Brothers no era un club de lujo, aunque su soberbia apariencia exterior y sus exorbitantes precios indicaran otra cosa. Pedí una Coca-Cola, esperando que aquel líquido desanudara el lazo que había aparecido en mi garganta al traspasar la puerta y zambullirme en aquel ambiente tan ajeno a mí. Me la sirvieron en un vaso alto rayado por el uso. Sin mucho afán, el barman añadió una pajita a la bebida; luego, una pequeña sombrilla de papel decorada con un gran arco iris que hincó en la corteza del minúsculo pedazo de limón que medio flotaba entre unos cubitos típicos de gasolinera. Me cobraron por la bebida 50 euros, lo mismo que a Iturri, que pidió un coñac, servido, esta vez sin adornos, en una copa panzuda de cristal basto.
Según rezaba el colorido cartel colgado en la fachada, la entrada en aquel local era libre, pero, cuando Iturri y yo quisimos sumarnos a la fiesta, un hombre nos detuvo. Nos habló suavemente y con extrema corrección, pero su físico no daba lugar a dudas. Vestido íntegramente de negro, su desarrollo muscular y su estatura indicaban cuáles eran sus funciones en aquel club.
Con tono impersonal, el portero nos explicó que Brothers se contaba entre los más pacíficos locales de la ciudad; era un lugar libre de armas. Mientras nos informaba del pedigrí, iba pasando un pequeño detector de metales por nuestros contornos. Empezó por mí. Obviamente, yo no llevaba armas, pero al acercarse a mi bolso, el aparato comenzó a emitir estridentes pitidos. El vigilante me obligó a vaciar el contenido del bolso sobre una mesa blanca dispuesta para la ocasión. Lo hice con desgana, lanzando miradas asesinas a Iturri, que no me había dejado presentarme como lo que era: un juez en busca de una entrevista.
Cuando toda mi vida privada quedó al descubierto, se descubrió que aquel escándalo tenía que ver con mi lima de uñas. Me eché a reír, algo nerviosa, pero el portero fue implacable. La infeliz lija metálica quedó depositada en la consigna de la entrada; a cambio, me dieron una ficha roja con el número trece que guardé apresuradamente en el bolso con el resto de mis pertenencias.
Juan llevaba su arma reglamentaria, una semiautomática de nueve milímetros. La sacó y depositó en la mesa de la entrada antes de que el aparato electrónico la detectara. Me extrañó su prontitud —un policía nunca debe separarse de su arma— y me quedé mirando la reacción del portero, pero éste ni se inmutó. Simplemente, tranquilizó a Iturri asegurándole que su cliente estaría completamente seguro dentro. Juan sonrió, le había tomado por mi guardaespaldas.
La ficha que entregaron a Iturri era azul y llevaba escrito el número veintidós. Siempre me he preguntado por qué no le dieron el número catorce, consecutivo al mío, o por que su ficha no era roja. Esas son algunas de las respuestas que no obtuve.
Tras desarmarnos, el portero abrió hacia dentro las dos hojas de la enorme puerta y nos invitó a pasar. Mientras entrábamos, mostré a Juan mi extrañeza.
—¿Por qué nos cachean? Yo pensaba que éste era un local normal. Bueno, dentro de... Ya me entiendes...
—El homo es un mundo peculiar, Lola. En él se dan citas muchas pasiones desbocadas. A mí, la verdad, me parece que evitar la mezcla de sexo y armas es siempre una acertada medida de prudencia.
Saber que no había navajas o pistolas en el local no me tranquilizó lo más mínimo. Reconozco que siempre había sentido curiosidad morbosa por conocer aquel mundo, un espacio que suele presentarse con toques exóticos y creativos, amén de provocadores. No obstante, he de confesar que, por encima de esa curiosidad, sentía cierta incomodidad. Y mi atuendo ayudaba.
Como he dicho, yo habría deseado identificarme en la puerta y solicitar una entrevista con los camareros y responsables del local. Pero Juan aseveró que, de hacerlo como yo sugería, perderíamos cualquier atisbo de pista. La policía y los jueces no eran allí bien vistos. Accedí, pero aún quedaba el problema del género. Yo era una mujer, y aquél era un local gay. Iturri me rogó que me vistiera de manera exagerada, insistiendo en que me pasara con el maquillaje y el lápiz de labios. El color zanahoria de mi pelo y las pecas de mi cara, según él, permitirían que el disfraz funcionara, sobre todo teniendo en cuenta que dentro la luz era muy escasa.
