—Llevaba tiempo con la idea de llamarle, señoría, pero no he podido hacerlo hasta ahora —me dijo el hermano Chocarro—. Hemos tenido un pequeño accidente doméstico que me ha tenido ocupado desde ayer.
Se estaba haciendo de día, otro día caluroso, cuando Chocarro me telefoneó. Esta vez tenía el móvil cargado y encendido a la espera de que, desde Málaga, me comunicaran posibles novedades. Tenía en mente tanto el estado de salud de Iturri como la identidad del misterioso hombre de ojos verdes.
—No se preocupe, hermano, lo importante es que se encuentre usted bien —le contesté.
—Estoy perfectamente, señoría, no ha sido nada grave. Unas filtraciones de agua han ocasionado el derribo de una de las paredes laterales de la despensa, y se han roto la mitad de las conservas. Hemos tardado en arreglar el desbarajuste. En fin, llamaba para interesarme por usted y por el inspector; sobre todo por el inspector.
—¿Cómo dice? —pregunté anonadada.
—Sólo quería que me confirmara que el inspector Iturri está sano y salvo.
Me quedé cortada y no supe qué responderle. Él debió de notar mi azoramiento porque enseguida añadió:
—He vuelto a tener el mismo sueño, ¿sabe?, pero en esta ocasión el señor Iturri entraba en la pesadilla. ¿Me comprende, señoría?
—Creo hacerlo, hermano. Y he de confesarle que me inquieta sobremanera su don: en estos momentos, el inspector Iturri está ingresado en un hospital. Ha sufrido una intoxicación grave, pero parece fuera de peligro.
—¡Lo sabía; sabía que pasaba algo! Últimamente, andaba inquieto, nervioso. ¿Sabe lo que les ocurre a las personas con reuma?
—Pues no, no lo sé —respondí extrañada.
—Ellas sienten que va a llover mucho antes de que ocurra. Dicen que les duelen los huesos. A mí me pasa algo parecido: cuando va a ocurrir algo, me invade un extraño nerviosismo que por la noche me hace soñar.
Cerré los ojos y traté de concentrarme en su voz envolvente. Estaba segura de que Iturri no habría estado de acuerdo con lo que iba a hacer.
—Hermano Chocarro, ¿puede usted abandonar el convento durante unas horas?
—Poder puedo, si mis superiores me dan permiso. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Podría venir a verme?
—Señoría... No creo que fuera prudente... —le respondió balbuciente.
—No se lo pediría si las circunstancias no me obligaran a hacerlo, hermano. Verá, hoy es sábado; Pablo, mi hijo de diez años, está en la cama. Se rompió el fémur y han tenido que operarle. Está dolorido y quejoso; no puedo dejarle solo. Además, llevo dos días fuera de casa y estoy agotada. Sin embargo, necesitaría hablar con usted...
—De acuerdo —musitó—, se lo preguntaré al padre rector.
Su respuesta me alegró de inmediato.
—¿Quiere que envíe un coche a recogerle?
—Eso estaría bien.
—De acuerdo, entonces. Más o menos dentro de una hora estará allí. Hermano Chocarro, se lo agradezco muchísimo. Dígale al rector que no tardaremos demasiado, que no se preocupe.
—Señoría, aunque es preciso evitar cualquier ocasión de pecado, le aseguro que vivo en el monasterio de Leyre por propia voluntad. No voy a perder el alma por abandonar el claustro unas horas. ¡Vaya vocación tendría en ese caso!
—Lo siento —dije, sin saber lo que hacía.
Pensaba en la gran diferencia que existía entre él y yo.
Al colgar, me levanté y fui a la cocina. Preparé un bizcocho de manzana y helado de chocolate. Desde luego, pensaba en Pablo, pero fundamentalmente en el hermano Chocarro. Deseaba agradecerle de alguna manera su inestimable ayuda.
Antes de que llegara Chocarro, llamé por teléfono al inspector Garrón. Quería conocer la evolución del enfermo.
—¡Señoría, qué temprano empieza usted a trabajar! ¿Se ha dado cuenta de que es sábado?
—Lo sé, inspector, pero estaba algo nerviosa, sin recibir noticias de usted desde que me vine a Pamplona.
—Perdone, he sido muy desconsiderado. En mi descargo, le diré que he atrapado a Montalvo y que Iturri está bien.
—¿Ya le ha cogido?
—Con su descripción, señoría, no era difícil. Le tengo entre rejas. Prisión preventiva.
—¡Por todos los santos, es usted un hacha! Como no me envió la fotografía, pensé que no había dado con él.
—Le tenemos.
—¿Ha confesado?
—No ha hecho falta, las pruebas son obvias. Y no se preocupe, tenía una orden judicial.
