Al monasterio de San Salvador de Leyre, a unos 50 kilómetros de Pamplona en dirección Huesca, conduce una no siempre cómoda carretera nacional. Sin embargo, pese al calor y a las pronunciadas curvas, el viaje fue como un bálsamo para mi sofocado espíritu. En el asiento trasero del Audi negro conducido por Heliodoro, uno de los chóferes que mi juzgado suele emplear para desplazamientos cortos, tuve tiempo de pensar y descansar.
Si algo caracteriza a este empleado es un mutismo casi absoluto, envuelto en una cortés, pero gélida, sonrisa. Desde que abandonamos el juzgado hasta que pisamos las tierras monásticas no dijo palabra, lo que me permitió concentrarme por entero en el caso: inmediatamente antes de salir, me habían informado de que el análisis de huellas confirmaba que el segundo cadáver pertenecía al abad del monasterio benedictino al que me dirigía.
Durante el trayecto, no podía dejar de pensar en las desagradables imágenes que había contemplado en la ermita. Lejos de horrorizarme la contemplación de aquella violencia gratuita, me encontraba completamente despierta, alerta, frente a un reto apasionante. En los primeros compases del camino, mientras los grises e insulsos edificios del extrarradio se sucedían, me dije a mí misma que, en realidad, el rechazo y la aprensión que había sentido hacia tal tipo de instrucción tenía algún punto de irracionalidad. Las imágenes no me habían resultado tan impactantes como había temido, habida cuenta de que, salvo las náuseas iniciales, no había amagado el vómito ni una sola vez.
Tenía en mi haber muchas horas de televisión norteamericana; la reiterada visión de realistas escenas de matanzas y asesinatos me había preparado para el caso. ¡Cuán lejos estaba de darme cuenta de lo que iba a sucederme! Con el paso de los días, de la ermita de Mendigorría emanaron detalles ingrávidos que minaron mi sueño. No puedo precisar si lo que me impidió dormir fueron los ojos sin vida del abad, inmensamente abiertos, o el charco de sangre que rodeaba el cuerpo del ordinario de la diócesis; o las pisadas que arrastraban el líquido, un reguero apenas coagulado, que unía los cadáveres. Acaso el insomnio se debió a los muñones en las manos de los eclesiásticos; puede que la vigilia sólo se debiese a la suma de todos aquellos detalles escabrosos. Lo cierto es que durante semanas, tuve un sueño asfixiante, intranquilo, escaso, sordo y oscuro, que hube de vencer empleando la farmacopea.
Al poco de escapar de la agitación urbana, la carretera fue renunciando al arruinado gris y sembrándose de vides y olivos, del oropel de los cereales maduros, del vanidoso amarillo de los prados de soja. Como altivos fantasmas, entre peñascos y cañadas, taludes y escotaduras, se alzaban ruinas de castillos misteriosos y de iglesias que esperaban pacientes a que algún curioso destapara su historia, sus capiteles, su espíritu peregrino, sus olas secas.
Cosí la mirada a aquel panorama de paz veraniega hasta que, minutos después de bordear el pantano de Yesa, Heliodoro me señaló el cartel que indicaba el desvío hacia el monasterio. Eran las primeras palabras que pronunciaba, tras el saludo inicial (un escueto «Buenas tardes, señoría, ¿dónde iremos hoy?»). Otros colegas, en mi lugar, lo habrían tachado de antipático pero yo, al menos aquel día, agradecí enormemente que obviara las sempiternas conversaciones sobre meteorología.
Volví a la realidad. El Audi subió sin protestar el camino que conducía hasta la balconada de la sierra, donde se elevaba el monasterio. Como anticipo de la belleza que habría de encontrarme al llegar, el terreno fue verdeando y enrocándose hasta formar un austero conjunto, con el que conjugaban bien el silencio y el vuelo templado de lo que identifiqué como buitres. «Desde luego, estos monjes sabían bien lo que hacían», me dije, pensando en aquellos abades que fundaron el monasterio allá por el siglo IX.
—¿Dónde quiere que la deje, señoría?
