Suele asustar a los familiares...

—Yo no soy su familiar —dije—; simplemente es el inspector que me ayuda en el caso que tengo entre manos.

—Comprendo —respondió, aunque el tono de su voz indicara otra cosa.

Enseguida me arrepentí y añadí:

—Pese a eso, somos muy amigos; nos conocemos desde hace muchos años...

—Bien, en ese caso me alegra doblemente darle buenas noticias. El inspector Iturri ha sufrido una intoxicación por aceite de nuez moscada. Es rara, pero no excepcional. Sin embargo, sus efectos suelen dilatarse con el tiempo. Es posible que esté en esta situación 24 o 48 horas más. Le mantenemos en la UCI porque tiene hipotensión, por precaución; así estaremos más tranquilos. Es posible que esta noche o mañana por la mañana le bajemos a planta.

—¿Nuez moscada, se refiere a la especia?

—En efecto, ha sido una intoxicación por aceite de Myristica fragrans, conocida como nuez moscada o moscadero. Normalmente, tiene un periodo de letargo mucho mayor, pero... En fin, no hay enfermedades sin enfermos.

—Desconocía que ese condimento fuera tóxico; yo lo añado a las albóndigas —confesé.

—Lo es sólo cuando se ingiere en grandes dosis.

Me quedé pensando unos segundos. Habíamos comido un bocadillo en la carretera y luego un café... ¿Cómo había podido intoxicarse?

—¿Tiene alguna pregunta, señoría? —inquirió, al verme meditabunda.

—Pensaba en cómo podía haberse intoxicado... No habíamos comido más que un tentempié en la autopista...

El médico me miró azorado.

—Verá, no creo que viniera con el bocadillo...

—No le entiendo...

Su busca empezó a vibrar e inmediatamente se puso en pie.

—Lo siento, no puedo entretenerme ahora. Está esperándole un inspector de la policía de Marbella; supongo que él podrá ponerle en antecedentes... Naturalmente, se abrirá un expediente...

¿Un expediente? Cuando oí ese término, quise que el suelo se abriera a mis pies. Encendí el móvil —en la UCI no permitían tenerlo abierto— y llamé a Garrón.

—¡Señoría, esto ha sido transmisión de pensamiento! Estoy en la puerta principal del hospital.

—De acuerdo, pues no se mueva. Voy para allá.

—¿Qué tal va Iturri?

—Parece que está fuera de peligro, aunque tardará algún tiempo en recuperarse.

Por Garrón supe que Iturri había sufrido lo que comúnmente se llama una sobredosis. No había sido heroína, ni cocaína, sino aceite de nuez moscada, con el que se elaboran drogas como el éxtasis, y éste era el caso.

—¿Cómo ha podido ocurrir eso, inspector? —pregunté cabizbaja—. ¡Estuvo conmigo todo el tiempo que permanecimos en Brothers! En honor a la verdad, diré que se tomó tres copas de coñac. Fue todo. Se lo prometo, yo estuve allí.

—Si es como dice, señoría, alguien debió añadir ese aceite a su trío de copas, o a alguna de ellas...

—¿Añadir? ¿Me está diciendo que alguien voluntariamente trató de hacerle daño?

—Sí, alguien debió de hacerlo; quizá su asesino...

—¿Mi asesino? No es posible, ¿cómo se enteró de que estábamos aquí? ¿De que iríamos a ese local? ¡Además, él no nos conoce! —dije, mientras un escalofrío recorría mi columna vertebral.

—Pues no se me ocurre otra explicación.

Juan y yo habíamos concluido que el asesino de Gorla era aquel guapo hombre de ojos verdes del que todos hablaban. De haber estado en Brothers, estaba segura de que más de uno le hubiera señalado. No, no podía ser; debía haber otra explicación. Así se lo expuse a Garrón,

—No puede ser, inspector; tuvo que ser otra persona.

—¿Recuerda si el inspector Iturri entabló alguna conversación ayer?

—¿Conversación? ¡Habló con todo el mundo, para eso fuimos!

—Lo comprendo, señoría; lo que pregunto es si habló con alguien especialmente...

—Pues ahora que lo menciona debo decir que, en realidad, sí: habló largo rato con un hombre de traje gris... Él le invitó al último coñac y le presentó a varias personas...

—De acuerdo, traje gris, habitual del local, ¿algún otro dato?

—Alrededor de cincuenta años, bajito y panzudo; calculo que no llegaba al metro sesenta y que pasaba de los 90 kilos. Vestía de manera elegante; llevaba los zapatos bien lustrados y unos llamativos gemelos marca Cartier, color turquesa. Tenía el pelo lacio, de un castaño encanecido.

El inspector me miró con ironía.

—¡Suerte para los contribuyentes que no es usted inspectora de Hacienda, señoría!

