Palacio arzobispal, Pamplona
Mediodía del sábado, 12 de junio
Monseñor Cañarte no cuidaba de su grey basándose en estudios de mercado o en la aplastante ley del pensamiento mayoritano. Creía gobernar en la persona de Cristo, muerto por representantes fidedignos del pensamiento correcto y mayoritario de su época, pero comprendía que negociar formaba parte de sus funciones como arzobispo.
No formalmente, claro. Como representante directo de los apóstoles, su nombre estaba escrito en el libro administrativo del cielo. Esa inscripción le facultaba a arreglarse con el Espíritu Santo, interpretando su voz y poniendo en práctica sus decisiones con toda la libertad que le otorgara Roma. Sin embargo, sabía por convicción y experiencia que en un mundo de derechos y libertades, el lenguaje de la imposición había perdido muchos enteros, cayendo casi en desuso. Hacía tiempo que él lo tenía reservado para circunstancias extraordinarias, de cuya ejecución pudieran derivarse trascendentales resultados para su Iglesia. Sólo había sido voluntariamente inquisitorial en dos ocasiones, ambas lejanas, ambas justificadas.
El arzobispo de Pamplona entendía que, en los tiempos modernos, sucumbir a la tentación del grito o del mando imperativo tenía poco sentido; optar por el cinismo, ninguno. Por ello, en sus veinte años en puestos de responsabilidad eclesiástica, primero como obispo auxiliar y luego como arzobispo, había aprendido el valor de la persuasión, de esa habilidad para convencer a la gente de que hiciera de buena gana lo que tenía que hacer.
Pese a todos sus esfuerzos, obraba en su conocimiento que, dentro de su rebaño, existía un sector disidente, para el cual su devoción y su ortodoxia eran signos inequívocos de debilidad y falta de progresía. Blas de Cañarte no se dejaba amedrentar por ellos, pero tampoco se atrevía a despreciarlos. No en vano, Jesucristo había dejado solos y a merced de los peligros a noventa y nueve buenos animales, para ir en busca de la descarriada oveja negra.
Tal era la hondura de su convicción, que había nombrado miembro de su Consejo a uno de los representantes de aquel sector discrepante. Conocía bien al resto de su escolta espiritual. Tenía plausibles argumentos para estimar a priori cuáles serían sus recomendaciones en ese caso. Sin embargo, no estaba seguro de la reacción del padre Tomás Pastor, ni del efecto que sus palabras causarían. «¡Qué pena que haya respondido a la llamada!», dijo para sí. Temiendo que los rumores estropearan el rescate del abad desconocido, rezó para que aquel hombre, al menos por aquella vez, fuera prudente y respetara su voto de silencio.
La reunión entre el arzobispo y dos de sus vicarios, con Andueza como testigo, había comenzado a las dos y media de la tarde. El padre Tomás vestía pantalón de algodón beige y niqui azul marino. Largos mechones de pelo rizado colgaban descuidadamente de su frente. En su muñeca derecha, unas pulseras trenzadas con hilos de colores. Por el contrario, el vicario general vestía pantalón y camisa de color oscuro, pero no llevaba alzacuello.
Antes habían tomado, en actitud distante, un tentempié que la cocinera les había preparado. Durante la charla informal, el secretario sugirió en tono afable mantener a la policía alejada del asunto, debido a las peculiaridades del caso que apuntaban a alguien con conocimiento eclesial. Los demás estuvieron de acuerdo. En realidad, el consenso fue casi inmediato. Los cuatro eclesiásticos temían por igual a la policía, o, al menos, a algunos de sus elementos, agentes escandalosamente anticlericales que filtrarían de inmediato la noticia a la prensa, tergiversándolo todo y coartando sus futuros movimientos.
Más tarde, se había servido café en la biblioteca. Los dos vicarios fumaron. El aire se fue viciando, hasta que se vieron obligados a abrir la ventana. La sala carecía de aire acondicionado y el calor de la tarde veraniega incrementaba la sensación de ahogo.
—Estos son los hechos, queridos hermanos... —Tras rezar un credo, con la voz tenue y la espalda ligeramente cargada por el peso de los acontecimientos, el arzobispo había abierto la sesión—. Creemos que uno de nuestros hermanos está secuestrado y que, junto a él, se halla Nuestro Señor sacramentado, sufriendo nuevamente la cruz de la vejación y la ignominia. Desconocemos la identidad de la persona retenida, a la que debe pertenecer el dedo que hemos recibido, pero el candidato más probable es el abad del monasterio de Leyre. Entre los abades y abadesas de la zona, es el único con quien no hemos podido contactar.
»Otros datos parecen corroborar esta hipótesis. El apellido Azenar, extraña rúbrica con que finaliza el pergamino que nos han remitido, corresponde a uno de los antiguos constructores de ese templo; así nos lo han confirmado los historiadores del lugar: Azenar es uno de los maestros que estampó su firma en uno de los capiteles del interior de la iglesia abacial.
»Entendemos que los supuestos secuestradores prometen liberar a ambos si les entregamos una valiosa pieza de nuestro museo: el relicario del Lignum Crucis. ¿Qué opináis, hermanos? ¿Qué os parece? Os rogaría que hablarais con toda libertad.
Pareció que el arzobispo tenía algo más que añadir, pero se contuvo. Su tarea consistía en introducir la cuestión y al acabar quedó con la cabeza gacha. El vicario general, padre Antonio Mangado, le relevó de inmediato. Sus dientes marfileños sonreían, pensando que sus dotes para la oratoria le permitirían en pocos lances salirse con la suya:
—Queridos hermanos, creo que estaremos todos de acuerdo en que no podemos acceder a un chantaje, pues eso es a lo que se reduce esta situación... —Dirigiendo una mirada a su alrededor, el vicario buscó la sugerida unanimidad—. Acceder a esa vil petición sería nuestra ruina, la ruina de la Iglesia entera. Ella no lo merece. Pagar duplicaría, sin lugar a dudas, los delitos. Hoy el secuestrado es un abad, mañana será un obispo, pasado mañana el Santo Padre o alguien de su séquito. Además —continuó imponiéndose una mueca irónica—, quien ha realizado esa petición, desconoce que ese bien, el relicario quiero decir, no es de libre disposición. Los aquí presentes somos simples administradores de ese legado. No somos accionistas propietarios que toman decisiones. Y añado más: aunque el acta de propiedad corresponda por justicia a la Iglesia, estamos ante un bien que pertenece al común. Ese relicario ha sido testigo de excepción de gran parte de la historia de Navarra, una historia que no puede terminar en manos ajenas. Por todo ello concluyo, esperando que todos seamos de la misma opinión, que nos está vedado entregar lo que esos individuos piden: no podemos entregar lo que no es nuestro —sentenció.
