Capítulo 15

A la mañana siguiente, aún apelmazada por el sueño, me enfrenté a la lista con datos de los anticuarios. Desechando a quienes no cultivaban el arte sacro, los informáticos la habían depurado reduciéndola considerablemente. Aun así, figuraban en ella la friolera de 382 nombres. Al principio, leí cada uno de los expedientes. De grosor variable, al menos incluían el nombre fiscal y comercial del negocio, la cifra de capital social y el año de instalación, el lugar de la sede social y de los puntos de venta, el número de empleados y la especialidad.

Cuando había analizado una centena de ellos sin encontrar nada significativo, me detuve y volví a empezar. Aunque había tomado la elemental precaución de ayudarme de una regla, me di cuenta de que no estaba prestando la debida atención e iba acumulando pequeños despistes; cambiaba de línea dejando alguna sin leer; leía el mismo folio varias veces mientras omitía otros. Por algún prodigio insólito, la mayoría de aquellos negocios tenían nombres similares. Abundaban la inspiración griega y la romana, los latinajos y la cursilería, nombres rimbombantes que, he de confesar, yo jamás habría puesto.

El tiempo pasaba y la tarea cada vez me resultaba más frustrante. El día anterior, encontrar al asesino en aquella lista me pareció facil, casi obvio, pero lo que de verdad quedó patente fue que había vuelto a equivocarme.

A la tercera hora, cuando la temperatura había llegado a ser asfixiante, me di cuenta de que habría debido planificar la tarea antes de ejecutarla. Muchos de aquellos títulos llenos de datos no me aportaban ninguna información. Debiera haberme centrado exclusivamente en los que pudieran contribuir en algo a la resolución del problema. Según la información recabada de los testigos, la persona que buscaba debía tener un negocio próspero. En otro caso, no se le habría ofrecido un relicario de tanto valor. No obstante, la cifra de capital social con el que se inició la empresa, poco podía decirme en ese sentido. Pensé que sería mucho más aproximativo mirar el número de empleados. Supuse que un anticuario famoso tendría muchas guapas señoritas atendiendo a los caprichosos clientes. Además, sabía que el negocio se había iniciado en fecha posterior a la muerte de Mónica Mugarra, por tanto, sólo analizaría aquellas empresas posteriores a 1997.

Con obstinación, comencé de nuevo, y de nuevo desesperé. Conseguí reducir la lista a treinta y dos nombres, pero en ninguno de aquellos expedientes logré encontrar pista alguna, lo que me obligaba a interrogar a cada uno de ellos. Eso suponía tiempo; que era, precisamente, de lo que carecía.

—¡Tiene que estar aquí! —chillé.

Estaba sola en el despacho.

Con un impetuoso gesto, lancé el rotulador fluorescente que tenía en la mano contra la pared. A continuación, la emprendí con los cientos de folios que llenaban mi mesa. Los balances, inventarios y escrituras volaron por la habitación, y cayeron caóticamente al suelo, el sofá y la mesa.

—¿Qué te han hecho esos folios? —oí decir.

Levanté la vista y me topé con la silueta del juez Uranga. Luego miré con desaliento los folios en desorden, subrayados, llenos de anotaciones al margen.

—Lo siento... —dije, esbozando un nuevo gesto de decepción.

—No te preocupes —respondió con firmeza—, te ayudo a recogerlos.

Dejé vagar la mirada por el suelo, sembrado de papel. Su disposición era, cuando menos, caótica.

—Déjalo. Lo que necesito ahora es pensar.

—¿Por qué no me acompañas? Si nos apresuramos, podemos llegar antes de que se acaben los buñuelos —sugirió.

Asentí con la cabeza, al tiempo que intentaba localizar mi bolso bajo alguno de aquellos expedientes.

—¡Gracias por el ofrecimiento! Tengo el cuello entumecido y la cabeza en blanco.

Uranga posee la habilidad de paliar los problemas más graves con una sonrisa. Sin embargo, aquel día no lo consiguió. No recuerdo siquiera qué tomé en la pequeña cafetería de doña Emilia. Seguí rumiando mi frustración. Estaba segura de que había un cauce que no había explorado. Pero cuando ya nos encaminábamos de nuevo al juzgado, dijo algo que me levantó el ánimo.