—No lo sé, Heliodoro. Es la primera vez que visito este lugar y no sé dónde está la clausura... Quizás habría sido una buena idea avisar que llegaría... —dije, no muy convencida.
—Yo he estado aquí muchas veces, señoría; si lo desea, puedo darle alguna información.
—Pues se lo agradecería mucho.
—Verá, este complejo consta de tres partes. La zona turística, formada por el templo superior y una cripta que, dicho sea de paso, si le queda tiempo, le aconsejo visitar; la hospedería, compuesta por un pequeño hotel y un restaurante. El resto de edificios corresponde a la clausura propiamente dicha, donde también se permite la estancia a algunos peregrinos que deseen retirarse unos días. Yo he estado en algunas ocasiones; conozco bien al hermano hospedero. Si quiere, me acerco hasta allí y anuncio su visita. Supongo que serán ellos los que acudan a verla —aclaró—, porque en la clausura no se permite la entrada de mujeres.
—Muy bien, Heliodoro, se lo agradezco. Así daremos algo de tiempo a los agentes para llegar hasta aquí. Veo que hay muchos turistas deambulando por la explanada. Esperaré junto al coche, para que me encuentre enseguida.
Heliodoro tardó en volver más de lo previsto y yo carezco de paciencia. Desde mi emplazamiento podía observar cómo los visitantes fotografiaban el precioso románico de la puerta del templo, con sus cuatro arquivoltas. Aunque desde aquella distancia no alcanzaba a ver las esculturas del tímpano, salvo por el antiestético tejadillo, me recordó al Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela.
Por aquella puerta de poniente, la gente entraba y salía del templo, hablando de sus tesoros, mientras que yo, a pleno sol, paseaba arriba y abajo del metro cuadrado que rodeaba el automóvil del juzgado. A los veinte minutos, decidí que ya había esperado suficiente. Son los reos, los abogados o los testigos, y no lo jueces, los que esperan. Ya me encontrarían.
Sin embargo, con la miel en los labios, perdí mi ocasión. En los escalones del pórtico, Heliodoro me detuvo. Le acompañaba un simpático fraile (digo simpático porque sonreía, aunque, en realidad, no mentó palabra).
—Señoría, el rector la está esperando en el patio de la hospedería. El hermano hospedero la conducirá hasta allí. Yo aguardaré en el coche.
—De acuerdo, Heliodoro, gracias. Estoy esperando a los agentes de la policía científica; ¿será tan amable de acompañarles a la clausura cuando lleguen, por favor?
—Faltaría más, señoría. No se preocupe.
Con un gesto de la mano, el fraile me indicó que le siguiera. Lo hice. Al principio, traté de mantenerme a su altura, pero iba demasiado rápido para mí. De hecho, creo que aceleró hasta dejarme atrás. No me molesté en competir: me limité a seguir a mi ritmo la estela de aquel enjuto hombre que corría inclinado hacia delante, con las manos ocultas dentro de los pliegues de su hábito.
Llegamos a la puerta de la clausura en poco más de tres minutos. Un grupo de tres frailes me esperaba en el dintel exterior. Justo antes de toparnos con ellos, como por arte de magia, el hermano hospedero desapareció en la nada de la misma manera que de ella había surgido. No volví a verle hasta que hube de interrogarle, algunas horas después.
Al acercarme, de entre aquel trío, se adelantó un hombre. No apartó la mirada de mis ojos, como había hecho el fraile anterior. Al contrario, la sostuvo casi desafiante.
—Señoría: soy el padre Ignacio, rector de este monasterio. Es un placer recibirla en nuestro humilde hogar benedictino. Me comunican que necesita hablar con nosotros acerca de algún asunto urgente. Usted dirá, estamos a su disposición.