Pese a la lógica de su razonamiento y a la fuerza que solía imprimir a sus palabras, la unanimidad sugerida por el elocuente discurso del padre Antonio no pudo alcanzarse. El padre Tomás irrumpió en la discusión, de la mano de la variable que el vicario general había voluntariamente arrinconado.
—No olvide, querido hermano —interrumpió—, que el reino de Dios no es de este mundo. Cristo mismo nos hizo saber que su Iglesia es un dominio espiritual. Lo que sus fieles hemos de buscar en este mundo, no son las riquezas, ni siquiera medidas en términos de cultura o historia, sino la perfección en la caridad. A través de varios pasajes evangélicos, Jesucristo realiza un nada tímido llamamiento a la pobreza. Permítame que le recuerde la escena de la viuda pobre, exaltada porque, en lo poco, dio todo lo que tenía. O la triste condena del joven rico... ¡Tantas y tantas veces nos lo recordó el Señor, y cuán pronto lo olvidamos! Sin caridad, todos los bienes, incluso los más excelsos, pierden su valor.
El vicario general trató de sonreír, pero su gesto sólo mostró su enfado. Se dirigió al prelado, y menospreciando a su colega de pastoral, musitó:
—El padre Tomás, querido arzobispo, nos recuerda lo obvio: que cada uno de nosotros, como simples fieles, hemos de buscar la perfección a través de la pobreza de corazón. No obstante, junto a esa virtud individual, la Iglesia precisa de instrumentos materiales para realizar su labor: locales, instrumentos, catedrales y ornamentos con que adorar a Dios. No podemos ni debemos renunciar a ellos. Lo que se acaba de afirmar aquí, en la práctica, es pura entelequia.
El color se había concentrado en el rostro del padre Tomás, que se mostraba de un tono cercano al carmesí. A pesar de ello, su voz sonó tranquila, casi pacífica:
—«Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. Así tendrás un tesoro en el cielo.» Creo que el mensaje de Cristo es inequívoco. No se trata de ninguna entelequia; Dios mismo nos exhorta a renunciar a todos los bienes por Él. Jesucristo no precisa de ellos, es omnipotente, pero nos pide que, por Él y su evangelio, los compartamos con los pobres, con los necesitados, con los hambrientos, con los secuestrados. El mensaje debe aplicarse por igual a personas e instituciones y, por tanto, alcanza a todos los bienes, incluyendo los ricos relicarios de oro y piedras preciosas.
—¿Y también al Lignum Crucis? ¡Podríamos quizá regalar los cálices y los retablos! ¡Podríamos ceder la catedral de Burgos para un albergue de peregrinos! —contestó el padre Antonio, con la mirada cargada de reproche.
—Si de esa manera redujéramos la pobreza y la injusticia, ¡por supuesto que lo haría, de mil amores! —se envalentonó el padre Tomás, preparando mentalmente el siguiente asalto.
—¡Vicarios, hermanos queridos en el Señor! No estamos aquí discutiendo la pobreza evangélica —medió el prelado con voz conciliadora—. ¡Por favor, tenemos a un hermano nuestro secuestrado! Esa, y no otra, es ahora nuestra preocupación. Queridos hermanos, ¿cómo hemos de proceder?
—Arzobispo —se lanzó el vicario general—, me veo en la obligación de volver a mencionar que resulta meramente anecdótico que la Iglesia navarra custodie ese bien. El relicario y el Lignum Crucis son patrimonio de la humanidad, y ante ella respondemos. —Y zafándose de su formalidad académica, incidió—: ¡Por todos los santos, ese relicario está cargado de historia, de la sagrada historia de la Iglesia y del reino de Navarra! ¡Por Dios, es intocable, intransferible! ¡Ni siquiera deberíamos considerarlo!
—Vicario —insistió el padre Tomás, tozudo—, lo nuestro, lo de Cristo, son las personas... y la pobreza. Dice usted que no podemos acceder al chantaje, porque sería nuestra ruina. Pero de no hacerlo, provocaremos la ruina de un ser humano. No quiero tener eso en mi conciencia —replicó—. Vos, eminencia, ¿seréis capaz de soportar esa carga?
Molesto por el órdago, su oponente, que conservaba la camisa abotonada hasta el cuello pese al calor, se levantó y se acercó al buró en busca de un poco más de agua. Se sirvió un vaso y bebió poniendo cara de disgusto. Estaba tibia.
Mientras, monseñor Cañarte mantenía tozudamente su silencio. El secretario Andueza, desorientado por el mutismo de su superior, decidió intervenir, añadiendo nuevos datos a la discusión.
—Vicarios, ¿me permiten que les refresque la memoria? Creo que no han considerado ustedes convenientemente el asunto del Santísimo. Les recuerdo —dijo con la voz más humilde que fue capaz de fabricar— que hay otra persona secuestrada: el mismo Cristo, vivo en la sagrada hostia. Quizá convendría analizar las repercusiones de este hecho.
No le dejaron terminar. Arrogante, el vicario general frunció el ceño y le quitó la palabra, con gélido gesto:
—¿Qué pruebas tenemos de lo que está diciendo? ¿Basándose en qué argumentos afirma que está consagrada? ¡Nada sabemos de esa hostia; absolutamente nada! Quizá, como usted dice, esté consagrada, quizá no, de forma que no trate de manipular la discusión. Yo, por mi parte, apostaría que no lo está.
—¿Por qué lo afirma tan categóricamente? ¿Qué pruebas tiene? Le ruego que las comparta de inmediato con nosotros —sentenció el padre Tomás.
—¿Por qué, usted me pregunta por qué? Es obvio, vicario, simplemente me rindo a la lógica: conseguir un trozo de pan sin levadura es mucho más sencillo que obtener una Sagrada Forma. Si el secuestrador sabe que ambas hostias causarán el mismo efecto en nosotros, incapaces de discernir entre ellas debido a que la transustanciación no produce ningún efecto físico en la materia, ¿para qué optar por el camino más largo?
—En eso le doy la razón, arzobispo —acató el padre Tomás—. Además, su argumento me permite reafirmar mi posición inicial: lo importante es el abad. Su secuestro sí que puede tener repercusiones.
Sin querer, al secretario Andueza se le escapó un comentario.
—Pues yo no lo veo tan claro.