—Digo yo, Lola, que los anticuarios tendrán también una asociación...

—¿Cómo dices?

—Que estarán asociados en un gremio, como todo el mundo.

—Imagino que sí.

—¡Pues ahí lo tienes! Entérate de quién es el presidente, vete a verle y pregúntaselo; dentro de esas agrupaciones, todos se conocen.

—¡Claro, tienes razón!

Volví corriendo al juzgado. Desde luego, la de Uranga había sido una idea genial. En veinticinco minutos, Gorka obtuvo el nombre de la asociación y el teléfono de quien la regía. El presidente de la Federación Española de Anticuarios, que era algo así como la asociación de las asociaciones regionales de anticuarios diseminadas por España, se llamaba Edmundo San Agustín y regentaba un prometedor negocio con sedes en Madrid, Barcelona, Londres, Pekín y Tokio. Rezando para que estuviera en España y pudiera recibirnos, conseguimos contactar con su secretaria y convencerla de que el asunto era de extrema importancia. Al oír mi cargo y entender que se trataba de un asunto oficial, prometió concertar una cita para el día siguiente, El señor San Agustín descansaba en su finca toledana, pero estaba segura de que nos recibiría encantado.

 

 

Jaime se empeñó en acompañarme. Lo cierto es que agradecí su tozudez; estaba cansada de luchar sola contra extraños gigantes disfrazados de molinos. Cogimos el primer puente aéreo que unía Pamplona con Madrid. Tuvimos que pagar billete preferente porque la clase turista estaba completa, «El de las seis cincuenta siempre está lleno; businesses», nos aclaró la resabiada azafata, una señora entrada en algo más que años. Nos ofrecieron un líquido negro (café, dijeron) y un minúsculo cruasán que, desde luego, no compensaba de ningún modo el sobreprecio. Poco después de las ocho, nos sumergimos en el denso tráfico de la M 30 en un pequeño Volkswagen que alquilamos en el mismo aeropuerto.

Edmundo San Agustín nos había citado a las diez de la mañana en su domicilio, una finca a medio camino entre Madrid y Toledo. Por teléfono, su secretaria nos había facilitado las indicaciones pertinentes. «Pese a ser un lugar privilegiado, sólo paz y romero, es fácil perderse», nos había dicho, y con razón. Aun con el mapa de carreteras en la mano y las pistas recibidas, estuvimos cerca de media hora desorientados y nos vimos obligados a preguntar a un paisano que nos dijo que habíamos cogido la desviación equivocada. Tras desandar el camino, acertamos finalmente con la salida y pudimos comprobar que, en efecto, el emplazamiento resultaba magnífico. Un puente de piedra, recientemente remodelado, salvaba el pequeño arroyuelo, yerto, y conectaba la carretera comarcal con la puerta de entrada a la finca del anticuario.

En Pamplona, el día había amanecido caluroso y el cielo se pintaba azul intenso; en Madrid, también. Sin embargo, mientras nos acercábamos a Toledo, nubes parduscas procedentes del oeste comenzaron a echar fieros a la quietud tórrida. Sazonada con esencias aromáticas, la brisa que encontramos al iniciarse el día empezó a encresparse levantando al pasar remolinos de polvo que impedían la visión. En realidad, el tiempo no hacía sino vestir de duelo los acontecimientos: no lo sabíamos, pero era día de entierro. Saqué las gafas de sol cuando llegamos; el polvo suspendido en el aire era verdaderamente molesto.

Tras identificarnos en el megáfono de la entrada, la cancela metálica se desplazó lo suficiente para dejar pasar a nuestro coche; de inmediato, volvió a cerrarse. También la cámara de seguridad, que había girado hasta captar nuestra matrícula, volvió a su posición.

Ascendimos hasta la casa por un camino de grava bordeado por majestuosos cipreses que daban cuenta de la antigüedad de la finca. A la derecha, dejamos una pequeña construcción de una sola planta (que bien podía ser la casa de los guardeses) y las caballerizas. De esto último había poca duda: olía a estiércol y se oía golpeteo de cascos. El que atravesamos, era un paisaje pobre: algo de monte bajo, encinas centenarias, varios olivos, pero, sobre todo matorral. Enseguida noté cómo el tomillo y el romero cortejaban los espacios vacíos. Recuerdo que, al notar la presencia del romero, me estremecí. Así había empezado todo, con ese aroma...