Esperaba encontrarme con un hombre mayor, enjuto y de pelo canoso, dotado de mirada dura y penetrante, capaz de cazar al vuelo vacilaciones en la fe o faltas en la moral de las jóvenes promesas de la prestigiosa orden de San Benito. Sin embargo, el hombre que acababa de tomar la palabra no era mucho mayor que yo. Rubio y con escurridiza mirada azul, exudaba un especial atractivo. Incluso vestido con ropas monacales y el cíngulo de cuerda propio de su orden, resultaba interesante. Sus gafas redondas y su alborotado cabello le conferían un aspecto progre, agrandado por el acento francés de su dicción. Sólo su fina voz desentonaba con el magnífico cuadro. Los otros dos situados a su izquierda no gozaban de ángel y eso hacía que el padre Ignacio descollara sobre el conjunto.
Salvo sus palabras y una amplia sonrisa, el rector, que ocultaba los brazos entre los amplios pliegues de las mangas, no hizo ningún otro gesto de acercamiento, se mantuvo, muy tieso, junto a la puerta que daba acceso al interior del monasterio, el mismo lugar en que eran recibidos los peregrinos que se acercaban a Leyre en busca de paz. Ante tan feble recibimiento, torcí el gesto y me agité en mi posición como un velero en mar picada. Tuve claro que aquellos hombres no estaban dispuestos c cooperar con la justicia; aunque también era posible que desconocierar la causa que me había llevado hasta allí.
A diferencia de otros miembros de la judicatura, yo no tengo especiales prejuicios contra la Iglesia católica a la que, dicho sea de paso, pertenezco. Sin embargo, aquella actitud tan fría me incomodó, me puso a la defensiva. No me encontraba allí como una humilde feligresa en busca de la bendición de un alto dignatario del monasterio: en aquel momento, las bendiciones o maldiciones no me interesaban lo más mínimo. Estaba en San Salvador de Leyre en mi condición de juez, instruyendo un caso, nada menos que el de la violenta muerte de su abad, aunque era probable que aquellos antipáticos frailes la ignoraran. ¿A título de qué aquel monje guaperas se saltaba los más mínimos modales de cortesía? ¡Por todos los santos, fuera fraile, cura o papa, no se iba a contaminar por estrechar la mano de una mujer, o por presentarme a sus acompañantes!
Esperé unos segundos, con la esperanza de que el rector se sintiera incómodo y me invitase a entrar. No estaba dispuesta a informarles de los motivos de mi presencia en medio del patio, con gente entrando y saliendo. Pero ni el padre Ignacio ni sus acompañantes se movieron, así que, finalmente, decidí hablar.
—Mi nombre es Dolores MacHor, juzgado número uno de Pamplona —respondí secamente, mientras fraguaba el plan a seguir—. En el vehículo que me sigue, vienen dos agentes de la policía científica. Han de saber que estoy aquí en misión oficial.
—Encantado —respondió el padre Ignacio.
Se mantuvo en sus trece, sin hacer ademán siquiera de presentarme a sus dos acólitos, que permanecían mudos como témpanos de hielo.
—Rector, ¿conoce usted el motivo de mi visita?
—Lo ignoro, señoría. La lógica dicta que si una juez acompañada por dos agentes se presentan en un lugar, es que algo grave ha pasado.
Me di cuenta enseguida de que aquel monje faltaba a la verdad. Contestó demasiado rápido, como si esperara aquella pregunta; en ningún momento se mostró extrañado ni preocupado por mi visita, como cabría esperar, sino sumamente tranquilo, dominando la situación. Estoy acostumbrada a que los interrogados intenten escurrir el bulto empleando la fácil evasiva que ofrece la mentira; no fue eso lo que me molestó. Lo que me repugnó es que lo hiciera sin dar signos, ni siquiera mínimos, de algún tipo de cargo de conciencia. Se supone que los frailes no mienten, pero aquél lo hacía con total desfachatez, pensando que su inteligencia le haría salir indemne del interrogatorio. Se equivocaba; ya lo dice el refrán, antes se atrapa a un mentiroso que a un cojo, aunque el cojo fuera muy listo.
—Acierta usted, en efecto... —Ahora fui yo la que decidió seguirle el juego, sesgando la información—. El motivo de mi visita es el siguiente: no lejos de aquí, concretamente en un camino forestal en el área del pantano de Yesa, se ha encontrado abandonado un automóvil marca Land Rover propiedad de este monasterio.