Yo empecé por negarme, pero ante los razonamientos de Juan finalmente accedí. No tengo ropa exagerada (no me gusta que me miren como quien calibra un trofeo) y no pensaba comprarme nada para la ocasión. Pero Juan llamó a Garrón que se presentó con unos pantalones de su mujer, mucho más delgada que yo.
Vestir dos tallas menos siempre es una exageración. Pensar que, en cualquier momento, aquella prenda podía estallar, o que podía torcerme el pie con los tacones de aguja —antigüedad que la esposa del inspector guardaba en el armario desde alguna boda medieval— no me incomodaba tanto como parecer un indio apache antes de entrar en batalla. Cuando salí de la habitación del hotel donde nos habíamos hospedado, pensé que Juan iba a echarse a reír, que me llamaría exagerada y me permitiría suavizar algunos elementos, el contorno de ojos, por ejemplo. Sin embargo, con tono de triunfo Juan exclamó: «Chica, estás perfecta».
Con ello consiguió que el color de mi rostro hiciera juego con el de mi pelo.
Brothers era un local del montón, teniendo en cuenta dónde estaba situado. Se veía a la legua la escasa calidad de las pequeñas mesas y de los altos taburetes que las rodeaban. Sólo escapaba de aquel juicio la inmensa barra, fabricada en mármol negro, de una pieza. No obstante, debo reconocer que el decorador había hecho un buen trabajo. El local, minimalista, tenía cierto estilo: ni espejos, ni cortinas horteras, ni rótulos de neón.
El club era estrecho y largo. La barra estaba cerca de la entrada, a la derecha; al fondo había una gran pista de baile; en los laterales, dispersos grupos de sillones y sillas altas. Cuando entramos, media docena de hombres seguían el ritmo de una música ligera bajo el brillo de focos de luz blanca. La mayoría eran jóvenes y vestían ropa informal. Avanzamos. Yo me agarraba del brazo de Iturri para no tropezar, pues había perdido la costumbre de andar como las garzas. Nos detuvimos en la barra. Allí el panorama cambiaba; la ocupaban hombres maduros, trajeados, con aspecto de no importarles el precio de la consumición.
Tomamos posición en medio de dos de ellos. El que Juan tenía a su izquierda era bien parecido; llevaba anillo de casado, traje gris de raya diplomática y camisa rosa suelta que no conseguían disimular su incipiente barriga. Se había quitado la corbata, que asomaba de uno de sus bolsillos. Enseguida entabló conversación con Iturri. El que estaba a mi derecha parecía un espárrago con pajarita. Era alto y extremadamente enjuto. Llevaba camisa de manga corta, y se adornaba el cuello con un lazo de topos granates y blancos. «VIH», enjuicié, sin conocimiento de causa.
Estaba pensando que aquel lugar no era muy distinto de una discoteca ordinaria, cuando vi las plataformas. A ambos lados de la pista de baile se elevaban, cosa de un metro, dos pequeñas columnas. Sobre ellas, se exhibían dos chicos jóvenes, ambos desnudos, salvo un short muy pequeño y una gorra. Lo que más me extrañó en aquel momento fue que no llevaran zapatos. Siempre he juzgado que los pies son la parte más fea de nuestra anatomía. Si yo tuviera que exhibirme delante de alguien, desde luego, los ocultaría.
El chico que bailaba a la derecha, contoneándose insinuante al son de la música, había optado por el cuero negro para ambas prendas. Me fijé detenidamente: miraba a los que bailaban, como buscando algo que no encontraba. Pensé en que quizás era consumidor de cocaína o de alguna otra droga, porque parecía inquieto, como si necesitara con desesperación algo. Me equivoqué, al menos en lo de la droga. Cuando nos vio entrar, enfocó sus ojos hacia Iturri. Al verle, sonrió, y comenzó a bailar más deprisa, levantando y bajando el grueso collar de plata que se anudaba a su cuello y moviendo a uno y otro lado sus caderas. Iturri se limitó a despreciarle y el chico continuó la búsqueda en otro lugar.
