Capítulo 8

Consolar no forma parte de mi labor como juez. Los magistrados escuchamos, preguntamos, instruimos y decidimos, pero, gracias a Dios, no ofrecemos el hombro a las partes. Sabemos que muchas de nuestras decisiones afectarán notablemente a la vida de los que nos escuchan, pero evitamos ver penas y alegrías, porque siempre vienen encarnadas en gentes con rostro e historia. Los jueces no somos psicólogos, no calibramos beneficios y pérdidas, dolores y alegrías; sólo resolvemos conflictos, midiendo con la vara de la ley y pesando con la balanza de la justicia. Sólo así, fría y objetivamente, con los sentimientos a buen recaudo, somos capaces de permanecer impasibles ante los resultados que nuestros pronunciamientos provocan en la gente. Sólo así, cumplimos la ley cuando ella manda liberar a un sujeto que sabemos, fehacientemente, culpable; sólo de esta manera cargamos con la pena al sujeto que tildamos de débil y necesitado de auxilio.

No, lo mío no es consolar a los testigos; sin embargo, aquel día, tras informar al superior benedictino de la violenta muerte de su abad, hice una excepción y me empleé a fondo. Vi el lamentable estado en que se sumió el rector del monasterio de Leyre y me dejé llevar por la compasión. Parecía un alma en pena. Se encogió sobre sí mismo y, con ambos brazos cruzados sobre el abdomen, gemía y se debatía; su temblor se acentuaba con cada detalle que le suministrábamos.

Alguien que desconociera los hechos, pensaría que el padre Ignacio estaba afectado por un cólico agudo, acaso por un profundo malestar de estómago, pero estaría equivocado; lo que realmente le dolía al padre Ignacio era el alma. Para quien, como yo, le habíamos visto moverse en toda su soberbia, aquella imagen resultaba impactante.

Al igual que el hermano Chocarro y el maestro de novicios, que lloraba contenidamente, el rector sufría el zarpazo del vacío en su estado más puro. La pérdida de un ser querido horada el alma de punta a punta; pero cuando la desaparición es inesperada, el hueco surge violentamente y derrama un dolor incisivo, inmune al consuelo.

Sólo un milagro permitiría que el monasterio escuchara, siquiera una última vez, la suave voz de su abad entonando la bendición de la mañana. Los monjes nunca más le verían, ni le oirían, ni sentirían su presencia. Nunca, jamás. El padre Ignacio debía asimilar de inmediato que no había freno ni marcha atrás, que ya nunca podría decir lo que quedó en el tintero para mejor ocasión: pedir perdón, agradecer, sonreír... Por lo que vi, el rector no estaba preparado para aceptarlo.

No obstante, si me decidí a ofrecer al rector palabras de consuelo, no fue por ese motivo, sino por otro más profundo: al abrumado padre Ignacio parecían arderle las entrañas por la culpa y el remordimiento. Decía Nietzche que el remordimiento es como «la mordedura de un perro en una piedra: una tontería».

Tenía razón, el remordimiento es un sentimiento estúpido, tan estúpido como el amor, tan irracional como los celos y, como ellos, humano. Si sentimos dolor por el daño que involuntariamente infligimos, ¿cómo no sentirlo cuando sabemos que parte de la culpa debe atribuírsenos? Ese y no otro era el dolor que anegaba el alma del padre Ignacio. Lo decía su cara; lo contaban sus finos labios, retorcidos en un rictus extraño, lo narraban sus ojos humedecidos, reflejando chispas que, a todas luces, eran de desesperación.

Temí que aquella congoja hiciera estallar una tormenta imparable. Aquel hombre era un fraile que tenía por profesión la esperanza, pero, mientras repetía una y otra vez su retahila, mientras se recriminaba, pensé en cerrar bien las ventanas de la biblioteca, no se le ocurriera lanzarse por alguna de ellas.