—¿Pruebas, qué pruebas? ¿Se refiere a restos de nuez moscada?
—No señoría, me refiero a las cintas de vídeo.
—¿Vídeo? No entiendo nada...
—No me extraña, señoría. Montalvo no tiene nada que ver con sus muertos, pero sí con Iturri.
—Sigo sin entenderle, inspector; sea bueno y cuéntemelo paso a paso.
—Verá, señoría, tras hablar con el camarero de Brothers y confirmar el apellido, localizamos su casa: vive en una urbanización de lujo en Marbella. Fuimos a buscarle y nos encontramos con infinidad de material pornográfico, una sala de grabación y dos niños de corta edad. Los análisis forenses son concluyentes, ¡pobres niños!
—¿Pornografía infantil?
—Sí, Montalvo era el cabecilla de una red internacional de venta y difusión de ese tipo de material.
—¿Montalvo era el pederasta al que perseguía Iturri?
—El mismo; el inspector Iturri no le conocía, pero el pederasta conocía bien a su oponente, y no desperdició la ocasión.
—¡Supongo que Juan estará feliz!
—Él mismo se lo contará; estoy en su habitación. Un momento, le paso el teléfono.
—No le moleste, inspector; sólo dígale que se recupere pronto.
—Señoría, me está haciendo señas; parece que quiere decirle algo.
Busqué por mi mente alguna excusa creíble para no hablar con él, pero no encontré ninguna. No me quedó más remedio que aceptar. Arrastrando las palabras, su voz se abrió paso a través del espacio y del tiempo:
—Señoría, Lola... ¿Eres tú? —indagó.
—La misma —respondí frotándome los ojos. Un nudo se formaba en mi garganta—. ¿Qué tal estás?
—Todavía un poco raro, muy cansado; pero voy saliendo. No me acuerdo de nada, apenas alcanzo a ver un extraño juego de luces que ronda mi cabeza, mientras salíamos de aquel club.
Nunca supe si con aquella afirmación Iturri pretendía enterrar un error evidente o si cuando ansiosamente buscaba mis labios su mente vagaba por una tupida niebla de nuez moscada que anulaba cualquier atisbo de sensatez. Durante mucho tiempo me incliné por la primera explicación porque, tras aquel episodio, nada fue igual entre nosotros. Iturri pasó a comportarse conmigo como con todo el mundo; distante, casi huraño; silencioso, contorsionado sobre sí mismo. Sólo hablaba cuando comentábamos el caso, y no siempre. Ahora he cambiado de opinión. Creo que estar a punto de morir a manos de tu peor enemigo le confundió hasta sumirle en una súbita depresión. En todo caso, poco importa cuál de esas explicaciones, o cualquier otra, es la acertada porque el resultado habría sido el mismo. Pronunciando su alegato de locura transitoria, daba muerte a aquella criatura, vieja aún sin nacer. Murió sin ruido, como el sol en la línea del horizonte. En pacífica calma, sin risas ni lamentos. Simplemente, ambos abandonamos el barco y volvimos a ser náufragos.
—Pues debes recuperarte pronto, necesito que me ayudes a atrapar a ese hijo de mala madre.
—Lo intentaré, aunque temo haber perdido el olfato.
—Una vez sabueso, sabueso siempre —le animé.
—Te paso con Garrón —me dijo jadeando—, me fatigo enseguida.
—¡Espera! Quería decirte que me alegro de que le atraparas.
—No le atrapé, Lola. ¡Tantos esfuerzos, tantos planes, tantas hipótesis y luego el azar!
—El azar no existe, Juan; lo fabricamos nosotros. Además, lo importante es que haya dejado de existir.
—Sí, eso es cierto; lo mismo que yo —dijo, echándose a llorar.
El teléfono se abrió paso en aquella habitación hasta alcanzar el pabellón de la oreja del inspector malagueño. Cuando llegó, oí que Garrón se excusaba y salía de la habitación.
—Señoría, ¿sigue ahí?
—Sí, aquí sigo. ¡Pobre hombre, lo tiene que estar pasando muy mal!
—No se preocupe, se repondrá.
Por un momento, compartimos en silencio la situación. Siempre resulta duro ver los bajos momentos de alguien a quien en circunstancias normales le sobran recursos.
—¿Alguna novedad?
—Hemos logrado contactar con Peter Zahan. En efecto, reside en San Francisco y su pasaporte asegura que no ha abandonado Estados Unidos desde hace tres meses. Aunque ese país es muy grande, tengo la impresión de que no es fácil entrar y salir de allí sin ser detectado. Creo que no es nuestro hombre.
—¿Pero él conoció al Adonis de ojos verdes?