El segundo bailarín era mucho más alto y más atractivo. Llevaba unos tejanos ajustados, a los que había cortado las perneras hasta permitir que se viese la parte inferior de sus nalgas. Con un inmenso sombrero blanco que recordaba a los de los vaqueros de las llanuras, bailaba sin mirar a ningún sitio en concreto. Parecía muy joven, poco más de dieciocho, y, para mi sorpresa, mascaba chicle de manera ostensible. Perfectamente depilados, ambos brillaban a la luz de los focos. Supuse que se habrían untado el cuerpo con algún aceite. El primero llevaba grabada una cabra de retorcida cornamenta en el hombro izquierdo; el segundo había optado por tatuarse una pequeña Harley-Davidson en el antebrazo.
Juan parecía relajado, como si hubiera frecuentado locales como aquél toda su vida. Yo trataba de disimular mis gestos, pero mis ojos deseaban juzgar por sí mismos, y se fijaban en todos los detalles. Caras sonrientes con toques de tristeza; ansias de emociones fuertes, nuevas, inquietantes. En realidad, aquél era un territorio de caza, donde lo importante no era beber, sino batir la pieza.
Juan se acercó a mí y me susurró al oído:
—Lola, por favor, si sigues mirando así, nos descubrirán. ¡Modérate!
—Lo intentaré —me excusé—. ¿Vamos a hablar con el camarero?
—Vale. ¿Me dejas que lo haga yo?
—¡Todo tuyo! En realidad, yo no sabría qué decir. Sólo te pido una cosa: date prisa.
Empezamos a conversar con el camarero —un joven negro, calvo y de anchos hombros bajo una camiseta clara muy apretada—, pero como hablaban en voz queda y la música estaba alta, apenas oía retazos sueltos. Por ello, acabé concentrándome en la pista. Cuanto más miraba, más me reafirmaba en mi sensación inicial: al igual que yo, todos aquellos hombres parecían haber adoptado una pose y representaban de modo voluntarioso un papel que, de alguna manera, les resultaba ajeno. Sí, ésa fue mi sensación más fuerte: que aquélla era una fiesta de carnaval, donde todos los presentes podían disfrazar sus frustraciones, desfigurándolas para que la realidad pasara desapercibida, pero con un elemento de artificiosidad que de alguna manera los delataba. Por eso, en mi caracterización de aquellos momentos, los sentía extrañamente próximos, me habría gustado poder hacerles preguntas cara a cara. ¿Cuál era la verdad de aquella gente? ¿Qué sentirían aquellas noches en las que el sueño se negara a visitarles? ¿Se encontrarían a gusto consigo mismos? ¿Tendrían miedo a la muerte? ¿Les importaría ser utilizados? ¿Desearían el amor verdadero?
Enzarzada en aquellos pensamientos, no me di cuenta de que el tiempo pasaba. Juan había dejado al camarero y había entablado conversación con el hombre de traje gris y anillo de casado. Junto a él, empezó su segundo coñac; le siguió un tercero. Hablaron largo y tendido, como si se conociesen de toda la vida. Yo permanecía en mi puesto y, salvo por las miradas de desprecio del camarero, pasaba completamente inadvertida.
El local fue animándose. Cerca de las doce, el barullo era inmenso. Los pequeños focos blancos se habían convertido en todo un espectáculo de megavatios, y la música ligera, en potente bacalao. La atmósfera iba llenándose de vahos, desde el humo de los cigarros al sudor de las gentes. De pronto —cuando hasta había conseguido identificar alguno de los ritmos— la intensidad de las luces mermó bruscamente y la música se tornó melosa. De hecho, nos quedamos prácticamente a oscuras y yo, que estaba del todo desprevenida, pensando en si debía pedir una segunda Coca-Cola, me llevé un susto de muerte. Me levanté y busqué a Juan con la mirada. No me hizo falta insistir, él venía ya hacia mí. Sin mediar palabra, me cogió del brazo y, con una cierta prisa, me llevó hacia el vestíbulo.