Mis palabras de aliento y mis apelaciones a los imponderables de la vida no surtieron efecto, sólo Chocarro, recitando textos bíblicos (desconozco cuáles, aunque alguno me resultó familiar), logró que el rector se calmara y retornara poco a poco a la sensatez. Ni Iturri ni yo conseguimos sacar de él nada en claro, tampoco del padre Francisco, preso de otro ataque de silencio espectral. El maestro de novicios continuó con su llanto callado, sin saber qué decir o sin querer decir nada.

Al final, optamos por seguir la sugerencia del sacristán y los dejamos a ambos en la biblioteca.

—¿Por qué no vienen conmigo y les muestro el patio interior? Es un sitio precioso. Quizá yo pueda ir solucionando algunas de sus dudas. Así les damos tiempo para recuperarse...

Bajo un cielo de azabache, dando vueltas y más vueltas por el pacífico cuadrado de piedra, Chocarro nos confirmó que el abad padecía asma y que, siguiendo las indicaciones del médico, tomaba algunos fármacos. De vez en cuando, sufría alguna crisis, sobre todo en primavera, pero, según nos explicó, habitualmente no tenía problemas con la enfermedad. Los monjes de San Salvador de Leyre no tenían gatos; había alguno salvaje que pululaba por los alrededores de la abadía, pero se abstenían de alimentarlos porque, cuando se colaban en la huerta, solían hacer bastantes destrozos y, además, en situaciones de abundancia, procreaban sin cesar: no podían permitirse alimentar a una manada creciente de felinos.

Dábamos nuestra enésima vuelta cuando el temporal dejó caer su furia sobre la tierra. Corrimos a guarecernos en el interior del claustro, aunque no fuimos lo bastante rápidos, o al menos yo, que me mojé completamente. Lo recuerdo bien, no sólo porque hube de volver al día siguiente a la peluquería, sino porque se me destiñeron los zapatos y tardé horas en conseguir que mis pies volvieran a adquirir su color habitual.

De todos modos, el frescor de aquella cortina de agua tuvo efectos balsámicos sobre todos nosotros. Pareció como si mientras mojaba la tierra, enjugara también las lágrimas del alma. No habían transcurrido más de unos minutos del comienzo del diluvio, cuando el rector vino a nuestro encuentro: estaba mucho más tranquilo, aunque una extraña sombra había amortajado sus ojos hasta hacerles perder por completo el brillo.

—Señoría, inspector, por favor, imploro sus disculpas. Mi anterior comportamiento no tiene justificación. Y aunque sé que no me exculpa, sólo les diré que la noticia ha sido tan dolorosa como inesperada... Si les parece, podemos volver a la biblioteca. Allí nos servirán café y pastas. Mi deseo más ferviente es ayudarles en todo lo que pueda. El pensamiento de nuestro querido abad y del ordinario de la diócesis en esas circunstancias me hace desfallecer. ¡Hemos de detener a ese loco cuanto antes!

—Se lo agradecemos mucho, rector. Todos buscamos el mismo fin; su cooperación nos será muy valiosa —musité, sin hacer ninguna referencia al pasado, pero aliviada de su cambio de actitud.

—Vayamos entonces; allí nos espera el padre Francisco. ¿Nos acompaña, hermano? —dijo, dirigiéndose a Chocarro.

—Como usted ordene, padre Ignacio.

La voz de Chocarro no sonó altiva, ni siquiera conmiserativa; pareció que su memoria hubiera borrado cualquier ofensa pasada, que no conservase el menor recuerdo. El rector agradeció su gesto con una franca sonrisa.

Sentados alrededor de la magnífica mesa de la biblioteca, acompañados por miles de años de historia y de saber, los tres monjes y nosotros dos tratábamos de poner en claro el galimatías. Sólo yo había probado las pastas y aceptado el café. Los demás, se conformaron con agua fría. Las ventanas estaban ligeramente abiertas. Un gancho lateral impedía que se golpearan por la fuerza de la tormenta. Entraba un frescor benéfico, especialmente agradable tras el bochorno de las primeras horas.

