Capítulo 4

Llevaba casi tres horas entrevistando a monjes. Había hecho un titánico esfuerzo por mantener la atención y mostrar una grata sonrisa en todo momento, pero mi paciencia caía al son de la luz de la tarde. ¡Cuántas veces había oído la misma cantinela, la recurrente historia, los minuciosos datos que no incluían ninguna información interesante! Poco había sacado de los veinte interrogatorios. Veinte veces me había disculpado ante aquellos hombres uniformados por romper su clausura, otras tantas había mentido y dicho que habían encontrado un vehículo propiedad del monasterio y que el padre abad, que presuntamente lo conducía, había desaparecido. Y todo, ¿para qué? No había cosechado ningún éxito. Estaba cansada y alicaída; me hallaba tan lejos del conocimiento de los hechos como cuando había llegado y, además, estaba hambrienta. No pienso bien con un hueco en el estómago y, desde aquellos magníficos buñuelos con Gabriel Uranga, no había probado bocado.

No me quejaba de los hombres ataviados con aquel sencillo hábito marrón: habían cooperado de buena gana con la instrucción de la causa. Simplemente, era poco lo que podían referir: el abad no había acudido a vísperas ni a ninguno de los demás actos de culto a los largo de la jornada; tampoco al desayuno ni al estudio en la biblioteca. La última vez que alguna persona del monasterio había advertido su presencia había sido en la cena del jueves. Ninguno de los monjes ni de los miembros del personal de servicio le habían visto después. Aquella actitud no indicaba a priori que existieran problemas graves. Aunque al padre abad no le placía abandonar la clausura y trataba de evitarlo siempre que podía, su cargo le obligaba a visitar otras abadías o a cumplir con la cortesía propia de la vida cenobítica. Habitualmente, los monjes corrientes no eran informados de sus salidas, ni recibían explicaciones acerca de sus ausencias. Por ello, algunos hermanos se habían limitado a constatar su partida.

Cuando el último novicio abandonó la estancia, por fin me quedé sola en aquella magnífica biblioteca con marcado sabor tomista, a media luz. Aproveché el entreacto para levantarme, estirar las piernas y desentumecer el cuello. Mientras esperaba la llegada del siguiente hermano benedictino, tomé un volumen de la abigarrada biblioteca. Cogí uno al azar, toda la habitación estaba llena de ellos, muchos eran antiguos; otros, los menos, de factura reciente. El texto, de enormes dimensiones en comparación con lo que en la actualidad nos tienen acostumbrados los editores y libreros, estaba bellamente encuadernado con lomos de piel oscura, cuyo color realzaba aun más las letras pintadas y los hilos dorados. Solté las cintas de cuero que unían las dos tapas y me topé con aquella contundente letra gótica latina y sus historiadas iniciales. Me fijé enseguida en que el texto estaba impoluto, ni una brizna de polvo. Sólo un pequeño rasguño en la parte inferior de la portada, que había sido reparado por manos expertas. Aquella biblioteca era, sm duda, un lugar de estudio empleado con frecuencia.

Hojeé el libro durante unos segundos. El pergamino antiguo, de un beige dorado por el paso del tiempo; los grabados xilográficos al principio de cada capitulo; la censura manuscrita de la Inquisición en el verso de la portada; aquella biblioteca en profundo silencio. Por un momento, sólo por un breve instante, sentí envidia de la vida del medioevo que imitaban aquellos frailes. Una vida sin prisas NI carreras, con tiempo para la lectura y el arte, la poesía y la contemplación. ¡Qué distinta de mi situación y de la de tantos que, como yo, se someten al regimen del salario, la familia y las relaciones sociales!

Y como los sueños, sueños son, y envidiar lo inalcanzable sólo conduce al desánimo y al malhumor, trate de pensar en otra cosa, leyendo aquel libro. Llevaba por titulo De institutione femmae christianae; autor, Luis Vives. Releí sorprendida el título. En mi ignorancia, habría supuesto que en 1520, año en que la obra estaba fechada, nadie se ocuparía de la instrucción de las mujeres. Estaba equivocada. El texto estaba escrito en latín. Desde el bachillerato, no he cultivado especialmente esta lengua, pero entonces fui lo suficientemente aplicada para poder apreciar el índice. El Liber primus hablaba de la educación de la niñas cuando aún no hablaban, de la virginidad, de los adornos y las virtudes. Y de los escritores cuya lectura debía rechazar una mujer honesta. Me picó la curiosidad y busqué la sección. Qui non legendi scriptores, qui legendi, era un discurso de poco más de ocho folios. Sonreí mientras intentaba traducirlo con mis exiguos medios: en realidad, reflexioné, el maestro Vives hablaba de las telenovelas de la época (entonces escritos de guerras y enamoramientos en lengua romance) y de «las cancioncillas» que las »acompañaban, mostrándose poco partidario de su lectura, tanto por caballeros como por damas.