Desde la verja de la entrada, se alcanzaba a ver el edificio principal en el altozano; eso me confundió y calculé mal la extensión de la finca. En realidad, la distancia era grande y empleamos casi cinco minutos en llegar hasta él.

La casa, de ladrillo rojo, recientemente remodelada, se elevaba en tres alturas. La fachada se exhibía engalanada con soberbios balcones de hierro forjado y no menos espléndidos marcos de piedra blanca. Por encima del tejado, sobresalían varias chimeneas y dos grandes antenas. Era ese tipo de casa que no puede ocultar su rancio abolengo.

Mientras aparcábamos el coche, noté que había un hombre de pie en la entrada de la vivienda; se apoyaba en una de las enormes columnas que soportaban el porche. Acompañado de tres enormes mastines, cubriéndose los ojos del resol con la palma de la mano diestra, observaba nuestra llegada. Supuse que era nuestro anfitrión (llegábamos con quince minutos de retraso), pero no fui capaz de fijarme en él; los perros me quitaron el aliento.

Aunque había empezado a llover, bajó la escalinata para recibirnos hasta el aparcamiento. Los perros le siguieron. Oí crujir la grava bajo sus botas de montar, lo mismo que la de los perros. No me llevo bien con los animales, ni grandes ni pequeños. Su presencia me puso muy nerviosa. No quería empezar con mal pie, pero era incapaz de dominar mi miedo. Sin embargo, antes de llegar hasta el coche, el hombre hizo un gesto que los mastines obedecieron de inmediato, quedándose muy quietos, a unos respetables metros de distancia.

Cuando se resolvió el pequeño inconveniente, reparé en el hombre. Era alto y esbelto, con el torso de un nadador. Vestía un sencillo pantalón beige de montar y una camisa azul marino con las mangas remangadas; se cubría el cuello con un pañuelo de seda y los ojos con gafas de sol. El ébano de su largo pelo, moderadamente rizado, caía descuidadamente sobre sus hombros. Su rostro curtido a la manera de quien convive habitualmente con el aire libre, resultaba todavía juvenil. Desde luego, era un tipo llamativo, interesante.

—Señoría, soy Edmundo San Agustín; es un placer conocerla.

Me excusé por la tardanza.

—Ha sido la salida la que nos ha despistado —añadió Jaime—. Por lo demás, el acceso no es dificultoso y el lugar resulta magnífico.

—Gracias, es muy amable. Lo cierto es que yo soy feliz aquí, en medio de la nada. Es un paraje agreste, nada que ver con el norte, pero se respira paz, lo que no resulta nada fácil en los tiempos que corren.

Yo escuchaba la conversación sonriendo pero sin pronunciar palabra. Estaba atenta, esperando oír de nuevo el timbre de su voz. Quizá fuera capaz de reconocer en ella la frecuencia de mi agresor, del artificiero, del asesino de los números primos.

Tras intercambiar con nosotros varias frases de cortesía referentes al paisaje y la meteorología, nos mostró el camino hacia su casa con el brazo extendido.

—Vayan pasando, por favor. Si me disculpan un segundo, encerraré a los perros.

Le esperamos en el porche. Vino en pocos segundos. Ya dentro, se quitó las gafas espejadas. El corazón me dio un vuelco cuando observé sus ojos, verdes como la pradera de césped que se extendía a la izquierda, junto a la piscina. Enmarcados por unas pobladas cejas, tan oscuras como su cabello, refulgían con un brillo extraño. Disimulé lo mejor que pude.

San Agustín nos condujo hasta la biblioteca, situada a la derecha de la gran escalera central que, por un momento, me hizo retroceder hasta los tiempos de Lo que el viento se llevó. Presidida por una enorme chimenea rústica de traza antiquísima, la biblioteca, colmada de libros antiguos, me recordó a su homóloga de Leyre. Me giré sobre mí misma para contemplar el resto de la estancia. Cuando vi los trofeos de caza colgados en la pared, no pude por menos que recordar el cuchillo de caza brillando junto a mi garganta. El escalofrío anterior se frasformó de inmediato en miedo. Sin embargo, él permanecía completamente tranquilo, lo que me hizo pensar que estaba viendo fantasmas. Al fin y al cabo, mucha gente tiene los ojos verdes y es amante de la caza.