—Así es, íntimamente, creo.
—¿Pero la aventura no había sido con Faustino Gorla?
—Ése fue el plato fuerte; Zahan, el aperitivo. El caballero misterioso fue el motivo por el que ambos riñeron.
—Comprendo. ¿Y qué ha podido decir de él?
—Que le conoció superficialmente, en términos de tiempo, claro, apenas dos semanas. Le dijo que era socio en una firma de inversiones que opera en la Bolsa de Madrid.
—¿Un agente de Bolsa? —pregunté extrañada.
—Eso dijo. No obstante, Zahan no le creyó.
—¿Ah, sí, y por qué, si puede saberse?
—Dice que era demasiado culto. «Conozco a los de Wall Street —me ha confesado—, viven vapuleados por el miedo al riesgo y el permanente estrés. No tienen tiempo para otra cosa que no sea correr y, por supuesto, no leen libros sobre arte o filosofía, como hacía Robert. En cuanto cuentan con un minuto libre, planifican una estrategia para aprovecharlo a tope.»
—¿Robert?
—Dice que se presentó con ese nombre. Pese a que es más que probable que sea falso, lo estamos comprobando. No hay tantas agencias de valores como yo pensaba.
—¿Algo más, inspector?
—Señoría, debo decirle que me veo entrando por una vía muerta.
—Es posible que tenga razón, aunque también lo es que tengamos suerte. El mundo es siempre caprichoso y surrealista.
—¡Dios la oiga! Le llamaré si hay novedades. Y no se preocupe por Iturri, todo se andará.
Precedido por una enorme bolsa de plástico, Chocarro atravesó el jardín delantero y luego el vestíbulo, donde dedicó unos instantes a observar el antiguo mapa que colgaba de la pared: una carta náutica de Terranova y las Bermudas empleada por el almirantazgo inglés en el siglo XVIII. Emitiendo un suave sonido de aprobación, atravesó el umbral. Pese al estado de las cosas, me reconfortó ver aquel corpachón hasta el punto de experimentar un inesperado entusiasmo.
—¡Hermano Chocarro, qué alegría verle! Bienvenido a mi hogar; pase, por favor.
—Tiene usted una casa preciosa —manifestó, mirando en derredor.
Su habitual timidez había coloreado sus mejillas, pero cuando entró, una media sonrisa adornaba sus labios. Aquella mueca significó para mí lo que una ráfaga de aire fresco en un caliginoso día de agosto.
—Gracias. ¿Algún problema con el coche?
—Ninguno, señoría; un buen automóvil y un chófer simpático.
—¿Simpático? —repliqué extrañada.
Había enviado a Heliodoro a recogerle con un coche oficial.
Al ver mi cara de sorpresa, añadió:
—¡Sí, por supuesto! Hemos hablado de muchas cosas. ¿Sabe que es un virtuoso del violín?
—¿Ah, sí?
—Lo es. El caso es que su cara me resultaba familiar, pero no terminaba de saber por qué. Cuando me ha dicho que entra en clausura cada Semana Santa, he atado cabos.
Le mostré la dirección del salón con la mano y cerré la puerta de la calle. El sol ya estaba en lo alto, planeando sobre los altillos del cielo.
—He preparado bizcocho de manzana y helado de chocolate. ¿Le apetece?
—¡Helado de chocolate, qué rico! Hace siglos que no tomo esa clase de helado. Bueno, tanto como siglos no; pero lo menos han pasado cinco o seis años desde la última vez.
—¡Estupendo!, ahora le traigo un buen plato.
Me fijé en su mano y le dije:
—Hermano Chocarro, ¿quiere que le guarde esa bolsa?
Él miró hacia abajo y pareció extrañarse por lo que vio.
—¡Vaya, me había olvidado! Esto es para usted.
Levantó el paquete y me lo entregó:
—¿Qué es, hermano?
—Tomates de la huerta, en sazón.
—No tenía por qué haberse molestado... —comencé a decir, pero él no me lo permitió.
—¿Qué tal está su hijo?
—Dolorido, pero bien. ¿Quiere conocerle? Aunque sólo tiene diez años, adora las matemáticas. Sobre todo el cálculo mental.
—¡Entonces, conocerle será doblemente placentero!
Desde la cocina oía sus risas; parecían haber congeniado; aunque ¿quién no congenia con Fermín Chocarro? Dejando un buen trozo de bizcocho adornado con una bola de helado a Pablo, volví con Chocarro al salón. Se empeñó en llevar la bandeja.