—¿Qué pasa, por qué me empujas? —protesté molesta, negándome a trasponer la puerta de aquella manera.
—Ya tengo lo que buscábamos, Lola.
—Me alegro, pero no hace falta empujar —contesté, sacando del bolso mi ficha roja.
—Sí, hace falta. Me ha dicho el camarero que a las doce y cuarto llega el momento mágico —murmuró sacando la suya que entregó al joven del guardarropa.
—¿El momento mágico? ¿Y eso qué es?
—Apagan todas las luces...
—No te entiendo.
—Quitan la luz, nadie les ve. Y jugando a las tinieblas...
—¿Jugando a las tinieblas? Pero, ¿de qué me hablas?
—¡Chica, pareces tonta! Cubiertos por la oscuridad, pueden hacer lo que les plazca.
Me pasé la mano por el cabello y solté la horquilla, dejando libre la melena. No podía creer que alguien llegara a tal nivel.
—¿Entiendes? —inquirió Juan, interpretando mal mi silencio—. Amor libre a la carta.
—Entiendo —le corté.
En realidad, lo entendía demasiado bien.
Subimos al coche y nos dirigimos al hotel. Una vez dentro, me quité los zapatos, no aguantaba el dolor en las pantorrillas. Luego, saqué un pañuelo del bolso que empleé para quitarme rabiosamente el maquillaje. No sabía por qué estaba tan incómoda.
—¿Qué has averiguado? —pregunté, tratando de pensar en otra cosa.
—Vamos al hotel, nos cambiamos y te lo voy contando mientras cenamos.
—Lo siento, pero estoy muy cansada. Sólo quiero darme una ducha bien caliente y meterme en la cama. Adelántame algo ahora, y mañana, durante el desayuno, seguimos.
La cara de Iturri mostró frustración, pero no se quejó.
—Anda, Juan, ponme en antecedentes —insistí más calmada.
—¡Vale! Faustino Gorla no era cliente habitual de Brothers. En los últimos tiempos, había venido escasamente un par de veces con su pareja habitual, ese tal Peter Zahan. No obstante, como tú decías, estos dos caballeros habían roto su relación, y Gorla había acudido varios días seguidos al club, solo.
—Ya. ¿Y había encontrado algo interesante?
Debería haber dicho a alguien, aunque, visto lo visto, podría ser correcto: ese club parecía un mercado de ganado.
—No seas tan dura, Lola.
—¿Dura? ¿Me llamas dura, cuando apagan la luz para no ver con quién se lo...? En fin, dejémoslo. Simplemente, no lo entiendo. Y no porque sean hombres, tampoco lo entendería en heterosexuales. ¿Tú has oído que eso exista entre heterosexuales? Espero que no.
—No lo sé, Lola, pero volvamos a los hechos. Uno de los días que visitó el club, encontró a un hombre. Nadie le había visto antes por allí ni habían vuelto a verlo después, tras la muerte de Gorla. Pero no pasó inadvertido; era atlético, guapo, muy bronceado, ojos verdes, claros y brillantes, pelo negro, muy alto y vestía con mucha elegancia.
—Una buena descripción para veinte millones de personas —me quejé.
—Sí —certificó Juan—, pero nos puede indicar que la muerte de Gorla...
—... pudo no ser accidental. —Sin hablarlo había llegado a la misma conclusión que yo—. ¿Había algo más en él que pudiera permitirnos identificarlo?
—Cuentan que llevaba un gran crucifijo de esmalte en el cuello.
—¿Un crucifijo? ¿No te parece raro un crucifijo en este ambiente? —esgrimí.
—Sí, me lo parece, tan raro como que Gorla se retire a un monasterio, pero vete a saber. En fin, con eso no vamos a ninguna parte.
—¿Algo más?
—Sí, curiosamente, nuestro Adonis nunca se quedaba al momento mágico.
—¿No se quedaba? ¡Qué raro! ¿Como hemos de interpretar ese dato?
—No lo sé con certeza. Según las gentes con las que he hablado, el momento más estimado de este local es la media hora posterior a las doce y cuarto. No es lógico pagar 50 pavos por un coñac de garrafa e irse cuando empieza lo bueno.
