Capítulo 13

Con una reconfortante taza de café en la mano y toda la tarde por delante, ocupé una de las mullidas tumbonas de la terraza de mi casa. El expediente del caso descansaba sobre mis rodillas, esperando para desvelarme esos secretos que yo parecía incapaz de descifrar. La luminosidad del cielo estaba en su apogeo y el calor apretaba con saña. Aunque estaba protegida por un toldo, en pocos segundos recibí la bofetada del aire caliente. Por un instante, el impacto me sorprendió. Estábamos a finales del mes de junio y eso era lo que tocaba; sin embargo, tras dedicar la mañana a la lectura de todos aquellos informes que hablaban de nieves y fríos, sentir la garra del sol martilleándome la cara me reconfortó. Me desprendí de la mayor parte de la ropa; no esperaba visitas.

Estaba cansada y dolorida. En poco más de una semana, llevaba trece puntos de sutura. La peor parte se la había llevado la cabeza, aunque esa herida no me dolía tanto como que me hubieran tenido que rasurar parte del pelo para suturar adecuadamente. No había querido indagar en mi aspecto más de lo necesario (habría necesitado un juego de espejos para ver la herida, localizada en el temporal derecho) porque estaba segura de que mi ánimo decaería en picado al verme de esa guisa. No merecía la pena; tenía cosas más urgentes en qué pensar; especialmente, el sumario.

Continuaba bastante desorientada, perdida en un mundo desconocido, sin brújula ni mapa. No tenía idea de por dónde seguir. Pese a lo que muestran las series de televisión sobre el trabajo forense, lo cierto es que no existe ningún líquido, ningún equipo informático, ninguna máquina que permita localizar a un asesino, ni siquiera a uno pequeño y chambón, lo que no parecía ser mi caso. Debía hacerlo yo misma. No tenía muchas más armas para resolver el galimatías que mi capacidad de relación; al parecer, eso debía ser suficiente, ya que el asesino me había recriminado mi insolvencia. Por lo visto, había dejado pistas suficientes para ser localizado que yo no seguía adecuadamente.

Cogí el expediente, que había engordado notablemente en los últimos días, y releí cada uno de los testimonios, indagaciones y pruebas, anotando en un folio nuevo los puntos oscuros de la investigación. Quería poner negro sobre blanco las debilidades de mi trabajo. Resultaba obvio que había pasado por alto algún detalle importante, una pista que habría de conducirme a otra y a otra más, hasta localizar ese rastro que —con un poco de suerte— me llevaría hasta el asesino.

Dos horas después, había conseguido confeccionar una lista con once puntos que me suscitaban dudas. No eran nuevos, en algún momento había pensado en ellos, aunque, quizá, no suficientemente. La lista decía:

1.       RELICARIO: ¿Qué relación tiene esa pieza con los asesinatos? ¿Son dos historias paralelas o dos escenas de la misma obra? ¿Por que lo dejaron tirado en la ermita? ¿Sabía el asesino que era falso? Si es así, ¿cómo se había enterado del secreto?

2.       DINERO: ¿Por qué el asesino había dejado el dinero? ¿Por qué alguien desprecia una suma como ésa? ¿Es rico? ¿Por qué esparció los billetes por la escena del crimen? ¿Qué quería decir con eso? ¿Dinero y relicario van de la mano?

3.       ANTICUARIO-PERGAMINO: Nuestro asesino emplea pergaminos y pide como rescate obras de arte sacro ¿Es un anticuario? ¿Lo envía como pista para que le encontremos?

4.       NOMBRE BAJO EL QUE SE REALIZA EL ENVÍO: «Compassion, no sacrifices». ¿De qué o de quién no se ha tenido compasión? ¿Se refiere a la Iglesia en general o al arzobispo en particular?

5.       PRIMER MENSAJE: «¿Por qué me has desamparado?», escribió en arameo, sabiendo que sólo Cañarte lo entendería. ¿Cañarte abandonó al asesino? Si es así, se conocían bien, ¿que les unía? ¿Su lejano parentesco? ¿Cuál es la verdadera relación del asesino con la Iglesia, con el arzobispado y con Leyre?