Mientras él tomaba su helado, fui poniéndole al día, desgranando la historia sin omitir la última parte. No sé por qué se lo conté, pero lo hice, ocasionándole un sonrojo que me hizo dudar de la conveniencia de terminarla. Sin embargo, era necesario. Siempre hay un dato que tú consideras fútil y resulta, para otro, una llave maestra.
—¿Y dice que ha traído rastros de su perfume? —preguntó.
—Sí, rociamos uno de los pañuelos del difunto, y me lo traje.
—¿Podría olerlo, señoría? —pidió.
—¡Claro, para eso lo he traído!
Fui de inmediato en su busca. Al abrir la bolsa, Chocarro hizo un gesto de dolor y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Ése es el olor que impregnaba el templo aquel fatídico día, señoría! ¡Y ahora, el que se atrevió a robar a Dios está bajo tierra! Espero que le hayas perdonado, Señor.
—Yo también lo espero. ¿Está usted bien? —le pregunté.
Se le veía afectado.
—¡Sí, sí, señoría! ¿Qué me estaba diciendo?
—Le decía que es muy probable que Faustino Gorla fuera también asesinado. Sabemos que, pese a su declarado agnosticismo, estaba hospedado en Leyre en esa fecha y que aquella noche estuvo en el templo. Según el registro del hermano Daniel, se marchó la misma mañana de los hechos. Sin embargo, salvo lo indicado, no hay nada tangible que relacione a su posible asesino con el nuestro. El contraste entre un escenario de lujo y homosexualidad y otro de pobreza y abstinencia es demasiado fuerte, ¿no lo cree, hermano? —le pregunté, urgida por la fatalidad de hacer algo.
Me respondió de inmediato:
—Creo que está usted mezclando planos, señoría; eso despistará su entendimiento.
—Estoy mezclando planos... —respondí confundida.
—Sí, me temo que usted une el plano del asesino con el de sus víctimas. El modisto Gorla era homosexual y rico; nuestro abad y el arzobispo no eran ricos ni homosexuales; de acuerdo, parecen dos escenarios incompatibles. No obstante, lo importante estriba en la persona del asesino: ¿cómo es? ¿Cómo ve a sus víctimas? ¿Cómo se sitúa entre bastidores?
—Bueno, parece situarse en el primer escenario mucho más que en el segundo.
Chocarro negó con la cabeza.
—Señoría, según lo que me ha contado, infiero que carece de pruebas, por pequeñas que sean, de que su asesino sea homosexual.
—Bueno —me defendí—, resulta obvio...
—No, no resulta tan obvio. Creo que está dando por sentado algo no probado. Frecuentó ese local llamado Brothers, pero según los testigos acostumbraba marcharse antes de la orgía. Es cierto que hizo amistad con dos declarados homosexuales, que incluso llegaron a reñir por su causa, pero no puede saber si intimó con ellos o, simplemente les siguió el juego. Dice que ambos eran muy ricos; quizá buscara alguna compensación económica...
—Peter Zahan testimonia que él también parecía adinerado y culto, aunque todo es posible.
—En todo caso, lo que me resulta más confuso es la estancia del modisto en el monasterio —dijo entreteniéndose en recoger un trozo de bizcocho que se le había caído.
Lo colocó cuidadosamente sobre el plato, y trató de seguir hablando, pero el ruido del teléfono le detuvo.
—¿Sí? —respondí.
—Lola, soy Ramiro... Estoy en el Anatómico...
—¡Es sábado! ¿Es que todos trabajáis los sábados? ¿Dónde están Chiqui y tus hijos?
—Me están esperando fuera, en los jardines. Ahora mismo me voy, pero antes tengo que decirte algo. He venido a comprobar una cosa y he encontrado un dato que puede cambiar tu investigación —apostilló.
Le dejé que hablara. Sólo cuando terminó, pregunté:
—¿Estás seguro de ambas cosas?
—Lo estoy, Lola. Sangre y piel comparten ADN, eso quiere decir que no pertenecen al abad, sino a su asesino.
—Pues sin saberlo, acabas de darme la razón, Ramiro.
—¿Es que lo esperabas?
—En realidad, no. Te lo contaré cuando te vea.
—Tengo tiempo —contestó esperando una explicación.
—¿Y tu familia?
—No te preocupes por eso ahora, cuéntamelo.
—De acuerdo. Sabes que fui con Iturri a Málaga para investigar la muerte, aparentemente accidental, de un hombre que se había hospedado en Leyre en los días anteriores a los hechos. Bueno, pues ha resultado ser otro asesinato.
—Lo sé, me lo ha contado Uranga; también me he enterado del contratiempo, aunque creo que el inspector Iturri está mejor.