Los dos vicarios despreciaron sin más contemplaciones al secretario, no así el arzobispo, que rompió su mutismo para preguntar:
—Expliqúese, querido Lucas, ¿qué no ve claro, la naturaleza de la hostia, el relicario...?
—Ninguna de ellas, eminencia, pero no tiene importancia alguna.
—Para mí sí que la tiene, Andueza. A todos nos gustaría escuchar sus pensamientos. ¿Será tan amable de compartir sus reflexiones con nosotros, querido Lucas?
El arzobispo se entretuvo unos instantes, mirando a ambos vicarios. La posición del solideo violeta quedó meridianamente clara, y ninguno de ellos se atrevió a contradecirle.
—¡Por supuesto, eminencia! En fin, sé que lo que voy a decir parecerá a los oídos inhumano y falto de virtud cristiana, pero creo que responde a la realidad que rige los tiempos modernos: desde que se permitió a los fieles comulgar empleando las manos, desde que las ciudades y los pueblos están llenos de iglesias vacías, cuyas propiedades se hallan bajo la única protección de una llave antigua, las profanaciones al Santísimo están a la orden del día. Si lo que digo es cierto, y creo que lo es, entonces, ¿por qué enviarnos también una hostia, consagrada o no? ¡El dedo hubiera sido suficiente prueba para forzarnos a ceder a cualquiera de sus pretensiones! ¡Es un dedo humano ensangrentado, brutalmente arrancado! Con un simple vistazo, uno se puede hacer perfectamente a la idea del dolor que tuvo que sufrir la persona a la que se le arrebató y, por tanto, del dolor que se le puede seguir infligiendo.
—Entiendo lo que dice, Andueza... —fue el padre Tomás el que habló, expresando el sentir de todos—, pero no sé adonde quiere llevarnos. ¿Qué conclusiones saca de lo dicho?
—Bueno, no lo sé con exactitud. —Se sentía avergonzado por su osadía, y, sin embargo, dejó fluir sus ideas, convencido de tener razón. No se percató de que había hecho suyas las conjeturas de su superior—. Acaso los secuestradores pensaran que nosotros, los eclesiásticos, somos prescindibles: a un abad le sustituye otro abad; a un papa, otro. Con la muerte del superior de un monasterio, la Iglesia no perdería nada; por el contrario, tendría otro mártir en su haber. No obstante, Nuestro Señor no es prescindible; Él es el centro de nuestra fe. Con el envío de una hostia sagrada, los secuestradores refuerzan el argumento inicial. Es como si nos dijeran: «Si no lo hacéis por vuestro abad, hacedlo, al menos, por vuestro Cristo. Si el dolor de su vicario no es suficiente demostración, pensad en su Señor, también en nuestro poder». Quizá, por eso, pusieron en la nota la expresión Sacramentum con mayúscula, es posible que, por el mismo motivo, protegieran la hostia con un plástico. Nos estaban diciendo que sabían lo que hacían, que conocían su valor. No ignoran nuestras costumbres y creencias. Por el contrario, saben perfectamente cómo es la tela que cortan. Eso es lo que yo pienso y, por esos motivos, no veo tan claro que la hostia esté sin consagrar. Estimo que, tras ella, se oculta algo más; algo que no hemos sabido descubrir —concluyó el secretario.
Sorprendidos por sus argumentos, ninguno de los presentes le respondió. Ante el extraño consenso, el silencio se adueñó de la estancia. La calma pareció sorprender al arzobispo; como si aquella tregua le interpelara, izó la mirada y tragando saliva consiguió argumentar:
—Queridos hermanos en el Señor, agradecería que me ofrecierais un consejo unánime. Necesito que lleguemos a un acuerdo. ¿Qué creéis que debemos hacer? ¿Pensáis que hemos contemplado todas las opciones? Quizá, finalmente, yo esté equivocado y debamos informar prontamente a la policía.
El padre Tomás dio un golpe en la mesa y luego se levantó, tomando inmediatamente la palabra:
—Parece claro que entregar el Lignum Crucis no cosechará la mayoría de los votos. No obstante, tenemos que hacer algo, hemos de emprender una acción que sea eficiente y, al mismo tiempo, rápida; una maniobra que nos devuelva sano y salvo a nuestro hermano el abad de Leyre, si es que, finalmente, se trata de él...
—¿En qué está usted pensando? —musitó el arzobispo.
—¡Démosles nosotros el dinero! —exclamó exultante el padre Tomás—. Quizá, si logramos reunir la cantidad suficiente, los secuestradores le liberen sin daño. Al fin y al cabo, ¿qué quiere un secuestrador sino dinero? ¿Para qué le sirve un relicario si no es para venderlo y sacar una suculenta tajada de la transacción?
—¡No sabe usted lo que dice! —protestó el arzobispo, visiblemente nervioso—. La situación económica de la diócesis no es precisamente feliz. Todos ustedes saben que los problemas financieros nos asolan. No podemos obtener el suficiente dinero con tanta premura.
—Empleemos los fondos que íbamos a destinar a la misión en Latinoamérica. Si no me equivoco, ascendían a más de medio millón —propuso el vicario general.
—¡Esa salida es imposible, padre! —rechazó Cañarte.
Su negativa fue tan rápida que todos le miraron extrañados.
—¿Podríamos saber por qué? —musitó el padre Antonio.
—Lo hemos transferido —sentenció el arzobispo con notable azoramiento.
—¿Ya lo han trasferido? ¡Yo pensaba que la diócesis aún debía decidir a qué misiones concretas se destinaría ese dinero!
—Pues pensaba usted equivocadamente —respondió el arzobispo enfadado—; con esos fondos no podemos contar.
—¡Hagamos una colecta! —propuso el padre Tomás—. ¡Sí, eso es, hagamos una colecta extraordinaria! Estoy seguro de que el pueblo de Dios responderá con generosidad ante una petición como ésta. ¡Sirvámonos de la prensa! Se podía diseñar una campaña de concienciación.
—¡No hay tiempo para organizar una colecta! —argüyó el padre Antonio—, pero quizá su eminencia conozca a algún alma caritativa con una nutrida cuenta corriente, dispuesta a colaborar con la causa.
—¡Sí, eso es! —exclamó el secretario, metido ya en el tema como un miembro de pleno derecho. Dirigió sus pequeños ojos de crustáceo hacia el arzobispo, y sugirió—: Seguro que los secuestradores se conforman con medio millón, quizá con menos. Eminencia, usted podría conseguir un cuarto de millón con solo hacer unas llamadas. Si explica las circunstancias, estoy seguro de que esas personas poderosas y compasivas se lo darán sin hacer preguntas.
