Capítulo 2

El martes fue día de funerales. A las doce de la mañana, bajo un sol de justicia, rodeado de la Comunidad en pleno y de un exiguo grupo de personas ajenas al claustro (entre las que me hallaba yo porque lo pedí expresamente), el malogrado abad de San Salvador de Leyre fue enterrado en el pequeño cementerio del monasterio. Directamente sobre la tierra, una losa sin adorno alguno recordaba su nombre y las dos fechas claves en su vida: su nacimiento en esta tierra y su muerte, entrada en la eterna. Detrás quedaba un sepelio que duró cerca de dos horas y al que asistieron las más ilustres autoridades políticas y eclesiásticas del lugar; no en vano el monasterio de Leyre es uno de los buques insignia de la comunidad foral y alberga los insignes cuerpos de los reyes navarros. Salvo por la exuberancia del gregoriano, la larguísima ceremonia, íntegramente cantada por los monjes, fue sencilla, lo mismo que la caja de pino que custodiaba el cuerpo y la homilía, de apenas diez minutos.

Para predicar el solemne oficio, había venido desde la Casa Central de Solesmes el gran abad de la orden benedictina. Con un pronunciado acento francés, pero con un exquisito conocimiento de la gramática castellana, explicó en el sermón que el buen abad se había dormido en este mundo para despertar sonriente en sus aposentos del cielo. La ceremonia acabó cuando los monjes entonaron una melodía fuera de programa: Agur Jesusen Ama. Me enteré después de que al abad fallecido, natural de Bermeo, le gustaba especialmente ese zorcico y, aunque algunas autoridades torcieron el gesto, ya que les desagradaba que en el monasterio navarro se cantara en euskera, nadie protestó abiertamente por ello.

Yo me había sentado en uno de los bancos situados en medio de la nave central; Iturri, atrás. Estuve atenta, escrutando rostros y gestos, buscando la sombra del asesino como había visto hacer en las novelas, pero no apareció o, si lo hizo, no le reconocí. Sólo vi autoridades y curiosos, turistas y vecinos de los pueblos cercanos.

Tras el enterramiento, el gran abad se acercó a saludarme. Era un hombre de edad indefinida, podría tener cincuenta años, quizá sesenta, tal vez hasta sesenta y cinco. No poseía ningún rasgo particular, a excepción, quizá, de su nariz respingona y su pelo, escaso y entrecano.

—Soy Olivier Leguod, señoría —se presentó, con amabilidad contenida—. Quisiera agradecerle muy sentidamente sus desvelos. Sé que tanto usted como la policía están poniendo todos los medios a su alcance para esclarecer este desdichado asunto.

—No ha de agradecerme nada, abad. Forma parte de mi trabajo y lo hago con todo el interés que puedo, aunque, obviamente, desearía no tener que hacerlo.

—Supongo que, con tan buenos profesionales y con tantos esfuerzos, sus investigaciones habrán avanzado. Quizás hasta hayan dado algún fruto...

El gran abad se detuvo, supongo que esperaba que yo terminara su frase y le ofreciese toda la información disponible. No estaba dispuesta a ponérselo tan fácil y me mantuve en silencio. Al ver que no entraba al trapo, preguntó a bocajarro, con un acento francés más pronunciado:

—¿Han hecho, quizás, alguna averiguación interesante, señoría?

Me extrañó que un gran abad de la orden no fuera más político. Luego pensé que toparme en primera instancia con el padre Ignacio había sesgado mi visión acerca de estos monjes. Al fin y al cabo, lo suyo era la contemplación y no la cortesía y las relaciones públicas. Le respondí con suavidad:

—Me temo que, de momento, no puedo decirle nada más que la investigación sigue sus pasos; despacio, pero sin detenerse. Estos procesos llevan su tiempo.

—Lo comprendo, señoría. Es pronto. No obstante, como usted comprenderá, me encuentro sumamente preocupado. Una muerte violenta de un hombre tan pacífico, un sagrario profanado...

—Sí, resulta lamentable —le corté, con la esperanza de que dejara de preguntar, pero no lo hizo.