6.       SEGUNDA FRASE DEL MENSAJE: Habla de un pecado y de una compensación; esta vez, en latín. ¿Está hablando de un pecado general de la Iglesia o particular de Cañarte? ¿Se refiere al relicario? Si es así, ¿qué pinta el abad Urrutia en todo esto? Si no es así, ¿qué pecado podrían compartir Urrutia y Cañarte?

7.       SEGUNDO MENSAJE: 3313. Números primos. El asesino, ¿habla de sí mismo? ¿Quiere decir con ello que es homosexual? En el crimen, aparecen varios hombres con esa cualidad. Si es así, ¿qué tiene que ver la homosexualidad con Leyre o con el arzobispado? ¿Es posible que no hable de si mismo, sino de otro? ¿Se está refiriendo a algún nuevo iluminado de la Iglesia?

8.       VERDUGO Y ASESINOS: El criminal no se siente asesino, sino verdugo. ¿Quiere decir que Urrutia y Cañarte son los verdaderos culpables? ¿Que les une? ¿Solo el escalafón jerárquico eclesial? ¿Hay algo más que se nos escapa?

9.       MADRE-SUICIDIO: Mónica Mugarra, madre del supuesto asesino, consigue reunir en un funeral a Urrutia y a Cañarte. ¿Ella es el factor que falta? No hubiéramos accedido a ese factor de no ser por la intervención del asesino Si es así, ¿por qué me llama incapaz? ¿Cómo hubiera podido yo conocer esos hechos? ¿Por qué el asesino cambia de identidad' ¿Ha matado antes? ¿Cree que alguien mató a su madre?

10.       NOVICIO EXPULSADO: Era homosexual. En el hotel de Budapest, pidió compañía masculina. ¿Por qué entonces trató de ingresar en Leyre? ¿Fue a instancias del asesino, para hacer el duplicado de las llaves? Si es asi, ¿por que le mato después? Es posible que para que no le delatara, pero entonces ¿por qué parece querer ser descubierto? ¿Buscó un homosexual o fue circunstancial? ¿Se mueve siempre en esos círculos?

11.       HOMOSEXUALES: Buscó a Gorla en los ambientes gays. Otra vez. ¿Por que allí? ¿Por que tan lejos? ¿Por qué dijo que la muerte de Gorla había sido un accidente? ¿Quiere decir que no quiso matarle? ¿Quiere decir que Gorla era diferente? Y si lo era, ¿en qué?

 

Entre los puntos débiles de la investigación, el relicario era el primero que figuraba en esa lista. Antes de abandonar el juzgado, había recibido una llamada telefónica de monseñor Tagliatelli. Tras preguntarme por mi salud y escuchar mis mentiras piadosas («todos bien, eminencia; el caso, viento en popa»), me contó que la Conferencia Episcopal pensaba sacar al día siguiente una severa nota condenando el comportamiento tanto del administrador apostólico como del malogrado arzobispo de Pamplona. Al parecer, las acciones de ambos habían encendido las iras de las autoridades navarras, de los amantes del arte sacro y de los fieles en general. Las colectas de las iglesias del Reino de Navarra habían caído un 42 %. Naturalmente, la culpa del desaguisado debía ser achacada únicamente a esos dos individuos, uno tocado por el vicio del juego y el otro, por el de la imprudencia; sin embargo, eso resultaba difícil de explicar a la feligresía, mucho más a la navarra.

De hecho, a mí me importaba un bledo que la famosa pieza fuera auténtica o una simple reproducción. Estoy segura de que, si me las enseñaban juntas, no lograría diferencia una de otra. Lo único que a mí me interesaba de ese punto era si, de alguna manera, esa joya tenía una importancia vital para entender los hechos. Desgraciadamente, si la tenía, yo la había pasado por alto. Quiza la cuestión fundamental estribara en saber si relicario y crímenes estaban relacionados de manera circunstancial —esa prenda de rescate había sido elegida por su valor artístico, con la mala suerte de haber escogido la obra falsa— o, por el contrario, el relicario era sólo una pieza de un puzle mayor.