—Pues le he reservado lo mejor: el hombre de color que servía la barra le llamó por su apellido.

—Espero que no fuera Pérez...

—Negativo, se apellida Montalvo. Sí, eso fue lo que dijo, señor Montalvo.

—¡Perfecto, hablaré con el camarero! Le localizaremos enseguida y la citaré para una rueda de reconocimiento.

—¡Tengo que marcharme, inspector! Debo volver a Pamplona.

—Muy bien, enviaré una foto por fax. Investigaremos a ese tío, seguro que tiene algo que ver con esto.

—¿Cree que el tal Montalvo tiene algo que ver con Gorla o con los clérigos asesinados?

—Sinceramente, señoría, no sé qué pensar. Desde luego, Iturri no se intoxicó voluntariamente. La dosis que recibió pudo haberle causado la muerte, ¡menos mal que estaba usted cerca! Ahora bien, ¿por qué alguien querría quitar de en medio a Iturri?

—No lo sé. Lo más inquietante es cómo se enteraron de que estábamos aquí. Como le decía, acabamos de llegar y no hemos visto a nadie más que a usted y al personal de servicio de Gorla... ¿Cree que pudo ser Alindato?

—No, lo he comprobado: ni salieron ni telefonearon.

—¡Qué extraño!

—En fin, señoría, será mejor que me vaya y localice cuanto antes ai ese tal Montalvo, pero antes, déjeme que le ponga en antecedentes.

El inspector malagueño me informó de las nuevas pruebas realizadas en el barco y la casa de Gorla. Las huellas eran difusas y, por tanto, no concluyentes, pero del análisis de la botavara habían obtenido nuevas evidencias. Tras la autopsia, el forense aseguraba que el daño en el palo del barco no concordaba con la fuerza con la que debería haber golpeado a Faustino Gorla para ocasionarle una contusión de muerte. En definitiva, que resultaba muy probable que lo hubiera causado otro objeto contundente, en otras palabras, que hubiera un asesino suelto.

—De ojos verdes —añadí.

—Sí, moreno con ojos llamativos, de color verde —me respondió, indicándome que había hecho los deberes.

—¿Alguna pista más?

—Sólo el retrato robot del empleado del muelle. No resulta muy útil, coincide con el treinta por ciento de la población masculina del país, si es que es de aquí.

—¿Sugiere el forense que procedamos a la inhumación?

—Dice que haga usted lo que quiera. Con lo que tiene, se puede formular la hipótesis del asesinato y reabrir el caso.

—Sí, sólo queda averiguar si el de Gorla tiene algo que ver con los asesinatos de Pamplona o, por el contrario, son dos casos independientes.

—¿Usted qué cree, señoría? —me preguntó a bocajarro.

—Yo no creo nada, inspector; no soy más que una juez.

—No es eso lo que dice Iturri. Me advirtió que tiene usted muchas dotes para la investigación; que sabe mirar... y ver.

—No le haga mucho caso, ¡está intoxicado!... Pero si quiere mi opinión, me temo que usted y yo vamos a vernos a menudo. Aunque eso será dentro de unos días; debo volver a casa...

—Sí, claro, lo comprendo.

—Inspector Garrón, Juan Iturri no tiene más familia que una tía anciana. Yo no puedo quedarme. ¿Es posible que usted o uno de los suyos esté al tanto?

—Por eso no debe preocuparse; déjelo en las manos de la policía... ¡y en las de mi mujer!

—Se lo agradezco mucho, inspector. Cogeré el primer avión que me lleve a Pamplona. ¿Quiere que subamos ahora a verle? Quizás haya despertado.

 

 

Pedí un taxi en el hotel, adonde había acudido para recoger mis cosas y las de Juan y dejar las habitaciones. Aunque cargaría su coste al juzgado, me parecía un despilfarro pagar por algo innecesario. No tardó mucho en llegar. Le pedí que me dejara en el aeropuerto y, apesadumbrada por no haber podido hablar con Juan, cogí el primer vuelo para Madrid, allí enlacé con otro que me dejó en Pamplona. Un segundo taxi me dejó en la puerta de los juzgados.

Al subir, le facilité la dirección de mi casa, pero luego lo pensé mejor y le di la del juzgado: me sentía incapaz de hacer frente al rostro de Jaime, que, dicho sea de paso, no me había llamado. Al bajar, el coche arrancó y velozmente se perdió entre el tráfico. El juez Uranga entraba en aquel momento.

—¡Lola, qué coincidencia! Venía pensando en ti. Me han dicho que te ha visitado un ángel.

—¿Cómo dices?

Tenía la cabeza en otro sitio, y no comprendí a qué se refería.

—Te hablo de Iturri: ha aparecido como un milagro, justo cuando más falta nos hacía.

