Sería la noche más corta del año, pero desde luego, era preciosa. El cielo se insinuaba con un azul añil casi transparente ante miles de diminutas estrellas encendidas por el espectáculo. Un leve viento refrescaba la tórrida velada hasta hacerla agradable.
Antes de salir, dejé el expediente y mis notas bajo llave, en el cajón principal de la mesa de mi escritorio, uno de los pocos sitios que mis hijos respetan escrupulosamente. Mientras lo hacía, intenté poner también a buen recaudo mis emociones. Se suponía que, al girar aquella llave, colgaba mi toga y me vestía de madre saltadora de hogueras. Sin embargo, no resulta tan sencillo disociar los planos vitales. No son facetas distintas e independientes que se superponen como líneas paralelas. Un pollo más otro pollo más otro pollo no hacen un águila. Del mismo modo, trabajo más familia más amistades más aficiones no fabrican una vida. La vida es un dédalo; el lugar en que todas esas cosas y muchas más interactúan a su antojo adentrando el espíritu en el dulce orden del caos. No es roja, luego verde, después azul. Es un alud de color indefinido, trufado siempre de olores de alegría blanca y dolor negro.
No conseguí que cayera el telón; no logré encerrar a mis muertos en el cajón, pero me esforcé en sonreír viendo cómo los demás se divertían esquivando las esbeltas llamas que danzaban sobre los troncos.
Se nos hizo bastante tarde. El fuego siempre ha sido una fascinante tentación para los hombres de todas las edades. Cerca de las doce, bajo la luz macilenta de las farolas a medio gas, volvimos a casa. Jaime iba delante, con el pequeño en brazos, profundamente dormido. Yo le seguía a pocos metros, acarreando trabajosamente al resto. De pronto, mi marido se detuvo.
—¡Lolilla! —dijo, volviéndose hacia mí con gesto interrogante.
—No me metas prisa; la silla de ruedas pesa demasiado.
—Creo que tenemos problemas...
—¿Se ha hecho pis? —pregunté.
Acabábamos de quitarle los pañales al peque, pero él no siempre se daba por enterado.
—No es eso; tenemos visita.
—¿Visita? ¿Cómo vamos a tener visita a estas horas?
—Juzga por ti misma —me dijo, dejándome pasar.
Dejé la silla de Pablo en manos de mi hijo mayor y me acerqué. En efecto, un Mercedes negro con los cristales traseros tintados estaba aparcado en la puerta de nuestra casa, obstruyendo la entrada del garaje.
—No sé quién podrá ser, pero, desde luego, no tiene buena pinta. Creo que voy a llamar a Galbis. ¿Eres capaz de leer la matrícula desde aquí?
—¿Crees que soy un lince? ¡Por Dios, está a trescientos metros!
—Perdona, me estoy poniendo nerviosa; no sé lo que digo.
—Yo he traído el catalejo —dijo Fernando, el tercero, acercándose a nosotros.
Ambos le sonreímos, despreciando su ofrecimiento. El catalejo venía en el envase de los cereales del desayuno.
—¿Llamo a Galbis? —reiteré.
—Es el coche de un presidente o del Rey —insistió Fernando.
—¿Cómo dices? —me volví.
—Su matrícula no es como la de papá y lleva bandera... Debe de ser el Rey. ¡Claro, por eso es un Mercedes tan grande! ¿Por qué viene a vernos el Rey?
Sorprendida, le pedí prestado el catalejo. Era de plástico malo y de ínfima calidad, esos que se fabrican en algún lugar de Oriente. No obstante, la curvatura de la lente permitía una proyección suficiente para que afirmara contundentemente que no sería necesario llamar al agente Galbis.
—Creo saber quién es —dije.
—¿Con sólo leer la matrícula, Lolilla?
—Sí; el automóvil lleva bandera del Vaticano... Me temo que tenemos al nuncio en la puerta de casa, esperándonos.
—¿Taghatelli? ¿Tienes idea de por qué está aquí?
—Me temo que sí, Jaime. Ha venido por los homosexuales...
Mi marido me sonrió con ironía. Él tiene un talento innato para traducir sus pensamientos a gestos. Con el tiempo, he llegado a entenderle sin necesidad de escuchar su voz.
—¡Te lo prometo! Le llamé solicitando información sobre la doctrina de la Iglesia católica en ese punto. Me prometió que encargaría un resumen comprensible y me lo enviaría por mensajero. Pero ha debido de decidir traerlo en persona. Estaba en Bilbao.
—¿A qué hora nos acostaremos hoy? —preguntó Jaime.
Desde luego, la pregunta era pertinente.
—En fin, continuemos...
Una de sus puertas se abrió mucho antes de que llegáramos. Un hombre con traje oscuro bajó a toda prisa del puesto de conducción y abrió la puerta posterior para que lo hiciera Taghatelh.
—Gracias Isaac; intentare no tardar demasiado. Querría regresar esta misma noche a Madrid. ¿Por qué no va a cenar? Le llamo cuando acabe...