Me hallaba en estas diatribas, con el libro entre las manos, tratando de traducir su contenido, cuando el maestro y superior de novicios, padre Francisco, emergió silenciosamente de la nada. Aquel hombre parecía arrastrarse por el espacio sin tocar siquiera el suelo. El corazón me dio un vuelco cuando sentí su voz en mi cogote:

—Señoría, creo que ha entrevistado usted a todos los hermanos hábiles —dijo—. Si sus pesquisas han terminado, tendré mucho gusto en acompañarla a la salida. Se acerca la hora de la cena y debemos recogernos.

Como creo haber comentado, tras un leve tira y afloja, el padre rector y yo, de común acuerdo, decidimos eximir de la entrevista a tres hermanos, enfermos crónicos, que no habían salido de sus celdas los días de autos. Supuse que el padre Francisco hacía referencia a ese punto al mencionar a los «hermanos hábiles», sin embargo, sus datos no cuadraban con los míos.

—¿Está seguro de lo que dice, padre? ¿Ha contado usted bien? Creo que aún me falta hablar con algún miembro de su comunidad.

—Estoy completamente seguro, señoría. Los hermanos hábiles le han contado todo lo que saben, que, como habrá podido apreciar, es bien poco.

Me preocupé de inmediato. La mayoría de los frailes entrevistados habían hecho referencia a un nimio altercado acaecido la madrugada del viernes en el corredor donde vierten sus celdas. Según me habían contado, el fraile sacristán —un tal Chocarro— había gritado y corrido por los pasillos antes del rezo de vísperas. ¡Correr sin moderación, gritar...! La primera vez que escuché ese comentario, hube de hacer ímprobos esfuerzos para no reírme y escandalizar al pobre aprendiz de fraile. Pero cuando aquel testimonio comenzó a reiterarse, cuando, casi sin excepción, todos ellos contaban la misma historia, dejé de considerarlo como una divertida anécdota, y me lo tomé muy en seno. Comprendí que cualquier cambio en la rutina, que seguían voluntaria y milimétricamente una estricta regla de silencio y trabajo, podía resultar extraordinaria. Sin embargo, el hermano Chocarro no estaba en la lista de frailes que me habían visitado, de manera que me encaré con el maestro de novicios, que seguía ante mí impertérrito, sin color ni forma, casi sin cuerpo:

—Creo que no he terminado aún, padre Francisco. Le pido de nuevo disculpas por obligarles a cambiar su horario, pero una desaparición está por encima de que ustedes tomen su alimento a tiempo. Debo continuar con mis pesquisas...

—Perdone, pero no comprendo qué quiere decir.

—¿Está usted seguro de que no me comprende?

—Completamente, señoría.

—Bien, se lo explico de inmediato: hay alguien con quien me gustaría hablar que no ha pasado por esta preciosa biblioteca —respondí enojada y cortante.

—Disculpe que le lleve la contraria, señoría: ha hablado usted con todos los hermanos y padres que no están forzosamente retenidos.

—Me parece que se equivoca. No he entrevistado aún al hermano sacristán, un tal Chocarro —dije mirando mis notas, aunque recordaba perfectamente el apellido.

—¡Ah, el problema es el hermano sacristán! Entiendo... Verá, creo que ha habido un malentendido. En realidad, ambos tenemos razón. Usted la tiene, porque es cierto que no se ha entrevistado con él; yo también, porque pertenece al grupo de los no hábiles, hermanos que, según el acuerdo a que llegó usted con el padre rector, no entrevistaría.

—¿Dice usted que está recluido en su celda? —pregunté, enfatizando la idea de la reclusión—. ¿Qué enfermedad padece, si puede saberse? Si es grave, yo misma me desplazaré hasta su dormitorio para evitarle molestias.

—No está enfermo, señoría, pero está recluido.

