Capítulo 6

La primera vez que vi a Juan Iturri, unos días antes de ser acusada falsamente de la muerte de un compañero de universidad, estaba de pie en la puerta de la morgue de Pamplona, hablando con el forense en voz baja. Por aquel entonces, su aspecto era descuidado; llevaba unas horribles gafas de pasta marrón barata que ocultaban sus bellos ojos (su mayor magia) y un antiestético bigote. Pero eran tiempos en los que a Juan le obsesionaba pasar inadvertido, lo que no era fácil siendo él guapo y las mujeres, curiosas.

De aquella primigenia apariencia quedaba poco, a excepción, quizá, de aquella neblina de humo de tabaco que envolvía su cara en lugares abiertos y, naturalmente, de su carácter. Sonreí; no era fácil mantener una conversación con el inspector Iturri. De hecho, habíamos emprendido el viaje a las diez de la mañana, y a la una, apenas habíamos intercambiado unas frases.

El día se presentaba caluroso, casi plomizo, y el automóvil no tenía aire acondicionado, no obstante, ya que no iba a volver a casa, decidimos salir antes.

Llevábamos abiertas las ventanillas delanteras. Mi pelo, de por sí rizado, se había ido enredando hasta impedirme peinarlo con los dedos. Saqué un lazo del bolso y me lo sujeté con una coleta. El gesto sacó a Juan de su ensimismamiento.

—Te sienta bien —me dijo—, te hace más joven.

—¡Soy joven, Juan, no necesito hacerme una cola de caballo para demostrarlo! —chillé para hacerme oír por encima del estruendo de un camión que pasaba en dirección contraria.

—De acuerdo, abuelita; son las dos —me contestó, acariciándomelos rizos bermejos con la mano extendida—. ¿Quieres que paremos a tomar un bocadillo y algún refresco, y luego hacemos el resto del viaje de un tirón? Temo que, en otro caso, no lleguemos a tiempo de ver la casa del difunto Gorla.

—Creía que no lo ibas a decir nunca —confesé.

Iturri sonrió con dulzura al tiempo que se detenía a la derecha en un local de pueblo, adornado con un gran cartel que rezaba «Soria existe», bajo una propaganda de Coca-Cola.

Durante el trayecto, habíamos hablado poco del caso, Iturri estaba absorto, pensando en alguno de sus fantasmas, y yo repasaba una y otra vez mi discusión con Jaime, últimamente demasiado habitual. Sin embargo, en aquella taberna de pueblo, ante unos enormes bocadillos de jamón serrano y una botella de agua helada, dimos rienda suelta a la lengua. Haciendo gala de mi habitual deferencia hacia él, le pedí que hablara primero:

—Bien, Lola, así veo yo las cosas: un asesino desconocido, pero próximo a la Iglesia, se está cargando a sus dirigentes. No quiere dinero ni ninguna otra compensación material. Prueba de ello es que no se ha llevado nada de lo que le han ofrecido, ni siquiera el relicario, y eso que lo había pedido expresamente. Por lo tanto, podemos concluir que lo que vemos es el resultado de alguna venganza. Si logramos entender por qué quiere vengarse, es probable que consigamos cazarle.

—En términos generales, Juan, coincido contigo, pero dejas fuera algunos detalles importantes...

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, que el relicario es falso. ¿Lo sabía él y por eso lo pidió, o, por el contrario, se marchó ofendido cuando se dio cuenta de que no era el auténtico? ¿Su venganza consiste precisamente en señalar a la feligresía que sus dirigentes descuidan los bienes de la Iglesia?

—Ésa es una buena pregunta, Lola... ¿Cuál es tu respuesta?

—No lo sé, pero si he de escoger, creo que apostaría por el asesino.

—¿Qué quieres decir?

—Nuestros expertos en arte han tardado varias horas, empleando técnicas e instrumentos sofisticados, en decirnos que el relicario era una burda copia. Salvo que el asesino sea un verdadero experto, no podría haberlo sabido en pocos minutos y en una ermita en semipenumbra.

Iturri se mostró de acuerdo, lo que, dicho sea de paso, me llenó de orgullo.

—Tienes razón, la primera hipótesis es que el asesino sea un experto en arte, un coleccionista o un anticuario muy versado en esa época. Eso cuadraría con el envío de los pergaminos. La segunda, que conociera la falsificación a priori, lo que nos vuelve a acercar a la Iglesia, en consonancia con otros indicios, por ejemplo, que conociera las costumbres del abad de Leyre o que el arzobispo era rico.

—Sí, ése es otro factor esencial. El arzobispo Cañarte era rico, cuando se supone que en la actualidad los prelados son pobres.

—No te niego que haya algo turbio en esta diócesis y que sacar esa mierda a flote forme parte del plan del asesino, pero lo que no sabemos es si ambas cosas se relacionan o no. En otras palabras, lo que Lucas Andueza no ha querido contarnos alegando el secreto de confesión, ¿hace referencia a la vida de la diócesis antes de estos asesinatos o a los asesinatos mismos?

—¿Me estás diciendo que se pueden estar solapando dos cuestiones, la del dinero y el relicario y la de los asesinatos?

—Eso es —me contestó—, aunque eso no cambia la premisa inicial. Nuestro asesino está enfadado y quiere vengarse. Hay que averiguar por qué.

—¿Cómo? —exclamé—. Y no me digas, como siempre, que poco a poco.

Iturri soltó una carcajada y me cogió la mano.