—¡Qué magnífica chimenea! —exclamé tratando de no pensar en ello.

—Tiene usted buen ojo para las antigüedades, señoría. Ésta es una pieza única, la rescaté de un castillo medieval en ruinas. Cuando la enciendo, y veo cómo se elevan sus llamas, me siento como un príncipe cristiano que viniera de combatir a los moros en La Extremadura. Siéntense, por favor —dijo mostrándonos unos sofás de cuero color tabaco—. ¿Desean tomar algo? ¿Un café quizá?

—No se moleste —dijo Jaime, casi al mismo tiempo que yo aceptaba el ofrecimiento.

Me miró con extrañeza. No me apetecía especialmente el café, pero tomarlo me proporcionaría unos minutos para poder curiosear la habitación.

En efecto, el anticuario salió de la estancia dejándonos solos. Me levanté de inmediato y busqué fotografías por la biblioteca. Había varias repartidas por el velador y las estanterías. Comprobé que todas ellas mostraban a nuestro anfitrión recibiendo premios u homenajes. No había ninguna privada. Me paseé despacio por la pieza. Todo estaba en su sitio, demasiado ordenado, demasiado perfecto, frío. «Un hombre solitario con un buen servicio doméstico», pensé.

—Bueno, ya estoy aquí. ¿Lo toma con leche, señoría?

—Llámeme Lola, por favor.

—De acuerdo, gracias. ¿Azúcar?

—No, lo tomo solo.

—¿Y usted, don Jaime?

—Sólo un poco de agua, gracias.

—Muy bien —dijo al volver a sentarse—. ¿Y qué les trae por aquí? Por teléfono, me pareció usted muy misteriosa.

—Es difícil hablar por teléfono, ¿verdad? Sobre todo cuando una no conoce personalmente a su interlocutor. Prefiero conversar... Además, el tema puede ser delicado...

—Tiene razón, el teléfono es muy frío... ¡y Toledo demasiado caluroso! —rió.

Fuera llovía suavemente.

—Señor San Agustín, creo que es usted el presidente de la Federación de Anticuarios españoles...

—En efecto, señoría, lo soy. Fui elegido el año pasado, por unanimidad.

—Eso está bien; la unanimidad es siempre de agradecer. ¿Puedo inferir de ello que usted conoce bien a los asociados?

—Conozco a casi todos; personalmente, trato con los grandes, pero mis puertas están abiertas para cualquiera de ellos. Por algo soy el presidente...

—Claro, es natural... —musité—. En ese caso, su experiencia nos será de mucha utilidad.

—Estoy a su disposición.

—Verá, señor San Agustín...

—Edmundo, por favor.

—De acuerdo, Edmundo; estamos buscando a un anticuario especializado en arte sacro. Suponemos que posee una firma grande, de renombre.

—El arte sacro es amplísimo, señoría. Nuestra especialización no sigue el criterio que usted índica. Más bien, nos dividimos por épocas, o por calidades y precios, aunque, naturalmente, puedo ofrecerle un listado de personas que cultivan ese género con grado de excelencia.

—Se lo agradeceríamos mucho —acepté, pero al ver el brillo de aquellos ojos, decidí probar suerte.

Hasta aquel momento, su voz no me había dicho nada, pero quizá se trataba sólo de un cambio de circunstancias.

—Y usted, Edmundo, ¿se dedica también al arte sacro?

—Sí, entre otras muchas cosas. Estoy especializado en los siglos XV al XVIII. Me interesa especialmente el libro antiguo. Por la época, y por la belleza del trabajo monacal, mucho de lo que cultivo es sacro. Además, poseo una sublime colección de ornamentos y vasos sagrados.

—¿Relicarios, tal vez? —dije.

Jaime, que estaba terminándose su vaso de agua, dio un bote y me miró inquisitivo. No le hice caso.