Iturri seguía en el hospital, fuera de juego, pero, de haber estado allí, estaba segura de que habría negado la casualidad. El dinero y el relicario no estaban allí por azar. Formaban parte de la trama, ¿por qué? ¿Cuál era la relación? Veía dibujado el caso, pero la imagen no me llevaba a ningún sitio. El asesino había enviado un pergamino muy especial, eso le situaba cerca o en el gremio de los anticuarios; el relicario bien podía ser una pieza de anticuario, costaba mucho dinero. Pero ¿por qué sabía que era falso?

Tras dejar escapar un gruñido, me levanté de un salto y busque la manguera. Me mojé los brazos, la cara y la nuca, y paseé por el jardín. El calor era insufrible y mi malhumor iba en aumento. ¡Nunca conseguiría resolver aquellos enigmas! Si el criminal quería que le cogiera, ¿por qué se comportaba de manera tan extravagante? ¿Por qué no se entregaba? Volví a la manguera. El agua ya se había evaporado. Me despisté y me mojé las playeras. Eran rojas y estaba segura de que desteñirían. Me las quité; cerré de golpe la manivela y volví al expediente descalza.

La segunda de mis pistas era el nombre de la compañía que supuestamente había enviado las dos remesas de dedos amputados. «Compassion, no sacrifices». A aquellas alturas de la investigación, ya sabíamos que existía una ONG con ese nombre y que no había tenido nada que ver con el encargo. El asesino podría haber empleado un nombre real como aquél con el propósito de no levantar sospechas: se trataría de un envío más, como tantos otros. No obstante, el escogido era un nombre muy poco común, ya que la ONG irlandesa estaba aún en pañales. Si hubiera firmado el remite como Caritas o Manos Unidas, habría logrado el mismo efecto sin esforzarse. Estaba claro que, en este caso, la inclusión de esas palabras debía tener un significado para el asesino.

«Compassion, no sacrifices...» Extraña frase. Según el padre Andueza, aquélla era una locución de inspiración bíblica, aunque no exacta. Se la decía Dios al pueblo judío, quejándose de la pompa de sus formas externas y del exiguo cumplimiento del mandato del amor. Quiero compasión, no sacrificios. El asesino, que había enviado ese mensaje al arzobispo, parecía recriminarle el mismo pecado: ofrecer sacrificios rituales mientras quienes sufrían penalidades y desgracias eran ignorados.

Blas de Cañarte era tenido en la comunidad como un buen pastor, compasivo y misericordioso. No obstante, los últimos acontecimientos habían puesto de manifiesto que había dos Cañarte y no uno. El primero, todo caridad y amor preferencial por los pobres, se ocupaba con esmero de un rebaño que le seguía dócilmente. El segundo, desconocido por todos hasta su muerte, guardaba celosamente un secreto que, de haberse conocido, habría provocado la desbandada de muchas de sus ovejas. En sí misma, su actuación no incluía ninguna falta, pero muchos habrían visto en ella una clara incompatibilidad con la exigencia evangélica que el arzobispo predicaba.

¿Se refería esa frase a la herencia del arzobispo? ¿Sería ése su pecado, guardar capital e intereses mientras las obras de Dios languidecían por falta de presupuesto? Al rociar tan obscenamente el cadáver con aquellos billetes, ¿estaba el asesino llamando la atención sobre ese traspié?

Por otro lado, el homicida había exigido, como precio de rescate, el relicario del Lignum Crucis, a pesar de no ser el más valioso de los que formaban la colección diocesana. ¿Por qué? ¿Habría tenido el reclamante noticia de su falsificación? Y si así era, ¿cómo había logrado enterarse? Ni siquiera el vicario general de la diócesis sabía cosa alguna sobre ello. ¿Cómo había accedido el asesino a una información tan celosamente guardada?