El rostro del prelado simulaba un sudario blanco y muerto. Parecía ajeno por completo a las elucubraciones de los miembros de su Consejo. Andueza repitió la sugerencia, esta vez con mayor énfasis, logrando que el arzobispo levantara la cabeza y les mirara alternativamente. Con parsimonia, se quitó el solideo violeta, dejando ver una amplia calvicie. Con él entre las manos, respondió:
—Queridos hermanos, os agradezco mucho que hayáis aceptado mi llamada de forma tan intempestiva. Vuestras reflexiones me han sido muy útiles. Las consideraré con el Señor y luego tomaré una decisión. Esta es una de esas circunstancias en las que el peso del cargo equivale a una auténtica losa. Espero que el Espíritu Santo y la santísima Virgen me ayuden a llevarla, hasta alcanzar el buen puerto. Gracias a todos.
—Eminencia —protestó el padre Tomás, alzando su rostro combativo y juvenil—, comprendo que es usted quien ha de tomar la decisión final, pero, al menos, podría hacernos partícipes de sus reflexiones. Quizá pueda decirnos con cuál de los argumentos expuestos se alinea su postura.
—Querido amigo: mi Señor, a quien sirvo desde hace muchos años, por quien he dejado de lado placeres y bienes que me hubieran estado permitidos, por quien respiro, por quien vivo, ha sido profanado, y alguno de sus hijos secuestrado y dañado, ¡quién sabe si mortalmente! No es momento de diplomacias, es momento de rezar. A ello les conmino a todos. Y les recuerdo, nunca insistiré suficiente sobre este punto, que todo lo que aquí se ha dicho es estrictamente confidencial. La vida de una persona está en juego.
—Pero eminencia, ¡el relicario es un bien valiosísimo para la Iglesia y la historia Navarra! —chilló el padre Antonio.
—Lo sé, no insista —y levantándose, dio por concluida la reunión, no sin antes interpelar a sus huéspedes—: ¿Desean sumarse a mi oración en el oratorio?
Todos lo hicieron, pero no durante mucho rato. El padre Tomás se excusó a las cinco; el vicario general diez minutos después. Sólo el secretario episcopal permaneció expectante, sentado en el banco de la derecha, mirando cómo los minutos se consumían y su ánimo se derrumbaba estrepitosamente. Un mal presagio iba adueñándose de él a pasos agigantados.
A las seis en punto, el móvil —esta vez en forma de vibración, ya que, tras la llamada de su madre, Andueza había cambiado el tono— levantó de su asiento al secretario y le hizo abandonar la estancia.
—¿Sí? —respondió en voz baja.
Temía de una manera pueril que, de alguna forma, el secuestrador se hubiera hecho con aquel número.
—Eminencia, Juan Iturri al aparato.
—¿Iturri? —preguntó extrañado.
—Sí, soy el inspector Iturri. ¿Con quién hablo?
—¡Ah, sí, disculpe, inspector Iturri! Me alegra muchísimo saludarle; el arzobispo esperaba su llamada. Soy su secretario, le aviso de inmediato.
Tratando de templar los nervios, el sacerdote recorrió el pasillo y se colocó junto a su superior.
—Eminencia, siento interrumpir su oración, pero le llama el inspector Iturri.
El nombre agrietó el silencio, dando paso de nuevo a la dura realidad. Monseñor Cañarte nunca se había sentido tan solo.
—Voy de inmediato —contestó levantándose del banco, para volverse a inclinar antes de salir.
Tomó el teléfono y entró en su despacho, dejando la puerta abierta. Las palabras iban a llegar hasta el oído de Andueza y el prelado lo sabía.
—Inspector, gracias por telefonear tan pronto. Esperaba ansioso su llamada: ¿qué puede contarme?
—Buenas tardes, arzobispo. Lo cierto es que no son muchos los datos que he podido recopilar en tan breve plazo.
—No se preocupe, me hago cargo; la investigación lleva su tiempo. Pero entiendo que, si me llama, es porque habrá encontrado algo.
—Lo único que puedo decirle, eminencia, es que los primeros datos no parecen cuadrar con la hipótesis de partida.
Con voz ajada, el prelado contestó:
—Le escucho, Iturri.
—Ahora le pongo en antecedentes, pero antes quisiera que me dijera si ha habido alguna novedad que yo deba conocer.
—Nada de nada, inspector. ¡Y es terrible! La espera me está resultando verdaderamente angustiosa. Por eso, cuando ha llamado, me ha reabierto la senda de la esperanza.
—Temo defraudarle, eminencia; no soy portador de las noticias que espera. Sólo hemos descartado por improbables algunas de las hipótesis iniciales.
—Bueno, al menos sabremos a qué atenernos —contestó el prelado, que dejó vagar su mirada por el suelo en señal de descontento.
—He indagado en varias fuentes, sin apenas resultado. Primero nos hemos centrado en el asunto del dedo. Verá, padre, hasta hace pocos años, practicar mutilaciones era algo inusual en la vieja Europa. Desgraciadamente, la caída del muro de Berlín diseminó por la zona euro a una buena parte de los mafiosos comunistas; se trata de antiguos policías, especialmente violentos, para los que la vida tiene un valor casi testimonial. Se ganan la vida con el secuestro, la extorsión y los grandes robos. No obstante, hasta este momento, Pamplona ha quedado fuera de su territorio. En todo caso, he consultado con varios policías e indagado en sitios diversos. No he encontrado nada de nada: ninguno de nuestros informantes ni de nuestros expertos tiene noticia, ni siquiera remota, de que una banda de ese tipo opere en la zona norte de España. El terreno está limpio. Tampoco los colombianos parecen tener nada que ver.
Con un suspiro de resignación, Cañarte contestó:
—Al menos, es un alivio pensar que no está en manos como ésas...
—Sí, eminencia, eso es cierto. Descartada inicialmente esa hipótesis, me he centrado en la prenda del rescate, pero tampoco he logrado gran cosa. Para empezar, debe saber que los ladrones de obras de arte acostumbran ser tan respetuosos con la integridad de las personas como desconsiderados con sus propiedades. Como lo suponía, a los expertos de la Interpol no les cuadra el objeto pedido como rescate con la prueba enviada. Los ladrones de este tipo suelen ser de guante blanco, no van por ahí amputando dedos. Por otro lado, mis informantes dicen que ningún coleccionista caprichoso ha hecho un pedido similar últimamente.