—¿No está enfermo? Disculpe mi torpeza, pero no lo comprendo. Yo pensé que la razón por la que algunos hermanos no podían venir a hablar conmigo era que la enfermedad les obligaba a permanecer en cama... Además, el padre rector me aseguró que ninguno de ellos había abandonado su aposento el día de autos. Pero yo sé, y usted también sabe, que el hermano Chocarro estuvo en los pasillos superiores de la clausura la madrugada de la desaparición de su abad. ¿Quiere, por favor, padre Francisco, explicarme con claridad qué demonios pasa? —protesté nuevamente, sin preocuparme por el lenguaje empleado.

—Tiene usted razón en sus conjeturas. Los padres que no ha entrevistado están muy enfermos y desde hace varias jornadas no salen de sus celdas. Reciben allí incluso la sagrada comunión y el alimento. Pero el caso del hermano Chocarro es otro. Nuestro sacristán ha sido excomulgado.

—¿Qué ha sido qué?

—Excomulgado, señoría. Ha sido castigado severamente y no puede recibir la sagrada comunión, ni hace vida de comunidad junto al resto de los hermanos. Recibe el alimento en un lugar aparte y...

—No siga, por favor, es suficiente —mi voz sonó gélida y cortante, respondiendo fielmente a mi estado de ánimo—. En cinco minutos le quiero en mi presencia. ¿Me ha entendido bien, padre Francisco? Cinco minutos, ni un solo segundo más.

—He comprendido —dijo.

Pero yo seguí insistiendo, estaba demasiado enfadada.

—En caso de que las cosas no se hagan como ordeno, usted y su querido rector serán inmediatamente acusados de desacato y llevados a comisaría. ¡Ningún hábito hará que me tiemble la mano! —bramé.

No dijo nada. Se dio la vuelta y desapareció por donde había venido. Metí a la fuerza el antiguo libro en su posición original y conduje mi enfado hasta el gran ventanal acristalado. Rumiando mi rabia, me dediqué a observar el patio donde se volcaba la fachada interior del edificio. Estaba vacío; el pequeño pozo central estaba rodeado por plantas de colores, sembradas en macetas de barro de distintos tamaños. Desde aquella altura creí distinguir hortensias rosas, tomillo y geranios colgantes de color blanco.

Alguien tosió suavemente a mi espalda. Supongo que no se le ocurrió otra cosa para llamar mi atención, desconocía mi nombre o, si alguien le había hecho partícipe del mismo, no nos habían presentado. Me di la vuelta de inmediato y me topé de frente con el hermano sacristán. Estaba a escasos pasos de mí, expectante, intimidado por la situación en que se encontraba. De estatura prócer y fornido cuerpo, su entrada no debería haberme pasado desapercibida. Sin embargo, el hermano Chocarro irrumpió tan tímidamente en la escena que ni siquiera percibí el roce de sus sandalias en el embaldosado.

Cuando me giré levantó la vista. Al sentirse observado, no pudo evitar que se le colorearan las mejillas. He de reconocer que le observé detallada y descaradamente, mientras respondía a mis preguntas; necesitaba calibrar al testigo, quizás al asesino. Sus hirsutos cabellos casi habían perdido su tono pajizo; no obstante, calculé que no pasaría de los cincuenta. Pero eran sus ojos color miel los que proporcionaban la medida de su espíritu: eran francos y juveniles. Dotados de un brillo de inocencia que, hasta ese momento, únicamente había visto en los niños, invitaban a la sinceridad y a la confidencia.

Sentí un alivio pueril al encontrarme frente a frente con Fermín Chocarro y comprobar que exhibía esa cándida mirada. No sabría explicar el motivo, pero me había labrado la falsa idea de que iba a entrevistarme con un monje de mirada inquisitiva y manos asesinas. Quizá por haber escuchado la palabra excomunión, término que, a los oídos de una profana como yo, sonaba a un descenso a los infiernos. En mi ignorancia, suponía que sólo podían recibir un castigo de esa naturaleza quienes hubieran violado terriblemente la ley de Dios, por ejemplo, profanando algún rito sagrado, extendiendo herejías, o, sin ir más lejos, asesinando al abad del monasterio y al ordinario de la diócesis. Más tarde, el mismo hermano Chocarro me sacó de mi error. Por él me enteré de que, en el seno de la clausura, el calibre de las faltas susceptibles de excomunión era mucho más pequeño del que yo había supuesto; no tratábamos, pues, con caza mayor, sino con pequeñas piezas, de esas que alegrarían el día al bueno de Andrés, el furtivo de Mendigorría y, a Ambrosio, su simpático hurón.