—Pues tú lo menos has tomado tres... —le reproché.
Tenía los ojos muy brillantes y comenzaba a farfullar.
—¡Estaba trabajando, Lola!
—¡Vale, no he dicho nada! Y respecto a lo que comentabas, no es lógico perderse el motivo por el que se pagan esos precios. Quizás, el misterioso fantasma sólo pretendiera hacerse de rogar.
—¿En un sitio donde apagan las luces para la orgía del día? No lo creo. ¿Viste a ese chico que iba acercándose a los distintos grupos con una bandeja de plata, ofreciendo sus productos?
—Sí, me fijé. Tras la ley contra el tabaco, es ilegal venderlo de esa manera. Deberíamos instar una...
—No era tabaco, Lola... —me contestó Iturri.
Su sonrisa mostraba malicia.
—Entonces, ¿qué?
—Cocaína, Viagra y derivados... Media hora es mucho tiempo...
Bajé la ventanilla. Necesitaba tomar el aire.
—¡Qué asco, por Dios! —dije finalmente.
—Eso pareció pensar nuestro hombre, porque nunca se quedó.
—Es decir, que podría no ser homosexual...
—Es posible.
Lo pensé unos instantes, pronto no me quedó ninguna duda.
—¡Las dos caras! ¡Claro, eso era!
—¿De qué hablas, Lola?
—No te lo había contado, porque sé que tú no crees en esas cosas, pero me lo vaticinó el hermano Chocarro: en su sueño, aparecía un hombre con dos caras, junto a otro, mayor, que bailaba medio desnudo sobre una nube. ¡Tenemos que encontrar a ese tipo de ojos verdes, como sea! —dije, descendiendo del coche, no sin antes volver a colocarme los zapatos.
Habíamos llegado al hotel.
Tratando de hacerme transparente, pasé a la carrera el vestíbulo y me dirigí a los ascensores. Juan me seguía muerto de risa.
—¡No corras, que es peor! Todos te han catalogado ya...
—¡Espero que nadie me haya hecho una foto! Me darían de baja en la carrera judicial por ejercer la prostitución en mis ratos libres.
—Anda, sé buena, cámbiate y nos vamos a tomar algo —insistió Iturri ya en el ascensor—. Seguro que, incluso a estas horas, en Puerto Banús se puede encontrar un buen filete. Estoy muerto de hambre.
—No, de verdad, estoy cansada. Es mejor que me retire, nos vemos mañana.
Estuve largo rato bajo la ducha. El agua hervía, justo como a mí me gusta, pero, aunque logré quitarme los rastros de aquella velada, seguía igual de nerviosa. El club me había impactado, pero no tanto como pensar en ese momento mágico. No podía quitármelo de la cabeza. Estaba con una toalla anudada a la cabeza y otra sobre el cuerpo, colocada a modo de toga, cuando llamaron a la puerta.
Sé que es estúpido, pero hice un esfuerzo para no respirar, quizá, si no contestaba se irían. Pero volvieron a llamar.
—¿Quién es? —pregunté con voz trémula, en parte por nerviosismo y en parte porque estaba inclinada tratando de ver por el agujero de la cerradura.
—Lola, soy yo, Juan Iturri. Tengo que decirte algo.
—¡Juan, vaya susto que me has dado! —exclamé.
—Anda, abre.
Su voz me sonó extraña.
—Acabo de salir de la ducha. No estoy presentable.
—Será un momento...
—Vale, deja que me vista.
A toda prisa, me puse una camisa y una falda, pero no me puse ropa interior. Ninguna de aquellas prendas transparentaba e iba a ser sólo un segundo. Cogí el resto de la ropa, desperdigada por el suelo, la hice un ovillo y la arrojé al cuarto de baño, atrancando la puerta; entonces, abrí.
—Toda suya, inspector. —Mi pelo chorreaba, mojándome los hombros—. No me digas que ya has dado con ese hombre tan apuesto.
Negó dos veces con la cabeza.
—Se trata de otro asunto que quisiera consultar contigo, Lola.
Le miré sorprendida, esta vez no tenía ni idea de por dónde discurrían sus pensamientos.