—Padre Ignacio, le agradecería que nos describiera cómo era su abad. Cualquier dato que usted estime que pueda estar relacionado con su desaparición, será de utilidad.

—Pues no sabría por dónde empezar, señoría. Pello Urrutia era un hombre muy bueno, santo, diría yo. Antaño fue un abad severo, aunque justo —puntualizó—; sin embargo, con el paso del tiempo, se fue ablandando. De hecho, últimamente podría decirse que resultaba demasiado benevolente para las obligaciones de su cargo. Amaba mucho a Nuestro Señor; veía en la santa regla la expresión de su voluntad, y cada día le costaba más aplicar la instrucción... Tendía siempre a justificar al infractor. El padre Francisco y yo mismo nos veíamos obligados, en ocasiones, a recordarle la necesidad de disciplina... No sé qué más decir, señoría: era un hombre virtuoso y ejemplar, amantísimo servidor de la comunidad y de Nuestro Señor sacramentado...

—No obstante, rector, el padre Francisco y usted no tuvieron demasiadas dudas al asignarle la sustracción. Según su declaración, cuando desapareció el Santísimo, ambos creyeron que el abad era el autor del robo sacrilego —le increpé.

—Tal como usted lo describe suena terrible, señoría, pero no lo es. Nosotros no pensamos nunca en un robo blasfemo...

—Quizá lo haya entendido mal, padre, le ruego que me aclare este punto: ¿no es cierto que ustedes creyeron que su abad se había llevado el copón de oro guardado en el sagrario del templo, que contenía hostias consagradas?

—Es cierto, pensamos, erróneamente por lo visto, que se las había llevado él, pero en ningún momento supusimos que tuviera un motivo blasfemo o profanador para hacerlo.

—Entonces, ¿cuál era su motivo? ¿Qué incita a un clérigo a llevarse una colección de sagradas formas?

—A veces, un exceso de celo...

—Eso sí que no lo entiendo, rector. De hecho, hace tiempo que me he perdido en esa maraña de enunciados que usted teje. No tenemos tiempo que perder. Le ruego que se explique simple y llanamente. Como ha podido comprobar, no son momentos para silogismos ni políticas de salón.

—Disculpe, señoría, no era ésa mi intención. Lo que ocurre es que no es fácil de explicar o, más bien, es difícil de entender, ya que, ahora lo veo claro, nos equivocamos de medio a medio. A ver si soy capaz de exponerlo con claridad. Con la edad, nuestro querido abad había ido cogiendo ciertas manías con relación al Santísimo. Desde hace años, padecía insomnio. Casi no dormía, con un par de horas de sueño tenía suficiente. En cuanto se despertaba, se marchaba a la capilla del Santísimo. Se pasaba las noches en vela ante el sagrario.

—Bueno —juzgué—, no es algo tan raro: ésa era su profesión, si se me permite hablar así.

—¡Por supuesto que era su profesión, como la de todos nosotros! Pero nosotros, dormimos. No me entienda mal, señoría, lo que quiero decir es que comenzaba a írsele la cabeza: no recordaba cosas que él mismo había ordenado, olvidaba las obligaciones contraídas, perdía incluso la memoria en lo relativo a nombres y rostros. Nada demasiado alarmante, pero sí anticipatorio de un proceso que se iniciaba. El padre Francisco y yo pensamos que se trataba de eso: su rutina habitual se iba convirtiendo en obsesión, en un exceso de celo.

—Ahora lo entiendo, rector, gracias por su aclaración. El abad perdía la memoria de vez en cuando y sus lapsos se concentraban en aquellas cosas que más quería, es decir, en las que centraban las rutinas de su vida.