—Sin embargo, inspector, hay un dedo humano en mi nevera —declaró el arzobispo con resolución.
—Sé lo frustrante que esto puede llegar a ser, eminencia, pero le aseguro que hacemos todo lo que podemos.
—¡Perdóneme, querido Juan, he sido injusto! Usted no tiene la culpa, pero es que...
—No se disculpe, comprendo cómo se siente, pero esto es lo que hay.
—Bien, de acuerdo. Sus fuentes resultan baldías en este caso, pero yo quisiera saber qué piensa usted. Le he llamado porque es un amigo, pero también porque confío plenamente en su olfato.
—¡Ah, mi olfato, eminencia; cada día es más torpe!
—Pero usted tiene algo en la cabeza...
—Tengo que seguir investigando, pero, si quiere mi opinión, se la doy: creo que este asunto debería encauzarse más por la línea de la profanación que por la del rescate: el empleo del arameo y del latín; las extrañas frases y la rúbrica; la hostia... Todo parece trufado de ritos religiosos. He de confesar que esa dirección se apunta como muy peligrosa. Esa gente no sabe nada de racionalidad. Son fanáticos, extremistas convencidos de sus mentiras.
El inspector esperó la réplica, pero ésta no llegó. Aunque no podía verle, Iturri interpretó las sombras que acompañaban al silencio de su interlocutor.
—En todo caso, eminencia, mi análisis es prematuro. Tengo pendiente hablar con uno de nuestros expertos en materia de profanaciones sacrilegas; quizás él nos aclare alguno de los detalles que ahora nos resultan tan incomprensibles.
—Gracias, inspector.
Ahora fue Iturri quien dudó unos instantes, antes de continuar.
—Eminencia, siento tener que decirle esto, pero debo hacerlo: otra de las hipótesis que no podemos despreciar es que se trate de una venganza. No sé si se habrá dado cuenta, pero usted me dijo que quien firmaba la nota, ese tal Azenar, no sólo había sido uno de los maestros constructores de Leyre, sino que también había muerto quemado en la hoguera por blasfemo. No sabemos si con ese nombre los secuestradores apuntan hacia Leyre o hacia la blasfemia y la venganza.
—Lo tengo muy presente, querido Juan, pero tampoco acierto a interpretarlo.
—En fin, eminencia; mañana estaré en Pamplona. Espero entonces haber avanzado en mis pesquisas. Cuando llegue, iré derecho al Palacio arzobispal.
—Gracias, inspector; le espero mañana.
La voz del prelado navarro sonó extrañamente calmada. Iturri captó de inmediato el matiz.
—Una cosa más, arzobispo —interrumpió el policía.
—Le escucho, Juan.
—Eminencia, usted ha sido quien me ha buscado; supongo que lo habrá hecho porque confía en mí —especuló, esperando escuchar la respuesta.
—En efecto, así es. Me impresionó cómo resolvió aquel robo que tuvo lugar en el Palacio episcopal en el año 1990. Creo que es usted un gran profesional.
—Le agradezco el cumplido. Pues bien, le ruego, le suplico que me escuche: no tome decisiones sin contar conmigo; espere hasta que yo llegue. ¡Hágame caso, por favor, no sabe con quién se enfrenta!
—Gracias por preocuparse por nosotros, inspector, pero...
—Le conozco, arzobispo, sé que trama algo; lo noto en su voz. ¡Por favor, fíese de mi palabra! No está tratando con ángeles, sino con demonios. Usted preocúpese de los primeros, y deje para mí a los segundos. Dígame qué pasa por su cabeza, por favor.
—No se inquiete por mí. Le veo mañana, gracias de nuevo. Si hubiera novedades, le telefonearía.
Monseñor Cañarte colgó y cayó rendido en la butaca de piel de su despacho. Ocultó el rostro entre las manos y comenzó un rosario de sollozos. Su secretario observaba incómodo la escena desde el pasillo. Ver llorar a un hombre resulta desagradable; ver hacerlo a tu superior, frustrante. Pero si sabes que tiene sólidas razones para deshacerse en lágrimas, sólo cabe tratar de acompañar ese profundo dolor con el silencio. Tras un largo paréntesis, el arzobispo volvió a ponerse en pie.
—Don Lucas, necesito que me haga otro favor.
—Por supuesto, eminencia, lo que usted quiera —respondió éste, con decisión.
—Necesito hablar con Ildefonso Petit, el asesor financiero de la diócesis. Tengo el teléfono de su despacho, pero hoy es sábado, es inútil llamar allí: no habrá nadie. He probado antes el número de su domicilio; le he llamado varias veces, pero no contesta. Se me ocurre que, haciendo tan buen tiempo, haya podido ir a su casa de La Ribera. Recuerdo haber estado en ella en una ocasión, mi memoria la ubica en el término municipal de Peralta, aunque podría encontrarse en alguna otra localidad cercana. Querría hablar con él enseguida. ¿Cree que con estos datos podría usted localizarle?
—Espero que sean suficientes. Si la propiedad está a su nombre, o quizás a nombre de su esposa, será fácil. Me pongo de inmediato. En cuanto consiga su número de teléfono, se lo comunico.
—No, prefiero que le llame usted de mi parte. Pregúntele si le sería posible venir esta tarde, cuanto antes mejor. Dígale que es un asunto de vital importancia y que a mí me resulta imposible desplazarme. Estoy seguro de que accederá.
Andueza no tuvo excesivos problemas en descubrir el emplazamiento de aquella propiedad. El número no figuraba en el listín telefónico, pero, como sospechó al oír el nombre del financiero, era una finca suficientemente grande para que todos los habitantes de los alrededores la conocieran. No estaba en el pueblo de Peralta, sino en el vecino de Falces, pero eso no fue ningún impedimento. El primer párroco con el que el secretario episcopal contactó le ofreció todos los datos que precisaba sin necesidad de hacer averiguaciones: 500 hectáreas nunca pasan desapercibidas, y menos a un párroco observador, que busca fondos para reparar la iglesia de su pueblo.
Nadie dice que no a un arzobispo; Ildefonso Petit, tampoco, aunque por ello le llovieran las acidas críticas de su mujer, que se quejaba de su abandono justo cuando sus suegros iban de visita. A la hora de la cena, atacado por la curiosidad, el asesor financiero se hallaba en la antesala del despacho de su amigo.
—¡Ildefonso! Mil gracias por venir tan pronto. Te ruego que pidas disculpas a tu esposa en mi nombre. Siento haberos fastidiado la tarde del sábado. Era necesario. Si hubiera habido otra opción...