—Muy bien, eminencia. Estaré por los alrededores...
—Pues no es el Rey —concluyó Fernando.
El nuncio vestía un sencillo traje negro, con camisa del mismo color. Ni grandes crucifijos ni otros distintivos.
—No, no es el Rey —certificó María contrariada—, es de los que se comen las aceitunas.
No pude por menos que echarme a reír. Las interconexiones neuronales de los niños producen resultados verdaderamente divertidos.
—¡Lola, Jaime! —exclamó, acudiendo a nuestro encuentro con los brazos extendidos—. ¡Por un momento temí que se hubieran cambiado de casa!
—¡Eminencia, qué sorpresa! —respondió Jaime.
—Sí, hasta para mí lo ha sido. Tras hablar con su esposa esta tarde, me entraron unos irresistibles deseos de visitarles.
—¡Yo soy Fernando, tengo siete años! ¿Y tú quién eres? ¿Eres el Rey?
—¡No, no, nada de reyes! —respondió divertido.
—Entonces eres un príncipe...
—Tampoco...
—¿Eres del Barça?
—¡No, para mi desgracia! Yo milito en la Juventus, y no estamos en nuestro mejor momento.
—Pues alguien tienes que ser; llevas un coche muy chulo.
—¿Te digo un secreto?
—Vale.
—Me lo han prestado.
—¡Ya decía yo! Tú pareces un señor corriente.
—Aciertas, lo soy. ¿Y esta escayola? —preguntó, recalando la vista en la silla de ruedas.
—Me estrellé con un kart. Me he roto dos huesos —dijo Pablo orgulloso, como si lo que hubiera hecho fuera una hazaña.
—¿Y te duele mucho?
—Depende.
—¡Ya vale, niños! ¡Entremos! ¡Cada uno a su cuarto: pijama y cepillo de dientes! ¿Os ocupáis los mayores?
Mientras metía la llave en la cerradura, intenté recordar el estado del salón. Por si acaso, me disculpé antes de empujar la puerta y dejarle pasar.
—¡Por Dios, no se disculpe! Soy yo el intruso y a una hora verdaderamente intempestiva. En realidad, estaba a punto de marcharme; se ha hecho muy tarde...
—Hemos ido a ver las hogueras —me disculpé—. ¿Lleva mucho tiempo esperando?
—Dos horas —dijo—, pero ha valido la pena. Cuando era niño, a mí me encantaban las hogueras de San Juan. Mi madre nos llevaba siempre. Nosotros somos ocho hermanos, ¿sabe?, y mi madre se quedó viuda bastante joven. Fuimos una familia peculiar, más pobres que la mayoría del vecindario, pero mucho más felices.
Por un momento, se le humedecieron los ojos. Intenté desviar su atención. No eran momentos para recordar el álbum familiar.
—¿Ha cenado, eminencia?
—No, pero no se preocupe por eso. Tenemos cosas importantes que hacer.
—Prepararé unos bocadillos. No tardo nada. ¿Jamón y queso?
—Perfecto —respondió.
—Ya no quedan aceitunas —se oyó machaconamente a lo lejos.
Gracias a Dios, el nuncio no captó la indirecta.
Aquella noche, Tagliatelli despreció el coñac. Sólo bebió agua fría. Podía leerse una honda preocupación en su rostro que se me antojó muy distinto al del día en que le conocimos. Entonces, probablemente debido al sobresalto por el atentado fallido y a la posterior relajación, se mostró locuaz y distendido. Pero ahora las cosas eran distintas.
—Eminencia, ¿qué le ocurre? —pregunté.
Estábamos ya sentados en el salón; los niños se habían ido a la cama y los bocadillos esperaban en la mesa.
Él se tomó unos segundos para contestar. Jaime hizo ademán de levantarse.
—Quizá, Lolilla, prefiráis hablar solos. Iré a hacer alguna cosa por ahí.
—No, por favor, Jaime, quédese. Estoy seguro de que su consejo profesional nos será muy útil.
—De acuerdo, si así lo quiere...
Dejó fluir sus pensamientos, mientras con las yemas de los dedos acariciaba la tela del pantalón. De por sí enjuto, en aquel momento me pareció que menguaba hasta casi desaparecer entre los cojines del sofá.
—Verá, señoría; no le descubro ningún Mediterráneo si le digo que Europa está sufriendo un extraño proceso de desacralización. Dicen que es fruto del progreso; con el bienestar, la gente parece olvidarse de Dios. El pueblo no necesita opio cuando tiene automóviles y televisores de plasma. Sin embargo, eso no es del todo cierto. Estados Unidos, el país más avanzado y democrático de la tierra, está viviendo un avance sin precedentes en los niveles de religiosidad. Todos los estudios lo confirman. Pero Europa es un ejemplo especial. Mientras desde América hasta África, pasando naturalmente por todos los países de Asia, los ciudadanos rezan a su Dios, le llamen como le llamen, Europa, la antaño cristiana Europa, le vuelve la espalda.