—Sí, eso es exactamente lo que pasaba. De modo que, al desaparecer el Santísimo y el abad, pensamos que estarían juntos, y que nuestro superior habría perdido momentáneamente la noción del tiempo y del espacio. Imaginamos que, en un periodo corto, ambos volverían al monasterio, sanos y salvos. ¿Comprende ahora nuestra posición? ¿Para qué alarmar a la policía o a la casa central con algo que se resolvería pronto y por sí mismo? Ahora veo que el padre Francisco y yo nos equivocábamos, pero entonces, sin contar con los datos que obran ahora en nuestro poder, estimamos que el coste de ponerlo en conocimiento de las autoridades civiles o eclesiásticas era demasiado alto. No en vano, el Santísimo estaba implicado. Pocas personas entenderían que eso hubiera ocurrido.

—¿Y no es posible que los hechos ocurrieran como dice el padre rector y que, una vez fuera del monasterio, alguien atacara a nuestro abad y robara el sagrario que circunstancialmente estaba en su poder? —tanteó el maestro de novicios.

Para sorpresa de todos, tras permanecer durante horas en un completo mutismo, se sumó a la conversación e intervino en varias ocasiones.

—No es muy probable, me temo. Parece haber mucha organización en este caso, para explicar lo acontecido por el azar, padre —contestó Iturri—. En mi opinión, esto lleva tiempo planeándose. Una nota en latín escrita en un pergamino antiquísimo, cuyo contenido original ha sido borrado con sumo cuidado; el envase empleado, en forma de ataúd, parece artesano, tosco, fabricado ex profeso para la ocasión, según indican los expertos. Si el asesino no es uno de ustedes, pero iba enfundado en un hábito benedictino, ha debido de hacerse con él. En fin, no parece casual.

—Sí, tiene usted razón, inspector, lo siento —se excusó el maestro de novicios.

—No debe sentirlo, hay que probar muchas hipótesis para dar con la acertada.

Por un momento, todos nos quedamos callados. Iturri parecía sumido en hondas reflexiones; supongo que los monjes rezaban en silencio. Yo simplemente estaba cansada; quería irme a casa y volver a hacer lo que sabía: instruir pequeños allanamientos de morada y robos de poca monta. Por mucho que Iturri halagara mis dotes indagatorias, la investigación policial no se encontraba entre mis costumbres. Lo mío era procesar a todo correr la información que me ofrecían, sesgada la mayor parte de las veces, y contrastarla con la ley. Pero en este caso, era yo quien había de buscar la información y no disponía de ningún patrón que me permitiera juzgar su veracidad o importancia.

Iturri rompió el silencio y comenzó a considerar en voz alta las distintas ramificaciones del caso. Todos le escuchamos, a pesar de cierto agotamiento colectivo.

—Muy bien, veamos todas las opciones posibles. Supongamos, en primer lugar, que, en efecto, según sus intuiciones, fue el abad quien, enajenado, se llevó el sagrario. Si, como parece, esto estaba planificado desde hace tiempo, ¿cómo es posible que su asesino supiera que precisamente ese día iba a sufrir una extraña crisis que le llevaría a emprender tan peculiares acciones? En principio, la hipótesis resulta muy poco plausible. Sin embargo, es posible que el abad se llevara el Santísimo, pero con otro fin. Rector, ¿el abad se había mostrado últimamente nervioso, temeroso, inquieto? —inquirió Iturri.

—No; como siempre, se le veía sonriente y pacífico. Angelical. ¿Qué es lo que sugiere, inspector? No logro adivinarlo.

—¿Cree que es posible que alguien le amenazara de algún modo, que le atemorizara con hacerle daño a él o a cualquier otro hermano, y que el Santísimo fuera el objeto del chantaje?

—No, es imposible —su voz se apagó unos instantes. Luego, manifestó—: Ante un caso como el que plantea, es posible que yo, en mi torpeza y orgullo, hubiera considerado esa posibilidad. Pero nuestro abad no lo habría hecho nunca; jamás habría entregado al Santísimo. A veces, confundo el medio con el fin y trato de proteger al monasterio por encima de su Señor, como acabo de hacerlo. Sin embargo, basándome en los años que llevo bajo su amparo, puedo decir que nuestro abad habría actuado de forma muy distinta a la mía. De forma correcta. Creo que el hermano Chocarro podrá corroborar mis palabras, ambos se apreciaban mucho.