—Lo está, gracias. Continúo: acabas de decirme que la sangre que has encontrado en la tapicería del coche propiedad del monasterio y la piel que el abad Urrutia tenía bajo las uñas tienen el mismo ADN, y, por tanto, llegas a la conclusión de que esa sangre es la de nuestro asesino.
—En efecto.
—Me dices que has realizado la prueba de VIH y que ha resultado positiva; el tipo tiene sida.
—Afirmativo.
—Pues verás: el muerto de Málaga, un diseñador de prestigio, era homosexual y se le ha visto frecuentando un local gay de discutible reputación en compañía de otro hombre sin identificar. En la medida que homosexualidad y sida van de la mano, el dato que acabas de ofrecerme podría unir ambos escenarios y mostrarnos un único asesino.
—Sí, puede ser... En ese caso, te quedaría explicar qué hace un homosexual portador matando a monjes y obispos. Salvo que ellos se lo contagiaran. Aunque, obviamente eso es muy improbable.
Guardé silencio.
—¡Lola, que te veo venir! ¿No estarás insinuándome que realice también...?
—¡Por favor!
—¡Vale, como quieras! Haré la prueba a los dos cadáveres.
—Déjalo para el lunes. Este fin de semana descanso.
—¿No creerás que el obispo o el abad eran seropositivos?
—No, pero necesito comprobarlo.
—Sí, es lógico.
—Ramiro...
—Lo sé, Lola, no hace falta que me lo digas. Pondré códigos en vez de nombres antes de enviarlos al laboratorio...
Colgué y me quedé extasiada pensando en la nueva revelación. ¡Un asesino seropositivo! El pensamiento hizo que me invadiera una especie de vértigo, que me obligó a sentarme.
Me había olvidado completamente de que Chocarro permanecía muy callado en el sofá, con el plato que contenía los escasos restos del helado en la mano. Cuando reparé en él, noté que hacía esfuerzos para mantenerse sereno, pero no lo conseguía: se le caían las lágrimas y estaba visiblemente ruborizado.
—Señoría...
—Ya sé lo que va a decirme, hermano, pero tiene que comprender que debo agotar todas las vías, incluso las más repugnantes...
—Lo entiendo, naturalmente. En muchas ocasiones, la solución a una ecuación compleja resulta ser la más fea.
—Sí, hermano, pero este nuevo dato nos ofrece una ventaja: un VIH positivo podría relacionar los escenarios; al menos, como hipótesis de trabajo.
—Sin embargo, señoría, en mi sueño, el hombre de ojos verdes tenía dos caras. Una normal, hermosa y sonriente; otra viciosa y maligna. ¿Dónde está su primer rostro en esta historia?
—No lo sé... —dije con franqueza—. En realidad, le he llamado para que usted volviera a explicarme su sueño. Los ojos verdes ya han aparecido, pero los demás elementos no. ¡Si pudiéramos anticiparnos a sus movimientos!
Chocarro dejó vagar sus ojos por el techo, luego volvió a la taza.
—No puedo hacerlo, señoría; yo tampoco lo entiendo, pero estoy seguro de una cosa: un homosexual declarado no abandonaría necesariamente la cacería. ¿Por qué dejaba el local cuando empezaba el jolgorio?
—Quizá para evitar contagiar a otros con su enfermedad.
—Es posible, aunque yo no lo creo.
—¿Por qué? —repliqué.
—En ese caso, se habría encerrado en su casa o pasearía por algún bosque. No es lógico acudir a un local como ése y luego retirarse. Hay algo que a usted y a mí se nos escapa. La cara racional del problema; la que permitirá unir verdaderamente al abad Urrutia y al arzobispo Cañarte con un enfermo desquiciado.
—¡Estoy perdida, hermano! —dije levantándome y acercándome nuevamente a la ventana, como buscando en la luz alguna certeza—. La única pista por investigar es la lista de anticuarios que trabajan el libro. ¡Es inmensa, y no tengo más indicio para reconocer al asesino que sus ojos verdes y su grupo sanguíneo! ¿Debo de emitir órdenes para tomar muestras a 8.231 personas censadas? El juzgado no puede permitirse ese gasto con una conexión tan feble. Además, podría no ser el propietario, sino un encargado, un empleado o, peor, un cliente.
—Entonces, señoría, espere. Casi siempre, las soluciones terminan saltando a la vista cuando se deja reposar el problema. Descanse, cuide de Pablo; es un gran chico. Y si me permite un consejo, olvide aquello. No lo piense más, o se enredará en unas redes extremadamente pegajosas.
Sabía a qué se refería; también que tenía razón, aunque algo dentro de mí quería seguir regodeándose en aquella extraña sensación.
—¿Podría conseguir una copia de las notas que el asesino envió? —solicitó Chocarro.
—Sí, por supuesto; le haré llegar la trascripción.