—¡Pues tengo que decírtelo, Lola, porque no hay más solución! Iremos poco a poco descartando opciones. Por cierto, ¿sabes algo del número escrito en la última nota?

—Sí, sé que es primo.

—¿Primo, de qué hablas?

—Me lo ha dicho Chocarro. El 3313 es un número primo, es decir, que únicamente puede dividirse por sí mismo y por la unidad. Naturalmente, le he preguntado por la posible relación entre ese número y la Iglesia. Me ha prometido investigarlo y llamarme cuando lo encuentre.

—¿Tienes el móvil encendido?

—Creo que sí.

—¿Por qué no lo compruebas? No es un día para tenerlo apagado. Te confesaré que me ha extrañado que nadie te llamara. Ramiro, Galbis, Andueza, Chocarro... Según dices, todos están a punto de concluir sus trámites e investigaciones.

Abrí el bolso mientras él hablaba. Para mi vergüenza, estaba sin batería. Pedí al camarero que me permitiera enchufarlo unos minutos a la red; llevaba el cable en la maleta; mientras se cargaba, tomamos un café.

Tenía tres mensajes y una llamada perdida. Galbis y Ramiro me pedían que me pusiera en contacto con ellos cuando pudiera; Fermín Chocarro había dejado escrito: «Señoría, no contesta usted al móvil, pero ya he averiguado lo que me pidió: en efecto, hay un teólogo famoso de apellido Von Balthasar, que hace una comparación entre los números primos y los santos. Tengo la cita exacta, si necesita consultarla. Lo que, sin embargo, se me escapa es el porqué de esa cifra, habiendo infinidad de números primos, y siendo ése tan poco habitual». La llamada perdida provenía de un número fijo de Pamplona que no conocía. Por un momento, el corazón me dio un vuelco. Podría ser Jaime que llamaba para disculparse... Me había quedado con su móvil, de forma que era posible que estuviera llamando desde alguna cabina.

Fue el primer número que marqué. Me respondió un contestador automático de una empresa que fabricaba perfiles metálicos. Desde luego, no era Jaime; colgué decepcionada.

—¿No te contestan? —preguntó Iturri.

Azorada me apresuré a contestar:

—Soy tonta, me he debido de equivocar de número y he llamado a una fábrica. Volveré a intentarlo.

—Es fácil, Lola; sólo devuelve la llamada —me respondió, tras meditar mis palabras unos instantes.

Nunca supe si era ironía lo que escondían sus palabras o simplemente una lección gratuita. Teniendo en cuenta mis dificultades con esos aparatos, no habría sido de extrañar.

Llamé a Chocarro cuando ya nos habíamos sumado al denso tráfico de Madrid. Esta vez conecté el móvil a la pista del coche, para que Iturri pudiera escuchar la conversación. Contestó el hermano Daniel.

—¡Señoría, hemos estado intentando localizarla, pero sin éxito!

—Lo sé, hermano, ha sido culpa mía; dejé que se descargara la batería del teléfono. Acabo de ver el mensaje del hermano Chocarro. ¿Podría hablar con él?

—Me temo que en este momento no, señoría.

—¡Vaya! —repuse cariacontecida.

—Pero me ha dejado una nota para usted. ¿Quiere que se la lea?

—¡Sí, por favor, hermano!

—Espere, voy a por mis gafas.

En pocos segundos, Juan y yo escuchamos el preciso resumen que Fermín Chocarro había preparado para nosotros.

—«Señoría, esto es lo que dice el teólogo Von Balthasar: dentro de la Iglesia, hay dos tipos de caminos de santidad, uno que va más del cuerpo a la cabeza (es decir, de la Iglesia a Dios), y otro que fluye más de arriba abajo (es decir, de Dios a la Iglesia). En el primer camino, nacen misiones que brotan del seno de la Iglesia (incluyendo en ese apartado, tanto la comunidad como las órdenes religiosas) y que, por su pureza y consecuencia, se convierten en modelos para los demás. En el segundo caso, la misión parece disparada como un rayo del cielo sobre la Iglesia; viene ordenada por Dios y es implantada en la tierra por personas que obedecen directamente esos dictados del Espíritu Santo. Ambos tipos de santos viven del mismo espíritu de Dios, pero el segundo grupo lleva un cuño especial, porque ha sido dictado por Dios. Esos santos se presentan como piedras angulares de la Iglesia y a ellos llama Baltasar números primos, puros, impredecibles, directamente venidos del cielo, que expresan la fuerza de un Espíritu que sopla dónde y cuándo quiere.

»Ésta es la explicación teológica, señoría; lo que no consigo entender es cómo aplicarlo al caso del abad y del arzobispo. Está claro que ninguno de ellos es un número primo. Lo único que se me ocurre es que les esté acusando precisamente de no serlo; es decir, que crea que alguna de sus decisiones no viene de Dios, sino de ellos; decisiones equivocadas. Siento no poder serle más útil.

»Hermano Fermín Chocarro.»

Tras dar las gracias al hermano portero, me apresuré a pedir su opinión a Iturri. Me había dado cuenta, desde el principio, de que Chocarro no le había caído bien, pero sabía que era capaz de olvidar las pequeñeces y juzgar con objetividad.

—En realidad, Lola, lo que dice el fraile encaja en la hipótesis que discutíamos antes. Al asesino, le parecen desafortunadas algunas decisiones de la Iglesia o de estos eclesiásticos; pero, si ellos las elevan a rango de doctrina, se comportan como si fueran números primos, cuya sabiduría habría sido directamente infundida por Dios.

