Capítulo 9

Cuando salimos de la abadía, el cielo parecía recién pintado; su azul lo llenaba todo con su brillo esperanzado. De las plomizas nubes no quedaba ni rastro; tampoco la tormenta había dejado huella y el calor campaba nuevamente a sus anchas. Me desprendí de la americana al salir de la clausura: la camisa empezaba a pegárseme a la piel a causa del sudor y, en parte, a raíz del disgusto por el comportamiento de Iturri. Él no parecía notar el paulatino aumento de la temperatura. No dijo palabra; navegaba por su mundo de indicios y pruebas.

En realidad, preferí que así fuera. Necesitaba un margen de tiempo para dominar mi enfado: Juan me había desautorizado en público; eso no debe hacerse nunca con un juez, aunque el susodicho fuera, como era mi caso, un magistrado inepto o novato. Llevaba en la mano la lista de las personas que habían compartido clausura con los monjes de Leyre en los últimos quince días. Cuando me senté en el coche, me puse a estudiarla; Iturri conducía en silencio.

La lista había sido diligentemente confeccionada por el hermano portero, un simpático y enjuto fraile, de nombre Daniel, cuya piel parecía haber sido estrujada hasta extraer de ella todo el jugo. Ignorando que los estados modernos tienen a todos sus ciudadanos controlados de mil y una formas y que, con un solo dato, las autoridades pueden conocer hasta sus más recónditos pensamientos, fray Daniel había enumerado todo tipo de detalles: al número del documento de identidad y a su dirección exacta, se añadían la edad del huésped, la profesión actual, el tiempo que había estado hospedado en la clausura (tres noches la mayoría) y una completa descripción de los rostros que el hermano recordaba. Debo decir que fray Daniel, como la mayor parte de los que, de una u otra manera, ejercen labores de portería, tenía una exquisita capacidad de observación y una memoria prodigiosa. A excepción de uno de los huéspedes, de quien no fue capaz de proporcionar más que detalles inconexos, nos ofreció retratos tan exhaustivos que hubieran sido envidiados por la propia policía.

Mientras Iturri conducía ensimismado, yo me dediqué a analizar aquel listado. No era demasiado extenso (había quince nombres). El más joven tenía veintiún años; el mayor, sesenta y seis. Resultaba evidente que las motivaciones que impulsaban a aquellas personas a abandonar las comodidades de la rutina diaria y a retirarse del mundo, siquiera por unos días, podían ser muy distintas.

Contrariamente a lo que yo había supuesto, San Salvador de Leyre no sólo atraía a gentes de procedencia cercana. Aunque había muchos monasterios diseminados a lo largo y ancho de la geografía nacional, algunos visitantes venían de lejos para hospedarse allí. Miré por la ventana y rectifiqué de inmediato mi primer pensamiento. Bajo la luz de aquel ingrávido cielo de gasa azul, la pacífica abadía cautivaba sin remedio. Al volver nuevamente la vista hacia la lista que descansaba en mi regazo, no me extrañó que algunos de aquellos hombres se hubieran desplazado desde Menorca, Sevilla, Valencia o Málaga, aunque, por motivos obvios, la mayoría procedía de zonas próximas: ocho de la Comunidad Foral de Navarra, dos de Zaragoza y uno de La Rioja.

Para mi desgracia, no disponíamos de ningún sensor que permitiera identificar a un asesino de frailes y curas. Por más que leía aquella colección de nombres y datos, no conseguía identificar algún factor que me hiciera sospechar de ninguno de ellos. Cuando la ciudad estaba al alcance de nuestra vista, giré la cabeza hacia mi acompañante y me dirigí a él. A aquella altura del viaje, mi enfado había casi desaparecido:

—De esta lista poco vamos a poder sacar, Juan... Los hay de todas las edades y ciudades; además, vienen de todas partes. Me temo que tendremos que estudiarlos uno por uno. ¡Nos va a llevar horas entrevistarles!

Sin dar explicaciones, Juan giró bruscamente el volante, detuvo el coche en el arcén y se encaró conmigo.

—Lola, tenemos que hablar —dijo con tono quejoso.

—Sí, claro —respondí maquinalmente.

—No, en serio, escúchame...

—Vale, no te pongas así: te escucho.

—Debo... Quiero pedirte perdón. Ya no eres la mujer asustadiza que conocí esposada a una cama de hospital.

Era cierto, ya no lo era. Juan había sido el inspector que logró quitarme aquellas esposas. Fui acusada de la muerte de un compañero. Pronto se demostró que yo no tenía nada que ver con aquel homicidio, sin embargo, estuve varios días detenida en régimen de prisión provisional. El poco aguante de mi corazón hizo que cambiara la celda de la penitenciaría por unas esposas que me anudaban a la cama de un centro sanitario, custodiada día y noche por dos agentes. Juan me había visto llorar, me había oído relatar mis problemas conyugales, me había contemplado ataviada con uno de esos camisones que nunca terminan de tapar tu cuerpo... En fin, me había visto en el momento más bajo de mi vida, y desde arriba.

—No lo soy, Juan —contesté. Mi voz delataba que, pese a todo, el enfado había prendido hondamente—. Ahora llevo toga y estudio problemas que tienen otros. Por ejemplo, este caso.

—Sí, por eso he detenido el coche: me veo en la obligación de pedirte disculpas. Lo cierto es que no estoy acostumbrado a trabajar bajo las órdenes de nadie. Hace muchos años que soy yo el que manda. No hay democracia en mi equipo.

