Palacio arzobispal, Pamplona
Domingo, 13 de junio, 1 de la madrugada
Blas de Cañarte miró el reloj por encima de sus gafas bifocales. No conseguía acostumbrarse a aquellos extraños cristales. Comprobó que habían pasado cinco minutos escasos desde que mirara la esfera por última vez. Continuó con su paseo por la habitación. Para su fin natural, la hermosa biblioteca, construida en madera noble, era amplia, pero se quedaba muy corta para la función de matar los nervios recorriéndola. El secretario, que luchaba contra el sueño, a duras penas se mantenía erguido sobre el asiento. La interminable pierna izquierda, cruzada con elegancia sobre la derecha, mostraba la reluciente piel de su caro calzado oscuro. Pese a ser un hombre templado, las idas y venidas del arzobispo sobre la mullida alfombra le habían sacado de quicio tanto o más que la espera. Aun así, evitó quejarse: sólo era un secretario.
Pasada la medianoche, habían recibido sendas llamadas de los vicarios, demandando nuevas. No pudieron responder más que con la verdad: no había habido comunicación alguna. El secuestrador o los secuestradores no habían intentado ponerse en contacto con ellos. El teléfono no había sonado y tampoco les habían remitido otro envío con instrucciones. De hecho, sin mencionárselo a su eminencia, Lucas Andueza había telefoneado a media tarde a la compañía de paquetería preguntando si le constaba la llegada de algún sobre para el arzobispado, encargo que, debido a la festividad de los días, fuera a retener hasta el lunes. La respuesta había sido negativa: en la lista informatizada no figuraba nada para entregar en el arzobispado.
Monseñor Cañarte se encogió de hombros y levantó la vista, como pidiendo indicaciones al cielo. Luego continuó con su paseo.
—¿Le parece que deje entrar algo de aire, eminencia? —dijo Andueza, levantándose y dirigiéndose al postigo de la ventana más cercana.
Su voz, a causa del sueño, sonó balbuciente y estropajosa. Tosió para disimular su azoramiento. El arzobispo, por el contrario, parecía estar muy despierto.
—Sí, por supuesto, abra. Nos vendrá bien refrescarnos.
El secretario separó los postigos, abrió la cristalera y aprovechó para asomarse. Desde aquel emplazamiento, podía ver la entrada del palacio, iluminada por la luz de una farola cercana, y la plaza, casi desierta. Por un momento, le asaltó un pensamiento, pero fue incapaz de retenerlo. Sabía que era importante, pero, a pesar del esfuerzo, su subconsciente no consiguió hacerlo emerger de nuevo.
Entornó la ventana y volvió a ocupar su anterior posición. Su eminencia seguía paseando, con ambas manos a la espalda, pasando cuentas de rosario. Inclinado hacia delante, parecía aplastado por el silencio del cielo y el del teléfono.
Desde el exterior llegaron rumores de risas y cantos. El arzobispo se detuvo y se irguió con rapidez. Andueza se incorporó de un salto. Ambos escucharon con impaciencia lo que resultó ser una francachela nocturna. En pocos minutos, retornó el denso silencio y el arzobispo volvió a dar vueltas y más vueltas por la biblioteca. Andueza fue paulatinamente cerrando los ojos, hasta quedarse dormido.
Se despertó cuando un estruendo y luego ruidos de cristales quebraron la tranquilidad de la noche. Se puso en pie, pero se encontró confuso y tardó algunos segundos en habituarse al lugar. Tras hacerlo, corrió hacia los postigos y sacó la cabeza por la ventana. La farola, que antes iluminara la fachada churrigueresca del palacio arzobispal, había enmudecido tras el impacto. La oscuridad había conquistado la plaza de Santa María. Desde aquella posición, el secretario creyó percibir de lejos una sombra. Los ruidos de pasos sobre los cristales caídos certificaron que su vista no le había engañado. Entonces, se acordó de aquel pensamiento premonitorio que no había conseguido retener:
—¡Eso es! —dijo muy alterado—. Eminencia, voy a bajar; quizás quien rompió la bombilla haya aprovechado la oscuridad para introducir alguna nota por debajo del portón.
—¡Sí, tiene usted razón! —contestó el arzobispo—. ¡Vaya a comprobarlo, por favor!
Bajó a la carrera las dos plantas. Mientras recorría los pasillos, fue prendiendo todas las luces. Al secretario le había embargado la extraña sensación de que debía protegerse, aunque no sabía con exactitud de qué. Abrió con ímpetu la puerta que comunicaba la escalera con el claustro y se enfrentó a la oscuridad del patio. Se paró en seco; en la galería porticada no había luz. Sujetando la puerta con una pierna, trató de llegar hasta un macetero cercano. No lo consiguió. Se quitó el zapato y lo dejó junto a la puerta para que quedara entornada. No entraba casi luz, apenas una rendija, pero era mucho mejor que no ver nada. Se acercó al macetero y trató de levantarlo. No lo consiguió: era de piedra y pesaba mucho. Optó por arrastrarlo, colocándolo de forma que la puerta quedara completamente abierta y la claridad interior iluminara el camino hasta la garita de Dámaso, antesala de la calle. Se puso de nuevo el zapato y se acercó al portón de salida.
Era miope, pero veía lo suficiente para darse cuenta de que en el suelo había algún papel, algún documento. Se acercó muy despacio, frotándose las manos y estirando sus ganchudos dedos para tomarlo por una de las esquinas.