—¡Ah, se trata del coche! —exclamó el rector, entre aliviado y confundido.
—Sí, ¿qué es lo que usted había supuesto? —pregunté interesada, con cara de idiota, por si servía de algo.
—En realidad, no había supuesto nada, señoría —dijo el fraile, retirándose del juego.
—Supongo que, al enterarse de mi llegada hace breves minutos, no habrá tenido tiempo de hacer cábalas —suavicé—. En todo caso, entiendo que, como rector de este monasterio, estará en disposición de informarme sobre ese vehículo.
—Sí, por supuesto...
Saqué el informe de la carpeta que había llevado conmigo y procedí a leerles el número de matrícula, marca, modelo y color del coche encontrado.
—¿Puede corroborar que el citado vehículo es propiedad de este monasterio?
—Claro, naturalmente, lo es. Pero si ése era el problema, podría haber enviado a cualquiera de sus subordinados y le hubiéramos proporcionado la información.
—No se preocupe por mí, rector, sólo por contemplar este magnífico paisaje merece la pena desplazarse hasta aquí.
—Sí, sí, por supuesto, en esta época, la sierra está preciosa. Y dígame, señoría, ¿el coche está en buen estado, han hallado... algo dentro?
«Te pillé —pensé—. Hay algo en ese coche que te inquieta, ¿verdad?»
—No, no está en buen estado, padre. Lo han encontrado empotrado contra un árbol. Además del fuerte impacto que, dicho sea de paso, ha destrozado completamente el capó del vehículo, hay evidencias que sugieren la posibilidad de que alguno de sus ocupantes haya salido herido de la colisión.
—¿Hay... heridos?
—El vehículo estaba vacío y no se ha encontrado a nadie por los alrededores. En este momento, se están realizando las averiguaciones pertinentes in situ, pero las evidencias son concluyentes: resulta mucho más que posible que haya algún herido, si bien no podemos certificar con qué gravedad.
—¡Claro, claro! —declaró.
La fuerza de su rostro iba poco a poco transformándose en un gesto de honda preocupación.
—No han denunciado ustedes la desaparición o sustracción del vehículo, ¿verdad?
—Verdad —contestó.
Parecía atónito.
—En ese caso, presupongo que ustedes conocían su empleo y destino. Puesto que ustedes confirman que ese vehículo es de su propiedad, ¿pueden facilitarme la identidad del conductor y, si es así, si dicha persona volvió al monasterio sano y salvo?
—El vehículo es nuestro, desde luego, la matrícula concuerda. De lo demás, sólo puedo formular suposiciones, señoría.
—Adelante —le animé.
—Si es lo que quiere, le diré que supongo que al volante del mismo estaría el padre Pello Urrutia, nuestro abad. Salió de Leyre el viernes para hacer una visita familiar. No teníamos idea de que hubiera sufrido un accidente. Creo hablar por todos si digo que lo sentimos muchísimo. ¿Y dice que no sabe dónde está, ni siquiera si se encuentra bien?—preguntó aparentando tranquilidad.
—No sabría decirle dónde está en este momento, rector —musité mientras imaginaba a aquel pobre hombre, con los órganos desparramados por la fría mesa metálica en forma de L donde Ramiro hacía su trabajo forense—. ¿Puede usted darme algún dato que nos permita localizarle? Supongo que su abad les habría informado antes de salir de su ruta y destino, ¿no?
—Sí, por supuesto, sabemos adonde se dirigía: iba camino de Francia; a visitar a su única hermana, delicada de salud, internada en un hospital del sur de aquel país. Quizá cambió de opinión... ¿No han encontrado en el automóvil algún indicio que facilitara la búsqueda?
«¡Otra vez! ¿Qué esperaba este fraile encontrar?», pensé.
—No, no hay más indicios, rector. Y, por cierto, tengo entendido que los altos cargos eclesiásticos emplean los servicios de un chófer. ¿No ocurre así en esta abadía?