Jaime y yo seguimos su discurso con atención. No sabíamos adónde nos conduciría, pero no pronunciamos ni una sola palabra. Ambos sabemos que los miembros del estamento eclesial adoran los circunloquios.
—... Europa ha volcado sus ansias en el ecologismo, los derechos humanos y la paz. ¡Como si esos fueran valores laicos! ¡Como si la religión se limitase a ofrecer ritos extramundanos, sin implicación social alguna! ¡Europa, la burguesa Europa, que se traga un camello y cuela una minúscula brizna de paja!
Parecía que íbamos entrando en materia.
—Hay miles de sacerdotes santos, cientos de misioneros entregados. Todos ellos se están dejando el pellejo, y en algunos casos la vida, para defender los derechos de los hombres, la dignidad de su existencia y la paz. Por esos mundos de Dios, viven miles de Teresa de Calcuta, cientos de obispos como Duarte o Gerardo, pero eso parece no valer nada ante un único caso de conducta desordenada. Ningún periódico dedicará una línea al primer grupo de locos de Dios; pero todos enviarán a sus mejores reporteros para cubrir la segunda noticia. ¿Comprende por qué estoy aquí, señoría? Sé que me prometió informar a la nunciatura de sus investigaciones y estoy convencido de que hubiera usted cumplido con su promesa; sin embargo, necesitaba venir.
—Le comprendo muy bien —dije.
Lo que señalaba era cierto.
—Me pidió unos datos; se los traigo en persona. Pregunte lo que desee.
Jaime seguía la conversación con ojos de extrañeza. Pese a que, a raíz de la agresión sufrida, me preguntaba reiteradamente por las novedades, aquellas sospechas eran muy recientes y no había tenido ocasión de hacerle partícipe de ellas.
—De acuerdo, eminencia, entremos en materia; ésta es mi duda: supongamos que un hombre, un chico joven, ingresa en calidad de novicio en un centro de vida consagrada. Parece tener vocación, pero los responsables del monasterio se dan cuenta de su condición homosexual. ¿Qué postura se adoptaría en relación con este postulante?
—¿Cómo se han dado cuenta de ello?
—¿Cómo dice, padre?
—Usted ha afirmado que los maestros del candidato se han dado cuenta de su homosexualidad. Pregunto cómo han llegado a ese convencimiento.
—Entiendo... —Me tomé unos segundos para contestar—. No lo sé, padre; no había pensado en ese detalle, pero podemos calibrar las distintas opciones.
—No se preocupe; la pregunta no es esencial.
—¿Ah, no? —pregunté extrañada.
—No; fuera cual fuera la forma en que esa faceta se vio descubierta, el resultado habría sido el mismo.
—¿Me está queriendo decir que le expulsarían de todas formas?
Arrastrando ligeramente las palabras, aquel príncipe de la Iglesia demostró por qué lo era:
—Más preciso sería decir que, en ningún caso, se le permitiría profesar. El matiz resulta importante: nunca fue admitido, por tanto, nunca fue expulsado.
—Perdone, no le entiendo. ¿Dice usted que el novicio que mantuvo relaciones sexuales con otro hombre y el que, simplemente, siente esa tendencia serían igualmente calificados?
—No, no he dicho eso; en ningún momento he hablado de calificación. Si quiere que lo haga, le diré que, en el primer caso pero no en el segundo, el novicio habría cometido un grave pecado. Respecto a quien sufre esas tendencias, es posible que podamos estar ante un acto de virtud de una persona que lucha contra lo que le daña. No obstante, ambos son homosexuales; ninguno de ellos sería candidato óptimo para la vida consagrada ni, por supuesto, para el sacerdocio.
—Confieso que no lo acabo de entender, eminencia. Comprendo que un homosexual activo, lo mismo que un heterosexual promiscuo, no sean aceptados como miembros de una vocación que tiene a la castidad y la abstinencia como presupuestos sobre los que construir la existencia. Pero los que sienten esas tendencias, no tienen ninguna culpa de ello; ¿qué deben hacer?
—Culpa mía, señoría; no he sabido explicarme. Nada tiene la Iglesia contra los que tienen esa tendencia; es más, comprendemos su dolor y tratamos de ayudarles, pero la vida consagrada no es un refugio contra ella. En un monasterio no se curan las penas, se agravan. Se cuentan en cientos las horas en silencio, rumiando siempre las mismas cosas. ¡Quien se instalara allí para olvidar, se volvería loco!
—¿Y qué hacen entonces, abandonarlo a su suerte?
—Verá, señoría; este mundo, más tarde o más temprano, se convierte en un valle de lágrimas. Pese a lo que creemos los occidentales europeos, la vida hoy es tan imperfecta como en el medioevo. Nos morimos igualmente, e igualmente sufrimos.
—¡Pero eso no es justo!
