Para mí, el lunes comenzó cuando los faros de un automóvil desconocido iluminaron la calle vacía y se colaron por las rendijas de la persiana de mi habitación. Su paso por el asfalto causó un ruido casi nimio, pero su luz me despertó. Miré el reloj de la mesilla. Eran las cinco y media. Con los párpados entornados, esperé a que el sueño volviese, pero ni siquiera se acercó. Al fin, dejé que mis ojos permanecieran abiertos mientras pensaba en lo ocurrido en los últimos días.
No pensé en Iturri. La tarde anterior había abandonado la cama de la UCI, lo habían instalado en una habitación del ala de medicina interna del hospital. Parecía muy recuperado cuando hablé con él por teléfono. No obstante, intuí que la procesión iba por dentro, porque no hizo mención al caso ni manifestó impaciencia alguna por reincorporarse a la investigación. Yo, naturalmente, omití cualquier referencia a los asesinatos y evité hablar del nerviosismo vivido en los últimos días. Días de vértigo, días extraños, días que te hacen apreciar de nuevo esa maravilla que tildamos con desprecio de normalidad.
«No hay nada más bello que lo nunca tenido», cantaba en mi juventud, imitando la rasgada voz de Serrat. Pero se equivocaba. Los recodos de la normalidad son aún más bellos, la misma esencia de la belleza está en ellos, aunque estén hechos de motas tan menudas que no puedan apreciarse.
La casa estaba en silencio y en penumbra, pero yo la percibía iluminada con aquella luz de estreno. Estaba en casa; ese sitio único al que siempre, ocurriera lo que ocurriera podía volver. Mi sitio, mi cueva, mi caparazón. Paredes blancas desgastadas por el roce; suelos fríos que pisar con calcetines viejos; olor a limón. El extraño color de la mancha del sofá, que nunca conseguimos quitar; la taza sin plato. Muebles que perdieron el brillo bajo el dulcísimo beso del sol, afelpado o ardiente. Algarabía de voces, ruidos de vasos, la eterna gotera, el pequeño desorden que reina allí donde hay niños que sueñan. El tímido arbolillo de la entrada, medio muerto, medio vivo. Ellos, todos ellos. Jaime y yo.
Jaime. Sonreí al recordar su pícaro gesto al volver a su cama. No reproduciré lo que me dijo. Únicamente yo lo entiendo.
Nadie daba un duro por nosotros, ni nuestras familias ni nuestros amigos. «Sois demasiado distintos —insistían—. Un poco resulta divertido, ¡pero tanto! Tanto es sinónimo de fracaso.» Acertaban en lo primero. Moreno y pelirroja; requeté y republicana. Tacones decididos y cómodos zapatos de suela de goma; la niebla y la cambiante silueta de la luna. La sensatez y la temeridad enfrentadas; el silencio y la barbulla. Sin embargo, ¡qué normalidad tan hermosa! Todo un lujo al alcance. Cuando esto ocurre, todo lo demás queda fuera.
Apoyada sobre el almohadón de algodón blanco, recordé en un instante lo que había ido olvidando con los años y las canas. Cómo mi madre frotaba las vueltas de las orejas con aquella esponja que rascaba hasta enrojecer la piel, así me quité yo la roña del alma, enfocada con el visor de trabajos y éxitos.
Así, rumiando el comienzo de mi antigua vida, debió de pillarme el sueño, porque lo siguiente que recuerdo fue el infernal ruido que manaba de la izquierda de mi cama.
Como una madre cualquiera, como lo que soy, me levanté de inmediato, desayuné tocando a rebato, corrí para dejar a los niños en el colegio a tiempo y aguardé turno en la consulta del médico hasta que la enfermera se dignó recibirme. En cuanto me quitaron los puntos de sutura de la frente, me encaminé al juzgado. Puntualmente, franqueé la puerta de doble hoja, y me encadené de nuevo a la rutina de una jornada de guardia.
—¡Se lo juro, señoría, yo no quería hacerlo!