—¡Pero Juan, los dos cadáveres corresponden a eclesiásticos de provincias, no a grandes teólogos que sientan cátedra; ni siquiera podemos considerar al nuncio un teólogo! —protesté.

—Eso es cierto, Lola, pero quizás el asesino lo vea de otra manera; quizá tome la parte por el todo, e identifique Iglesia con el cura de su pueblo.

—¿Me estás diciendo, entonces, que hemos de buscar al asesino en Pamplona y, dentro de Pamplona, en las localidades cercanas a Leyre? Lo cierto es que no lo creo: esto está planeado con tiempo y medios.

Touche! —respondió.

—¿Sabes, Juan?, estoy hasta el gorro de estos enigmas estúpidos.

—Lo sé, pero es lo que hay... Deja de lamentarte y devuelve las llamadas.

Lo hice, empezando por Galbis. El agente refirió exultante el hallazgo del artista que había fabricado la copia del relicario.

—¿Sí, tan pronto? ¿Quién es?

—¡Es un artista muy reputado! Según dicen, uno de los mejores.

—¿Y cómo se ha visto envuelto en esta conspiración?

—Eso es lo curioso, señoría, que no hay ninguna conspiración; todo es legal. Hasta tiene la factura que cobró al arzobispado: 13.500 euros.

—No lo entiendo.

—Dice que el arzobispo en persona se lo encargó hace un año; que se pasó una tarde completa fotografiando el relicario y tomando notas en vivo, en el propio museo, que fue cerrado para la ocasión.

—¡Vaya, tengo que reconocer que eso no lo esperaba!

Noté que Galbis sonreía, pero no dije nada.

—¿La factura es de hace un año?

—Sí, eso es.

—De modo que el administrador apostólico estaba todavía vivo...

—No lo sé, señoría.

—No lo pregunto, Galbis, lo afirmo. —Miré a Iturri, él asintió con la cabeza—. Deje todo lo demás. Necesito que averigüe cuanto pueda sobre el difunto administrador. Ahora no recuerdo su nombre. Llame al padre Andueza al arzobispado; él le facilitará los datos básicos.

—¡Vamos de sorpresa en sorpresa! —dije al colgar.

—Yo tampoco lo esperaba, Lola.

—Es decir, que el tema venía de atrás. ¿Lo sabría el asesino?

—No tengo ni idea.

Hacía mucho calor, pero volví a bajar la ventanilla. Inspiré profundamente, feliz de sentir el golpe del aire en mi cara.

—¿Sabes qué te digo, Juan? —exclamé alborozada.

—Que apuestas que lo sabía...

—¡Sí! Pero aún te diré más: cada minuto que pasa veo más claro que tiene que ser alguien del gremio de los anticuarios. Ha de ser un mundo pequeño éste de las antigüedades, al menos el de las buenas.

—Es muy posible que lo sea. Descubrir una obra de arte, evitando que te engañen; clasificarla; dirigir su restauración si es necesario; tasarla e introducirla en el mercado requiere un nivel profesional y técnico bastante elevado; amén de un capital considerable.

—Pues estoy convencida de que ése es nuestro humus.

—No olvides, Lola, que hacemos este viaje por el cadáver de un diseñador, no el de un anticuario.

—¿Quién puede comprar un trozo del pasado gastándose en ello la hijuela sino gentes del tipo de nuestro famoso diseñador? Un bargueño español del XVII, palo santo y marquetería de concha y hueso, naturalmente; un aguafuerte de Chillida; un Stradivarius de 1721; un óleo de Breitner; una primera edición de un memorando veneciano del siglo XV o un sable de gala japonés tallado en marfil...

—No sabía que te interesaba el arte, Lola. ¡Eres una caja de sorpresas!

—Me interesa más o menos de la misma manera que a Ramiro le conciernen los coches de los ricos; miro, admiro y me limito a soñar. Todo lo que acabo de citar es inaccesible a mi bolsillo y lo seguirá siendo hasta que me muera; sin embargo, me gusta contemplar su belleza.

—¿Y crees que nuestro asesino tiene esa sensibilidad?

—Estarás conmigo en que no se ha regodeado en los crímenes. Los ha matado con eficiencia; y salvo la rasgadura de la ropa que, es probable tenga un sentido simbólico, ha sido bastante... estético, diría yo.

—¿Y los dedos?

—¿Y el haraquiri japonés? La estética es una variable muy elástica...

Iturri pareció perder interés por el tema y volvió a su mutismo. Aproveché para devolver la llamada al forense, pero Ramiro no contestó.

Sin nada mejor que hacer, me arrellané en el asiento y me concentré en el exterior, disfrutando del placer de mirar. Durante el tiempo que duró nuestra conversación, el paisaje había sufrido una importante metamorfosis. El serpentino y verde norte había dado paso a la rubia llanura de los viejos olivos sedientos. La atmósfera era, tal vez, menos prometedora y el panorama más previsible, pero irradiaba de ella una luz tan seductora e insinuante que acerté a comprender por qué Andalucía era el escenario propicio para los amores brujos.

Alentada por el calor de la tórrida tarde y la tejida sucesión de aceitunas maduras, me quedé dormida, tan profundamente que Juan hubo de despertarme cuando llegamos.

—Lola, despierta; ¡ya hemos llegado!