Decidida, le tendí la mano. Él se adelantó con rapidez y extendió hacia mí su impresionante palma. Al completar el saludo, volvió a guardarla entre los pliegues de su hábito. Aunque el físico le confería el aspecto típico de un monje goloso y bonachón, tuve ocasión de comprobar que cargaba con su corpulento cuerpo de metro noventa con bastante agilidad, probablemente debido al trabajo físico que realizaban todos los monjes, sin excepción.

—Hermano Chocarro, permítame presentarme: soy la juez Dolores MacHor. Le agradezco mucho que me dedique algo de su tiempo, espero que no sea mucho. Antes de nada, le ruego disculpe mi injerencia en su reclusión, pero el asunto que tengo entre manos no puede esperar mucho.

—Si puedo ser de utilidad, señoría... —contestó con voz tenue.

—Espero que, en efecto, la información que pueda proporcionarme me ayude —contesté—. Veo que no le extraña demasiado verme aquí. ¿Puedo deducir que el padre rector le ha informado del motivo de mi presencia?

—Deduce usted acertadamente, señoría. El padre rector acaba de informarme de su llegada y propósito —aclaró humildemente, sin perder el carmín del rostro.

—Bien, hermano Chocarro, ¿qué es lo que su superior le ha contado exactamente?

Creo que no esperaba esa pregunta. Trató de balbucir una respuesta, pero sólo consiguió pronunciar excusas y más excusas.

—En fin... Lo siento. No sabía que me interrogaría así.... —Su fornido cuerpo de oso, más corpulento que grueso, comenzó a temblar.

Me fijé en que miraba hacia arriba. Levanté la vista lo suficiente para darme cuenta de que por una de las muchas ventanas del edificio que daba al patio, dos figuras nos observaban.

—¿Qué le han dicho?

—Perdone señoría, pero no puedo contestar... Únicamente soy un siervo que trata de hacer lo correcto.

—Hermano Chocarro, escúcheme bien: yo sirvo a la ley civil y usted está sometido a la eclesiástica. Sin embargo, creo que estará de acuerdo conmigo en que ambas jurisdicciones se deben a la causa de la justicia.

—Sí, señoría, así es. Toda justicia, también la civil, tiene su raíz en Cristo, camino, verdad y vida.

La mayoría de mis colegas, yo misma, habría negado con vehemencia ese principio que impedía la definición de una justicia exclusivamente mundana, laica, sin referente alguno en la religión. Pero, oyendo al fraile, en aquel momento la afirmación sonaba verosímil. Habría necesitado más tiempo para pensar en aquello. Como no lo tenía, proseguí.

—Si es como usted indica, hermano Chocarro, debe ayudarme. Esa ley de silencio, impuesta por sus costumbres, atenta contra la esencia de la justicia. Una persona, quicio en el que reside toda la dignidad de las normas sociales, ha desaparecido. Usted dispone de información que permitiría localizarle, o al menos facilitaría su búsqueda y, no obstante, la retiene. ¿Juzga usted que su regla es justa con la persona de su abad?

Noté enseguida cómo su alma se debatía. Me mantuve al margen, en silencio, plegada sobre mí misma, intentando no interferir en su espacio. Estaba convencida de que la balanza se inclinaría a mi favor. De pronto, levantó la vista decidido y contestó:

—No es la santa regla la que me obliga a callar, señoría, sino mis superiores, a quienes debo obediencia. He formulado un voto en ese sentido y no debo violarlo.

—¿Debe? —repliqué enfadada, viendo cómo perdía aquella batalla—. ¿Está seguro de que ése es su principal deber?

—No, señoría, no lo estoy, pero como enseñan todos los padres de la Iglesia, desde Tomás de Aquino, al obedecer, el fraile jamás se equivoca.

—Obedecieron los soldados a Herodes, mientras pasaban a cuchillo a los pequeños inocentes —objeté, jugando sucio.

Fue lo primero que se me ocurrió. Sin embargo, para mi sorpresa, Chocarro interpretó mi réplica en un sentido diferente a mi intención original.