—Sí, por supuesto. Poseo cuatro verdaderamente notables. Los relicarios suelen ser piezas excepcionalmente bellas. Los antiguos orfebres sabían que su obra cobijaría algo muy valioso y se esmeraban empleando materiales preciosos y las manos más cualificadas.

—¿Alguno de los relicarios de su colección procede de Navarra?

—Pues sí, uno de ellos es de allí. ¿Desea un poco más de café, señoría?

—No, se lo agradezco.

Rechacé la oferta; el café estaba muy amargo y yo estaba algo mareada.

—¿Querría verlos, Lola? Me refiero a los relicarios...

—¿Es que los tiene aquí?

—¡Naturalmente! ¡Vivo aquí! ¿Cómo podría disfrutarlos si los tuviese encerrados en una caja fuerte?

—Tiene razón —dije levantándome. Las grandes medidas de seguridad que, reconozco, me habían sorprendido, parecían justificadas—. ¿Vienes, Jaime?

—Creo que esperaré aquí —se excusó—. Estoy algo mareado.

Seguí maquinalmente a San Agustín por aquellos anchos pasillos llenos de bargueños, porcelanas chinas y óleos de autor. Finalmente, llegamos hasta una puerta metálica blindada, flanqueada por dos armaduras medievales completas, caballo y jinete.

—Ésta es mi cueva secreta, señoría —me informó, mientras introducía a toda velocidad un código de cuatro caracteres en una pantalla táctil.

—Ábrete, Sésamo —dijo sonriendo.

Inmediatamente la puerta se abrió; lo hizo con suavidad, sin el más leve rumor.

—Adelante —musitó, mostrando el camino con la mano derecha.

Mi mareo era cada vez mayor. A duras penas lograba que me obedecieran las piernas. Sin embargo, avancé hasta el centro de la habitación. La sala era muy grande, pintada de un blanco exquisito, sin ventanas. En las paredes y el suelo se acumulaban cientos de piezas bellísimas, a cual más valiosa. En medio de ellas, sostenidos por una pareja de idénticas columnas jónicas, se hallaban el Lignum Crucis de la diócesis de Pamplona y el copón de oro del monasterio de Leyre. Junto a este último, ardía una pequeña linterna roja.

—Ha tardado mucho, jueza MacHor.

—¡Usted, us...! —intenté acabar la frase, pero sólo logré farfullar.

—No se preocupe, no es doloroso. La droga surtirá efecto poco a poco. De todas formas, estará mejor sentada —me dijo, obligándome a acomodarme en un enorme trono de madera sobredorada.

—¿Por qué? —logré decir.

—¿Aún no sabe por qué?

Afirmé con la cabeza.

—Lo suponía... Al principio, llegué al convencimiento de que esto le quedaba grande, aunque en el fondo sabía que podía confiar en usted. Con sus investigaciones, todo el mundo conocerá de qué pasta estaban hechos los que se tildaban a sí mismos de apóstoles de Cristo. ¡Han vendido el Reino por dinero y fama!

Comenzó a caérseme la baba, pero no pude mover el brazo para secarme. Hice un esfuerzo casi sobrehumano y logré pronunciar:

—Mónica no lo aprobaría...

Levantó la mano y me cruzó la cara. No me dolió apenas, estaba drogada, pero noté que un hilo de sangre se mezclaba con mi saliva.

—¿Y usted qué sabe? ¡Ni siquiera fue capaz de instruir bien su expediente!

—No fui yo...

—¿Cómo dice?

—No lo instruí yo... Estaba de guardia, pero me puse de parto... Estaba dando a luz...

Me escuchó perplejo, abriendo mucho los ojos. Se acercó, agachándose hasta estar a mi altura, y me invadió su perfume (que identifiqué de inmediato como Esencia de Loewe).

—¿Dando a luz?

—El 22 de febrero de 1996... Nació mi hijo... No fui yo, sino mi sustituto...

Se mantuvo en aquella posición unos segundos, mirándome fijamente, a escasos centímetros de la cara. Supuse que estaba decidiendo qué hacer. Finalmente, manteniendo la postura y hablando muy despacio me dijo:

—Jueza MacHor, lo lamento muchísimo. Ha sido una equivocación imperdonable; su nombre figuraba en el encabezamiento del expediente. Me pesa terriblemente dejarla morir, lo mismo que a su marido, pero no puedo dar marcha atrás. ¿Me comprende, verdad? Piense que con su muerte está contribuyendo a una buena obra...