Con independencia de la perspectiva que adoptase, siempre llegaba a la misma conclusión: el asesino debía tener relación directa con el anticuario que se había quedado con el relicario verdadero, como prenda del pago de la deuda de 120.000 euros. O tenía relación directa con él, o él mismo era ese anticuario. Así debió de razonar el arzobispo, me dije, si acudió en su busca con 160.000 euros y el relicario falso. Es de suponer que con esa cantidad pretendiera liquidar la deuda y recuperar la joya de la diócesis, aun a costa de perder su fortuna personal. El dedo lo había convencido de ello. Ese último gesto honraba al arzobispo, desde luego, aunque llegara demasiado tarde. La paciencia del asesino se había agotado cuando Cañarte se presentó con el rescate. Y se quedó con el verdadero relicario.

En definitiva, la vida parecía obsequiarnos con un nuevo capítulo de una serie vieja: ambiciones, dinero, venganza.

—¡No, no y no! —dije en voz alta—. ¡No puede ser así; estoy segura de que falta algo!

Los datos parecían apuntar hacia una reyerta financiera como explicación de los hechos, pero yo no lo creía así. Desde luego, podía estar equivocada. No era la primera vez que tropezaba con algo parecido y estoy segura de que no sería la última, pero había algo que no encajaba, un factor esencial: Pello Urrutia. El abad de Leyre nada tenía que ver con el dinero ni con la falsificación. Nada en absoluto; todo aquello le era ajeno; no era más que un abad anciano y desmemoriado.

Primero su dedo, luego su cadáver... Pello Urrutia bien podría haber sido el cebo para atraer a la pieza principal, el arzobispo Cañarte. No obstante, el camino seguido era demasiado tortuoso para resultar creíble. En primer lugar, el asesino había tenido que convencer al novicio Mezquíriz para que le ayudase a duplicar las llaves (si es que no le había convencido para que se instalase en Leyre como aspirante a benedictino. El maestro de novicios había dicho que carecía de cualquier atisbo de vocación). Luego, había organizado un viaje a Hungría, donde había acabado con su vida. Pero su conspiración había ido más lejos. Con aquel juego de llaves en la mano, había buscado a quien le ayudase para hacer salir al abad. Se había desplazado hasta Málaga, donde se había introducido en el ambiente gay. Había orquestado una primera maniobra con Peter Zahan. Por el motivo que fuera, aquello no había cuajado y había vuelto los ojos hacia Faustino Gorla. Tras seducirle, le había convencido de que, olvidando su ateísmo y animadversión hacia la Iglesia, pasase unos días en el monasterio navarro y robase el sagrario, aprovechando la oscuridad de la noche y la facilidad de disponer de un completo juego de llaves. Finalmente, había empleado ese robo para sacar del monasterio al abad y, ya en su poder, le había cortado un dedo para enviarlo, junto con una hostia consagrada, al arzobispo.

No, no podía ser. Era demasiado complicado. Urrutia debía de tener un papel. Además, había que tener en cuenta el intento de agresión sufrido por el nuncio. Él tampoco encajaba en aquella escena.

Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que Chocarro estaba en lo cierto: Cañarte y Urrutia eran, respectivamente, los números uno y dos de la Iglesia navarra; el nuncio podía ser considerado como el siguiente en una escala jerárquica que conducía hasta el Pontífice. El asesino ascendía por la cúpula eclesial. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensar que aquello no había terminado.

Sin embargo, aquella hipótesis tampoco estaba exenta de problemas. El primero era Gorla, aunque no era el peor. Cuando el asesino me había retenido, yo le había echado en cara sus crímenes. Al mencionar al diseñador, él había dicho que Gorla no había sido más que un accidente. En aquellos momentos, aún era incapaz de interpretar en sus justos términos esa frase, pero el empleo de la palabra «accidente» era significativo. Problema más serio era el lugar de los hechos. Según su secretario, Cañarte había insistido en que la elección de Pamplona no había sido casual. Además, el expediente acerca del suicidio de Mónica Mugarra situaba en escena tanto a Pello Urrutia como a Blas de Cañarte. Esa coincidencia no podía despreciarse. El asesino se había tomado mucho trabajo para que yo viera ese expediente.