Por un momento, perdió la compostura y no supo qué contestar; se limitó a bajar la vista y a mover con la sandalia de cuero los guijarros que adornaban la entrada. Esos lapsos son muy frecuentes en los interrogatorios y también muy ilustrativos; uno está preparado para responder bien las preguntas fuertes, pero no tanto los detalles, que son los que te delatan.
—Sí, señoría, veo que está bien informada. En Leyre ocurre lo que en otros monasterios y obispados: tenemos un chófer, pero no conduce en todas las ocasiones.
—Y una de ellas es ésta.
—Así es.
Esta vez me pareció que mentía con menos convicción.
—¿Me puede decir por qué no esta vez?
—Bueno, ése fue el deseo del abad: ir solo. Naturalmente, nosotros lo respetamos.
—Comprendo. Dejemos el coche de momento. ¿Saben dónde se encuentra en este momento su abad? Ha dicho que salió de Leyre el viernes y hoy es domingo. Debería de haber aparecido en algún sitio. Cuando alguien tiene un accidente, lo lógico es llamar a casa avisando que ha ocurrido. Hay que localizar una grúa que retire el vehículo, buscar otro automóvil o suspender el viaje previsto, quizás acudir a un hospital, si se está herido...
—Sólo puedo decirle, señoría, que, en efecto, el padre abad salió de aquí el viernes, pero no hemos vuelto a verle, ni hemos recibido noticias suyas. Podría haber perdido la memoria. Esas cosas pasan en los accidentes. ¿Han llamado a los hospitales de la zona?
Volví a mentir sin el más mínimo cargo de conciencia.
—Sí, hemos investigado los hospitales y centros de salud cercanos, pero no lo hemos encontrado, aunque es posible que la explicación sea, como usted dice, una pérdida de memoria. ¿Disponen ustedes de una fotografía reciente del abad? Si era él la persona que conducía el vehículo accidentado, su rostro nos facilitará su búsqueda.
—Sí, por supuesto. Padre Francisco, ¿quiere acercarse al archivo fotográfico? Creo que hay una fotografía muy reciente, la que se tomó en el mes de mayo, en las reuniones de Solesmes. Tráigala enseguida, por favor. ¿Necesita algo más, señoría? Colaboraremos en todo lo que podamos, por supuesto.
Miré a mi derecha; en aquel momento, dos personas cruzaron la puerta, procedentes del interior, y se pararon ante nosotros preguntando por el padre encargado de la hospedería.
Ya harta, me encaré con el padre Ignacio:
—Rector, creo que sería prudente buscar un recinto más reservado para concluir esta charla.
Se tomó unos segundos para responder y, desde luego, lo hizo de manera distinta a como yo había supuesto.
—¿Le gusta el campo, señoría? —me preguntó adornando su suave voz con una sonrisa.
—¿El campo? Sí, naturalmente.
—Permítame, entonces, que le muestre los magníficos árboles que se yerguen en la parte trasera del monasterio. Padre Andrés, ¿sería tan amable de esperar aquí a los agentes y de acompañarles a la huerta cuando lleguen? Los hermanos están trabajando en ella y podrán enseñarles la próxima cosecha. En cierto modo, somos unos privilegiados —continuó, volviendo su vista hacia mí y olvidándose completamente del hermano al que había dado la orden, que obedeció de inmediato—, la sequía no nos ha afectado y las tomateras prometen abundantes frutos. De los calabacines, ¿qué puedo decirle? Al verlos sentirá usted el zarpazo de la envidia. El padre Francisco podrá acompañarnos a su señoría y a mí en cuanto regrese con la fotografía. ¡Mire, allí viene!
—Como usted prefiera —contesté, no sin disgusto.
El día, nacido caluroso, iba poco a poco derivando en un gris amenazante. Los treinta euros y la hora y media en la peluquería serían gasto inútil si las nubes descargaban cuando me hallara en medio de aquel bosque.