—¡No, no! Ya tengo la trascripción; querría ver su letra. Y, sobre todo, sus números. Sigo dándole vueltas al 3313...
—¡Es cierto! Con la noticia del VIH había olvidado el número. Ése era otro de los motivos para llamarle.
—¿Ha encontrado la respuesta, señoría?
—No, no he encontrado nada, pero querría compartir con usted mis reflexiones, si puede quedarse un poco más...
—¡Sí, claro, lo que usted necesite!
—Bien, veamos... El 3313 es un número primo.
—Así es, un bonito número primo...
—Usted me dijo que, desde el punto de vista de la Iglesia, el número primo representa a los iluminados, por decirlo de alguna manera; a aquellas gentes que emprenden determinadas acciones tocadas por el dedo de Dios. ¿Le entendí bien?
—Perfectamente, señoría.
—Sin embargo, también dijo que en matemáticas un número primo es un número especial... ¿Cómo era aquello? Sólo divisible por sí mismo y la unidad...
—Veo que aprendió bien la lección.
—Tuve buen maestro —le contesté—. ¿Sería correcto decir que ser divisible puede significar tener familia, genealogía? El número 12 desciende del 3 y del 4; el 4 del 2; y todos del 1.
—Sí, desde luego, ésa es una forma acertada de expresarlo. Ya veo por dónde va; y siguiendo su razonamiento podemos decir que un número primo no tiene familia, sólo se tiene a sí mismo y a la fuente común a todos los números: el 1.
—¡Sí, eso es! —dije alborozada, al ver que compartía mis reflexiones.
—Si denotamos a Dios por el 1, el origen de todo número, un número primo sólo debería dar cuentas a Dios y a sí mismo. No tiene familia, no se reproduce, es...
—¡Sí, sí, eso es! Es un homosexual. Es un número, deriva de la fuente de todos los números, pero no puede reproducirse, ni crear una genealogía.
—Señoría, el asesino se está definiendo como un número primo. 3313: un uno entre muchos tres.
—Sí —dije en otro ataque de vértigo—; hemos llegado por dos caminos distintos al mismo convencimiento. Pero la gran duda permanece: ¿qué relación hay entre el uno y los tres? ¿Qué hace un número primo entre dos eclesiásticos?
En ese momento, fue Chocarro quien se levantó y se puso a pasear por la habitación. Llevaba los brazos apoyados en su barriga, lo que hacía que se le ciñera aún más el hábito, mostrando su voluminoso cuerpo. Le miré con expectación, luego con algo de miedo. Sus gestos me indicaron que estaba sumido en reflexiones cada vez más oscuras. No sé cuánto tiempo pasó, pero se me hizo eterno. Por fin, volvió a sentarse.
—Lo hemos enfocado mal, señoría.
—Explíqueme por qué —le rogué.
—El abad Urrutia y el arzobispo Cañarte, a su modo, son también números primos.
—No le entiendo... Quiere usted decir que...
—Lo señalan los Santos Evangelios... Si no recuerdo mal, san Mateo, capítulo 19... «Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos por el Reino de los Cielos. El que pueda con esto, que lo haga.» ¿Lo ve, señoría? El abad y el arzobispo eran números primos por el Reino; a nuestro asesino parece que lo hicieron los hombres.
—Lo que dice tiene lógica, hermano Chocarro. ¿Cree usted que el primero de los mensajes podría referirse a la homosexualidad? Decía algo así: «para liberarse del pecado, el apóstol debe satisfacer; la pura justicia así lo exige...».
—Es un gran pecado, desde luego, pero no sé... Algo sigue sin cuadrar...
—En efecto —respondí—. Seguimos tan lejos de la explicación como lo estábamos antes. ¿Por qué les mató?
—Lo ignoro, señoría. Tenemos que seguir pensando. ¿Me facilitará fotografías de los mensajes? Mis sueños se unen mucho más a imágenes que a palabras.
—Lo haré, por supuesto. Es más, si lo desea, puedo mostrarle el original —dije, recordando que en las películas americanas los médium insistían en tocar algún objeto del secuestrado.
—Creo que con las fotografía será suficiente. Señoría, ¿me permite volver a casa? Me estoy empezando a poner nervioso. No sé si mi sustituto cuidará bien de la sacristía. —Se detuvo unos instantes, y volviendo a sonrojarse se corrigió—: En realidad, sé que no soy indispensable, pero echo de menos el claustro. Hacía mucho que no salía.
—Le agradezco mucho que haya venido, ha sido de gran utilidad. Avisaré a Heliodoro para que le lleve de vuelta. ¿Me promete que seguirá pensando?
—Se lo prometo. Lo comentaré con el Señor.