—La naturaleza no es justa. El mundo está lleno de injusticias, de pobreza, de opresión. A quienes nacen ciegos les está vedado pintar; a los cojos, correr; a los esquizofrénicos, suscribir determinados contratos mercantiles. Un homosexual puede y debe ser santo, pero está privado de recibir las órdenes sagradas. Verá, hace algunos siglos, un sacerdote especialmente promiscuo, que tenía muchos problemas para vivir una vida casta, pidió permiso a la Iglesia para ser castrado. Muerto el perro, se acabó la rabia. Ese permiso le fue denegado. Debemos servir a Dios aceptando lo que somos y lo que podemos llegar a ser y hacerlo con plena libertad. No podemos admitir a un homosexual en una comunidad de hombres normalmente formados que, en su momento, han optado por la castidad; para él y para los demás, sería una petición antinatural. Eso no significa que una persona con tendencias homosexuales no pueda ser un buen cristiano y que, incluso, alcance un grado de santidad que exceda con creces al del abad que nunca llegará a ser.
Intenté entender la lógica de lo que oía y confrontarla con el caso que tenía entre manos, pero me resultaba difícil. Mientras meditaba sobre ello, el nuncio me urgió:
—Señoría, ¿puedo preguntarle por qué le preocupa eso? ¿Tiene algo que ver con los crímenes?
—Sí, eso creo.
—¿Podría explicarme cómo?
—Son únicamente suposiciones, eminencia. De momento, no son más que eso.
—¿Las compartirá conmigo, por favor?
Lo pensé escasos segundos. Acepté de buena gana; me vendría bien conocer su opinión.
—De acuerdo, le contaré la historia de estos crímenes, tal y como yo la interpreto: imagine a una mujer, Mónica de nombre, que vive en un pueblo pequeño y de arraigadas tradiciones religiosas; Mendigorría, por poner un ejemplo. Pertenece a una familia conocida en la localidad: ¡nada menos que los sobrinos del señor arzobispo! La chica es poco agraciada —dije, recordando las fotos del informe del suicidio—, y quizá demasiado tímida; sea como sea, resulta vulnerable al engaño y se lanza en brazos de quien no debe. A resultas de ese desliz, queda embarazada. Para evitar los rumores, probablemente estigmatizada por su propia familia, se traslada a la capital más cercana, Pamplona, y trata de empezar una nueva vida en un sitio donde no sea conocida. Allí da a luz a un hijo ilegítimo al que llama como el santo del lugar: Francisco de Javier. Le registra con sus apellidos, ¿con cuáles si no?, y le saca adelante con trabajos temporales y miles de privaciones.
»Ella termina odiando al género masculino y convertida en una beata, muy probablemente como lo que había visto en su hogar. Supongo que inventaría alguna historia creíble que le permitiera guardar las apariencias. Cuando le preguntaran, diría, por ejemplo, que era viuda; que su marido, militar de profesión, murió en un accidente en un tanque o un avión. Cubierto el flanco, dedicaría horas libres a la Iglesia, haría duras penitencias o ayudaría en mil encargos: las flores, los ornamentos, la limpieza, dirigir los rezos comunitarios... Es de suponer que educara a su único hijo en esa línea. Con el tiempo y un pequeño empujón materno, el chico decide ingresar en un monasterio; pongamos que en el principal de la región. Mónica telefonearía de inmediato al arzobispo informándole de la decisión del chico. Al fin y al cabo, seguían siendo primos segundos. Imagino con qué orgullo se lo diría. ¡Dios era capaz de sacar bien del mal! De un pecado, un santo.
»Mónica era tan feliz que no cabía en sí. Todo iba viento en popa rumbo al cielo eterno. Pero el gozo fue corto; cayó por su propio peso cuando Francisco de Javier se vio obligado a explicar a su madre que no profesaría como monje benedictino.
»Aquél era un duro día de nevada. El temporal había obligado a cerrar al tráfico rodado en muchas carreteras; en Leyre estaban aislados. El agua congelada había reventado una tubería y estropeado la calefacción. Hacía mucho frío, aunque el joven novicio no lo sentía tanto por fuera como por dentro. Por orden del padre abad, Francisco de Javier tuvo que informar a su madre de que, en breve, abandonaría el monasterio de Leyre y volvería a casa. Naturalmente, la madre solicitaría un porqué. Supongo que él no debió de ofrecer detalles, es probable que no se atreviera; no son cosas para comunicar por teléfono. Simplemente dijo que la autoridad del monasterio le había informado de que no le consideraban preparado para seguir con la vocación.
»De inmediato, Mónica telefoneó a San Salvador de Leyre. Con un solo golpe de voz, con la diplomacia de un disparo en la sien, el maestro de novicios le confirmó que su hijo no era candidato idóneo para la vida consagrada. Sería un buen seglar, probablemente un seglar santo, pero debía abandonar el monasterio.
»Mónica pensó de inmediato que se equivocaban. ¿Quiénes eran ellos para juzgarlo? Sólo hacía unos meses que su hijo residía entre los milenarios muros de aquel cenobio; no era tiempo suficiente para calibrar una vocación. Ni siquiera había logrado permanecer el periodo necesario para pronunciar votos temporales. Mónica era consciente de que su vástago podía ser débil de cuerpo y arrogante de ojos (en eso salía al padre al que nunca nombraba); en ocasiones se mostraba huraño y siempre demasiado callado, pero era un buen hijo. Pese a los tiempos que corrían, en los que los jóvenes eran egoístas y maleducados, su retoño había cuidado de ella con cariño y, siempre que las circunstancias lo exigían, se había comportado como un santo. Por ello, Mónica no tenía envidia de ninguna madre, ni siquiera de las que poseían flamantes maridos.