—¿A estas horas? —repliqué.
—Sí —dijo, dando un paso hacia el interior de la habitación y cerrando la puerta.
—¿Es el pederasta? —inquirí.
—No, Lola; se trata de otra cosa. Hace mucho tiempo que deberíamos haber hablado de esto...
—Bueno, nunca es tarde si la dicha es buena —respondí sonriendo—, aunque espero que sea corto; mañana tengo que hacer un montón de kilómetros.
Iturri se acercó, me sujetó fuertemente de los hombros y luego me atrajo hacia sí, hasta situarme a pocos centímetros de su rostro. Me alcanzó el olor de su colonia, recia pero afrutada, también el del coñac que había tomado. Yo estaba perpleja, contemplando cómo en sus preciosos ojos relucía un brillo extraño.
—Lola, te quiero. Te he querido desde aquel momento, creo que desde siempre.
Entonces me besó, oprimiéndome fuertemente contra su rostro. Ante aquella inesperada reacción de Juan Iturri, mi corazón se desbocó. Aún recuerdo el estremecimiento, cercano al que sentí cuando mi marido Jaime rozó mis labios por primera vez. Ya no recordaba aquel sentimiento, tan lejano y al mismo tiempo tan próximo. Sin aminorar la presión, poco a poco, Juan fue abriendo los labios, rozándome con su barba. Yo no lo hice, y no porque no sintiera suficiente deseo, sino porque seguía aturdida, embobada, estupefacta.
Bajó la mano derecha. Sus dedos danzaron por mi blusa, hasta encontrar mi pecho desnudo. Me deshice de su beso cuando la mitad de mi cara había probado su saliva. Le arranqué de mí empujándole fuertemente con las manos. Aún le tenía sujeto, con los brazos totalmente extendidos, cuando me percaté de cómo me miraba. Sus ojos me suplicaban que volviera, que le dejara terminar lo que había empezado. Recordé aquel club, aquella oscuridad que expedía sexo sin nombre...
—Te quiero, señoría —repetía—. Hace años que no aspiro a otra cosa que a quererte. Yo cuidaré de ti siempre, viviré para ti.
—¡Estás borracho! ¡Márchate! —le reproché.
—Te quiero —insistió, acercando sus manos a mis caderas.
Rompí a llorar. Mi corazón se debatía en el más cruel de los abismos. Aquellos ojos brillantes me atrapaban, me ofrecían algo que había creído perder para siempre, pero que estaba allí presente de nuevo, al alcance de mi mano. Estaba excitada tras las escenas eróticas en el club, y mi cuerpo me pedía que aceptara el reto, la novedad. Yo no quería a Juan y, aunque él dijera otra cosa, no era amor lo que él me ofrecía.
En las novelas que leo, los protagonistas siempre caen en las tupidas redes del deseo. El conjunto de los relatos no suelen ser edificantes desde el punto de vista moral, pero el escritor indefectiblemente hace que te sientas identificado con el protagonista. Si el literato es bueno, consigue que te pongas en su posición y le comprendas. Sin embargo, yo nunca habría podido comprenderme a mí misma si hubiera dejado que aquellos dedos continuaran su marcha.
—¡Por Dios, Lola, no llores! No pretendo hacerte sufrir; todo lo contrario, lo único que quiero es hacerte feliz. Hace tiempo que Jaime ha dejado de preocuparse por ti.
—¡No es verdad! —gemí—; él me quiere.
—Lo es, y tú lo sabes. Ni siquiera te ha llamado para saber cómo había ido el viaje. Vive por y para su trabajo; es lo único que le importa.
—Lo mismo que tú y que yo. Es esta sociedad, no es Jaime...
—No, Lola, no es verdad. Tu marido hace tiempo que perdió la noción de la realidad: tú eres lo más valioso que tiene, pero a fuerza de descuidarte, ha terminado por despreciarte. Yo voy a restañar esa herida.
Volvió a besarme. Me resistí, de nuevo demasiado tarde.