—Me han excomulgado...

—Lo sé, padre Chocarro. ¿Puedo preguntarle qué falta ha cometido o quizá mi pregunta sería del todo impropia?

El fraile caminó hacia la ventana y, desde su posición, miró inerme a sus superiores.

—En realidad, señoría, no creo haber cometido ninguna falta que merezca tal castigo. Pero la santa regla es tajante: discutir las decisiones de un superior, o hacerlo tozudamente como ha sido mi caso, requiere de una severa corrección.

—¿Discutió con el abad, hermano Chocarro? —pregunté, lanzando a ciegas el dardo.

—¿Con el padre abad?, ¡No! Con él no se discute. Es un santo, al que todos apreciamos y honramos. Por supuesto, lo hacemos porque es el abad, pero, sobre todo, porque es un hombre de Dios.

—Entonces, ¿fue con el rector?

—Así es, con el rector.

—Y él le obliga a guardar en secreto los motivos de tal disputa.

Un denso silencio se inmiscuyó entre nosotros. Alguna nube debió tapar el sol, porque la oscuridad nos envolvió. De ella salió su potente voz:

—¿Ha muerto, no es así?

—¿Cómo dice? —exclamé, sorprendida del inesperado giro que tomaba aquella conversación.

—Hace algunas horas, en mi celda, mientras rezaba por su bienestar, lo presentí. Una intensa congoja invadió mi alma, luego un dolor agudo y, finalmente, una dulce tristeza, la propia de la pérdida —me aclaró—. Sé, con certeza, que goza de la dicha del Señor, aunque nosotros le hayamos perdido.

Yo escuchaba extasiada a aquel monje con maneras de brujo. Pensé que si el reloj se hubiera atrasado algunos siglos, sus palabras podrían haberle conducido a la hoguera. La adivinación —tan propia de la historia del pueblo judío, desde José, el intérprete de los sueños del faraón de Egipto— era para los católicos motivo de desprestigio. Chocarro me miró con sus cándidos ojos color miel, esperando una respuesta. No pude mentirle.

—Así es, hermano Chocarro. Pello Urrutia, abad de San Salvador de Leyre, ha muerto.

—¿Mártir? —Formuló la cuestión con la misma sencillez con que me habría preguntado la hora.

Volví a quedarme callada; aquel fraile me desconcertaba.

—No podría decírselo. Supongo que mártir es quien da su vida por causa de su fe. Sólo puedo decirle que su abad no ha fallecido por causas naturales. En estos momentos, se le está practicando la autopsia. No conoceremos los detalles hasta pasadas unas horas —confesé, advirtiéndole a continuación—: Como podrá comprender, la información que acabo de trasmitirle no ha de salir de estas paredes.

—¿No se lo ha comunicado al rector, señoría?

—No, hermano. Hay detalles en la instrucción que no están muy claros. Además, ha de tener en cuenta que el abad rara vez abandonaba el monasterio. Por ello, es posible que alguno de ustedes, me refiero a los monjes, tenga relación con el caso.

—Comprendo perfectamente lo que dice, señoría —comentó, sonriendo.

—¿Le hace gracia, hermano Chocarro? ¡Esto es muy serio! —Me había molestado mucho su media sonrisa. Borró de un plumazo el antiguo encanto del hermano bonachón.

—Sí, señoría, estaba pensando en las curiosas formas que Dios emplea para dar la vuelta a nuestras calculadas estrategias.

—No le entiendo, hermano, pero tengo prisa. Necesito que me explique el motivo de sus carreras por el pasillo antes de vísperas. Necesito saber qué relación tiene con su excomunión, si es que guarda alguna.

Me miró extrañado. Pese a que estaba más tranquilo que en los primeros minutos de nuestra conversación, tuve la sensación de que un profundo cansancio se adueñaba de él, haciéndole envejecer súbitamente.

—¡Ah, la excomunión...! —contestó con voz desafecta.

Me resultó evidente que tenía algo más que contar, algo que yo debería sacarle con habilidad y cuidado. No se me escapaba que cuando me marchara de allí, él seguiría bajo la autoridad de aquellos dos curas que le miraban semiocultos tras una ventana cercana. Sm embargo, los dos cadáveres que acababa de levantar me animaban a apostar fuerte y eso fue lo que hice: volver a la carga.