»No titubeó. Irritada ante la intemperante noticia, sin preocuparse por las inclemencias meteorológicas, vistió el traje negro y se adornó con el broche. Y tras pasarse varias veces el peine por sus plateados cabellos, peinados hacia atrás, fue a pedir explicaciones al arzobispo; al fin y al cabo, eran medio primos por parte de padre. Le dijeron que su eminencia no iría aquella tarde porque estaba retenido por la nieve. Pero ella no se lo creyó y esperó infructuosamente durante horas. Hasta que el secretario del arzobispo no le prometió que su eminencia la telefonearía en cuanto llegara, no cejó.
»Aunque hubo de permanecer un día entero junto al teléfono, esperó complacida. Estaba segura de que su lejano pariente pondría al engreído benedictino en su sitio. No fue así. Tras hacer una ronda de consultas, con voz trémula, el hombre de solideo violeta y cruz pectoral fue tajante: pese a ser su sobrino, con esas tendencias era preceptivo negar al chico el ingreso en ése o en cualquier otro monasterio.
»—¿Tendencias? ¿Que tendencias?, —preguntó Mónica extrañada. Ella no había detectado nada extraño. Ante la pertinaz insistencia de la madre, el arzobispo se vio obligado a explicitar los detalles. Los suelos se abrieron y se la tragaron cuando el teléfono transmitió la horrible palabra. Fue entonces, aquel último jueves del mes de febrero, cuando Mónica se dio cuenta de que había muerto. Respiraba, hablaba, rezaba, pero ya no existía. Tras veinte años de penitencia, Dios seguía empeñado en castigarla. Presa de un extraño cansancio, se volvió hacia la imagen que presidía su salón. Durante horas, miró inerme la figura de Cristo, pero aquellas reflexiones no le hicieron cambiar de opinión: no estaba dispuesta a cargar de nuevo con el peso de una vergüenza pública.
»Pasó la tarde ante la ventana, silente, contemplando cómo los gruesos copos de nieve conquistaban el aire. Blanco sobre blanco; frío sobre muerte. La televisión del vecino de arriba, sordo como una tapia, contó a grandes voces que la tormenta amainaba y que en breve las comunicaciones serían restablecidas. Reflexionó. Cuando así fuera, se vería obligada a ofrecer explicaciones a sus amistades. Ni sus amigas ni su confesor lo comprenderían y no iba a darles el gusto de criticarla. Tomó la decisión enseguida.
»Estaba sola en su domicilio, pero atrancó la puerta con la cómoda de roble; su habitación no tenía llave. Respiró profundamente y, con solemnidad, comenzó a quitarse la ropa. Sólo se dejó el cilicio. Temblaba. Pese a la calefacción central, hacía frío, pero no olvidó las buenas costumbres: dobló concienzudamente las prendas y las depositó en la colcha de ganchillo que había cobijado sus más dulces sueños. Sin cubrirse, se situó ante el minúsculo espejo del tocador y se rasuró meticulosamente la cabeza en señal de duelo. Aquel corte le ensanchaba aún más el óvalo del rostro. Bajó la mirada contemplando su cuerpo flaccido y atocinado. Se le escapó un suspiro de disgusto; siempre se había avergonzado de sí misma, pero ya no había cabida para la duda: la nueva lacra era insufrible.
»A duras penas había conseguido resistir la tenue pero gélida voz del arzobispo; sería incapaz de soportar la de su confesor. ¡Había presumido tanto de su hijo! “Estoy segura de que pronto llegará a abad”, le había dicho. Le creía un chico capaz. Era tímido y reservado, pero nunca imaginó que el demonio hubiera hecho en él su morada. Con los ojos vidriosos, abrió el armario y sacó su túnica carmelita. La había hecho confeccionar algunos años antes. La destinaba a su entierro. Se la probaba todos los sábados. Como reza el informe, “mientras en los bajos de su edificio los jóvenes fornicaban entre música estridente y alcohol, ella hacía penitencia enfundada en su áspero hábito marrón”. Sin embargo, de nada había servido su esfuerzo.
»Era jueves, pero se ciñó cuidadosamente la túnica. Tras anudar todos y cada uno de los botones, retuvo entre sus manos el cíngulo. Mucho más tranquila de lo que hubiera sido razonable, se subió a la silla y ató uno de los extremos del ceñidor a la lámpara de araña del techo; el otro, se lo anudó al cuello. No merecía otro final. Ella y el fruto de su vientre: dos nuevos Judas.