—El padre Ignacio me ha contado que los datos que obran en su poder sugieren la implicación de alguien muy cercano a este recinto. Eso sería doblemente lamentable. Además, los medios de comunicación comienzan a mostrar un interés creciente. Con esas circunstancias agravantes, comprenderá, señoría, que le formule tantas preguntas, aunque haya usted decretado el secreto sumarial.

—Siempre hay que sospechar de los más cercanos, padre, ésa es una de las primeras reglas de la investigación criminal. Nadie aborrece a quien no conoce, ni envidia a los que le son ajenos. Por el contrario, se odia, se desea, se codicia lo que está próximo. En la medida que los asesinatos, los robos o los homicidios provienen de esos defectos, hemos de concluir que sus autores han de encontrarse en las cercanías. Sin embargo, creo que en este caso no debemos anticipar conclusiones. Padre abad, sé que es difícil para usted entregarme un cheque en blanco, pero le pido un poco de paciencia. El sumario está en buenas manos: el inspector que sigue este caso es uno de nuestros mejores hombres.

—¡Lo sé, lo sé! Conozco la eficiencia de su policía española, señoría. Pero le ruego que, en la medida de lo posible, me mantenga informado. Dios es Señor de la vida y de la muerte y no hay pecado mayor que el de quien pretende suplantarlo en esas labores. Rezo para que nadie de la orden o cercano a este monasterio esté implicado.

—Descuide, en la medida de lo posible —repetí—, le mantendré informado. ¿Cómo puedo localizarle, quiere que lo haga a través del padre rector? —tanteé.

—No, no, señoría. Prefiero que se ponga en contacto conmigo directamente. Esta pequeña comunidad ha soportado ya suficiente dolor —alegó, entregándome una tarjeta personal.

Yo pensé inmediatamente que la actuación del padre Ignacio había sido juzgada como incorrecta, de modo que aproveché:

—Es cierto, el dolor ha sido tan grande como inesperado. No obstante, me temo que debo seguir molestando a los monjes con mis preguntas. De hecho, necesitaría hablar un rato a solas con el hermano Chocarro.

—El hermano Chocarro... —dijo, mientras hacía memoria—. ¡Ah, sí, el sacristán!

—En efecto, el sacristán... excomulgado.

Mordió el cebo de inmediato.

—¡Por supuesto, señoría! Tendrá toda nuestra colaboración. Es más, me encargaré personalmente de avisar al hermano sacristán. Yo me ofrezco a...

—Preferiría que no hubiera testigos.

—De acuerdo, le haré llamar.

El sacristán vino a buscarme enseguida. En el funeral, su rostro quedaba fuera de mi alcance, por lo que me extrañó su aspecto. Había empleado algún tipo de fijador, que había borrado sus rizos y hecho aparecer una larga y recta raya lateral. Salvando la obvia barrera de la edad, me pareció un colegial en el día de la fiesta del colegio. Sus ojos, sin embargo, mostraban evidentes signos de haber llorado.

—Me dicen que su señoría desea hablar conmigo...

—Sí, hermano Chocarro, si no es molestia querría que me dedicase unos minutos.

—No hay problema, señoría, pero creo haberle referido ya todo lo que sé.

—Me ha dicho lo que ha visto, pero no me lo ha contado todo.

Me miró con dulzura durante unos segundos y luego dijo:

—¿Le gustan los tomates, señoría?

—Están buenos en ensalada, pero, en fin...

—Déjeme que le enseñe los que tenemos en la huerta. ¡Se va a quedar con la boca abierta; están enormes este año!

—Por supuesto, hermano, me encantará —accedí.

Caminamos en silencio por un camino empedrado hasta divisar la huerta. Las tomateras se elevaban por una empalizada de cañas colocadas en forma de V invertida. Sujetas a los rodrigones con tiras de rafia, las ramas se mantenían erguidas, pese al peso de unos tomates ciertamente grandes.

—¿Ha visto qué hermosura, señoría?

—Desde luego están enormes, y tienen pinta de estar sabrosos.