Unos ojos teñidos de negro por el efecto de lágrimas y rímel me miraban tras unas feas gafas de pasta.
—Acercarse a una tienda con unas tenazas en la mano y que te pillen tratando de ejercitarte en la cadena que protege una chupa de cuero, indican claramente voluntariedad.
—Sí, eso no lo niego; pero es que me forzaron a hacerlo, señoría. Me dijeron que si no cumplía sus órdenes no me admitirían en el grupo y, si no me admiten, ¿quién va a protegerme ahí dentro?
—¿Ahí dentro? ¿Te refieres al instituto?
—¡Qué otro sitio existe! —me dijo, lanzándome una mirada de reproche.
—Pues por cómo lo cuentas, parece que estuvieras hablando de la cárcel o de algo peor.
—Se nota que usted ha estudiado en un colegio de pago, señoría.
Guarde silencio mientras contemplaba a aquella rechoncha niña de quince años, disfrazada de perdida. Llevaba el pelo teñido de negro y cortado de forma tan desigual que parecía haber manejado la tijera su peor enemigo. La ropa —idéntica a la de la masa que aguardaba mi sentencia en la calle— le sentaba fatal, y estaba sucia. A aquella niña le faltaban veinte centímetros y le sobraban diez kilos; una combinación que le dejaba sin defensa en manos del diablo del instituto. Primero vendrían los robos, luego los porros, más tarde el sexo por obligación. A los dieciséis, el embarazo inesperado; luego, el aborto traumático.
No obstante, a juzgar por su expresión, la inculpada parecía haberse dado un buen susto. Era menor y delinquía por primera vez. Decidí asustarla aún más, sabiendo que cuando saliera con su primera amonestación seria, sus compañeros la recibirían como una heroína y ella vería el cielo abierto.
—¿Algo más, Gorka? —pregunté a mi secretario cuando terminamos con ella.
—Sí, señoría, y lo siento. Estoy pensando en dar por buena la hipótesis de su mal fario.
Me levanté de inmediato, temblando por fuera y por dentro.
—¿Otro asesinato?
—No, señoría, un accidente. Se ha encontrado un cuerpo, aún no saben si está vivo o es ya fiambre.
—¡Menos mal! —dije entre dientes—. ¿De quién se trata?
—Parece ser un excursionista que se ha caído por una sima. ¡Gracias a que llevaba una camisa de color chillón! Alguien le ha visto desde arriba y nos ha llamado. No es un sitio muy transitado.
—¿Dónde ha sido?
—En el monte El Perdón, tras los molinos de viento. Precisamente ha sido uno de los empleados de Gamesa quien ha avisado; estaba allí arriba revisando la instalación cuando ha observado algo extraño.
—¿Han acudido ya los equipos de salvamento?
—Están allí en este momento, pero el acceso resulta difícil. Estiman que tardarán en alcanzar el repecho, donde está el cuerpo, otros quince o veinte minutos.
—Conforme, voy para allá.
—¿Quiere que llame a un chófer?
—No hace falta, está a un paso y me vendrá bien conducir; así me veré obligada a poner la cabeza en otro sitio. Escríbeme las indicaciones pertinentes, para que no me pierda.
«Aunque supongo que es casi imposible», pensé recordando la parafernalia que solía montar la policía en estos casos.
El día estaba cargado desde su origen, pero la amenaza de lluvia se consolidaba. Descargó cuando estaba en un paso de cebra esperando a que, por fin, atravesaran la calle dos señoras que lucían su palmito. Lo hacían muy despacio, como si todo el mundo debiera detenerse a contemplarlas.
Sin remordimiento por lo que habría de pagar en la tintorería, mantuve la ventana abierta y permití que el agua entrara en el coche. Quería despejarme.
Mientras iba de camino, tuve una premonición. Se me metió en la cabeza que lo que iba a encontrarme en aquel barranco estaba relacionado con el fatídico caso que llevaba. Era una tontería; lo sé, pero no podía quitármelo de la cabeza.