Juan me pasó la mano varias veces por el brazo. Lo hizo con cariño, pero también con impaciencia.

—¿Hemos llegado?

La tarde había caído, aunque persistía la luz.

—Delante de usted, Puerto Banús, perla del Mediterráneo y territorio alemán.

Me incorporé. Ante mí se abría toda la belleza del Mediterráneo, envuelta en un chal de vegetación abundante y exótica. En aquel momento, una lancha surcaba las olas a toda velocidad; al fondo, dos esbeltos veleros abrían sus coloridos spinnakers al viento. Flotaba un dulce perfume en el aire y la vista incitaba a mantener la mirada. Era un paisaje de tarjeta postal.

—¿Qué hora es? —le pregunté, estirando los músculos disimuladamente.

Me dolía mucho el cuello.

—Casi mil kilómetros en nueve horas, sin contar la parada, claro; una buena media... Para tu información, son las siete y media de la tarde.

—¿Aquí vivía Gorla?

—Sí, es un complejo privado llamado las Playas del Duque. No creo que te hagan falta datos acerca del vecindario.

—No —contesté, sacudiéndome la falda, muy arrugada; mi vestimenta dejaba mucho que desear en aquel fastuoso ambiente.

—Acabo de llamar al inspector Garrón. Nos espera en el apartamento del difunto en quince minutos. El edificio está a dos manzanas de aquí, de modo que nos da tiempo a tomar un café y, si quieres, a asearte un poco. Ahí mismo tenemos una cafetería.

—Siento haberme dormido.

—Parecías estar muy cansada.

Se produjo una incomoda pausa. Estaba abochornada. Finalmente, lo pregunte:

—¿He roncado?

—Has roncado, pero ya conocía esa faceta tuya.

—¡Qué horror! —dije, ruborizándome.

Ronco con una intensidad digna de un tren y con las formas de un perro en celo.

La cafetería tenía una enorme terraza con salida directa a la playa. Nos sentamos allí. Creo que éramos los únicos no vestidos para la ocasión y levantamos cierta expectación en aquellos grupos de gentes que se afanaban por mostrar al mundo su sobresaliente grado de felicidad.

La cafeína y la vista me levantaron el ánimo enseguida; adoro el mar. Visité los lavabos con cierta curiosidad, y allí me compuse lo mejor que pude. Lo único que me salvó fue el frasco de colonia y la barra de labios que siempre llevo en el bolso: si hay que dar mala impresión, al menos, oler y sonreír bien.

Nos dirigimos a pie hasta el edificio, a pocos metros del club de golf. Como había prometido, el inspector Garrón nos esperaba en la puerta; junto a él, un hombre algo más joven —que se presentó como médico forense— y un portero uniformado que abrió la puerta cuando aún quedaban 50 metros para que la alcanzáramos: estaba claro que no pertenecíamos a ese ambiente. Juan decidió quedarse abajo charlando con el patólogo para recabar todos los datos posibles acerca de la autopsia; el inspector Garrón, que sonreía, pero no hablaba, me acompañó.

El inmueble de cinco plantas rezumaba el estilo inconfundible de los ricos que tratan de evitar que se les note que son nuevos ricos, pero que, por nada del mundo, desean ser confundidos con gentes ordinarias: algo de elegancia mezclada con elevadas dosis de exhibicionismo de dudoso gusto. El estirado y pringoso conserje había avisado de nuestra visita al personal del difunto diseñador, que, a la espera de conocer su futuro laboral, seguía haciendo su trabajo como si allí no hubiera pasado nada. Por eso, cuando subimos, encontramos al servicio en la puerta, en perfecta formación: había una cocinera gruesa con cara de malas pulgas, una joven latinoamericana dedicada a la limpieza, un chófer, un mayordomo y un secretario; «ayudante personal», según se definió.

Faustino Gorla vivía en el ático. Su vivienda era la única en aquella planta; el ascensor desaguaba en el hall de la misma, camuflado por dos enormes planchas de palma de nogal. El mármol del suelo, en forma de damero blanco y negro, estaba parcialmente oculto bajo una gran alfombra persa.

Si es cierto que el verdadero lujo tan sólo está al alcance de unos pocos, el hombre en cuestión probablemente había pertenecido a ese selecto grupo; al menos, su vivienda era majestuosa, como la recordaba por aquellas fotos de Hola.

Un arco de medio punto abría la perspectiva del gran salón, con cuatro ambientes diferenciados. Los muebles eran escasos, pero exquisitos, y hacían aún más amplio el espacio. Sólo dos tonos habían sido empleados para la decoración, el beige y el gris, con algunas pequeñas pinceladas de rojo en ciertos detalles, especialmente en el mobiliario. El resultado general era imponente. Yo sabía que la cultura china era milenaria y espléndida en refinamiento y sensibilidad, pero nunca había visto muebles como aquéllos, cada cual más fascinante.

Un amplísimo ventanal abría la casa a una terraza dotada de una exuberante vegetación y de una pequeña piscina en forma de riñon —un detalle no menor para un ático—; al fondo, el azul del Mediterráneo. La luminosidad, pese al caer de la tarde; la gran altura de techos que poseían todas las estancias, la sensación de grandiosidad y riqueza me hicieron pensar que, desde luego, aquel lugar era demasiado grande y suntuoso para ser llamado «apartamento».