En realidad, aún existía la posibilidad de unir ambas hipótesis. El asesino podría querer vengarse de la Iglesia, pero de la que había conocido, es decir, la navarra. Había pasado por Leyre como novicio, era familiar del arzobispo. Pero ¿cuál era el motivo de la venganza? Su madre se había suicidado y eso le había afectado hondamente. Era muy probable que si lograba entender el motivo del suicidio hubiera encontrado el de la venganza. No obstante, el informe sobre lo ocurrido aquella noche de nieve y frío no decía nada. Y yo seguía como al principio; lejos de la verdad, lejos de poder poner fin a ese reguero de sangre.

Al pensar en ello, instintivamente me llevé la mano a la cabeza; exactamente a la zona rasurada. Seguro que estaba horrible, vista por detrás. Quizá para Navidad el desaguisado no se notara, pero, desde luego, en las cercanas vacaciones de verano debería ponerme crema protectora. No, mejor me compraría una amplia pamela que tapara las secuelas del sumario. Pero antes, debía cerrarlo.

Me levanté y fui a por más café. La temperatura había caído algún grado, pero seguía haciendo mucho calor. Puse más hielo en el vaso.

Volví a sentarme y a enfrentarme con la relación de los puntos negros de la investigación. Había reflexionado sobre la mayoría de ellos, pero aún quedaban flecos: los números primos, la condición de homosexuales de dos de los cadáveres (y probablemente del mismo asesino, afectado de sida) y la frase en arameo: «¿Por qué me has desamparado?».

Creo que fue la última frase que leí. Ni siquiera la cafeína helada fue capaz de deshacer el sopor. Invadida por un profundo cansancio, me quedé dormida. Cuando desperté, miré el reloj. Había pasado una hora larga; la temperatura había mejorado, pero no la lista que seguía amenazándome desde aquel papel en mis rodillas. Volví a repasarla. Quizás el descanso me devolvió la perdida desenvoltura mental; puede que al despertar viera aquellos puntos con una nueva luz. Es posible que las letras se colocaran de otra manera para que yo leyese el secreto que ocultaban, pero al volver la vista hacia aquel folio, percibí de inmediato la conexión:

—¡Claro, debe de ser eso! —exclamé.

Me levanté de un salto y corrí en busca del teléfono. Marqué el móvil de Lucas Andueza, pero no contestó. Insistí, obteniendo la misma respuesta: un buzón de voz. Necesitaba urgentemente hablar con alguien que conociera la doctrina de la Iglesia católica. Marqué el número de Leyre. Tampoco recibí contestación: supuse que estarían en oración en esos momentos porque el hermano portero no descolgaba. Rebusqué en el mueble de la entrada, intentando encontrar la tarjeta de Tagliatelli. Me había dicho que le llamara si necesitaba algo; en aquel momento, precisaba de sus conocimientos. Marqué el número de su móvil, rezando para que el nuncio me contestara. Lo hizo enseguida.

—¿Sí?

—Desearía hablar con monseñor Tagliatelli.

—Ya lo está haciendo, ¿quién es?

—Buenas tardes, eminencia. Soy la juez MacHor.

—¡Señoría, qué alegría oír su voz! ¿Tiene buenas noticias para mí? Llevo toda la tarde condenando y desmintiendo. Creo que terminaré odiando ese relicario.

—No se preocupe, le llamo por otro asunto. En realidad, eminencia, necesito que me explique algo... Algo que tiene que ver con la doctrina de la Iglesia católica.

—¡Querida señora, yo ya no soy un teólogo, sino solamente un político! Sin embargo, le prometo que si no soy capaz de responderle, me aseguraré de que lo haga un experto. ¿Qué es lo que desea saber?

—Me interesaría saber, con cierto tecnicismo, qué opina la Iglesia sobre la homosexualidad.

Un incómodo silencio se interpuso entre ambos teléfonos. Supongo que, durante el tiempo que duró, el nuncio realizaría todo tipo de cábalas.

—¿Sigue ahí, eminencia?

—Aquí sigo, sí. Perdóneme, es que me ha sorprendido su pregunta. Espero que no tenga que ver con nuestro... caso.

—Me temo que podría... —respondí cautelosa.

Al instante, la voz del nuncio cambió; se volvió seria, densa, preocupada.

—En ese caso, señoría, iré a verla a su casa a la mayor brevedad. Estoy en Bilbao. Tengo unas gestiones ineludibles, pero en unas tres horas puedo estar allí.