Nadie me prestó atención. Me metí debajo del paraguas y, como el resto de los congregados, observé las maniobras. En aquel momento, dos miembros del servicio de rescate de la Guardia Civil intentaban alcanzar al montañero siniestrado, pero la lluvia, lo escarpado del terreno y el viento, que se había levantado con la tormenta, lo impedían. Los bomberos trataban de ayudar, mas poco había que hacer, aparte de esperar.
Cerca de media hora después, uno de ellos consiguió alcanzar el cuerpo. Con una oleada de aplausos, los presentes tratamos de expresar el reconocimiento por la arriesgada labor. Yo me sumé a la algarabía general sin ningún pudor. Sin embargo, enseguida percibí que algo no iba bien.
—¿Está muerto? —preguntó el guardia que supervisaba desde la cima la operación.
—¿Muerto? —chillaron desde abajo—. ¡Es un puto muñeco! ¡Nos hemos jugado la vida por rescatar a una mierda de plástico!
—¿Plástico? —replicaron desde arriba.
Rápidamente, empezaron los comentarios; una broma, basura fuera de sitio. Alguno insinuó que el muñeco podía haber sido olvidado tras el simulacro del año pasado.
Cuando todo el mundo había dado su parecer, me acerqué al que parecía capitanear aquello y me presenté.
—Señoría, como ha podido ver, sus servicios no van a ser necesarios. Gracias a Dios.
—Sí, gracias a Dios. Sus hombres se han portado bien.
—¡Malditos bromistas! —insistió.
Yo me abstuve de opinar y volví hasta el coche. Sacudí los restos de agua que destilaba el paraguas, lo cerré y me senté al volante. Estaba calada; opté por recogerme el pelo en una coleta para no poner perdida la tapicería.
«Al menos, mi premonición había resultado fallida —me dije—. Nada que temer; ¡me estoy volviendo paranoica!»
Conduje muy despacio. Con la lluvia, el estrecho camino de tierra se había convertido en un barrizal para el que mi utilitario no está preparado. Unos metros más adelante, observé un profundo socavón en medio del sendero. Pensando en la posibilidad de que una de las ruedas quedara obturada en él, opté por bordearlo por la derecha, donde nacía otro pequeño sendero que parecía ser un atajo. En el preciso momento en que me adentré por él, recibí un abrazo opresivo, sintiendo de inmediato el peso del miedo.
—¡Santo Dios! —chillé.
—Continúe por el sendero hasta que yo lo ordene —me susurró al oído, impregnando mis pituitarias de un intenso olor a perfume.
Su voz era suave, casi angelical, aunque pronto notaría que entonaba una estudiada melodía fúnebre.
Lo primero que se me ocurrió fue volver la cabeza para enfrentarme a mi agresor, agazapado a mi espalda como una serpiente. Pero, al intentarlo, el brazo que me había rodeado se tensó para impedírmelo, permitiéndome ver el brillo del metal. Aquel hombre blandía con destreza de cazador un enorme cuchillo de sierra. Si en el primer instante me invadió la perplejidad, aquella luz metálica hizo crecer en mi interior un profundo miedo, un pánico extremo que nunca hasta ese momento había vivido, ni he vivido después.
Traté con todas mis fuerzas de zafarme de aquel brazo. Sólo logré que la presión subiera de grado hasta casi cortarme la respiración. Sin mostrar enfado, la misma pacífica voz ordenó:
—Mantenga los ojos en el camino, ¿de acuerdo? No queremos tener un accidente, ¿verdad?
Dispuesta a disimular para salvar el pellejo, no opuse más resistencia física e intenté conducir sin abandonar las lindes del sendero; sin embargo, pregunté:
—¿Quién es usted, qué quiere?
Desde detrás de mi nuca, abultada por el pelo recogido en una coleta, emergió de nuevo su voz:
—¿Conoce Budapest, señoría?