Pedí al ayudante personal del difunto, un ciudadano de origen filipino de apellido Alindato, cortés hasta el amaneramiento, que me enseñara la casa y me hablara de su señor, como él llamada al difunto Gorla. Lo hizo, más lo primero que lo segundo, pues iba narrando a su paso el nombre o época de los muebles, esculturas o pinturas con los que topábamos.

—Este lavabo, señoría, es un diseño exclusivo del arquitecto Jorge Muradas. Esta coqueta cajita procede de Vietnam del Norte y ha sido laqueada con pigmentos naturales; es una verdadera antigüedad. Esta escultura, Sobre dos momentos, es de Ennio Iommi. Los tonos de esta alfombra antigua de origen pakistaní le van que ni pintado. La trajo el señor de uno de sus viajes, junto con otro cuadro que está colgado en el dormitorio de invitados.

Mientras hablaba, recordé la conversación que Iturri y yo habíamos mantenido sobre la posible profesión del asesino. «Desde luego, a este diseñador le asesoraba un buen decorador», pensé.

El secretario seguía con su inventario, pero yo había dejado de escucharle.

—Perdone que le interrumpa, señor Alindato; ¿sabe si don Faustino tenía familia; esposa, quizás hijos?

—No señoría, el señor estaba soltero. Que yo sepa, no tenía familia cercana. Tenía una hermana, que murió de cáncer, y una sobrina a la que nunca ve porque vive en Chicago.

—¿Amigos?

—El señor era muy afable —me respondió enseguida—, pero también muy reservado. No le gustaba que nadie indagara en su vida.

—Sin embargo, hace poco permitió que la revista Hola sacara imágenes de su casa.

—Sí, lo hizo, a petición de su diseñador. Se arrepintió de inmediato, pero había dado su palabra y no pudo volverse atrás.

—¿Sabe usted el nombre de su diseñador?

—Sí, por supuesto; todo lo que usted ve lo ha supervisado él. Se llama Peter Zahan; es muy conocido en el mundo del arte. Verdaderamente es uno de los mejores.

Anoté el nombre en mi libreta, no sin antes consultar cuál era la correcta grafía del apellido.

—Señor Alindato, he observado que en varios portarretratos aparece junto a don Faustino un hombre moreno, muy bronceado...

El criado guardó silencio.

—¿No sabe a quién me refiero? —inquirí.

A falta de respuesta, me acerqué a la estantería más cercana y cogí uno de los muchos marcos de fotos. El dueño de la casa, con su marfileña sonrisa y su rostro bronceado, ocupaba el primer plano. A sus sesenta y dos años, tenía un aspecto envidiable: ni un gramo de grasa, ni una arruga de más. Aparecía en la fotografía junto a otro hombre mucho más joven. Guapo no le definía con exactitud, ni le hacía justicia. Lo cierto es que su nariz era grande y ganchuda y su piel demasiado aceitunada. Sin embargo, la profundidad de sus ojos marrones, netamente árabes, resultaba irresistible.

Mostré al mayordomo la fotografía. En la imagen, el negro azabache de su cabello aceitado contrastaba con la nívea cabellera de Gorla, que le tenía sujeto por los hombros con ambas manos.

—¡Ah, sí, señoría! Se trata de un amigo del señor...

—Un buen amigo, supongo; aparece en la mayor parte de las fotografías... ¿Puede decirme su nombre?

—Se llama Peter Zahan.

—¿El decorador?

—En efecto, señoría, aunque el término no le hace justicia. Su tienda de Marbella ha surtido de las más exquisitas antigüedades a todo la gente importante de por aquí.

—Por lo que veo, el señor Gorla era mucho más que un cliente para él. ¿Podríamos encuadrarle entre sus amigos?

Tras un ligero silencio, y con un suspiro de resignación, el amanerado criado respondió con soltura.

—Bueno, sí, podríamos considerarlo un amigo especial.

Otro silencio.

—¿Íntimo? —tenté yo.

—Sí, ésa sería una expresión acertada.

—Comprendo. Me está usted diciendo que eran... pareja.

—Acierta, señoría, lo eran.

—¿Y por qué no está él aquí hoy?

—No sé si se ha dado cuenta, jueza MacHor, pero he empleado el pasado. Lo fueron...

—¿Un pasado cercano o lejano?

—Cercano; ni siquiera quitó su fotografía de los marcos. Supongo que ambos pensaban que aún quedaba algo.

—¿Ambos?

—Sígame, por favor.

Lo hice. Atravesamos el salón desviándonos hacia el grupo de sofás ubicado a la izquierda. Tras ellos, se extendía una enorme pared de madera laqueada en color marfil. Una puerta corredera que había sido disimulada daba paso al dormitorio principal.

Me detuve unos instantes en la puerta: era una habitación de gran luminosidad, también con vistas al mar. Una cama de considerables dimensiones, con un pesado cobertor en colores grises y crudos, presidía la estancia. No tenía cabecera, sino un gran mural de estilo africano. Como en el resto de la casa, la decoración era diáfana, pero no le faltaba un detalle. Una pareja de armarios simétricos, lacados en rojo, confería el toque de color necesario.

Alindato abrió uno de los armarios. Dentro colgaban varias camisas, perfectamente planchadas; todas de color blanco.

—¿Ve, señoría? Son del señor Zahan. No se las llevó.

—¿Quiere decir que se fue rápidamente? ¿Una discusión quizá?

—Algo así.

—¿Puede decirme en qué fecha?