—Gracias.
Eso fue lo único que fui capaz de pronunciar. La hondura de la fe de aquel hombre me sorprendía hasta causarme verdadera envidia. ¿Por qué yo tendría tantas dudas y él tan pocas? ¿Por qué su mente, mucho más brillante que la mía, había alcanzado un convencimiento que a mí me parecía tan pueril? Me quedé con ganas de preguntarle de dónde sacaba la fe. Pero conocía la respuesta; no estaba fuera, estaba dentro de mí.
—Hermano, ¿podría usted rezar por mí... y por mi familia?
—Ya lo hago, especialmente por usted. Y, desde hoy, por Pablo. ¿Puedo despedirme de él?
—¡Por supuesto!
Anduve el resto de la mañana ejerciendo de ama de casa. Recogí juguetes desordenados, quité el polvo a los muebles, puse una lavadora de color y preparé albóndigas acompañadas de una gran ensalada de tomates (naturalmente, procedentes de la huerta de Leyre). Pasaban algunos minutos de la una, cuando oí llegar el automóvil de Jaime. Abrí la puerta antes de que él empleara su llave.
Me sorprendió verle: estaba muy pálido y los ojos le brillaban como si estuviera enfermo.
—¿Te encuentras mal?
No me respondió. Le miré fijamente: en sus ojos leí tristeza y percibí sus muchos intentos para que el caudal de lágrimas no se derramara.
—¿Qué pasa, Jaime? ¿Qué ha ocurrido?
Me abrazó sin decir palabra.
—¿Qué te pasa? —repetí.
—Lo siento, Lolilla, de veras; a veces puedo ser tan bruto como un buey.
—¿Sentir? ¿Qué es lo que sientes?
—¿Qué es lo que siento? ¡Todo! Siento ser tan egoísta, siento estar obsesionado con mis investigaciones, siento no saber ponerme en tu pellejo. Pierdo la noción del tiempo, ¿sabes? Cuando estoy en el laboratorio es como si me quitaran el reloj y me dejaran suspendido en el espacio. Allí me pierdo.
—Bueno, eso no es nuevo —repliqué nerviosa—, y desde luego, no explica que vengas así.
—¡Desde luego que sí! Tan absorto estaba en mi mundo que he sido incapaz de calibrar los problemas con los que te enfrentabas. Cuando me han dado la noticia, me he dado cuenta de lo que hubiera podido pasarte.
—¿Noticia? ¿Qué noticia?
Jaime se quitó las gafas y se frotó los ojos. Luego, siempre en silencio, limpió los cristales con un pañuelo que sacó del bolsillo. Finalmente, me miró. Su rostro indicaba cansancio, pero tuve la sensación de que en su iris se reflejaba un punto negro, enfado, quizá desprecio.
—Se trata de Juan Iturri... —dijo.
—¿Iturri, qué le ha pasado? ¿Cómo no me han llamado?
—Lo han intentado, pero comunicabas. Como no han conseguido localizarte, me han telefoneado a mí.
Miré hacia la mesa baja del salón. En efecto, la lágrima verde brillaba en el aparato negro.
—Supongo que me habré olvidado de apagarlo después de hablar con Ramiro. ¡No me mires así, ya sé que soy un desastre con las líneas telefónicas! Olvida eso ahora, y dime de una vez qué ha pasado.
—Una inesperada subida de tensión y un fallo renal. La nuez moscada es una sustancia muy traicionera; su consumo consigue alterar la recaptación de ciertos neurotransmisores modificando sensiblemente la esfera emocional del usuario. Provoca temor, euforia, confusión y sentimientos de turbación, pero también aumenta el ritmo cardiaco y la presión arterial. El ejército norteamericano ha llegado a probar la especia como arma química.
Tragué saliva, antes de atreverme a preguntar:
—¿Ha... muerto?
—No, pero hasta hace una hora ha estado en estado crítico. He hablado con los médicos, son optimistas, aunque han sido unos momentos angustiosos. ¡Desde entonces, no dejo de pensar que podrías haber sido tú! ¡Me ha entrado una terrible angustia!
Entonces fui yo quien me abracé a él, pero inmediatamente volví a Iturri.
—¡Cuando me fui, los médicos dijeron que estaba fuera de peligro! —protesté—. Además, han pasado muchas horas.
—Con las drogas nunca se sabe. Además la nuez moscada es de efecto retardado... —y sujetándome por los hombros imploró—: Lolilla, has de prometerme que dejarás este expediente: te necesitamos en casa, ¡yo te necesito! Habla con Uranga, por favor, y déjalo.
—No puedo hacerlo, sabes que no puedo.
—¡Claro que puedes!