Helada por la sorpresa, no respondí. Mi silencio no se debió tanto a que mencionara una lejana ciudad cuyo nombre no venía a cuento, cuanto a que empleara el tratamiento. Aquel hombre había dicho «señoría», y eso lo cambiaba todo... a peor. Con esa palabra, me había indicado que no era un vulgar ladrón a la caza de unos euros y alguna joya de valor. Venía a por mí... y yo sabía quién era: olía a Esencia de Loewe.
Iba a protestar de nuevo, pero temí que mi insistencia diera pábulo a una nueva locura. Él siguió intentando que hablara.
—Veo que no conoce esa ciudad, ¡qué lastima! Nos hubiéramos entendido mejor. Dicen que tiene usted buena labia y mejores entendederas.
Resultaba obvio que aquel tipo me conocía. No servía de nada guardar silencio; haría lo que hubiera venido a hacer. Por ello, contesté airada:
—¿Entendederas? ¿Debo entender que me está reteniendo contra mi voluntad para explicarme dónde está Budapest? ¡Haga el favor de...!
Su voz cambió de timbre y aumentó la presión.
—No haga tonterías, señoría. Esto no es su juzgado; aquí no está en posición de negociar —me susurró al oído, mientras me enseñaba regodeándose el enorme y reluciente cuchillo de caza.
Al percibir el movimiento del metal, me oriné. Él no pareció darse cuenta y siguió hablando de aquella ciudad, pero yo noté abochornada cómo el calor se extendía por mi falda beige y luego, con menos brío, por mis piernas hasta colarse en uno de mis zapatos. Aquel acto de miedo, lejos de amilanarme, me enardeció. Quizá me matara, pero no estaba dispuesta a que me denigrara de esa manera.
Mientras notaba cómo el líquido se enfriaba al contacto con la temperatura ambiente, me inundaron un montón de preguntas. Curiosamente, poco tenían que ver con el cuchillo o con el asaltante. En aquellos momentos, pensaba en mi familia. ¿Por qué había perdido el tiempo de aquella manera? ¿Por qué había despreciado el don de la paz, discutiendo por tonterías? ¿Por qué no le había dado a Jaime un último beso antes de salir? ¿Por qué mi firma no decoraba aún la escayola de Pablo? ¿Por qué no había buscado a Dios? Convencida de que aquel hombre me había cazado para degollarme, mi mente se aferraba a un único pensamiento: ¡en qué cantidad de estupideces había malgastado mi vida, una vida que inexorablemente se agotaba! «Dios, seas quien seas, ¿querrás perdonarme?»
Mi agresor interrumpió el idilio que mantenía con mi alma, clara por una vez, hablándome de aquella maldita ciudad.
—Yo estuve allí hace unos meses, ¿sabe? Descubrí espantado que el Danubio no es azul. ¿Se lo imagina?
No le contesté. Crecía en mi interior un sentimiento de satisfacción. Había perdido mucho, pero ¡cuánto había ganado! Él no pareció ofenderse por mi indiferencia.
—¡Por todos los santos, el Danubio azul no es azul! Si no ha visitado la ciudad, tendrá que creerme: le aseguro que el mítico río no tiene ese color. Es más, resulta casi idéntico a todos los ríos que conozco: cauce sucio y peligroso, mal olor, basura... ¿Y qué decir de la ciudad? Como en el cauce, los años de comunismo han dejado huella. Presenta un aspecto mugriento y sombrío. Me alegré de abandonar aquel denso olor a roña y excrementos... y, por supuesto, me complació zafarme de aquella multitud de manos pedigüeñas, tozudas como mosquitos noctámbulos. Hasta las partes más nobles de la villa han perdido la belleza y elegancia de la legendaria reina Sissí.
—De acuerdo, lo admito —accedí—, el Danubio es marrón y Hungría está sucia y descuidada. ¿Puede decirme ahora qué tiene eso que ver conmigo? ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué me retiene?
Entonces fue él quien repudió mi pregunta y continuó con su relato.
—El Danubio fue mi primera decepción, ¿sabe?, pero no es la única ni la más dolorosa. Usted también me está decepcionando.
Con aquella afirmación, la veda pareció abrirse. Iba a enterarme finalmente del motivo de mi muerte.