—Hermano Chocarro, como le decía anteriormente, sé que no puedo afirmar que vengo aquí en nombre de Dios. Sólo represento a una instancia humana, civil. Pero la justicia, como usted ha señalado, tiene algo de divino. No lo sabría citar con exactitud, pero creo recordar que se dice de Dios que es infinitamente justo y que a Él no le satisface la mentira sino la verdad. Yo estoy tratando de poner algo de luz en este asunto, que no implica otra cosa que quitar los obstáculos para que la verdad florezca. Creo que en ese punto, ambos estamos en sintonía. Por ese motivo, le pido que sea usted un buen fraile y un buen ciudadano. ¡Ayúdeme, debo encontrar la verdad! Temo que, de no dar con ella, puedan producirse males de los que luego habremos de arrepentimos. Sé, hermano Chocarro, que quiere decirme algo...

Me fijé en que estiró los hombros varias veces y que su voluminosa cabeza se movió en señal de asentimiento, pero aun así, permaneció callado.

—No quisiera que me interpretara mal —dije pausadamente—. Sé que ellos son sus superiores y yo no. Pero hay veces en la vida en que uno ha de hacer lo correcto, aun violando las reglas establecidas desde antiguo. ¿No lo cree, hermano Chocarro? Lo correcto, no lo que otros esperan que hagamos.

—Sí, en eso tiene razón, señoría... Mucha razón. —El hermano Chocarro recuperó de inmediato su locuacidad. Su voz sonaba veraz, sin sombra de duda—. Lo correcto en este caso es que yo le cuente lo que sé, aunque lo tenga prohibido.

No quise preguntar quién se lo había prohibido. Lo suponía, casi lo sabía. Miré al techo, como pidiendo a los ángeles que le animaran a continuar hasta el final.

—Yo no soy mejor que ellos, ¿sabe? No se trata de eso. Yo, en realidad, no soy nadie y eso no me inquieta en absoluto. Soy un simple sacristán, que sólo entiende de cirios, pan de ángel y vino dulce.

—Uno de sus compañeros de claustro me ha dicho que es usted un genio en el campo de las matemáticas.

—¡Ah, sí! Eso no se lo niego; en esa faceta soy un virtuoso, pero las matemáticas aquí no cuentan. Mis queridos números quedaron fuera cuando profesé en la orden. Ahora soy el sacristán. Un mal sacristán.

Se le quebró la voz, como se quiebra un vaso de fino cristal, de una vez y por completo. Pregunté ingenuamente:

—¿Por qué dice que es un mal sacristán, hermano?

No pudo contestar. Y yo, ante aquel gran hombre que empezaba a sollozar amargamente, me quedé sin palabras. En una situación normal, quizás hubiera sido acertado que me aproximara hasta él, mostrándole mi solidaridad con un pequeño roce en el brazo, o una palmada en la espalda. Pero aquélla no era una situación razonable, ni siquiera lógica. Yo desconocía qué motivaba aquella explosión de angustia y lágrimas. Quizá se trataba de algún asunto espiritual, en el que ni podía ni deseaba entrar; pero tal vez reflejaba algo más hondo que tuviera que ver con mi caso. Era incluso probable que esas lágrimas encerraran una implícita confesión de culpabilidad y que el rector y el maestro de novicios no intentaran otra cosa que proteger a uno de los suyos.

Desconozco los motivos, pero en mi fuero interno no otorgué credibilidad a la hipótesis del oso asesino. Chocarro parecía un hombre de temple y, aunque su fortaleza física cuadraba a la perfección con las características de nuestro asesino, me resistí a creerlo. Pese a todo, sin apiadarme de sus lágrimas, insistí:

—Hermano Chocarro, ¿por qué dice que es un mal sacristán?

—Porque lo soy —contestó reticente.

—¿Me deja a mí que lo juzgue? ¿Por qué, hermano Chocarro, por qué?

Estalló.

—¡Juzgue usted si quiere! ¿Es que un buen sirviente perdería a su Señor? ¿Es que un buen esclavo no iría en su busca?

—El abad es un hombre adulto, que toma sus propias decisiones... —repliqué.

—¡No hablo del abad, me refiero al Señor!

No lo comprendí. ¡Qué torpe fui! Sin embargo, no esperaba nada parecido, y desprecié los razonamientos que mi mente me chillaba.

—Hermano Chocarro, ¿quién es su señor? Por favor, necesito que me lo aclare, porque no logro comprenderlo.