—Sí, ha venido Iturri, pero ha vuelto a marcharse.

—¿Cómo dices?

—Le he dejado en Málaga, ingresado en la UCI de un hospital. Pero no temas, está fuera de peligro; le mantienen allí por precaución.

—¿Qué ha pasado?

—Seguíamos una pista. Fuimos a un local de alterne para entrevistar a los camareros y le pusieron nuez moscada en su coñac. Una reacción alérgica... —mentí, aunque sabía que más pronto o más tarde se enteraría de la verdad.

—Lola, perdona que te haga esta pregunta, pero ¿qué hacías tú en Málaga en un local de alterne?

Instintivamente saqué un pañuelo de papel del bolsillo, y me limpié los labios. Tuve la sensación de que cualquiera que me mirara, sobre todo Uranga, leería en ellos mi flaqueza.

—Eso mismo quisiera saber yo. Le dije a Iturri que ésa era labor suya, pero había que dictar una orden de exhumación y prefería que yo estuviera presente. Una vez allí, me convenció para que le acompañara...

Uranga permaneció unos instantes en silencio, fue una brevísima pausa que a mí me pareció eterna.

—Tienes que ponerme al día; por lo que veo el asunto va deprisa y se complica. Ahora no puedo, pero, si quieres, te llamo luego y vamos a visitar a Emilia.

—De acuerdo —contesté recordando la dulzura del café con nata.

—Lola, espera que Iturri se recupere... Tómate algo de tiempo para ti; estos casos pueden destrozarte los nervios.

—No hace falta, Gabriel, puedo hacerlo sin el inspector Iturri. Terminaré sola esta instrucción —respondí orgullosa.

—¡No te entiendo, hace tres días decías que no estabas cualificada, y ahora que tienes al mejor inspector del mundo a tu servicio, dices que no lo necesitas! ¿Pero qué mosca te ha picado?

—Ninguna, Gabriel, simplemente quería intentarlo por mí misma y dejar que él se recupere tranquilo. La investigación avanza a buen ritmo —acerté a decir.

Pero él intuyó la verdad:

—¡Pero qué tonterías dices! Eran dos personas reputadas en la comunidad, ambas altos cargos eclesiales; han sido dos muertes muy violentas, y, para colmo, la noticia ha saltado a todos los medios. ¡No, Lola, no puedes hacerlo! Si tienes algún... problema con Juan Iturri, arréglalo de inmediato, por la cuenta que te trae.

Con aquella amenaza en mi oído, entré en el juzgado y me derrumbé en el sofá del despacho, donde lloré hasta caer exhausta.

Hacía rato que se me habían agotado las lágrimas, pero su rastro estaba claro en mi cara y Jaime lo leyó de inmediato.

Entró sin llamar y, sin hablar, me levantó del sofá y me abrazó.

—¡Lolilla, lo siento! Perdóname, soy un estúpido.

—No me has llamado —protesté escondiéndome en su pecho.

—No, no lo he hecho. Suponía que tú adivinarías lo que pasaba.

—¿Lo que pasaba? ¿De qué me hablas? ¿Están todos bien?

—Pablo se ha roto el fémur derecho. Le operamos el día que te fuiste...

—¿Pablo, el fémur? Pero ¿dónde..., cómo?

—En el colegio les llevaron de excursión y visitaron una fábrica de perfiles metálicos. Tenían un nuevo prototipo de kart... Mientras lo probaba, se estampó contra un muro.

—¡Perfiles metálicos! ¡Eras tú, me llamaste desde allí!

—Sí, pero como no contestabas, no quise llamarte más. Te haría volver a todo correr.

—¿Y el profesor americano?

—También está en el hospital; comió marisco en una tasca de Madrid antes de venir. Lo tienen con suero por la diarrea. ¿Y tú? Uranga me acaba de contar lo de Iturri. ¡Qué horror, se ha descrito incluso un caso de muerte por sobredosis de nuez moscada!

—Dicen los médicos que está bien, sólo es cuestión de tiempo. Lo malo es que no sabemos quién lo hizo ni por qué... Y, además, tenemos otro cadáver: el de Faustino Gorla.

—¿Qué dices, también asesinaron al modisto?

—También. Creo que estos casos pueden estar relacionados, pero no sé por dónde seguir. ¡Y con Juan en el hospital! Quizás el hermano Chocarro pueda ayudarme.

—Ahora olvídate de eso, vayámonos a casa. Te prepararé un enorme plato de espaguetis carbonara. ¡Vale, no me mires así; que sea una gran ensalada aliñada con aire! Pablo te está esperando.

Me eché a reír y salí tras él. No sé si se dio cuenta de algo, pero, aunque me remordía la conciencia, intenté no pensar en ello ni hablar de ello, al menos de momento.