»Una decidida patada de su pie descalzo hizo tumbar la silla. Su cuerpo quedó bruscamente colgado entre el cielo y la tierra. Según señala el parte forense, a diferencia de Judas Iscariote, el ahorcamiento produjo lentamente sus efectos. Cuando finalmente murió, había dejado de nevar. Su hijo, que llegó mucho más tarde debido a la nieve, buscó infructuosamente alguna nota de despedida, pero Mónica no tenía nada que decir. Eso fue lo que más le dolió. El arzobispo Cañarte y el abad Urrutia se ocuparon de celebrar el funeral. Voy a mostrarles algo...
Detuve el relato un segundo y corrí hasta el despacho para recoger el expediente, guardado bajo llave, Al regresar, les mostré el encabezamiento y la firma:
—A la juez titular, Lola MacHor, se le ocurrió la feliz idea de dar a luz el día que el cadáver de Mónica fue encontrado. Levantó el cadáver el juez sustituto, que archivó el caso cuando el forense dictaminó, sin género de duda, el suicido como causa de la muerte. El suicido se achacó a una enfermedad mental repentina, pero Francisco de Javier Mugarra sabía que ese diagnóstico era erróneo. Él conocía bien la causa y decidió vengarse: Urrutia, Cañarte y yo misma...
Jaime y Tagliatelli me miraban con la boca abierta, como sí de esa manera pudieran absorber mejor la retahila de datos que les ofrecía. Cuando acabé, ambos permanecieron callados.
—¡Vaya historia! —dijo Jaime rompiendo el silencio.
—¿Cómo ha llegado a esas conclusiones, señoría? ¿Tiene datos que las corroboren?
—En realidad, fue el propio asesino el que me mostró el camino. Si él no me hubiera hablado del suicidio de su madre, me temo que nunca lo habría averiguado, aunque había dejado pistas significativas.
—¿Ah, sí?
—Sí, eminencia. Todo encaja. En el coche propiedad del monasterio, encontramos restos de sangre. No eran de Pello Urrutia, no coincidía el grupo sanguíneo. Además, bajo las uñas de la mano derecha del abad, encontramos restos de piel. Suponemos que le esperaba agazapado en la parte trasera del automóvil y que le sujetó cuando ya estaba sentado. Urrutia trató de defenderse y le arañó. Analizamos esa sangre: presentaba VIH positivo, probablemente fruto de prácticas sexuales de riesgo.
—¿Cómo lo sabe? Pudo ser una transfusión o...
—Desde luego, pudo contagiarse por otra vía, pero se sirvió de dos declarados homosexuales para llevar a cabo su venganza: el modisto Gorla y el novicio Mezquíriz. Eso dice mucho de él. En Leyre no me quisieron decir el motivo de su expulsión alegando que era secreto de confesión; también eso resulta ilustrativo. ¿Qué hay que ocultar bajo el palio de la confesión más que algo vergonzoso? De no haber sido por algo así, me habrían explicado su marcha. Además, se definió como un número primo. Un número sin genealogía, sin reproducción.
—Sin embargo, Lola —me interrumpió mi marido—, se marchó pronto del club.
—¿Del club? Temo haberme perdido parte de la historia, señoría —alegó Tagliatelli.
—Es cierto, creo que desconoce algunos detalles. En fin, nuestro asesino localizó a Faustino Gorla en un local de dudosa reputación frecuentado por los ambientes gays. En ese establecimiento, se abría la veda en un determinado momento de la noche...
—¿La veda? No lo comprendo.
Miré a Jaime, suplicándole que se lo contara él. Solía emplear las palabras justas en las ocasiones más variopintas. Pero, en aquel momento, lo explicó de la misma forma que lo habría hecho yo: por las buenas.
—Apagan las luces, eminencia, y cada cual se apaña con lo que encuentra. Más bien, con el que encuentra.
—Entiendo, el asesino visitó en varias ocasiones ese local pero se marchaba cuando todavía estaban las luces encendidas; eso podría indicar que no pertenecía al club.
—Podría ser, eminencia, pero yo no lo creo. Lo que opino es que acudió allí para orquestar una venganza. Quería vengar a su madre y sabía que lo que se vendía en ese club la había matado. El hermano Chocarro dijo haber visto en su sueño a un hombre de dos caras: una vida de cara a la galería, otra oculta. Esta segunda le avergüenza, por eso borró de un tiro el rostro de su tío el arzobispo Cañarte y trató luego de hacer lo mismo con la suya, eminencia... Por el mismo motivo, se cargó al falso novicio, Xavier Mezquíriz, el homosexual con el que contactó por Internet; el tipo de persona que siempre había despreciado.
—¿Y está segura de que nos inculpa a nosotros?
—Lo estoy. ¿Recuerda el primer manuscrito? Lo firmó con un extraño nombre: Azenar. Al principio creímos que esa rúbrica estaba destinada a apuntar al monasterio de Leyre, pero creo que nos equivocamos. El tal Azenar había sido uno de los constructores del templo de Leyre, pero también había muerto a manos de la Inquisición. Él ha querido hacer el símil.
—¿La Inquisición? No logro entenderlo, Lola. ¿Por qué nos imputa sus propias culpas?