—En Navidad, señoría; fue en Navidad cuando él apareció arrasándolo todo a su paso. Primero cayó el señor Zahan, pero cuando todos creíamos que nada podía ir peor, ocurrió.

—¿Qué ocurrió?

—Conquistó al señor.

—Perdone, ¿de quién me habla? —pregunté intrigada.

—¡Eso es lo más gracioso, señoría, que no lo sé! ¡Ni yo ni ningún miembro del servicio! Cuando él venía, el señor nos daba el día libre... Navegaban, viajaban... Debía de ser un hombre muy importante para guardar tan celosamente su intimidad...

—¿Y no tienen una fotografía?

—Nada, ni un recuerdo, por mínimo que sea.

—Infiero que no era de por aquí...

—No; lo sé porque un día el señor comentó que tenía que viajar a Madrid... «¿Negocios?», le pregunté con el fin de prepararle la maleta. «Esta vez no —me contestó—. Hay cosas más importantes en la vida que el dinero.» «¿Está usted seguro?», le repliqué. «El amor», dijo. ¿Lo entiende, señoría? ¡Mencionó el amor! Nunca antes le había oído esa palabra.

Permanecí unos momentos en silencio, tratando de comprender adónde me llevaba aquello. No deseaba conocer la vida privada de aquel difunto sino era estrictamente necesario.

—¿Era religioso el señor Gorla?

—¿Religioso? ¡Obviamente no, señoría! Era agnóstico convencido.

—Sin embargo, señor Alindato, Faustino Gorla estuvo recluido unos días en un monasterio benedictino...

—¿El señor? ¿Don Faustino en un monasterio? ¡Eso es imposible!

—¿Recuerda en qué fecha fue ese viaje a Madrid que acaba de contarme?

—Tendría que consultar la agenda, pero yo diría que hace tres semanas, más o menos; estuvo cuatro noches fuera, eso sí lo recuerdo con exactitud.

—Le agradecería que examinara su agenda. Le espero aquí.

Me quedé admirando la decoración, tan cálida y luminosa como el resto de la vivienda. Paredes hueso, antigüedades, siempre los mismos colores, nada fuera de su sitio. Y, sin embargo, resultaba fría, impersonal, carente de vida, metálica.

—Ya lo tengo, señoría: fue entre el cuatro y el nueve de junio.

Las fechas coincidían.

—El señor Zahan, ¿vive por aquí?

—Tiene casa en esta misma urbanización, señoría, pero en estos momentos está fuera de España. Cuando riñó con el señor se marchó a Estados Unidos; a California, creo, pero no puedo asegurarlo. Iba a abrir una tienda allí; en Los Ángeles y en San Francisco hay grandes fortunas, y los norteamericanos ricos adoran las antigüedades. He intentado avisarle por lo del entierro, ¿sabe?, pero ha sido imposible contactar con él.

—Lo intentaremos nosotros también, señor Alindato. ¿Frecuentaba el señor algún gimnasio, o quizás alguna discoteca de moda?

—En raras ocasiones; prefería relajarse navegando, viajando o leyendo. Llevaba una vida tranquila.

Al secretario parecía incomodarle cada vez más aquella conversación. No obstante, yo necesitaba la información, de modo que ignoré sus gestos de cansancio.

—Y en esas raras ocasiones, ¿sabe adónde iba?

—Señoría, son asuntos privados, no debería usted indagar en ellos.

—No tengo muchas opciones —le contesté, intentando adoptar un tono comprensivo, pero que dejara clara mi función—. Desde que falleció y se abrió una investigación, toda su vida privada me compete.

Dudó unos segundos, pero me respondió:

—Como le decía, salía en contadas ocasiones. Nunca nos informaba de su destino, pero el chófer debía recogerle.

—¿Y dónde le recogía, señor Alindato?

—Visitaba un club llamado Brothers; aquí mismo, en Puerto Banús.

—¿Recuerda que fuera allí últimamente?

—Sí, en ese local conoció a ese nuevo amigo.

Un destello brillante se escapó de sus ojos, borrando el cansancio. Me pareció que pintaba odio.

—Ese nuevo amigo, ¿asistió al sepelio del señor Gorla?

Esta vez, Alindato respondió muy rápido.

—No lo sé, señoría; si lo hizo no habría podido reconocerle.

—Es cierto, dijo que nunca le había visto.

—Nunca, señoría.

—¿Ni tampoco el chófer u otra persona del servicio? —volví a preguntar.

—Tampoco, señoría; es como un fantasma.

—Un fantasma, de acuerdo.

Consulté de nuevo las notas hasta encontrar una frase que había subrayado varias veces con bolígrafo rojo. La precaución no había sido poca. Lo había olvidado por completo.

—Señor Alindato, una cosa más. Comprendo que le va a resultar extraña mi petición, pero debo hacerla de todos modos.

—Pida lo que necesite, señoría; intentaré satisfacer sus deseos. Así lo habría querido el señor Gorla.

—Se lo agradezco mucho. Dígame una cosa, ¿usaba el señor Gorla varios tipos de colonia?

—No, siempre la misma; un perfume de autor. Se la diseñó especialmente para él un perfumista famoso. En este momento, no recuerdo su nombre, pero puedo buscarlo.

—No creo que sea necesario. Sin embargo, me gustaría que rociara uno de los pañuelos del difunto con ese perfume. Lo retendré unos días; en cuanto termine, prometo devolverlo. ¿Le parece bien?

—¡Por supuesto, lo haré de inmediato!