Recogí la imagen que el padre Francisco me tendía. Mostraba a un simpático anciano, lleno de vitalidad. ¡Qué diferente de aquel cadáver con ojos de angustia! Tratando de que mi rostro no transparentara mi ánimo, guardé la fotografía en la cartera y seguí al rector al exterior; el padre Francisco se situó detrás de mí, a modo de escolta. No había pronunciado una palabra en la hospedería y no lo haría en todo el trayecto. Se limitó a hacer de sombra; siempre con la cabeza gacha, siempre concentrando su intrincado pensamiento en el bajo suelo. Al empezar el paseo, me percaté de los extraños andares del rector. A pesar de abrir la escueta comitiva, éste pareció adivinar mi mirada.
—Un tumor cerebral —dijo, volviéndose hacia mí.
—¿Perdón? —me disculpé.
—Digo que mis extraños ademanes son consecuencia de un tumor cerebral. Lo mismo que el entumecimiento de mi brazo derecho. Es un poco latoso, especialmente porque me hace parecer descortés, y porque la escritura con la mano izquierda es complicada, pero no es grave.
—Lo siento mucho —respondí, cortada ante aquel joven rector que era capaz de intuir mis pensamientos.
—No debe hacerlo, todo contribuye al bien de los que aman a Dios.
—Me lo imagino —musité.
En mí se alzó imperiosa la idea del hombre guapo y resultón que, tras quedar tullido, decide encerrarse a perpetuidad entre murmullos de canto gregoriano.
—Y, sin embargo, se equivoca —afirmó él. Al ver mi cara de estupor, añadió—: Le ocurre a mucha gente. La idea de que un hombre joven de prometedora carrera profese en un monasterio no es fácil de asimilar y encuentran en las secuelas de mi enfermedad una explicación razonable. Sin embargo, primero vino la vocación; luego, el tumor. Ingresé hace una docena de años en la orden de San Benito, la enfermedad, y sus incómodas secuelas, son recientes. Y basta ya de hablar de mí... Me pongo a su disposición.
—Sí, es razonable —sentencié, tratando de cortar aquella palabrería aparentemente inútil.
En realidad, no era así como había planeado aquella entrevista. Era yo quien debía llevar la rienda y, no obstante, mi curiosidad, hambrienta, pedía más alimento.
—Disculpe, ¿a qué se dedicaba antes?
—Normalmente, cuando entramos dentro de estos muros, no echamos la vista atrás. De hacerlo, no perseveraríamos. Por ello, sólo nos fijamos en el paso que nos conduce a la meta final. Sin embargo, en este caso haré una excepción porque es muy posible que narrándole esa historia, pueda situarse usted mejor. Yo también fui juez. Juez de primera instancia, primero de mi promoción, dicho sea de paso. Antes tenía memoria de elefante. Tras la operación, ha mermado bastante, no obstante, tengo aún suficiente para las labores de intramuros.
—Me alegro por usted, padre rector.
—Dios suele proveernos de los instrumentos necesarios. De los verdaderamente necesarios...
—Tengo la sensación, rector, de que Dios le ha puesto a usted en mi camino como instrumento necesario. Le ruego que me perdone, pero debemos dejar la palabrería. Si ha ejercido de juez en algún momento de su vida, sabe que tengo razón.
—Sí, por supuesto. Lo sé, el tiempo es vital en las cuestiones que rodean... una desaparición o un accidente...
Por un momento, pensé que aquella pausa le delataría, pero no fue así, Dijo exactamente lo que pretendía decir: desaparición o accidente.
—Rector, ¿quiere indicarme, por favor, qué ha ocurrido? Como sabrá por propia experiencia, más pronto que tarde, la verdad se empeña en salir a la luz. La historia que me ha contado, salta a la vista, no cuadra con los hechos.
—De acuerdo, señoría, le contaré cómo han ocurrido las cosas. Una mañana, el abad no apareció en el templo para el rezo matutino de vigilias, es un oficio que hacemos a las seis de la mañana. Le buscamos por todo el monasterio, pero no estaba: había desaparecido y, con él, el automóvil. No sabemos dónde pudo haber ido. Por lo que usted nos cuenta, no demasiado lejos.
—¿Y no les extrañó su actitud? ¿No le buscaron?
—Lo cierto es que nos inquietó su ausencia, pero él es el abad...