—¿Dejarías tú de ver a un paciente porque pudiera contagiarte su enfermedad?
—No, pero eso es diferente.
—No lo es. Tomaré las precauciones necesarias, pero no lo dejaré.
—Por favor, Lola... —me dijo muy serio.
—No te sienta bien esa cara de enfado supino, Jaime. Sabes que no puedo hacerlo. Dejémoslo ya.
—Vale, pues entonces te acompañaré. Ya lo he pensado, me tomaré unos días de vacaciones y seré tu guardaespaldas particular.
Le miré con asombro. Parecía hablar en serio.
—¡No seas tonto! —le dije con voz de agradecimiento—. No va a pasarme absolutamente nada, lo de Juan ha sido un simple accidente; nada relacionado con los asesinatos. Si hubiéramos estado allí por un caso de facturas falsas, habría ocurrido igualmente.
Por un instante, su rostro se volvió pétreo y su frente altiva. Me percaté de que algo más pasaba, pero lo atribuí al nuevo contratiempo. Me equivocaba. Tras unos instantes de silencio, me reprochó:
—No creo, Lola, que por un caso de facturas falsas hubieras aceptado asistir disfrazada de pelandusca a un espectáculo gay.
—Ya veo —dije molesta—; el problema no es la nuez moscada.
—No.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿Y eso qué importa? Lo sé y punto. Y te diré que me gustaría que hubieras sido tú la que me lo contara.
—No tiene ninguna importancia quién te lo contara.
Me senté en el sofá, esperando que él me siguiera; pero se mantuvo en pie con la misma mirada inquisitiva.
—¿Qué quieres que te diga? —me defendí—. Cometí un error: no debí hacer caso a Iturri; sin embargo, me dejé convencer y entré con él en aquel sitio, buscando la pista perdida. El ansia de saber si estábamos ante otro asesinato me hizo abandonar la prudencia. ¿Qué puedo decirte? Que estoy aprendiendo, como casi siempre, por el método del gato que se escalda. Pese a todo, no creo que tenga que disculparme ante ti por ello.
—Son muchos años, Lolilla, muchos. Te conozco tanto que soy capaz de descifrar hasta lo que piensas. No voy a preguntarte nada; me imagino lo que pudo ser. Espero que no te dejaras involucrar; ése no es tu estilo.
—¿Quieres saber la verdad? —pregunté.
—Me gustaría.
—Ni siquiera merece la pena que hablemos de ello. ¿De qué serviría? No era más que un mercado de ganado; gentes extrañas bebiendo tristezas envueltas en papel de gozo. Estuvimos allí cerca de una hora; yo me mantuve en la barra todo el tiempo, mientras Iturri hablaba con unos y otros. No hubiera hecho falta que yo le acompañara, pero ya era demasiado tarde. He llegado al convencimiento de que fui porque sentía curiosidad. Me registraron en la entrada, ¿sabes?; me quitaron hasta la lima de uñas, como si fuera un criminal en potencia; me miraron; me calibraron. He de reconocer que aquel sitio me afectó; una sustancia pegajosa lo cubría todo. Me tomé una Coca-Cola. Iturri bebió coñac; coñac con nuez moscada, sin saberlo, y fue lo que pasó. ¿Tienes suficiente?
—Lolilla, no pretendía pedirte cuentas... Yo...
—Creo que ya lo sabes todo. Me afectó... No consigo despegarme de esas imágenes, de esos recuerdos... Yo no soy mejor que ellos, ¿sabes? No soy como tú te crees... No soy como tú... A veces, cuando recuerdo aquellas imágenes, pienso que he tenido suerte al caer en este ambiente, contigo y los niños... ¿Qué hubiera sido de mí si el destino hubiera sido otro? Muchas veces me siento sola. Me imagino cómo se sentirán ellos.
Me abrazó de nuevo. Esta vez fue su largo silencio el que pidió perdón... De improviso, se soltó:
—Lolilla...
—¿Sí?
—Te quiero; soy un mulo, pero te quiero. No lo olvides cuando andes por esos mundos de Dios.
—No lo haré, yo también te quiero. Pero ahora debo arrinconar el resto de las cosas y centrarme en el caso, ¿lo entiendes? Tengo que resolverlo. Y para ello necesito la cabeza despejada.
—Sí, hay que cazar a ese malnacido —dijo.
—Tendré que cazarle, y por lo que veo, sola. Anda, lávate las manos y comamos.
Mientras Jaime se alejaba, me acerqué a la ventana y la abrí. Por la abertura entró el sol exhalando su inclemente aliento, pero también el aroma del rosal cercano, una preciosa mata de pitiminí blanco. Como la vida misma, una de cal y otra de arena.