Habría sido una buena opción, desde luego; sin embargo, al mirar la hora y recordar su afición a la conversación nocturna y al coñac de calidad, rechacé de plano su ofrecimiento.

—No se moleste, eminencia, todavía el tema está en pañales. Prometo informarle, puntualmente y sin falta, de las novedades. Por el momento, sólo necesito conocer la doctrina general.

En voz queda, el clérigo me reprochó mi falta de prudencia.

—Usted ya debe saber, señoría, que el teléfono sólo es un medio seguro si se trata de transmitir mensajes intrascendentes...

—Claro, tiene usted razón... Estoy pensando que, quizás, usted pudiera prepararme un pequeño esquema sobre esa parte de la doctrina y enviarlo por fax, o por mensajero al juzgado. No, al juzgado no; allí puede perderse. Será mejor que lo envíe a mi domicilio. Yo lo estudiaré; si tengo alguna duda, puedo volver a llamarle. Le ruego que lo haga con la máxima celeridad. Necesito entender su posición cuanto antes.

—De acuerdo. Le prepararé un dossier y se lo hago llegar por mensajería.

—Eminencia, yo tampoco soy teóloga. ¿Sería usted tan amable de escribirlo de manera que pueda comprenderlo, sin renunciar a la precisión?

—¡Sí, por supuesto! Al fin y al cabo, no estamos hablando del Espíritu Santo, ¿no?

—Sí, es cierto; es más fácil... al menos de explicar.

Volvió a tomarse unos segundos. Mientras él reflexionaba, yo aproveché para mojar los labios en el café helado. Las perspectivas parecían ser más halagüeñas.

—¿Es grave? —me interrogó.

—Cualquier asesinato es grave, eminencia. Pero si se refiere al dossier solicitado, me temo que pueda serlo, aunque de momento no es más que una hipótesis.

—¿Me avisará antes de hacer públicas sus conclusiones?

—Se lo prometo.

—Le estaré eternamente agradecido. Salude de mi parte a su atento marido.

—Lo haré —dije, aunque él ya había colgado.

Subí a mi habitación dispuesta a darme una ducha, cuando oí que la puerta de casa se abría.

—¡Mamá, ya estamos de vacaciones! ¡Se acabó por fin el colegio!

—¡Chicos, qué sorpresa!

—¿Sorpresa? ¡Siempre venimos a la misma hora! —contestaron al unísono.

—Sí, es cierto —dije tratando de volver a toda prisa al escenario de mi vida ordinaria—. ¡Qué cargados venís! ¡Ni se os ocurra dejar eso en la entrada; cada uno que coja su mochila y sus bolsas y las lleve a su habitación! Mañana guardaremos los libros.

—¿Qué tal está Pablo? —preguntó María.

—¡Pablo! —exclamé.

Me había olvidado de él por completo. Salí corriendo en dirección a su habitación.

—¡Mamá, te he estado llamando a grito pelado: tenía que hacer pis! ¿Dónde estabas? ¡Se supone que te has quedado en casa para cuidarme!

Obvié la respuesta y la disculpa. Cuando me concentro en algo, suelo evadirme del mundo.

—¿Todavía tienes ganas?

—No, conseguí levantarme y arrastrarme hasta el baño.

—¡Este es mi chico! —respondí acariciándole la mejilla. Él arrugó el gesto, pero no dijo nada—. Han llegado tus hermanos.

—¿Y papá?

—Todavía no, pero no tardará.

—¡Qué bien! ¿Puedes ayudarme a vestir?

—¿Vestirte? ¿Para qué quieres vestirte a estas horas?

—¡Mamá, cada día estás peor! ¿Es que no te acuerdas?

Le miré extrañada.

—¿De qué debería acordarme?

—¡Es la noche de San Juan! ¿Es que no vamos a ir a las hogueras, como todos los años?

—¡San Juan! Lo había olvidado por completo.

—Vas a tener que pedirle a papá que te dé algún medicamento. Cada día estás peor.

—No me hacen falta vitaminas, eso se arregla con el nombre de un asesino —musité entre dientes cuando salía.