—Sin embargo, ustedes forman una comunidad. No parece normal que una persona desaparezca sin dar cuenta al resto de los monjes o a las autoridades, y no ir en su búsqueda...
—Bueno, solemos visitar a nuestras familias de vez en cuando.
—¿Me está diciendo que su abad está con algún pariente?
—No, señoría, no lo estoy diciendo. Ha desaparecido, no puedo decir nada más que eso: no sé dónde está, no sé por qué se ha ido, no sabemos nada de nada. Es un hombre mayor y últimamente... En ocasiones...
—Siga por favor, es importante.
—Hemos notado que, en ocasiones, le falla la memoria y se le va un poco la cabeza. Nada grave. Suponíamos que se había olvidado de avisarnos de algún viaje programado.
—Bien, de acuerdo. Repasemos los hechos ciertos de los que disponemos. ¿Desde cuándo falta del monasterio?
—Desde la mañana del viernes.
—¿Por qué no lo han puesto en conocimiento de la policía?
—Supongo que porque pensábamos que iba a volver y que quedaríamos como tontos ante la autoridad. El tiempo ha pasado muy rápido.
—De acuerdo, entiendo que no quisieran ponerle en evidencia. ¿Han avisado a su arzobispo?
—Verá, nuestra dependencia del ordinario de la diócesis no es la misma que la de los sacerdotes corrientes. Nosotros dependemos de la casa matriz benedictina de Solesmes.
—Comprendo. Quiere decir que les han avisado a ellos y sus superiores les han aconsejado que aguardaran algo más de tiempo.
—No puedo mentirle, señoría: tampoco hemos hecho eso —confesó.
—Pues sinceramente, no lo entiendo —concluí.
Mientras la tarde se volvía plomiza, empezamos a entrar en materia.
—Ahora, señoría, al oírselo decir a usted, a mí también me suena extraño. Pero es la verdad: pensamos que sería un simple despiste; que volvería pronto, pidiendo disculpas por haberse olvidado de avisarnos.
—Bien, rector, le comprendo. Necesito ver su celda y entrevistarme con todos los monjes de su comunidad.
El padre Ignacio se paró en seco y, con cara de ofendido, me espetó:
—Señoría, no deseo faltarle al respeto, pero el nuestro es un monasterio masculino. En fin, lo que quiero decir es que las mujeres no pueden traspasar las lindes de la clausura. Tengo por seguro que usted comprenderá las especiales circunstancias de este caso y nos respetará.
—Creo, padre Ignacio, que es usted el que no comprende y, si es cierto que ejerció varios años como juez, sinceramente me extraña. Ninguna de las reglas internas por las que se rija su monasterio puede anteponerse a una investigación judicial y usted lo sabe.
—Pero...
—Nada de peros, no lo hago por capricho y estoy en mi derecho. No obstante —dije conciliadora—, le propongo un trato: localíceme un emplazamiento digno donde pueda entrevistarme con los hermanos sin que mi presencia interfiera en su vida monástica, y no dudaré en emplearlo. Una biblioteca, un comedor, una sala: cualquier estancia cómoda que permita guardar la privacidad del procedimiento. Respecto a la celda del abad, esperaremos hasta que se persone la policía científica para que sean ellos los que me acompañen en el registro de sus aposentos.
—Agradezco mucho su cortesía, señoría. Pero, abusando de su benevolencia, me veo en la obligación de manifestar mi extrañeza. El padre abad ha desaparecido, pero estoy seguro de que no estará lejos y de que se encuentra bien. ¿Por qué tanta...?
—Padre Ignacio —le corté—, en ninguno de los hospitales o morgues de Navarra hay ninguna persona sin identificar, pero se han hallado rastros de sangre en el coche.
La simple alusión a la sangre hizo que cambiara de inmediato de actitud.
—Creo que nuestra magnífica biblioteca de la segunda planta servirá para el fin que usted desea —concluyó, retirándose del duelo.
—Me alegro que le guste el trato, rector, aunque, de momento, sólo ha escuchado el adverso del mismo.
