Capítulo 11

—¡Busca otro juez, Gabriel! Lola esta de baja —sentenciaba Jaime.

Gabriel Uranga le observaba en silencio. Su gesto evidenciaba los sentimientos encontrados que aquello le producía, pero yo sabía que, en su calidad de presidente del Tribunal Superior, no podía regirse por los sentimientos.

—Conforme, Jaime. Quiero tanto como tú que se recupere. Pero necesitamos saber qué pasó, para que la policía investigue.

—¡Ni hablar! ¿Es que no te das cuenta? ¡Iturri está en el hospital y Lola...! ¡A Lola ese malnacido le ha colocado un cuchillo de caza en la yugular! ¿Has visto el coche?

—Lo sé, pero los asesinatos...

No le dejó terminar.

—No quiero que me interpretes mal, Gabriel. Profeso un enorme respeto por la Iglesia y los eclesiásticos asesinados, pero ya están muertos y Lola está viva. No voy a arriesgarme a perderla. ¡Ni hablar! ¿Pondrías tú en peligro a Beatriz?

—Nadie va a poner a tu esposa en peligro, pero tengo que saber qué pasó. Ha habido novedades que...

—¡Ves, a eso es a lo que me refiero! ¡Vas a contarle las novedades y ella se va a levantar de la cama para ir tras él!

—Pero Jaime, sé razonable...

—¿Quieres los datos? ¡De acuerdo, que te los escriba!

En aquel momento intervine. Tras otros cinco puntos de sutura, esta vez en la cabeza, y dos concentrados de hematíes para compensar la hemorragia, me encontraba razonablemente bien. Curiosamente, no tenía miedo, sólo una gran rabia interior.

—Jaime, tengo que hablar con Gabriel. No me voy a mover de aquí, te lo prometo, pero debo conocer las novedades. Hay que atraparle antes de que mate a alguien más, quizás a mí. Creo que organizó lo del maniquí en aquella sima para cogerme. Si lo ha hecho una vez, puede volver a hacerlo. Quitarme de en medio no significa que no me busque... y me encuentre. Pediré protección —dije, con el ánimo de ofrecer a Jaime una salida airosa, aunque sabía fehacientemente que nada disuade a un loco.

Mi argumento pareció convencerle y dejó de protestar. Pero no era suficiente.

—¿Podrías traerme un café, Jaime? Seguro que en la cafetería tienen vasos de plástico.

—Sería mejor un vaso de leche...

—Lo que quieras —acepté, mirándole con cariño cuando abandonó la habitación.

—Lo siento, Gabriel, ya le conoces...

—Soy yo quien lo siente, sobre todo, porque tiene razón: te has expuesto innecesariamente.

—No te preocupes. Además, no he sido yo; recuerda que él ha venido a buscarme. Cuéntame qué novedades hay.

—No, primero tú; con detalle.

—No hay mucho que contar. Me esperaba agazapado en el coche. Estaba sentado detrás de mí y me hablaba como si me conociera. Vestía un hábito marrón y llevaba guantes. Estoy casi segura de que su voz era la del falso artificiero que colocó la bomba destinada al nuncio. Me habló de un caso de suicidio: una mujer. Dijo que había sido el día después de una gran nevada, pero no citó el año. Me dijo que una juez levantó el cadáver. Somos ya muchas las mujeres que ejercemos en este juzgado, pero yo no recuerdo ninguna gran nevada ni ningún cadáver. ¡Si lo hubiera instruido yo, estoy segura de que me acordaría! Le pregunté qué quería. Dijo que se había visto obligado a buscarme porque yo no hacía bien mi trabajo.

—¿Cómo dices?

—Dijo que debía detener al asesino.

—¿Detener al asesino? Pero ¿no es él?

—Eso mismo pregunté yo. Contestó que él sólo era el verdugo; los asesinos estaban por encima de él.

—Buscaremos en las hemerotecas las nevadas y en el archivo del juzgado los suicidios. Quizás encontremos algo que explique la relación.

—Sí, es posible...

Me quedé unos segundos ensimismada. Acababa de recordar algo.

—¿Estás bien?

—Sí, muy bien... Es que acabo de recordar algo que mencionó...

—¿Qué fue?

—Es una tontería, y no tiene nada que ver con lo que dijo luego...

—No te preocupes, cuéntamelo.

—Habló del Danubio...

—¿Del río?

—Sí, dijo que no era azul; que ésa había sido su primera decepción. Luego habló de la ciudad, Budapest, dijo que estaba vieja y olía mal. Lo recuerdo porque... —me detuve azorada y miré a Gabriel.

No quería hablarle de mis propios orines.

Entonces me di cuenta de que Gabriel perdía el color. Una extraña desazón pareció extenderse por todo su cuerpo.

—Dime qué ocurre —inquirí.

—Noticias de Budapest.

—No te entiendo.

—La Interpol ha comunicado el hallazgo de otro cadáver. Un asesinato; lo han identificado como Xavier Mezquíriz, natural de Pamplona.

—¿Y ése quién es? El apellido me resulta vagamente familiar, pero... ¡Tengo la cabeza fatal!

—Está en el expediente, se trata del joven prosélito de Leyre...

—¿Quién?

No me acordaba de ningún prosélito.

—Aquel novicio del monasterio que abandonó su vocación en pocas semanas... El que andabais buscando.