Alindato salió a toda prisa y volvió con el pañuelo. Por el rastro que dejaba el perfume, supuse que sería suficiente. No obstante, introduje el pañuelo en una bolsa de pruebas y la sellé. El buen olfato de Chocarro podría confirmar o desmentir que Gorla había sido cómplice del asesino.

—Muy bien, señor Alindato, creo que es todo. Le agradezco mucho su tiempo. Aquí tiene el teléfono de mi juzgado —dije entregándole una tarjeta que incluía la extensión telefónica de Gorka—; por favor, no dude en llamarme si recuerda algo que le parezca importante.

—No cree que fuera un accidente, ¿verdad?

—Éstas son indagaciones preliminares. Lo estamos investigando, pero todas las hipótesis están abiertas.

—Era muy experto, ¿sabe? El señor conocía el mar y, por ello, era prudente: el Mediterráneo puede llegar a ser muy traicionero. Me cuesta creer que le sorprendiera un golpe de viento, señoría.

—Dé por hecho que lo investigaremos, no se preocupe.

El secretario me acompañó hasta la puerta y llamó al ascensor. Estaba dubitativa y preocupada. Los datos que acababa de recibir no eran precisamente halagüeños.

—Adiós, señoría; que pase un buen día.

No sé por qué en aquel momento me acordé de Jaime, al que le hubiera encantado aquella casa, y cuando le imaginé ataviado con su bata blanca, una luz esperanzadora se encendió en mi mente.

—Señor Alindato, una última pregunta...

—Lo que desee, señoría.

—¿Don Faustino tenía un médico de cabecera, alguien de su confianza?

—Sí, por supuesto; el doctor Ribes. Su consulta está en el centro de Marbella, pero cuando el señor estaba enfermo, él era quien se desplazaba hasta aquí para visitarle.

—Gracias de nuevo, hasta pronto.

Bajé más animada; era probable que el médico pudiera decirnos algo, y que me ahorrara la visita al famoso club. Aquel ambiente y aquellas costumbres poco tenían que ver con la vida de un puñado de monjes benedictinos o con la misión de un arzobispo de provincias y si, por un desafortunado cruce del destino, lo tuvieran, estaba segura de no querer conocer los detalles.

Cuando la puerta se abrió, me tropecé con Iturri que intentaba subir.

—Bonita casa —comentó.

—Una maravilla, desde luego, aunque su dueño no podrá disfrutar más de sus placeres —añadí, pero Juan no me oía.

—Venía a buscarte; si nos damos prisa, podemos acercarnos al amarre del barco de Gorla antes que se nos eche encima la noche. Está muy cerca, en el puerto deportivo.

—De acuerdo, pero antes me gustaría poder hablar con el inspector Garrón: creo que los de criminología deberían tomar huellas en la casa, especialmente en el dormitorio.

—¿Huellas?

—Sí, parece que un fantasma rondaba el domicilio del fallecido. Un personaje misterioso que frecuentaba esta casa; de momento, carece de rostro, nombre o apellidos, pero supongo que habrá dejado huellas.

Iturri me observó unos momentos; su mirada no dejaba transparentar sus pensamientos, pero en su boca temblaba una sonrisa.

—¿Te refieres al amante de Gorla?

Con la boca abierta por la sorpresa, exclamé:

—¿Cómo lo sabes? ¡Estabas abajo y el fallecido era muy discreto!

Juan me miró con un rictus tan extraño que acabó por hacerme reír.

—¡No me mires así, Lola, no soy una meiga! No lo sabía; me he limitado a atar cabos y a hacer suposiciones.

—¿Cabos, qué cabos? —repliqué.

—Bueno, para empezar, un tipo rico y bien parecido que se mantenía tercamente soltero.

Levanté los brazos mientras protestaba su falta de objetividad.

—Que yo sepa, aunque eres bien parecido, no eres pobre y te agarras pertinazmente a tu soltería, tú no tienes ningún amante.

Su sonrisa de triunfo se amplió por completo:

—En eso tienes razón, Lola, pero mi conducto anal no presenta múltiples erosiones como las que han hallado en el cadáver de Gorla. Dice el forense que son compatibles con...

—No sigas. Tu intuición ha sido certera. Gorla era homosexual; había formado una pareja más o menos estable con un tal Peter Zahan, un decorador y anticuario de la zona. Riñeron a causa de la entrada en escena de un tercer hombre, y el tal Zahan, decepcionado, se marchó a vivir a California. De eso hace unos seis meses. El puesto de Zahan lo ocupó ese fantasma del que te hablaba antes: un hombre al que ninguna de las personas del servicio ha visto nunca. No conocen su rostro ni su nombre, ni siquiera su voz, pero afirman que el señor estaba loco por él.

Iturri esbozó un gesto interrogante.

—¿Sabemos dónde le conoció?

—El secretario y el chófer sugieren un local llamado Brothers.

—¿Sugieren?

—Sí, eso es lo que he dicho. El ayudante del difunto dice que no acostumbraba alternar con gente desconocida, pero que cuando salía, acudía a ese lugar. Creen que fue a raíz de una de esas salidas cuando empezó la historia con el fantasma.

—Preguntaremos al inspector Garrón; seguro que él lo conoce. Por cierto, hemos de darnos prisa; nos espera calle abajo. Nos acompañará hasta el muelle donde Gorla amarraba su velero.