—¿Yo estoy decepcionándole? ¿Por qué? ¿Quién es usted? Le aseguro que si ha habido algún error judicial trataré de subsanarlo... también los jueces nos equivocamos. Pero ha de saber que ésta no es la forma idónea. Reteniéndome, únicamente conseguirá agrandar sus penas.
Ignorándome, mi agresor siguió hablando con voz suave y tranquila, sin dejar un instante de apretar el cuchillo en mi cuello. No podía verle el rostro, pero identifiqué de inmediato el hábito marrón y también su voz: era el falso artificiero.
—La noche en que ella murió, el temporal comenzaba a remitir. Fue ese jueves cuando cayó sobre Navarra la última gran nevada del año. La espesa capa blanca que vestía las calles desde el comienzo de la semana engrosó aquella noche hasta alcanzar los 40 centímetros; luego, bruscamente, dejó de nevar. ¿Se imagina el paisaje, señoría? ¡Por supuesto que sí! Hostigadas por el peso de los copos, las ramas de los árboles se encorvarían. Algunas no podían aguantarlo y se rendían, cayendo a tierra, para ser inmediatamente cubiertas por la nivea manta. Aprisionada en las tuberías, el agua se retorcería hinchada y confusa; los vagabundos, muy quietos, celarían sus cuerpos tras mantas y cartones, llenándose de vino las entrañas para sobrellevar el perfume polar. ¿Me sigue, jueza MacHor?
Al oír mi nombre me estremecí, pero le seguí la corriente. Claramente aquel hombre había venido a por mí.
—Mientras la nevada arrastraba al Arga hasta el punto de congelación, su rostro fue perdiendo el color y contagiándose de la frialdad de la noche. Los coquetos visillos blancos que ella había realzado con un festón rosa encubrieron su cadáver; la ventana de doble cristal y los ruidos de una televisión cercana silenciaron los violentos espasmos que precedieron a la llamada de la muerte.
—¿De quién me habla? —pregunté sin obtener respuesta.
Él continuó su relato sin inmutarse. Estaba claro que quería contarme algo, pero ¿qué? ¿A qué venía narrarme esa nevada?
—El viernes venció el sol. Trabajando a destajo, las máquinas quitanieves lograron que la villa recuperara poco a poco el flujo de sus arterias. Hubo que esperar a que toneladas de sal vencieran al hielo para caminar sobre las aceras de nuevo. Hasta el domingo la población no pudo enfrascarse nuevamente en sus añoradas rutinas. Entonces la encontraron. Su cuerpo se balanceaba entre el techo y el suelo de su céntrico apartamento, oliendo a podrido, bañado en sus propias heces. Por lo que veo, eso lo entiende usted bien.
Reconozco que me avergoncé enormemente, pero enseguida me invadió una terrible rabia.
—¿Qué quiere? ¡Dígame qué quiere!
—La juez que instruyó el caso dio orden de retirar el cadáver esa misma tarde, cuando sonaban las campanas de la iglesia de San Andrés llamando a misa de siete, oficio al que ella acudía diariamente desde hacía veinte años.
—¡Dígame qué quiere!
—¡Que haga su trabajo, maldita sea! ¡Detenga usted al demonio!
—¿Yo? ¡Es usted quien debiera hacerlo! ¿Por qué no se detiene? —dije temblando.
Era posible que, al culparle, me convirtiera en su cuarta víctima.
—¡Lo ve, no comprende usted nada! ¡Yo no soy el asesino, sólo soy el verdugo! ¡Busque a Satanás; está dentro, su humo mezquino se coló por las rendijas del templo invadiéndolo todo! ¿Es que no alcanza a descifrar que el diablo viste de clérigo?
—¡No, no lo entiendo; necesito que me lo explique! ¿De quién me habla?
—Le hablo de Satanás. Tiene cara dulce y voz melosa, pero no es sino el diablo.
—¿Y eso qué tiene que ver con esa mujer que se ahorcó?
