Capítulo 12

Mendigorría, Navarra

Madrugada del domingo, 13 de junio

La vieja noche agonizaba, perforada por miles de balines de luz blanca, cuando el coche color negro, propiedad del arzobispado, llegó a la localidad de Mendigorría. En pocos segundos, el conductor tomó la desviación hacia la ermita de Santa María de Andión, a pocos kilómetros del pueblo. Había conducido con considerable rapidez y llegaron con algunos minutos de antelación.

Andueza se detuvo a cierta distancia de la ermita, en un camino lateral, y ocultó el vehículo lo mejor que pudo. La faena resultó enojosa, no tanto por las dimensiones del vehículo cuanto por lo despejado del terreno.

El secuestrador había exigido que Cañarte acudiera solo, de modo que Andueza permaneció dentro del vehículo, visiblemente nervioso, observando por el espejo retrovisor cómo su superior se alejaba.

Su eminencia, con traje negro y sin más distintivo que su cruz pectoral, caminó sin mirar atrás. Sujetaba con ambas manos la mochila gris que Petit había llevado al palacio horas antes; contenía el dinero y el relicario.

A unos cientos de metros del lugar, apoyando las manos en el cayado, Andrés observaba cómo la ajada oscuridad iba desangrándose hasta morirse del todo. Los matorrales cercanos se agitaron. «Un conejo», pensó, blandiendo su cachava.

El soberbio espectáculo celeste hizo que postergase la caza. Con poderío, la claridad exuberante iba invadiéndolo todo. Así, mirando el cielo, le sorprendieron los disparos. Sonaron tan atronadores y cercanos que se tiró al suelo y se tapó la cabeza con los brazos. El bordón sobresalía enhiesto arrancando bajo su brazo, tremolando, a modo de periscopio ciego.

Lo primero que Andrés pensó fue que se trataba de otro cazador furtivo; él mismo venía de hacer de las suyas, pero no hubo más detonaciones. El labriego permaneció tumbado, mudo, inmóvil, escuchando los sonidos del campo. Pasados unos minutos sin oír más que el rumor de un automóvil, se convenció de que aquel estruendo respondía a un fatal accidente.

Ayudado por su cayado, se incorporó y, escudriñando cuidadosamente el terreno, atravesó lo más deprisa que pudo los campos en dirección al lugar donde se habían producido los estallidos.

Aquella zona, distante cinco kilómetros de Mendigorría o de cualquier otro lugar civilizado, no estaba habitada. Lo estuvo, muchos siglos atrás, pero, aunque las ruinas romanas recibían crecientes visitas de turistas y curiosos, nunca lo hacían al alba. La ermita se abría para señalados actos de culto y para la romería en honor a la Virgen de Andión, que se había celebrado el pasado 15 de mayo.

Mientras andaba apresuradamente, le llegaron rumores de oraciones y lamentos. Se temió lo peor. Es sabido que los pueblos pequeños son incapaces de guardar ningún secreto y Mendigorría no era una excepción. Aunque todos disimulaban, sabían que el farmacéutico, afectado por una profunda depresión, había ensayado dos veces cómo darse muerte. Su esposa había truncado sus planes con su férrea vigilancia, pero el mal seguía allí, agazapado; sólo era cuestión de tiempo.

Al llegar a la ermita, Andrés jadeaba. La puerta estaba abierta de par en y par y Andrés supo de inmediato que algo grave había acontecido. Se acercó tímidamente a la anteiglesia. Del interior le llegó un llanto ahogado. Avanzó con cuidado y cruzó el arco que daba acceso al recinto sacro. El sol atravesaba lateralmente las vidrieras y llenaba la nave de pellizcos de arco iris. Cegado, al principio, sólo percibió manchas. Permaneció inmóvil hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz y pudo distinguir los cuerpos que hasta ese momento no eran más que sombras. Comprendió enseguida los hechos: habían sido disparos, pero no de cazador de zorros o conejos.

Se quedó mirando impotente hacia el altar. En la base del tabernáculo, reposaba un cuerpo menudo; los brazos en cruz, la cabeza caída sobre el pecho desnudo. Pensó que aquél era el mismo Cristo, que había vuelto a inmolarse. Pero la razón se impuso; el hombre que yacía en esa posición era un anciano que vestía un tosco hábito marrón, rasgado de arriba a abajo. No parecía presentar heridas, salvo en la mano derecha, vendada con un pañuelo sanguinolento. El labriego comenzó a santiguarse una y otra vez, mientras instintivamente retrocedía, dispuesto a abandonar aquella escena de horror y sacrilegio.

Sin embargo, los sollozos se intensificaron. Parecían muy próximos. Bajó la vista y vio otra forma humana. La vestimenta negra ensangrentada y la brillante cruz de plata llamaron más su atención que los destrozos del cuerpo. Soltó el cayado y se agachó. A aquel hombre, un disparo a bocajarro le había destrozado el pecho; otro, había borrado parte de su rostro. Algún perdigón parecía haberle tocado la mano, que también estaba desgarrada.

Sobre el tórax abierto, descansaba una montaña de billetes de curso legal, sucios por los restos de visceras y sangre. Junto al cuerpo, una bolsa de deporte parcialmente abierta mostraba el resto de una cuantiosa fortuna. Pese a que era mucho dinero, a Andrés no se le pasó por la cabeza la idea de llevárselo. No con la Iglesia de por medio; otro gallo cantaría de haberse tratado de fondos del ayuntamiento. Se olvidó del dinero y se concentró en el moribundo.

Aunque no era hábil con las palabras, el labriego cogió la mano al hombre agonizante y le consoló lo mejor que supo.