Fuimos a pie; apenas tardamos diez minutos. Sin la ayuda de Garrón, me temo que hubiéramos empleado toda la noche. El puerto resultó ser una tupida maraña de yates de lujo, colocados en hilera alrededor de decenas de pantalanes.

Durante el corto paseo, Garrón nos confirmó que Brothers era un local de dudosa reputación, frecuentado por homosexuales. Me extrañó el calificativo. No parecía que la dudosa reputación compaginara bien con el elegante y adinerado diseñador cuya muerte investigábamos. Iba a comentarlo con Iturri, cuando el inspector Garrón nos señaló uno de los barcos.

—Es aquél —nos dijo.

—¿Cuál, el pequeño? —pregunté echando la vista alrededor.

Garrón asintió con un gesto.

Entre aquellas enormes embarcaciones, la de Gorla parecía diminuta. Se trataba de un Franchini de catorce metros de eslora, con una amplia cubierta forrada en teca birmana. Desde luego, era bonito, pero su interior era sobrio; más funcional y confortable que pretencioso. Por lo visto, aquel hombre prefería navegar a lucir propiedades.

—Navegando a vela, con este navio se consiguen cómodamente siete nudos, ocho si se despliega el trinquete —nos explicó el empleado del puerto que cuidaba del barco, un joven de tez curtida y manos ajadas—. El señor Gorla le sacaba todo el jugo. Lo sé porque a veces le hacía de tripulante.

—Sugiere usted que era un buen marino.

—Lo era; manejaba la vela desde pequeño. Se crió entre barcos y jarcias.

Hacía cábalas acerca de aquella revelación cuando el empleado me interrogó:

—Si está pensando en preguntarme por el accidente, tengo que decirle que no me parece probable. Con otro tripulante, quizá, pero no con el señor Gorla.

—¿Disculpe? —dije extrañada.

—Digo que el señor Gorla era un navegante experto. Le gustaba pilotar, lo hacía a menudo y lo hacía bien —adujo.

—¿Le vio usted el día en que murió?

—Sí, por supuesto; era muy amable, siempre se paraba a preguntarme alguna cosa.

—¿Se embarcó solo?

—No, iba con un amigo.

—¿Y la tripulación?

—No la llevó aquel día.

—¿No? Es un velero muy grande para manejarlo en solitario —comenté.

—No, señoría; es grande, pero muy preparado. Además, no era extraño, al señor Gorla le gustaba gobernar.

—Y dice que encontraron su barco a la deriva...

—Así es.

—¿Y su amigo? Me refiero a la persona con quien se embarcó.

—No estaba a bordo cuando trajeron el barco a puerto, quizá desembarcara en alguna playa; faltaba una de las zodiac.

—¿Se encontró esa barca posteriormente?

—Me temo que no.

—¿Se acuerda usted del aspecto que tenía la persona que subió a bordo junto al señor Gorla?

—Me acuerdo muy bien; era un hombre muy apuesto, con clase. Moreno, esbelto, muy bronceado, y con unos ojos verdes que llamaban la atención. Eran muy brillantes, no sé cómo explicarlo, ¡muy verdes!

—¿Podría ayudarnos a hacer un retrato robot?

—Sí, por supuesto; me encantará ayudarles.

—Mañana se pondrán en contacto con usted desde la comisaría.

—Hay que averiguar quién es ese tipo de ojos verdes —dijo Iturri en voz alta mientras volvíamos. Acabábamos de despedirnos de Garrón.

—No te digo que no, Juan, pero quizás ésa no sea tarea de nuestra competencia. No hay nada que una esta muerte con los dos asesinatos de Pamplona, salvo el hecho circunstancial de que Gorla estuvo hospedado en Leyre unos días.

—No me preguntes por qué, Lola, pero sé que tienen algo que ver.

—Necesito pruebas, Juan; no puedo dar la orden de exhumación sin justificarla.

—De acuerdo, las obtendremos. Vayamos a ese local.

—¿A qué local?

—¡A Brothers! ¿A cuál si no?

—¡Ni hablar! ¿Es que no has oído al inspector Garrón? ¡Es un local de mala nota!

—¿Y eso qué importa?

—Tengo que velar por mi reputación —dije con ironía—. Mira, Juan, si quieres que vayamos allí lo haremos, pero mañana, a plena luz del día y sin clientela. Yo me presentaré como jueza instructora y les formularé las preguntas que tú quieras.

Al instante, a Juan se le borró la sonrisa.

—Pero, Lola, ¿en qué mundo vives? ¿Es que piensas que yendo con un carné del juzgado o de la policía vas a averiguar algo sobre ese tipo de ojos verdes? ¡No sacarás ni una palabra! —me reprochó.

—Como quieras. Si prefieres hacerlo a tu modo, ve tú solo. Yo no entro en ese sitio. Además, por si no te has dado cuenta, soy mujer...

—También algunas mujeres frecuentan locales como Brothers.

—¡Pues mucho peor! No estoy dispuesta a que nadie me acorrale, pensando que soy... lo que no soy.

—¡Lola, por favor, no seas así! ¡Gazmoñería a estas edades, con los hijos que tienes...! Yo estaré allí y además es muy temprano... Las orgías empiezan más tarde —me dijo, guiñándome un ojo.

Siguió martilleándome los oídos hasta que lo consiguió. No sé por qué me dejé convencer, crucé aquella puerta, vestida de aquella manera, y conocí medio a escondidas un extraño lugar que algunos llamaban cielo.