Las lágrimas corrían por mi mejilla. ¡Había dicho que también Jaime caería! ¿Quién cuidaría a Pablo, quién compraría aceitunas, quién saltaría al año siguiente las hogueras de San Juan? La rabia me invadió.

—El humo de Satanás... —musité, parafraseando lo que él me había dicho en nuestro primer encuentro.

—¿Cómo dice?

Edmundo se había puesto en pie y contemplaba extasiado el copón de oro. Al oírme murmurar volvió.

—El humo de Satanás... —repetí.

Percibí una nota de tensión en su rostro. Sin embargo, dijo calmado:

—Veo que me comprendió bien. Es cierto, el humo de Satanás se coló por la rendija de la Iglesia, haciendo que los eclesiásticos olvidaran la caridad... Pero ahora, todo cambiará.

—No, el diablo está aquí. Usted es un asesino...

—¡No es cierto, sólo ejecuto la obra de Dios! ¿Es que no lo ha comprendido? ¡Yo soy un número primo, estoy llamado a cambiar lo que ellos han hecho mal! Si no me hubieran apartado de la vida monástica, todos estaríamos bien... Mi madre estaría viva y orgullosa de mí, y yo... Yo no tendría... lo que tengo.

—Jaime, yo... Mis hijos... Mónica no lo aprobaría...

Estalló:

—¡Cállese, lo hago por ella!

—¡No! —insistí.

—¡Todo ha sido por ella!

—¡No!

En aquel momento, su espíritu se derrumbó. Llorando, cayó de rodillas a mis pies.

—Tengo sida, ¿sabe? ¡Estoy contagiado, ya no hay vuelta atrás!

—Mis hijos... Mónica Mugarra Garciandía.... Ella no lo aprobaría.

Edmundo San Agustín se levantó, se acercó a la pared y cogió un trabuco antiguo.

—Mónica Mugarra Garciandía —pronuncié lo mejor que pude—. Ella también era madre...

Dejó de llorar y se quedó inmóvil. En aquel momento, me fijé en el copón de oro y en la pequeña lámpara roja que ardía a su vera.

—Compasión, no sacrificios —murmuré—. Se lo decía a los clérigos...

Volvió hacia mí y recorrió con la vista la habitación, como si todo lo que viera le resultara desconocido. Hice un último esfuerzo; tenía la sensación de que pronto perdería la conciencia y todo habría terminado.

—Compasión, no sacrificios... El que habita en ese copón no quiere más sangre ni más crueldad.

—Tiene razón —dijo al tiempo que se colocaba el trabuco bajo el mentón. Sus ojos brillaron una vez más—. Adiós, señoría —dijo, y disparó.

—¡No! —musité.

Quería chillar, pero no tuve fuerzas para hacerlo.

Los bellísimos iris verdes, el elegante óvalo de su rostro, los rizos azabaches, la dulce piel morena, la angustia encerrada, todo saltó por los aires. Se convirtió en una masa sanguinolenta que se desparramó por la habitación. En un pequeño instante, apenas un suspiro, aquella cueva de tesoros se convirtió en una tumba.

Me sentí morir queriendo vivir. La parálisis progresaba, lo mismo que mi abotargamiento. Tenía delante aquella lucecita roja que, a modo de faro, me señalaba la presencia de aquellas hostias de discordia. Su luz me alcanzó como una caricia tranquilizadora y, casi en un soplo, susurré:

—¡Por favor!

Cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño. Comenzó a resultarme dificultoso respirar. En medio de las suaves bocanadas, escuché el sonido metálico; luego, noté la brisa fresca.

—Lolilla...

—Aquí —balbucí.

Abrí los ojos y vi a Jaime. Tenía el rostro ceniciento pero estaba en pie.

—Aguanta, ya viene la ambulancia.

—¿Cómo?

—Ya sabes lo débil que es mi estómago. Lo he vomitado todo.

Sonreí. De nuevo, la debilidad se convertía en fortaleza.

—¿Cómo?

—¿Te refieres a la combinación?

Asentí con la cabeza.

—Fue fácil, era su número primo.