—Lo sé, Juan, tú eres el jefe porque eres el mejor. Pero has de tener en cuenta que el sumario no lo insta la policía, sino el juzgado. Es responsabilidad mía. Cuando esto acabe, tú te volverás a la Interpol, te sumergirás de nuevo en tu mundo, detendrás a ese pederasta que persigues, a un importante traficante de arte o a un mafioso. Pero yo seguiré aquí y la gente me juzgará por la eficiencia con que lleve este caso.

—¿Quieres que lo deje? —me preguntó con voz difusa.

—No, Juan, no quiero que lo dejes —le respondí, convencida—. Sigues siendo el mejor y te necesito.

—De acuerdo entonces: tú estás al mando. Te consultaré antes de tomar decisiones.

—Perfecto, eso es cuanto te pido. Me alegra que todo se haya aclarado. Ahora deberíamos seguir. No se puede parar en el arcén.

—Bien, jefa —contestó sonriente.

Inclinándose hacia mí, con un extraño brillo en sus ojos verdes, me plantó un suave beso en la mejilla que me dejó estupefacta. Juan siempre había sido amable conmigo y, de hecho, manteníamos una relación muy especial, pero nunca había hecho nada parecido. No dije nada porque él se puso a hablar enseguida sobre la famosa lista.

—Respecto a los nombres, antes de nada, comprobaremos los antecedentes de todos ellos. Las fichas penales suelen ofrecer pautas orientativas sobre el comportamiento de los sujetos investigados, aunque no siempre resultan demasiado fiables.

—Vale, en cuanto lleguemos al juzgado...

—No hace falta —me contestó, sacando del bolsillo de su americana lo que parecía una agenda electrónica—. Introduce aquí los datos, la pantalla escupirá la información en unos segundos.

Yo observaba aquel aparato con cara de incredulidad.

—No me mires así, este trasto iguala en potencia a cualquier ordenador grande; es capaz de confrontar huellas, conectarse con todas las bases de datos del mundo, e identificar por satélite cualquier lugar... ¡Interpol, Lola, Interpol!

Mientras Juan conducía, fui introduciendo nombres y apellidos. Iturri estaba en lo cierto, las fichas penales salieron de inmediato.

Estar fichado significa que la sociedad te considera ciudadano de riesgo. La ciencia criminológica se fundamenta para ello en un principio muy simple: si lo hiciste una vez, eres capaz de repetirlo.

Por experiencia sé que, en ocasiones, un encontronazo con la justicia provoca los efectos opuestos al principio general. Para determinadas personas, una vez es suficiente ya que, probado el coste de infringir la ley, el beneficio del delito se exhibe mucho menos apetecible. Una noche en una celda y una fotografía de perfil, compartir el desayuno con un asesino múltiple o un camello, dejarte cachear por un funcionario no demasiado amable u oír los argumentos del fiscal puede servir de escarmiento. Pero, desgraciadamente, en la mayor parte de las ocasiones, la ciencia criminalística acierta cuando dice que, pasada la línea divisoria entre el bien y el mal social, lo normal es reincidir.

Por supuesto, debemos reconocer que la sociedad se ha civilizado mucho, tanto que ya no cose en la puerta de sus iglesias listas con los nombres de los penitenciados, la causa de su condena y las señales de su merecido castigo. Esas cosas ya no se hacen, ¡faltaría más! No obstante, me temo, a nuestra querida sociedad aún le falta un hervor: ya no hay listas físicas, pero sí las informáticas.

En escasamente tres minutos, el potentísimo ordenador de Juan Iturri escupió tres nombres: el primero, el del visitante andaluz: nuestro místico sevillano había sido detenido en 1974 por posesión de cocaína, una pequeña cantidad; aun así, ilegal. Pero, cuando acudió a Leyre, era un honrado ciudadano de sesenta y seis años, con seis hijos, dieciséis nietos y una empresa familiar de la que ocuparse. Días después, Iturri le llamó fingiendo ser un fraile benedictino y le preguntó si había dejado allí olvidado un paraguas negro. En poco más de quince minutos (Iturri es muy hábil en este tipo de interrogatorios), el caballero contó que tenía por costumbre retirarse de sus actividades ordinarias unos días al año; los empleaba para pensar, para reajustar su vida y para sosegar su conciencia. Estaba encantado de su estancia en Leyre, pero el paraguas no era suyo.

El joven de Zaragoza, benjamín de la lista y segundo de los nombres que ofreció el ordenador, estaba empleado en la sección de caballeros de El Corte Inglés y había sido detenido por conducir ebrio. Su error, que había concluido estampando su coche contra un árbol a cien kilómetros por hora, había causado lesiones de mediana gravedad a su acompañante: una joven menor de edad. Según el expediente, el conductor manifestó ante el juez su arrepentimiento y su disposición sincera a cambiar de vida. Leyre parecía formar parte de esas buenas intenciones.

El tercer nombre con antecedentes era navarro y nos mostró cómo la labor de acusar reincidentes tenía sus fallos. El temible ordenador de Juan Iturri puede colocar en el mismo saco a un homicida en primer grado, a un evasor de capitales, o a un ciudadano que se niega a pagar las multas de aparcamiento; el navarro tenía seis pendientes.

Visto que no podíamos pedir al ordenador más de lo que podía dar, concluimos que investigaríamos caso por caso. Ambos consideramos que, en una primera batida, el empresario sevillano y el maño arrepentido serían excluidos. Pero aún nos quedaban trece candidatos. Decidimos ocuparnos primero y personalmente de los más próximos, dando por válida la hipótesis de que el asesino no había escogido Leyre y Pamplona al azar, sino por algún motivo cuyo esclarecimiento nos conduciría a entender aquellos actos de extrema violencia.

Puesto que sólo se odia lo que se conoce bien, empezaríamos por aquellos que estuvieran más cerca.