—¡No lo sabe usted bien! Los cuidamos con todo esmero y los mejores nutrientes. Obtenemos rendimientos muy notables. Juzgue por usted misma: cada una de estas plantas produce cuatro o cinco kilos de tomate. ¡Menudas ensaladas tomamos en verano!

Soy mujer de asfalto; ni siquiera cultivo geranios en el balcón, pero no deseaba hacer un feo al hermano sacristán, mientras me mostraba cada una de las variedades de su huerta. Sin embargo, cuando sugirió enseñarme las plantas del invernadero decidí cortar la conversación.

—Hermano, me encanta admirar su huerta, pero debo volver a Pamplona enseguida.

—Discúlpeme, creo que quería preguntarme algo...

—Así es, hermano: necesito que me diga lo que sabe.

Me miró torciendo el gesto en una media sonrisa.

—Usted lo que quiere es que le cuente mis sueños.

—En efecto, hermano, eso es lo que quiero.

—No creo que merezca la pena. Todos dicen que son simples ensoñaciones de matemático loco.

—El padre Ignacio dijo ayer que era un don del Espíritu Santo.

—En teoría lo es, desde luego, pero en la práctica, todos juzgan que tengo la mente fastidiada.

—Yo no soy todos, hermano. ¡Cuéntemelos!

—No son como usted cree, señoría.

—¿Cómo dice, hermano?

—Los sueños, señoría, no son como usted cree.

—No sé muy bien qué creo.

—Lo que quiero decir es que, en esos momentos, no se me muestran las cosas que van a ocurrir. Los sueños son, simplemente, fogonazos de piezas extrañas; todo viene mezclado, lo pasado y lo futuro, lo que ocurrirá y lo que no acontecerá nunca. En fin, yo luego ato cabos e interpreto. A veces acierto, otras veces, no.

—No se preocupe, me arriesgaré.

—Vale, allá usted. Hace semanas que sueño con un hombre mayor; no sé cuál es exactamente su edad, pero tiene el pelo impecablemente blanco. Pese a los años, su aspecto es atlético y está muy bronceado; al fondo se oye el sonido del mar. Sonríe, pero su cabeza está abierta y la sangre escurre por su espalda. Junto a él, sobre una nube, hay un joven tomando el sol con el torso desnudo; es fuerte y muy hermoso. Ve cómo su compañero se desangra, pero no hace nada. Yo le grito: «¡Ayúdale, por favor!», pero él me desprecia. Sigo gritando hasta que él se vuelve y me mira inquisitivamente. Le observo; tiene una faz agraciada, suave, dulce. Vuelvo a insistir en que ayude al hombre que se desangra, pero él se da la vuelta, y me muestra otro rostro, esta vez duro y amenazante: dos pequeños cuernos asoman en su frente, y de su boca salen largos colmillos afilados. Las dos caras sólo tienen en común los ojos: son verdes y en ellos se puede leer la palabra muerte.

Me quedé callada, sin saber qué decir. Parecía el argumento de una película de terror de tercera fila. Lo cierto es que no esperaba nada de aquello. Estaba segura de que esa conversación me iba a proporcionar una pista fiable, pero volvería al despacho tal y como había salido de él. Chocarro, rojo como uno de aquellos tomates que colgaban de las matas, miraba el suelo, casi avergonzado.

—Lo siento, señoría, ya le dije que muchas veces estas cosas no tienen sentido.

—Nunca la información es despreciable, hermano, incluso cuando no se comprende. En fin, un hombre joven de dos caras, y otro mayor, cerca del mar. ¿Algo más?

—No, señoría, de momento es todo.

—Quiero que me llame si recuerda o sueña alguna otra cosa, ¿de acuerdo?

—Sí, de acuerdo

—¿Tiene usted móvil, hermano?

—No, pero en el monasterio hay un teléfono para uso general.

—Bien, úselo. Tenga —le dije, sacando una tarjeta de la cartera y escribiéndole el número del móvil de Jaime, que ahora era el mío—; en ese teléfono puede encontrarme siempre. No se preocupe por la hora si cree que es importante.