—Es obvio; él se refugió en Leyre para huir de ellas, pero ustedes le lanzaron de nuevo al mundo de las tentaciones. Recuerde los encabezamientos de las cartas, eminencia. El primero decía: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». ¿Sabe cómo firmó el envío de los sobres con los dedos amputados? Escribió: «Compassion, no sacrifices». Quiero compasión, no sacrificios. Él cree que ustedes le desampararon; que no tuvieron la compasión debida. Si le hubieran permitido permanecer en la abadía, su madre seguiría en el mundo y viviría orgullosa de su hijo. Él, por su parte, mantendría su secreto y no tendría de qué avergonzarse... y no estaría afectado por el sida.
—Como le decía antes, Lola, no habría aguantado esa vida...
—Es muy posible, pero él no lo cree así, por eso ha matado a todos los que se interpusieron en su camino. En primer lugar, al abad que permitió su expulsión; después, al arzobispo que no quiso interceder por él, pese a ser su sobrino.
—¿Y yo, Lola? ¿Qué tengo yo que ver con esto?
—Usted es el nuncio, eminencia; representa la ortodoxia de Roma, en la que los dos asesinados se basaron para expulsarle.
—¿Y Gorla, y el novicio, por qué los mató?
—Lo del novicio sólo puedo explicarlo como le dije antes: ser y vivir como un homosexual; quizás eso le recordara su propia debilidad. Me dijo que la muerte de Gorla había sido un accidente. Es probable que el modisto tuviera los mismos problemas que nuestro asesino con la homosexualidad. Se mantenía oculto, evitaba ser como Mezquíriz...
—Pero le mató.
—Sí, le asesinó. Supongo que cuando Gorla se enterara de que, robando el sagrario de Leyre, había contribuido a dos ejecuciones, amenazó con denunciarle. Nuestro asesino le mató.
—Querida amiga, han pasado diez años desde el suicidio de su madre, ¿por qué esperar tanto tiempo para vengarse? Los dos asesinados eran venerables ancianos. Si hubiera esperado un poco más, ambos habrían muerto en sus camas. Si quería vengarse, debería haberlo hecho hace tiempo.
—Eso es cierto, pero la perspectiva cambia cuando entra el relicario.
—¿El relicario? —me interrogó Tagliatelli—. ¿Qué tiene que ver el relicario con todo esto?
—Verá, eminencia, desde el principio supusimos que el asesino estaba relacionado, de una u otra manera, con el mundo de las antigüedades. No empleó un folio para escribir sus proclamas, envió pergaminos de notable calidad y perfectamente tratados. A eso debemos añadir que pidió una pieza específica de arte religioso. Creo que no es descabellado pensar que no es un cliente, sino un anticuario; uno notable.
—De acuerdo, Lolilla, que empleara pergaminos le sitúa en el ámbito del gremio de los anticuarios, pero de ahí a decir que es un experto anticuario... En fin, no lo veo claro.
—Sí, eso fue lo que yo pensé al principio, pero nos habíamos olvidado del factor azar.
—¿El azar? La tenía por una juez objetiva...
—Y lo soy, eminencia. Déjeme que le cuente cómo me lo figuro yo. Tras el suicidio de su madre, nuestro hombre cambia de identidad y de dirección y se forja una nueva vida. Me comentó el maestro de novicios que Francisco de Javier Mugarra poseía un fino olfato artístico y un buen ojo para los negocios. Imaginemos que, tras su salida del monasterio, se introdujo en el mundo de las antigüedades. Hace diez años, el mercado estaba en plena efervescencia y él tenía experiencia con arte sacro. Ambas cosas le permitieron acumular simultáneamente fama y fortuna. No olvidemos que todos los testigos de Brothers le describen como un tipo especialmente elegante y culto.
—¡Pero Lola, todo lo que ha dicho hasta el momento es pura especulación! —protestó airadamente Tagliatelli.
—Espere a que termine, luego juzgaremos eso. Decía que han pasado diez años; nuestro hombre ha cosechado fama y dinero. No se ha olvidado de Leyre ni de aquel nevado día de febrero ni del desprecio de su madre, que no le dedicó ni una sola línea. Sin embargo, vive tranquilo en su ambiente. Quizás, en ocasiones, se deje llevar por su tendencia oculta que nunca ha hecho pública. En todo caso, nadie le molesta; en el mundo del arte, son frecuentes las extravagancias. Un buen día, se presenta en su despacho el administrador apostólico de la diócesis de Pamplona. Es probable que ya se conocieran. Si Mugarra estaba especializado en arte sacro, sus talleres podrían haber restaurado alguna pieza del arzobispado, limpiado un lienzo, fechado un nuevo descubrimiento; no sé, alguna cosa por el estilo. Cuando el administrador de la diócesis se encuentra metido en un lío del que no sabe salir, recuerda que está rodeado de dinero en potencia. La Iglesia es rica en patrimonio artístico. Así pues, acude a nuestro anticuario y le solicita un préstamo dejando una pieza del Museo Catedralicio como prenda, o puede que se la ofrezca para que la compre. En ese caso, tendría ya apalabrada la réplica. Mugarra ve enseguida el negocio y llega con él a un acuerdo. Le prestaría el dinero; si no era capaz de devolverlo a tiempo, se quedaría con el relicario.