Levantó la voz, perdiendo el temple anterior:

—¿Pero cree usted, señoría, que yo habría dejado mis queridas ecuaciones diferenciales, mis elegantísimos modelos de simulación y mi teoría de juegos por un abad, o por un rector o por hombre alguno? Yo estoy aquí por Él. ¡Y ha sido robado ante mis propias narices!

—¡Robado! Sigo sin comprenderle, hermano. ¿Me está usted queriendo decir que ha habido una profanación?

—Así es, una terrible profanación. Cuando fui a preparar la iglesia para el oficio de vigilias, el Señor no estaba; había desaparecido. El sagrario permanecía abierto, vacío. Fui en busca del abad, pero él tampoco estaba en su celda ni en ninguna de las otras estancias del monasterio.

Una ola de pura rabia se apoderó de mí. Fue como un tsunami gigante que arrasó a su paso toda mi buena educación. Quise salir de inmediato, correr hasta la habitación donde aquella pareja de cucarachas marrones se escondía y retorcerles el cuello. ¡Obstrucción a la justicia! Me daba igual que vistieran hábito o pantalones, o que de sus cuellos colgaran enormes cruces. Aquello era obstrucción. Sólo la cara de aquel fraile me contuvo.

—¿Eso es lo que sus superiores le prohibieron decir? ¿Le exigieron expresamente que no lo contara?

Cuando me respondía, había recuperado la calma y sus palabras volvían a verter paz en el ambiente:

—No fue por mala voluntad, no crea, señoría. Es que piensan como hombres, cuando debieran emplear la lógica de Dios. Creen que este asunto debe permanecer velado, porque de divulgarse la noticia, es posible que el monasterio salga malparado. Creen que el abad se ha vuelto loco y se ha llevado consigo al Santísimo Sacramento.

¡Ya lo comprendía! Ellos no estaban pensando en el abad como víctima, sino como culpable. Miré hacia la ventana y fruncí el ceño.

—Pero usted no lo cree.

—No —afirmó, tajante—. Yo no creo que el abad esté loco, ni tampoco que en este caso se haya hecho lo correcto.

—¿Y qué hubiera sido lo correcto, hermano? —pregunté, interesada.

—Pienso que lo correcto hubiera sido poner todo lo que estaba en nuestra mano para encontrar al Señor y a su servidor, nuestro querido abad. Lo que digan los demás, lo que diga la cortesía o la política, poca importancia tiene ante hechos de tal gravedad. ¿No lo cree usted así?

—Coincido con usted, hermano.

—Señoría, sé que usted quiere decirme algo, pero no se atreve. No tema, Dios me ayudará a entenderlo. —Dio un paso hacia delante y, tratando de convencerme, dijo—: Hay algo más... Alguien más, ¿verdad?

—Sí, así es.

—¿También está... muerto?

—Lo está —dije llanamente.

—¡Dios le tenga en su gloria! —confesó, santiguándose—. Estoy seguro de que, sea quien sea, allí es donde está. Con la misericordia de Dios y su fiel servicio, se ganó un buen puesto en el cielo.

—¿Fiel servicio? ¡Hermano, es usted ahora el que calla algo!

El fraile vaciló al escuchar mi afirmación y permaneció en silencio.

—¡Hermano Chocarro! —insistí.

Se hacía tarde.

Me sonrió moviendo los hombros en señal de rendición.

—Yo no sé nada, señoría; no he abandonado estos muros desde que falleció mi tía Enriqueta, el año 2003. Lo que ocurre es que sueño cosas. Cosas que, más tarde, el tiempo convierte en hechos. El mismo día en que sentí la muerte del abad, soñé con una ermita: era pequeña y luminosa. En medio de su nave, había una camisa negra rasgada de arriba abajo y, sobre ella, una gran cruz plateada. El personaje de mi sueño era, sin duda, un eclesiástico principal.

—El arzobispo Cañarte —confesé, sin saber por qué le desvelaba detalles de la investigación a aquel corpulento sacristán.

—¿Quién mató al arzobispo? Porque seguro que no ha sido un accidente. ¿De veras le han asesinado? ¿Quién? ¡No es posible!

—Lo es y, por eso, necesito su ayuda. Creo que cuando encontremos al asesino del abad y del arzobispo, sabremos algo más del paradero de su... Señor.