—No tiene importancia, eminencia. El agradecido soy yo: mis suegros estaban a punto de llegar. Su llamada me ha evitado la consabida reprimenda de mi suegra; insiste en que no sé atender adecuadamente a su única hija. —Petit notó enseguida que su estudiada broma no hacía mella en el prelado, de forma que la interrumpió de inmediato—. El padre Andueza me ha dicho que era un asunto urgente. No hace falta que le diga que siempre estoy a su disposición.
El prelado estaba muy serio, pálido y ojeroso, tanto que el financiero preguntó preocupado:
—¿Se encuentra bien, don Blas?
—No te preocupes, estoy bien. Algo cansado, eso sí, y este calor no hace sino empeorar las cosas... En fin, Ildefonso, te he llamado porque tengo cierta urgencia. Necesito pedirte un favor.
—Usted dirá, eminencia.
—Pasa a mi despacho, hablaremos dentro.
Esta vez Blas de Cañarte cerró la gran hoja de roble tras de sí, dejando a su secretario en el salón contiguo, al margen de aquella conversación. Andueza habría querido espiarlos a través de la mirilla o de cualquier otra manera, pero sabía que era imposible. El despacho de su superior estaba bien aislado de miradas indiscretas.
Mientras esperaba, se entretuvo contando los pasos de la sala. Podía haberse refugiado en su propio despacho; desde allí, se escuchaba todo, sin embargo, no lo hizo. Había guardado el pequeño ataúd en el frigorífico de la cocina, pero el recuerdo de su contenido parecía descansar todavía sobre el escritorio, manteniéndole alejado. En realidad, había estado sopesando entrar con el fin de consultar de nuevo el ordenador. Andueza era un enamorado de la red; Internet ofrecía información exhaustiva, aunque no siempre fidedigna, sobre las cosas más peregrinas. Quizás allí hubiera algún dato que sugiriese alguna pista fiable acerca de su gran dilema.
Una idea rondaba especialmente por su mente. Hacía algún tiempo, habían aparecido unos extraños anuncios en uno de los mayores centros de compraventa electrónica. En ellos, se ofrecían al mejor postor lo que se decía eran hostias consagradas. Su precio inicial oscilaba entre los 50 y los 500 euros, dependiendo del tamaño, de la iglesia de origen y del sacerdote que la había consagrado. Se decía que una de ellas procedía de la basílica de San Pedro y había sido consagrada por el propio secretario del Estado vaticano: su precio era de 1.500 euros.
Junto con otro sacerdote y dos laicos, Andueza había liderado una recogida de firmas en contra de esas ventas. Habían cosechado un gran éxito: los anuncios habían durado sólo doce horas. Tras recibir 50.000 quejas de usuarios, el portal —que temía tanto perder clientes como verse envuelto en largos y costosos procesos judiciales— había decidido retirar la puja. No obstante, en ese corto periodo, el sitio web había recogido 350 ofertas. Andueza no había informado de ello a su arzobispo: ¿para qué causarle un dolor innecesario? No obstante, en aquel momento se arrepentía de haberlo ocultado.
Haciendo de tripas corazón, se acercó a la mesa y encendió el ordenador. Abrió e-bay y escribió la palabra «hostia» en el recuadro dedicado a búsquedas. El ordenador escupió de inmediato un mensaje, indicando que aquellas pujas habían cesado por petición expresa de los usuarios. No obstante, tras él podía verse el listado de ofertas y demandas. Lo seleccionó y oprimió la tecla de impresión, aunque sabía que poco podría sacar de allí: sólo los responsables de la web conocían la identidad de los postores. La máquina llenó doce folios, pero sólo en siete de los casos figuraba la señal de puja concluida. Los señaló con bolígrafo rojo. Estaba subrayando el último, cuando llegaron a sus oídos las palabras del financiero y el ruido, al abrirse, de la puerta.
—Eminencia, no deseo inmiscuirme en su vida, ¡Dios me libre!, pero me siento en la obligación de decirle que lo que me pide no tiene lógica alguna. Me consta que usted conoce bien tanto el funcionamiento ordinario de los mercados de valores como el especial momento en que se encuentra; por eso, le pido encarecidamente que reconsidere su decisión. Quizás ese problema pueda solucionarse por otros medios. Con un poco más de tiempo, yo podría hacerlo mejor.
Andueza procesó la información que acababa de oír sin salir de su asombro. ¿Mercados de valores, de qué iba aquella conversación? ¿Qué hacía su superior preocupándose de los rendimientos de sus inversiones, teniendo problemas tan serios? No era un momento oportuno para dedicarse a ese tipo de cuestiones... Podría tratarse de aquel medio millón... Mientras aquella convicción se abría paso en su mente, oyó que mencionaban su nombre. El arzobispo se despedía del financiero.
—Ha de hacerse como he dicho, querido amigo, y de ninguna otra forma. El padre Andueza te guiará hasta la salida. Yo me quedo aquí esperando tus noticias. Te agradecería que, amén de diestro, sé fehacientemente que lo eres, fueras lo mas expeditivo posible. ¡El que nos compete es asunto de vida o muerte!
Sin decir nada más ni dar oportunidad a su secretario de realizar indagación alguna, Blas de Cañarte volvió a encerrarse en sus aposentos.
Tomaron el ascensor. Mientras la pantalla iba escupiendo números en forma descendente, sus ocupantes, con caras circunspectas, se mantenían en silencio. Cuando unos tonos musicales indicaron el fin del trayecto, Petit se encaró con su cicerone:
—Don Lucas, tengo que confesarle que abandono preocupadísimo este palacio. Lo que acaba de hacer su eminencia es una locura. No sería grave si el señor arzobispo fuera propenso a los desaciertos, pero su superior no es así; resulta ser uno de los eclesiásticos más cuerdos y capaces que conozco. Lo más curioso es que ni me ha ofrecido la menor explicación ni ha pedido mis recomendaciones profesionales, como tiene por costumbre. Tenía la decisión tomada cuando llegué, pero su decisión es incorrecta. ¿Sabe lo más curioso, don Lucas?
—No —contestó el secretario.
—Lo más curioso es que él lo sabe. ¡Está cometiendo un tremendo error a sabiendas!
—No se inquiete, don Ildefonso. Desconozco la razón que impulsa al prelado a hacer lo que sea que haya hecho, pero se ha pasado la tarde de rodillas ante el Santísimo para tomar esa decisión. Supongo que es una garantía: todo saldrá bien, estamos en manos de Dios.