Ésas fueron mis últimas palabras. Un fuerte golpe en la cabeza me hizo perder la conciencia.
Cuando abrí los ojos era casi de noche y había dejado de llover. Sentí un miedo atroz. Me mantuve unos segundos quieta, casi sin respirar, por si él seguía allí. Cuando confirmé que estaba sola, intenté moverme. Lo conseguí sin problema alguno. Seguía sentada en el asiento del conductor de mi pequeño Ford como si nada hubiera ocurrido. Me palpé la ropa, estaba mojada. Sentía frío y tenía la vista borrosa; la cabeza me latía como si fuera el corazón. Busqué el bolso. Lo encontré enseguida, estaba sobre el asiento del copiloto, exactamente donde lo había dejado. Localicé el móvil. Bendije al ángel que lo había puesto a cargar y llamé a casa. Curiosamente, lo cogió Jaime. Me eché a llorar en cuanto oí su voz.
—¡Lolilla, ¿qué te pasa, dónde estás? ¡Llevamos horas buscándote!
Yo no conseguía dejar de sollozar.
—Lolilla, tranquilízate. Sólo dime dónde estás e iré volando a buscarte.
—No te di un beso...
—¿Cómo dices?
—Esta mañana, Jaime... Iba con prisas, y no te di un beso... ¡Lo siento!
—No te preocupes por eso ahora; en cuanto te recoja dejaré que te resarzas.
En aquel momento, oyendo el característico humor de mi marido, fui consciente de que el futuro había vuelto. Tenía ante mí una segunda oportunidad para ser feliz, para ser cabal, para ser lista. Nuevamente saltaba la chispa, y ya nadie, ni siquiera yo misma, iba a evitar que me consumiera en el fuego de la verdadera pasión, la que pervivía a los pies de la muerte.
—Jaime, tengo que confesarme.
—Vale, buscaré un cura benévolo, pero, por lo que más quieras, Lolilla, ¡dime dónde estás!
—No lo sé; creo que en algún lugar cerca de El Perdón, en un sendero abandonado.
—¿Estás en el coche?
—Sí, en el coche.
—¿Puedes moverte?
—Sí, al menos los brazos. He cogido el móvil.
—Inténtalo con las piernas.
Lo hice, todo parecía estar bien. Sin embargo, no tardé mucho en percibir la sangre; me llenaba la camisa y llegaba hasta la falda. Eso me asustó y rompí de nuevo a llorar.
—¡Hay mucha sangre; Jaime, ven por favor!
—¿Estás mareada? ¿Respiras bien?
—Todo está borroso y oscuro. ¡Ven, por favor, estoy asustada!
—De acuerdo, y haz lo que te digo. Pon el seguro y no abandones el coche bajo ningún concepto. Iré a recogerte con una ambulancia. ¡Sólo cinco minutos, no tardaré más de cinco o diez minutos! Quiero que pienses en mí y en los niños. ¡Y quiero que cantes!
—¿Qué?
—No sé... Ahora no se me ocurre... ¡Sí, ya está, Serrat! Quiero que cantes a Serrat; yo voy a colgar un momento y luego te...
—¡No, no me cuelgues!
—Vale, tranquila, no lo haré. Te dejo con Pablo, cuéntale cómo estás. Quiero que sigas hablando, ¿vale? Yo, mientras tanto, pediré la ambulancia. Tienes batería, te cargué el móvil anoche, de forma que no habrá problema. No te colgaré, ahora cántale a Pablo lo que tú y yo cantábamos cuando teníamos más pelo y menos kilos. ¿Vale?
Cada vez más mareada, canté a Machado con la voz de Serrat, y a Serrat con la mía. Volaron mis canciones para Lucía, queriendo que fuera Jaime, la más bella historia de amor que tuve y tendré. Canté para no buscar nunca una luna nueva o un sol más brillante. Canté sin parar, porque cuando no cantaba, cantaba él, con su desafinada y apaciguadora voz de médico de almas. Cuando por fin su voz se convirtió en rostro, me desmayé.