—¿Piensa que ambas cosas están unidas? ¡Yo también formulé la misma hipótesis ayer! De hecho, fue lo primero que pensé aquel día: que el abad y mi Señor estaban juntos.

—¿Y por qué tuvo ese convencimiento? ¿Hubo algún indicio que apuntara esa línea?

—No, fue sólo una corazonada, otra más, pero muy profunda, no sé si me explico, una de esas que te sale de lo más recóndito del alma. Aquel olor...

—¿Qué olor?

—En el templo olía a colonia...

—¿Cómo era ese perfume? —pregunté excitada.

—Era un perfume fuerte y denso, con esencia de tabaco...

Las cosas encajaban, pero no se aclaraban en absoluto.

—¿Podría usted reconocer ese perfume si volviera a olerlo?

—Por supuesto —contestó categórico.

—Hermano Chocarro, ¿me promete que no ha abandonado usted el monasterio en los últimos días?

—No, señoría, no lo he abandonado.

—¿Sabe si alguno de sus hermanos lo ha hecho?

—No podría decirle, estoy excomulgado, no he vivido la vida de la comunidad.

—De acuerdo, hermano, voy en busca del rector. Descanse un poco, luego repasaremos la noche de autos detenidamente, paso por paso. Y no se preocupe por sus superiores, de ésos me encargo yo.

 

 

No quisiera reproducir aquí las palabras que empleé. Algunas expresiones fueron demasiado duras, demasiado gruesas. Ellos no parecieron sorprenderse en exceso. De hecho, se mantuvieron más tranquilos de lo que hubiera sido razonable. Una juez les estaba acusando formalmente de encubrimiento, delito tipificado en el artículo 451 del Código Penal, amén de otro delito de coacción a un testigo, y ellos estaban allí con el ánimo impoluto y la sonrisa dispuesta.

«Lo habían previsto —recuerdo que pensé—. Estaban siguiendo una estrategia. Optaron por hacer callar a Chocarro, pero estaban dispuestos a cooperar si éste se hundía y contaba lo que sabía.» ¡Dios mío, se supone que estos tipos son profesionales de la verdad! ¡Se supone que son cándidos como palomas!

—... Si no quieren aparecer en todos los periódicos, señores, aténganse a lo que les he dicho: dejen en paz a ese pobre fraile. ¡Bastante disgusto tiene con haber perdido... lo que ha perdido!

—Como desee, señoría —contestó el rector mientras el maestro de novicios asentía con la cabeza.

—Muy bien; ahora olviden por un momento que soy mujer, olvídense de la clausura, borren de su mente la cena, las vísperas y todo lo demás, y llévenme a la celda del abad. Quiero conocer los hechos al detalle. Chocarro me enseñará el templo, únicamente Chocarro.

—Lo haremos, señoría, pero estoy seguro de que en el templo no encontrará nada anormal —contestó el rector—. Simplemente, vaciaron el sagrario. Ha sido un robo blasfemo, como otros tantos. El copón estaba fabricado en oro y piedras, entre ellas un brillante de considerable valor. Quizá fuésemos descuidados en su custodia. Algún ladrón entró y se lo llevó, seguro que con ánimo de venderlo a un coleccionista.

—Yo decidiré eso. De momento, rector, no quiero que nadie salga de este monasterio, para nada. Y necesito la lista de quienes lo hayan abandonado en los últimos días. ¡De inmediato!

—¡Señoría! —protestó el padre Ignacio.

Me harté.

—¡Ni señoría ni nada, hará lo que le digo!

—¡Señoría, se está usted extralimitando! —se envalentonó.

—De acuerdo, rector, pongamos las cartas sobre la mesa. Es posible que su querido abad se encuentre en estos momentos en un gravísimo peligro. Como le dije, hay restos de sangre en el asiento delantero del vehículo —no iba a mentirle, pero tampoco estaba obligada a revelar toda la verdad—, y de los alrededores se ha visto salir a toda velocidad a una persona vestida con hábito benedictino. ¿Me comprende ahora, padre Ignacio?

La expresión soberbia de su rostro se transformó en una mueca de dolor; sus bellísimos ojos se llenaron de lágrimas. No fue ése el único cambio en su rostro. Le invadió una extraña zozobra, que desencajó su semblante. Supe enseguida que terribles remordimientos arañaban su conciencia.