—¡Santo Dios! ¿También ha sido nuestro asesino?

—Me temo que sí. La policía húngara parece haber reconstruido la escena. Xavier Mezquíriz llegó a Budapest en avión, procedente de Madrid, el día 15, y se instaló de inmediato en un hotel demasiado lujoso para su bolsillo. Aquella noche, pidió que le subieran a la habitación caviar, champaña y compañía, masculina para más señas.

—¡Otro homosexual! —musité.

—Sí, eso parece. A la mañana siguiente, compró en la recepción del hotel un tíquet para Budapest Tour, un autobús turístico que muestra las bellezas de la ciudad. Le recogieron en el mismo hotel. La guía recuerda haberle visto subir al autobús, solo. Se colocó en la última fila, junto a una de las ventanillas. En otra de las paradas regladas, subió otro hombre, que la guía calificó de boccato di cardinale. Por ello, tras cobrarle el pasaje, se dio la vuelta y le siguió con la mirada. Había bastantes plazas desocupadas en el autobús, pero el apuesto caballero recorrió íntegramente el pasillo, y se fue a sentar en la última fila, junto a nuestro hombre. En opinión de la guía, no se conocían: no se saludaron, ni intercambiaron frase alguna mientras ella miraba. No obstante, la guía también admite que no volvió a fijarse en ellos. Al llegar a la plaza de Los Héroes, el autobús paró y todos bajaron para contemplar el obelisco y las imponentes estatuas a caballo de los antiguos reyes magiares; bueno, todos menos Xavier Mezquíriz, que quedó tirado en el suelo del autobús, oculto entre dos asientos, sin que nadie se diera cuenta. No podía moverse, estaba muerto, o tal vez moribundo: sobredosis de heroína. La guía dice que, tras esa parada, el «guapo» no volvió a subir al autobús. A Xavier Mezquíriz no le encontraron hasta el día siguiente, cuando un turista quiso sacar una foto y se desplazó al fondo del autobús. Están analizando su ordenador; creen que pudieron ponerse en contacto a través de la red.

Tras el relato, Gabriel sacudió la cabeza en señal de disgusto. Ambos permanecimos callados unos segundos, maldiciendo en silencio a aquel desalmado que sembraba el mundo de cadáveres. Los cuerpos se agolpaban en la puerta: cuatro asesinatos y otro en grado de tentativa. La sangre me hervía en la cabeza. No tenía ni idea de cómo proceder.

Todas las pistas estaban resultando fallidas. Sabíamos que un tipo de ojos verdes con VIH positivo mataba a curas y a sus posibles cómplices, ambos homosexuales, pero desconocíamos quién era y, sobre todo, no sabíamos por qué lo hacía, lo que nos negaba sistemáticamente la posibilidad de entenderle y, por tanto, cogerle. Me había llamado incompetente, y lo era: no conseguía detenerle. Él iba siempre delante y yo me limitaba a dar la orden de levantamiento de sus cadáveres.

—¿Crees que busca que le cojamos? —me preguntó Gabriel.

Lo pensé unos segundos.

—Sí, eso parece. Ha dicho que le estaba decepcionando, aunque también ha dicho que él no era el asesino sino el verdugo. ¿A qué se referiría?

—No tengo ni idea.

—Sólo nos queda por investigar la lista de anticuarios —me quejé—. Por cierto, hablando de anticuarios, ¿hemos sabido algo nuevo del famoso relicario y de las cuentas del arzobispado?

—Sí, también hay novedades en eso —contestó torciendo el gesto.

—Por tu cara diría que tenebrosas.

—Bueno, es la condición humana. Hemos descubierto que el administrador apostólico fallecido era un ludópata, aunque nadie lo sabía.

—¿Cómo es posible?

—Se enganchó apostando por Internet. La web es un paraíso para quien desea mantener el anonimato. Sea como fuere, el administrador había acumulado bastantes deudas de juego. Cuando uno de sus pagos resultó fallido, fueron a buscarle. Al parecer, le rompieron una pierna y amenazaron con matarle. Pidió un préstamo a un anticuario ofreciendo como garantía alguno de los bienes del museo. Ya te imaginas cuál escogieron...

—¿Y qué tenía que ver el arzobispo en esa trama?

—El arzobispo se enteró de la maniobra a toro pasado, pero no pudo hacer mucho al respecto. Lo que creemos, es que se comprometió a reunir el importe de la deuda, 120.000 euros, en menos de seis meses. En ese caso, le sería devuelto el relicario y nadie se enteraría de nada.

—Pero no lo hizo.

—No lo sabemos exactamente, Lola. Es posible que aún no se hubiera cumplido el tiempo; o es posible que no la pagara porque no consiguió reunir la cantidad.

—¡Pero él era rico!

—Sí, pero era su dinero, no el de la Iglesia.

—En fin, condición humana, como decías; lo que está claro es que mi única baza sigue siendo la lista de anticuarios. ¡Ha de encontrarse entre ellos!

—No te olvides de la nieve. Pocas nevadas han helado las tuberías últimamente. Además te dijo que era jueves. Llamaré al Diario de Navarra, supongo que lo localizarán enseguida en su hemeroteca.

En aquel momento entró Jaime con mi vaso de leche. Gabriel Uranga aprovechó para escabullirse.