—¿Disculpe? —contestó molesto.
—A cambio de mi buena fe, a la que no estoy en absoluto obligada —enfaticé nuevamente, dejándome llevar por un ataque de estúpida sinceridad—, quiero, padre rector, que a partir de este momento deje de mentirme. Usted sabe, como yo, lo absurda que resulta la posición que está sosteniendo. Por algún motivo que todavía no alcanzo a comprender, está ocultando a esta investigación judicial determinados hechos. Supongo que los datos que se reserva, o bien culpan a unas personas, o bien justifican a otras que le rodean a usted, o a su comunidad. En cualquiera de los dos casos, y sean quienes sean los implicados, sus secretos están entorpeciendo mi investigación. Por si, tras estos sagrados muros, ha olvidado lo que aprendió en la facultad y practicó en los juzgados, le recuerdo que los artículos 450 y 451 de nuestro vigente Código Penal tipifican la omisión de los deberes de impedir o perseguir delitos y el encubrimiento...
—Que yo sepa, señoría, todavía no se ha cometido ningún delito; por tanto, no hay encubrimiento que valga —me respondió altivo, clavando sus ojos azules en mi rostro—. Simplemente, según ha referido, ha aparecido abandonado un automóvil propiedad de este monasterio. Si tiene usted algo más que contarme, por ejemplo, qué hace una juez investigando un vehículo abandonado y una persona desaparecida, éste sería un buen momento. Si no, creo que lo que está haciendo conmigo es acoso.
En realidad, tenía razón. Él debía de haber adivinado, desde el inicio, que el motivo de mi visita era otro muy diferente al que yo había expuesto; sin embargo, calló, silenciando también los datos que conocía. Aquella habría sido una interesante partida de ajedrez, pero dos muertos sangraban sobre mi mesa y me impedían disfrutar del juego del ratón y el gato, de manera que seguí con mi argumento inicial:
—Tiene razón, padre: que usted sepa, no se ha cometido ningún delito todavía. Sin embargo, admite que su abad está desde hace días en paradero desconocido y que no hay rastro de él: ni llamadas, ni advertencias, nada de nada, lo cual no concuerda con su carácter. Desconocen si ha sido privado de libertad, si ha tenido un accidente o si ha perdido la cabeza y no sabe volver a su casa, pero no hacen, ni han hecho nada al respecto. Lo lógico, tratándose de su abad, que no del mío, sería que usted cooperase con esta investigación que no pretende otra cosa que esclarecer los hechos. Es más, debería agradecer vivamente mi presencia y mi ayuda. Sin embargo, lo que usted intenta es entorpecer las indagaciones; querría saber por qué. Ha de estar al corriente por propia experiencia, de que, al final, la verdad se empeña siempre en flotar sobre las mentiras, como el aceite sobre el agua.
—Creo que se equivoca juzgándome a mí y a esta abadía, señoría —protestó sin demasiada convicción—: está usted formulando suposiciones sin ninguna base.
—Eso espero, padre Ignacio, eso espero... —Esta vez fui yo quien lanzó una dura mirada a sus bellísimos ojos felinos—. Nada me agradaría más que ver sano y salvo al padre abad del monasterio de San Salvador de Leyre.
—También a mí. Recemos para que ese deseo se haga pronto realidad. Y, ahora, si es tan amable de seguirme, la acompañaré hasta la biblioteca. Padre Francisco, ¿quiere encargarse de confeccionar un listado de los hermanos e ir conduciéndoles en orden hasta el lugar para que hablen con su señoría, manteniendo en la medida de lo posible el horario acostumbrado?
—Por supuesto, lo haré de inmediato... Padre rector —dijo a su superior sin mirarme—, en esa lista, ¿he de incluir a todos los hermanos, también a los enfermos? Le recuerdo que varios padres están en cama desde hace días, algunos graves.
—¿Es necesario molestarles, señoría? —me interrogó el rector.
—Si llevan más de dos días enfermos creo que no será necesario. Si son otras las circunstancias, yo misma me desplazaré hasta sus correspondientes celdas para tomarles declaración.