—Lo sé, don Lucas. Pero rogar a Dios, aunque necesario, no es siempre suficiente. Deberíamos hacer algo; no sé, ayudarle de algún modo. ¡Es tan absurdo lo que pretende, va tan en contra de su... naturaleza! No me ha dejado que le aconseje, pero quizás usted pueda persuadirle. Hay algo que le tiene atenazado. En fin, no es asunto de mi incumbencia, pero le rogaría que permaneciera junto a él. Me ha parecido que se sentía muy solo. ¿Cómo lo diría? Desamparado; sí, ésa es la palabra que buscaba.
—Lo haré, don Ildefonso, tenga por seguro que lo haré.
—Bien, yo intentaré que mi contribución a esta locura sea lo más eficiente posible. Volveré en cuanto concluya las gestiones. Déjeme su número de móvil; le telefonearé antes de llegar. No es muy saludable andar con tanto dinero por estos barrios.
Lucas Andueza cerró el portón y echó la llave. Aunque trataba de disimular su preocupación, estaba aterrado. Se acercaba la medianoche y no habían recibido noticia de los secuestradores. Desconocía si era buena o mala señal, pero sabía que le estaba destrozando los nervios.
Pasaban las doce de la noche, cuando Ildefonso Petit llegó al Palacio episcopal. Su atuendo aparecía descuidado y su rostro describía un inusual cansancio. Estuvo allí unos minutos. Cuando salió, no llevaba la bolsa de deporte que traía al entrar.
Solos de nuevo, el secretario entró en el despacho del arzobispo, dispuesto a consolar a su superior, aunque no había sido capaz de decidir cómo. Su eminencia se había abierto la camisa y quitado el alzacuello. Presentaba un aspecto verdaderamente lastimoso.
—Sin novedades de los secuestradores, ¿verdad? —preguntó en un breve susurro.
Parecía estar traspasando los límites de su tolerancia.
—Así es, eminencia —respondió el secretario.
—Pensé que podían haber enviado otro paquete u otra nota... Quizás alguna llamada, acaso alguna noticia de Iturri, aunque no he oído ese teléfono suyo.
—Lo siento, don Blas, nada de eso ha ocurrido. A lo mejor, ponernos nerviosos forme parte de su estrategia. Ellos han iniciado esta partida y ahora les toca mover pieza; sólo nos resta esperar.
—Tengamos paciencia entonces —musitó el prelado, con parsimonia—. Ya lo decía la santa de Ávila: «La paciencia todo lo alcanza».
—Por supuesto, eminencia, tendremos toda la paciencia que haga falta, la suficiente para que estos hechos pasen y alcancemos de nuevo la paz.
—Don Lucas, su madre estará preocupada.
—No tengo nada que hacer que no sea estar aquí, junto a mi arzobispo —respondió decidido, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, simulando holganza, aunque, por un instante, evocó el monte que no subiría.
De pronto recordó que debía telefonear a sus compañeros para avisarles que no acudiría a la cita.
—Gracias, querido Lucas. Le agradezco que esta noche me haga compañía. Conduzco muy mal y si el secuestrador me obliga a salir... No querría involucrar al chófer. Cuantas menos personas conozcan los hechos, mejor.
—No piense en eso. Yo conduciré, si hace falta.
Lucas Andueza entonces se atrevió a interrogar a su superior.
—Eminencia, sé fehacientemente que no debería hacerlo, pero aun así lo haré. Es posible que, si habla conmigo, su mente se despeje. —La frase había transmitido de forma distorsionada la intención del cura y se vio forzado a aclararla—. En fin, lo que quería decir es que cuando uno expresa en voz alta sus pensamientos, suelen aparecer sombras y luces que antes no veía. Mi papel en ello, es el de mero comparsa; un frontón que devolverá sus pensamientos.
Blas de Cañarte no se hizo de rogar. Parecía tener necesidad de compartir sus presagios.
—Verá, Andueza, en estas horas que han pasado, he dado muchas vueltas a las argumentaciones que ha formulado esta tarde ante los vicarios. Tengo que confesar que me he convencido de que usted tiene razón. Desde entonces, no he hecho otra cosa que interrogarme acerca del porqué de todo esto.
—Lo siento, arzobispo, no llego a comprenderle. —Y mostrando humildad con la mirada dijo—: Desconozco este tipo de hechos, pero estimo que no tienen que estar necesariamente relacionados con ningún porqué. Se trata de un secuestro para lograr un objetivo, nada más. Los criminales no parecen argumentar de la misma forma que nosotros.
—Me refiero a la colección de detalles, Andueza. ¿Se ha preguntado por qué estos hechos están ocurriendo en Pamplona y no en Vitoria o en Toledo o en Bilbao? ¿Por qué han elegido ese relicario concretamente y no cualquier otro bien valioso? La pieza es magnífica, desde luego, pero resulta difícil de transportar y de esconder. Hay objetos de mayor valor que proporcionan más seguridad y menor riesgo a los ladrones. Y, por encima de todos esos detalles, debemos preguntarnos por qué, entre los muchos candidatos posibles, me han escogido a mí.
—¿Cómo dice, eminencia?
—No se confunda, Andueza, la pregunta esencial es qué papel interpreto yo en esta película.
—¿Papel, película? Con todo el respeto, creo que se equivoca de punta a cabo. ¡Estos hechos no tienen absolutamente nada que ver con usted!
—¿Está seguro, don Lucas? —preguntó sin aguardar la respuesta—. Carezco de experiencia en hechos de esta naturaleza, pero intuyo, más bien doy por sentado, que la elección de Pamplona no es casual. A mí, y no a la ciudad o a cualquier otro vicario, debe atribuírseme la culpa de que estas cosas estén ocurriendo. Bien claro lo dice ese pergamino: «A peccato liberatus, apostolis suae debet satisfacere. Mera iustitia hoc exigit». Para liberarse del pecado, el apóstol debe satisfacer.
—¿Usted? ¿La culpa? Eminencia, perdóneme de nuevo, pero creo sinceramente que esta situación está acabando con sus nervios y que lo que dice lo dicta el estrés. Debe usted descansar.
—Piense conmigo, Andueza, y lo comprenderá. El relicario del Lignum Crucis es invendible. Salvo que estuviera destinado a formar parte de la colección de un caprichoso coleccionista, no tiene sentido alguno obtenerlo. El inspector Iturri ha asegurado que a la policía no le consta ninguna persona u organización capaz de reunir las características necesarias para planear este tipo de secuestro.