—Juan, esto no está bien. No puedo hacerlo. Por favor... No me conoces, y yo tampoco te conozco a ti. Siempre nos hemos encontrado en situaciones límite, y la adrenalina nos ha jugado una mala pasada. Tú estás solo; yo, en ocasiones, me siento sola. En fin, adrenalina y hormonas... Eso no es amor... Esas imágenes del club... Ambos estamos tocados, y tú has bebido demasiado. Vete a tu habitación y olvidemos esta tontería.
—No me importa la razón que ha hecho que esto estallara. Es el principio de algo, Lola. Creo que nunca he sido más feliz que hace un momento, cuando sentí cómo te entregabas a mí.
—¡No he hecho eso! —maldije, ruborizándome visiblemente.
—Querías hacerlo, Lola. ¡Mírate, tus ojos lo dicen todo!
Sus manos volvieron de nuevo a mis pechos. Y comenzó a desanudar mi blusa.
—¡No! —chillé.
Enfadada conmigo misma, abrí la puerta de la habitación. Un cliente pasaba por el pasillo en esos momentos. Su figura me sobresaltó. Juan no le prestó atención.
—Espera, Lola, por favor... ¡Lola!
—¡No te acerques! ¡No quiero que te acerques! —le grité, aunque ya estaba de nuevo junto a mí.
—Sé que te quiero, Lola, y sé que tú necesitas amor. ¡Unamos nuestras vidas en beneficio de ambos!
—¡No, ni hablar! Este anillo me ata a Jaime y a mis hijos —le dije, señalando la sortija que adornaba mi dedo—. Un beso no va a conseguir que tire todo por la borda.
—¡Lola, por Dios!
—Mira Juan, esto no ha pasado. Ha sido... ha sido una equivocación... Son tus tres copas de coñac de garrafa las que hablan. No ha sucedido ni va a suceder nunca, ¿vale?
—¡No luches contra ti misma, Lola! Hace años que no pienso en otra cosa que en tenerte junto a mí, dentro de mí... —Volvió a poner su mano sobre mi blusa—. Estoy convencido de que tú...
—¡No, lárgate! Creo que seguiré sola esta investigación.
—Lola, no seas así... ¿Estás segura?
—Sí, lo estoy —mentí—. Ellos son mi vida y, pese a todo, mi felicidad. Si lo piensas bien, sabrás que tengo razón. Necesitas alguien que te quiera, yo a quien quiero es a él. Si me acuesto contigo, sólo te utilizaré. Créeme, deberías salir corriendo.
—¡Utilízame, lo estoy deseando! Jaime nunca se enterará, quedará entre tú y yo. Si después de esto no me quieres, me alejaré para siempre.
No podía creer lo que estaba oyendo. Hacía un minuto me decía que me quería. Dos minutos después me ofrecía un rollo rápido.
—¿Vas a marcharte? Sabes que soy capaz de gritar hasta que venga alguien a socorrerme.
—De acuerdo, Lola, veo que necesitas tiempo para pensar. Ya tienes clara mi propuesta —contestó.
Su voz se había vuelto pétrea.
Me puse a todo correr la ropa interior. Lancé la maleta sobre la cama. Metí en un momento y sin pararme a doblar las pocas piezas de ropa que me había llevado. Luego, me llegué hasta el cuarto de baño. La colonia y el maquillaje, la crema y la pasta de dientes estaban sobre el estante. Pasé el brazo por él, barriendo su contenido sobre el neceser. Lo metí también en la maleta y me senté encima para que cerrara.
Hice todo aquello deprisa, como si perdiera un avión, como si el resto de mi vida dependiera de ganar segundos. No obstante, cuando acabé me derrumbé en el suelo y cerré los ojos. Bastaron unos segundos para que empezara a reprocharme lo que había pasado.
Hubiera debido darme cuenta antes; tenía indicios suficientes. Recordé los besos en la mejilla, cómo se detenía a cogerme las manos con cualquier excusa, cómo me miraba. Sin embargo, yo había accedido a viajar con él a una ciudad desconocida, solos, con tiempo y dinero y, para colmo, rodeados de un ambiente que nos decía a gritos que estábamos en época de celo. Me miré a mí misma y recordé mi estúpido disfraz. Yo no era un travestido, ni lo sería nunca, y disfrazarme no iba a cambiar las cosas. Tampoco cambiar de escenario me permitiría dejar de ser quien era, quien soy.