»Con el dinero recibido, el administrador paga sus deudas y evita la agresividad de sus acreedores, pero cuando todo vuelve a pintar claro, le informan que tiene un cáncer terminal. Casi en su lecho de muerte, el administrador confiesa todo esto al arzobispo. Declara que el relicario que se expone en el museo es falso; que él mismo encargó la réplica a uno de los mejores artesanos de la zona y que la factura del trabajo está aún por pagar. Además, sólo quedan unos meses para que venza la deuda. Si no se paga, el anticuario se quedará con el relicario para siempre.
»De modo que el arzobispo paga al artesano y luego se pone en contacto con el anticuario...
—Y éste vio cómo se reabría la herida que nunca se había cerrado —culminó Jaime.
—Sí, ante él estaba nada menos que el arzobispo, que no había sido capaz de perdonar su pecado, comerciando con los bienes de la Iglesia. Y, a pesar de ello, él era tenido por un hombre bueno, respetado por todos. Eso hizo que se volviera loco. En comparación con su problema, lo del arzobispo le pareció mucho más serio...
—Y decidió vengarse y ponerle en evidencia.
—En efecto, eminencia; ésa es la clave: ponerle en evidencia. El relicario no fue más que la ocasión propicia. Cuando el arzobispo recibió el dedo con la nota, se quedó petrificado. No sabía si se trataba de una coincidencia o bien estaba ante un prestamista mafioso. Por ello, vendió su cartera de acciones, acudió con el dinero a la cita y se llevó el relicario viejo: si no era una coincidencia, podía recuperar el verdadero y zanjar el asunto. Varias veces le dijo a Andueza que aquello era por él, no por el valor de la pieza en cuestión. Pero el asesino despreció su dinero, y para que quedase constancia de que no era el dinero lo que buscaba, roció con billetes su cadáver. No tocó ni un céntimo.
—Es decir, señoría, que el verdadero relicario sigue en sus manos.
—Sí, el relicario y el copón lleno de hostias consagradas que se llevó de Leyre. Creo que los tiene a buen recaudo. Envió la hostia en un envase cerrado. No deseaba que se dañara, porque él se sigue teniendo por un católico practicante, casi como un monje. Viste como tal y adora la eucaristía, prueba de ello es que pidió a Gorla que apagara la lamparilla que ardía junto al Santísimo cuando se lo llevara.
—Veo, querida Lola, que ha averiguado muchas cosas acerca de este asesino, pero ¿sabe quién es?
—No, todavía no. Tengo una lista con más de 8.000 nombres de anticuarios que operan en España. Como ha cambiado de identidad, no podemos excluir a nadie. No obstante, mañana pediré que la depuren manteniendo sólo a aquellos que trabajan el arte sacro. No creo que sea muy extensa. Cuando la vea, sabré quién es.
—¿Cómo? —preguntó Jaime.
—No lo sé, pero confío en que su nuevo nombre tenga algo de simbólico... El asesino quiere ser detenido. Dejó pistas, y como no las sabíamos interpretar, vino a buscarme y me habló de su madre...
—La herida de su cabeza —dijo el nuncio.
—Así es, padre, pero no se preocupe; casi no me duele. Estoy segura de que encontraremos algo en esa lista que nos indique quién es... Si no es así, se la llevaré al hermano Chocarro: él logrará identificarle.
—Lolilla, una cosa no me queda clara: ¿por qué tú? No representas a la Iglesia ni a la ortodoxia precisamente... —dijo con retintín.
—Es cierto; nada tengo que ver; pero él cree que yo instruí el expediente del suicidio de su madre. Me culpa porque cerré el caso como suicidio, cuando él cree que Urrutia y Cañarte fueron inductores de la muerte de su madre.
—Pero, a diferencia de Urrutia y Cañarte, de Gorla y Mezquíriz, te dejó vivir —farfulló Jaime con un doloroso gesto en los labios.
—He pensado mucho en ello... Creo que hay dos motivos que explican que el otro día no me matara: en primer lugar, mi condición de mujer. Ya sabes cómo suelo llevar el coche: un juguete olvidado, un almuerzo en el suelo, un chupete... De algún modo, me vio como una madre, no como una jueza; eso le retuvo. En segundo, y mucho más importante, todavía me necesita para sacar el asunto a la luz. Estoy instruyendo el sumario que culminará su venganza, no obstante...
—No obstante, ¿qué?
La voz de mi marido sonó angustiada.
—Creo que si no hago bien mi trabajo, la próxima vez no tendrá compasión. O le cazamos o me matará. Una vez iniciada, su venganza no puede detenerse hasta estar completa.
—¡Pero si tú no instruiste ese sumario!
—Eso es cierto, pero él no lo sabe.