—¡Mierda! —chilló, al comprobar que no era más que propaganda.
Desanduvo el camino cabizbajo. Esta vez, para subir, tomó el ascensor. Se había equivocado con la nota, pero, no sabía por qué, su miedo se había intensificado.
En medio de la biblioteca, en pie, frotándose compulsivamente las manos, aguardaba el arzobispo. Se adelantó al ver a su secretario con algo en la mano. Con voz firme recomendó:
—Déjelo sobre la mesa, don Lucas. Será preferible que emplee el abrecartas y las pinzas, no vayamos a estropear las huellas, si es que las hay.
—Lo siento, eminencia, me había equivocado. No hay ningún mensaje. Ha debido de ser algún gamberro.
En ese momento sonó el teléfono. Ambos se quedaron petrificados.
—¿Contesto, eminencia? —tartamudeó Andueza.
Sintió adueñarse de su estómago una náusea identificable.
—No —respondió seguro—; lo haré yo.
Monseñor Cañarte se inclinó sobre el aparato. Tenía el rostro encendido, todo lo contrario que el de su secretario, blanco como una sábana bañada en lejía.
—Monseñor Cañarte al aparato —dijo muy despacio; le temblaba la voz.
—«Ermita Andión, Mendigorría. A las seis. Solo. Ya sabe lo que quiero» —musitó mecánicamente la voz.
—¿Está bien el abad?
No le respondieron: la comunicación se había cortado.
—¿Qué pasa, eminencia?
Cañarte no le contestó inmediatamente. Se limitó a consultar su reloj: pasaban 55 minutos de las cuatro.
—No tengo mucho tiempo, pero conozco bien el sitio que me indican. ¡No tiene pérdida, está muy cerca! Como mucho, media hora en coche. Son casi las cinco. Recemos para que todo salga bien y a las seis todo haya terminado. ¡Pobre abad, qué mal debe de estar pasándolo!
—¿Dónde le han citado?
—En Mendigorría, muy cerca —repitió.
—Pero eminencia... Don Blas, ¿no pensará ir allí? —preguntó el secretario estupefacto.
—¡Por supuesto que voy a ir! ¿Qué pensaba?
Andueza miró fijamente a su superior.
—¿Quiere decir que, pese a todo, va a entregarles el relicario?
—Sí, lo haré.
—Pero ya sabe a qué se expone. ¡Quizás ellos no se dejen convencer! —protestó el secretario.
—No llevaré las manos vacías, Andueza, llevaré el dinero que Petit ha conseguido reunir y trataré de convencerles de que lo acepten. No es demasiado, pero intentaré ser persuasivo.
—¡Eminencia, ni siquiera con ese aval puede usted exponerse así! ¡Es una locura, nuestra única salida es llamar de inmediato a la policía!
—Hubiera jurado, don Lucas, que anteriormente le había convencido de que ésa no era una buena opción...
—Sí, de acuerdo, en aquel momento me pareció que usted tenía razón, pero ahora sé que me había equivocado. ¡Podemos estar ante un delincuente violento o ante un asesino! ¿Es que no se acuerda del dedo? ¡No puedo permitirle que acuda a esa cita, eminencia, compréndalo!
—Me temo que no tiene forma de impedírmelo, Andueza.
—Puedo encerrarle aquí y llevarme la llave. Soy más fuerte que usted —musitó el secretario, incrédulo por la sorpresa.
Nunca hubiera pensado que llegaría a replicar en aquellos términos a un arzobispo.
Cañarte sonrió, mirando con marcada dulzura a su oficial.
—Andueza, querido amigo, sé que hace todo esto pensando en mi bien, pero yo me debo a otro bien más alto. Tengo que ir, ¿lo comprende? Creo que ambos sabemos de qué pecado hablan. Si puedo, debo evitar que se haga daño a más gente o, Dios no lo quiera, a la propia Iglesia. Si hay algo que aclarar, lo haré. Yo soy el único responsable de mis errores.
—Eminencia, al menos llame a ese inspector amigo suyo. Quizás él le ofrezca alguna recomendación útil. Acaso tenga algún dato nuevo que dé un giro inesperado.
—No hay tiempo, Andueza. Debo partir de inmediato o llegaré tarde. Sospecho que, en este caso, la puntualidad es vital.
Andueza tragó saliva. Con ella, intentó engullir el miedo que le atenazaba antes de hacer su ofrecimiento.
—Monseñor Cañarte, permita que vaya yo. Si al secuestrador le importa el dinero, resulta indiferente quién se lo lleve. Deje que sea este secretario quien acuda.
—No, no es posible. En realidad, desconocemos qué quiere. Debo hacerlo yo.
El secretario se rindió a la lógica de los argumentos, pero añadió:
—Al menos, permita que acuda junto a mi arzobispo a la cita. Es de noche y, como usted mismo recordaba hace unas horas, su habilidad al volante no es muy buena. Yo seré su chófer.
El prelado pareció dudar, pero finalmente aceptó. Andueza respiró con alivio, a pesar de que el miedo iba ganando terreno.
—Pero debe prometerme que esperará en el coche y a una considerable distancia. ¿Queda claro? No tengo ganas de ofrecer más rehenes ni de que los secuestradores tengan una excusa para dañar a su prisionero.
—Por supuesto, eminencia, me mantendré alejado de la escena.
—Vayámonos ya, entonces. Pidamos el apoyo del cielo y cojamos el coche. Tenemos el tiempo justo.