Jaime nunca se enteraría. Si yo no se lo decía y, desde luego, no pensaba decírselo, el secreto quedaría entre mis hormonas y yo. Allí no me conocía nadie: Juan y yo hubiéramos podido pasar simplemente por una pareja de enamorados que entran juntos en una habitación y cierran tras de sí la puerta. Nadie nos iba a pedir un certificado, nadie nos pediría cuentas. Sin embargo...
Nadie se hubiera enterado, excepto yo. Pero ¿cómo dormiría luego? ¿Cómo me aguantaría? Podía comprar mi capricho, pero la factura sería demasiado elevada: iba a perderme a mí misma. Iba a perderlo todo.
Jaime y los niños. Jaime... Se me llenaron los ojos de lágrimas. Jaime, mi Jaime, sólo mío... Aquellos hombres se exhibían en la pista de baile buscando la mejor apuesta, al mejor postor. Yo no quería hacer eso. Juan Iturri me había dicho que me quería, pero Jaime me lo había demostrado mil veces. Quería sentir nuevamente su beso, como aquellos bailarines deseaban atrapar una nueva presa. Un trofeo, la emoción dela caza, de la nueva pieza. No, yo no era mejor que ellos, ni mejor ni más lista. Debía salir corriendo.
Dicen los moralistas que el espíritu está pronto, pero la carne es débil. La mía, desde luego, lo era; por eso quise salir corriendo, pero lo que me ayudó a huir no fue la conciencia sino los detalles. Sí, fueron los detalles los que me sacaron de aquel atolladero. Detalles, miles de detalles nimios que, a modo de herencia vital, se hallaban escondidos en el hondón de mi memoria, brotaron súbitamente, en cuanto pensé en caer en la tentación. Detalles sobre detalles, lloviendo sobre tierra mojada por tantos días llenos de anécdotas pequeñas, menudas, casi irrisorias, alegres y tristes. Detalles, únicamente detalles: una sonrisa, un gesto cómplice, aquellas flores silvestres, tantas sobremesas, tantas lágrimas bebidas juntos.
Estaba con el teléfono en la mano, dispuesta a llamar a recepción pidiendo un taxi, cuando volvieron a llamar a mi puerta.
—Lola, por favor, ábreme —alcancé a oír de una voz balbuciente.
—¡Márchate! —grité.
—Lola, necesito que me ayudes. ¡Me encuentro fatal!
—Yo también, Juan, por eso te ruego... te exijo que te marches...
—Todo me da vueltas, el mundo parece irreal y estos colores... ¡Si pudieras ver estos colores, me duelen los ojos de tanto mirarlos!
—Eso pasa por beber más de la cuenta... —le repliqué.
—No, no es eso... He pasado ya muchas borracheras. Es... Eres...
—¡No me vas a convencer para que abra, lárgate!
Un ruido sordo proveniente del pasillo me sobresaltó; pero todavía me inquietó más que Iturri no respondiera a mis preguntas.
—¿Estás bien? ¡Contéstame, Juan, por favor!
No lo hizo. Repetí la pregunta, pero nada. Finalmente, abrí. Juan estaba tendido en el suelo, hecho un ovillo, en una posición casi fetal. La tenue luz del pasillo no permitía adivinar bien su rostro, pero, desde luego, su mirada era extraña y su color ceniciento. Tenía los ojos muy abiertos, prendidos en algún punto del techo. Por un instante, me recordó la mirada extraviada del abad Urrutia, muerto bajo el altar de la ermita. Sentí una punzada de miedo. Me agaché y sin atreverme a tocarle le dije:
—¿Qué te pasa, Juan, qué ocurre?
Siguió mudo, sin mover un músculo, pero con los ojos muy abiertos.
Le retiré suavemente el flequillo, aunque a él no parecía molestarle. Acerqué mi mano a la suya; estaba helada. Por un momento temí lo peor, pero cuando aproximé mi cabeza a su pecho sentí los atropellados latidos de su corazón.
—¡Santo Dios, estás vivo! Voy a buscar ayuda, no te preocupes, estoy contigo.
Salí corriendo y telefoneé a recepción para pedir una ambulancia.