—Quizás aún no les han fichado. La policía no es infalible.
—De acuerdo, pero, aunque así fuera, dudo que esas personas corrieran el alto riesgo de ser detenidas por él. Yo, en su caso, habría ido a buscar una pieza mayor, más exquisita. Las iglesias españolas están llenas de ellas, sin casi protección. Cuadros de Goya o Velázquez cuelgan de las paredes de los conventos, esperando ser robados. Toledo posee relicarios que doblan el valor del nuestro. Y si se trata del Lignum Crucis, ¡cada diócesis tiene el suyo! ¿Por qué nosotros? ¿Por qué una hostia sagrada? ¿Por qué involucrar a un abad? ¿Por qué Pamplona, por qué Leyre? ¿Por qué la violencia?
—Tiene razón, eminencia, nada de esto tiene sentido, pero hemos de pensar que quienes cortan a un hombre su dedo índice no tienen por qué compartir con nosotros lo que es objetivo o razonable. Podrían, simplemente, haberse encaprichado de esa pieza y no de otras más valiosas. No obstante, por encima de estos detalles, no he entendido los motivos por los que dice que estos hechos tienen que ver con usted. Supongo que no es a Blas de Cañarte a quien buscan, sino a la autoridad capaz de acceder al pago de ese rescate.
—Espero que tenga usted razón, pero antes de concluir permítame que le ofrezca mi hipótesis. Con el dedo, los secuestradores nos han indicado que están dispuestos a matar para obtener sus fines; con la hostia, que conocen perfectamente con quién tratan. Pero si esos individuos conocen el interior de la Iglesia, como parece desprenderse de su mensaje, han de saber que, en términos generales, nos es imposible otorgarles lo que piden. ¿Por qué, entonces, formulan una petición inadmisible?, ¿para qué se arriesgan inútilmente? ¡No tiene sentido, a no ser que...!
En parte por costumbre, en parte por nerviosismo, Andueza se llevó el dedo a los labios y se mordió el extremo de la uña. De pronto, esbozó una sonrisa taimada.
—Así es, eminencia, tal y como usted lo plantea, no tiene sentido. Pero piense en el relicario como el principio de un tira y afloja. Una negociación que pueda resolverse para satisfacción de ambas partes. Eso es lo que argumentaba el padre Tomás en la reunión: es posible que, en realidad, ellos estuvieran pidiendo dinero... —El secretario se detuvo en seco. Había captado el fallo de su argumentación—. Pero, claro, estoy pensando que, si querían dinero, podían haberlo pedido directamente.
El rostro arrugado del prelado se encogió en una extraña mueca.
—Eso es, Andueza, ya lo ha captado. Ahí donde usted acaba, entro yo.
—¿Usted?
—Sí, yo.
—Eminencia, no querría quitarle la razón, pero voy a hacerlo: ha llegado el momento de llamar a la policía. Usted está al borde del colapso y yo... En fin, hemos de aceptar que nosotros no estamos preparados para negociar en esos términos. ¡Por favor, don Blas, estoy asustado! El abad, sea quien sea, debe de estar aterrado también.
Con gesto adusto, el arzobispo pidió:
—Don Lucas, quiero que me confiese.
—¿Que le confiese? ¿Yo, ahora? ¡Por favor, eminencia, no me haga esto!
—Necesito confesión ahora, aquí mismo. ¡Yo soy quien se lo pide por favor!
El secretario observó espantado cómo su superior caía de hinojos ante él.
—Perdóneme, padre, porque he pecado. Han pasado tres días desde mi última confesión.
Invadido por un extraño sentimiento de irrealidad, Andueza sacudió la cabeza.
—¡No, no, eminencia! ¡Por favor, levántese! ¡No me haga esto! ¡Llamemos a la policía o al menos a su amigo Iturri!
Pero el prelado no le escuchaba. Contorsionada la voz, escudriñaba su interior. Finalmente, Andueza condescendió y también de rodillas se preparó para escuchar.
Con la mirada fija en algún punto invisible del espacio, el arzobispo habló largo rato; despacio, como si el dedo ensangrentado nunca hubiera llegado al Palacio episcopal, como si aquél fuera un sábado más de una calurosa semana del mes de junio; un sábado corriente, sin correo ni visitas inesperadas. A Andueza aquella tormenta de revelaciones le pilló completamente desprevenido. Muchas de las habladurías, de las cábalas malintencionadas, de los juicios escuchados adquirieron su justa dimensión. Entendió el sentido de la correspondencia que pasaba por sus manos.
—¿Me comprende, padre? —preguntó el penitente, tras concluir su exposición.
—Mi misión no es entenderle, eminencia, sólo debo observar su conducta a los ojos de Dios —respondió, esbozando un gesto de desprecio—. Lo que usted me ha narrado resulta comprensible, muy humano, desde luego, pero no estoy seguro de que responda a los deberes de su cargo.
—Está en lo cierto, padre.
—Sin embargo, eminencia, no estoy aquí para juzgarle: lo importante es la gracia de Dios. Son más grandes los que se levantan tras la caída que los que siempre se han mantenido en pie. Dé gracias a Dios porque le haya dado esta oportunidad. Estos lamentables sucesos han beneficiado a su alma enormemente, aunque no al pobre abad de Leyre.
Andueza guardó silencio, repasando lo que acababa de oír de labios de su superior. Tras escuchar aquella confesión, el escenario de la tragedia se pintaba muy distinto al que anteriormente había vislumbrado. Con los nuevos datos, la posibilidad de que, en efecto, el secuestro tuviera que ver más con el obispo que con el relicario, se ampliaba notablemente.
Una llamada de atención hizo que el cura secretario volviera a la realidad.
—Don Lucas, necesito su absolución.
—¡Ah sí, perdone! Ego te absolvo.
El arzobispo, aún de rodillas, le recordó:
—Padre, ha olvidado imponerme una penitencia.
Azorado, Andueza le ordenó rezar tres partes del santo rosario. Luego, le ayudó a incorporarse.
—Gracias, don Lucas —musitó el arzobispo, apresurándose a limpiar una pequeña pelusa procedente del tejido de la alfombra que había quedado adherida a su pantalón—. ¿Podría ahora pedirle otro favor?
—Por supuesto, lo que usted mande —acató el secretario con cierta prevención.
—¿Sería tan amable de ir al Museo Diocesano y traer hasta aquí el relicario en cuestión? La llave está en mi despacho; le ruego que sea prudente: evite que le vean.
—Así lo haré.