—¿Es así, hermano? —pregunté yo, entrando en la conversación.

—Sí —respondió.

Todos esperamos callados unos momentos, pensando que Chocarro continuaría la frase, pero no ofreció más detalles.

—De acuerdo, les creo; no fue él —aceptó Iturri—. ¿Quién lo hizo entonces y cómo?

Nadie le respondió.

—Muy bien, ¿qué es lo que sabemos? Sólo que usted, y nada más que usted, reparó en algo extraño. Hermano Chocarro, ¿es cierto que aquella mañana creyó notar indicios de que había alguien en el templo?

—Así es —contestó humildemente, mirándome de reojo—, sólo yo lo percibí, pero creo que había alguien allí, o ese alguien acababa de marcharse.

—¿Es posible que, debido al miedo y al natural nerviosismo por la profanación, su imaginación le jugara una mala pasada? —cuestionó Iturri.

Chocarro asintió dos veces con la cabeza.

—¿Es eso lo que usted cree, que todo fue fruto de su imaginación? —incidí yo, sabiendo que él no se expresaría libremente, salvo que se lo preguntara.

—No, señoría, no es eso lo que creo, aunque admito que lo que apunta el inspector Iturri es posible.

—Entonces, hermano Chocarro, ¿cómo es posible que sólo usted percibiera esa presencia, ese... olor? —insistió Iturri, para quien, al parecer, Chocarro era un testigo poco fiable.

Un soñador con demasiado tiempo para pensar.

—Lo del olor, tiene su explicación, inspector. Mi olfato ha sido siempre excelente. Es cierto, sin embargo, que aquellos aromas podrían estar allí por alguna otra razón... aunque yo no lo creo.

La última parte de su frase sonó algo más suave, pero no menos verídica. Iturri no tardó en entrar al trapo.

—¿Por qué no lo cree, hermano Chocarro?

—Lo había olido antes... En el monasterio, quiero decir. Llevo horas tratando de recordar. Creo haberlo percibido uno de los pasados días, en el refectorio.

—¡Sí, tiene razón! —exclamó el padre Francisco, despertando de su habitual letargo—. Yo también me acuerdo de eso; uno de los visitantes usaba un perfume muy fuerte.

—¿Un visitante, se refiere a algún cliente del hotel? —le preguntó Iturri.

—No, no me refiero a un cliente. Disponemos de un hotel hospedería con treinta habitaciones y restaurante. Pero entre la clausura y los clientes del hotel, no hay ningún contacto. Son dos lugares completamente independientes. Sin embargo, hay algunas personas que buscando paz, silencio u oración, solicitan pasar unos días con nosotros en el interior de la clausura del monasterio. Disponemos de algunas celdas para ese fin. Esas personas (sólo admitimos hombres) conviven con los hermanos, compartiendo techo y comida. Si lo desean, acuden con nosotros a los oficios divinos; si prefieren, permanecen en sus celdas o pasean por el claustro, la huerta o el bosque.

—¿Ha vuelto a oler ese perfume, hermano Chocarro?

—No desde aquel día, inspector.

—Muy bien —dijo Iturri y se levantó. Su esbelta figura se materializó en medio de la biblioteca con la fuerza de un ciclón. Su mirada penetrante se centró en el rector, sabiendo que éste sería receptivo—. Padre Ignacio, necesito a la mayor brevedad una lista de todas las personas que han pernoctado en la hospedería interna del monasterio en la última semana. Mejor en las dos últimas semanas. ¿Qué datos se les demanda al llegar?

—Solemos pedirles el documento de identidad, pues nos lo exige la policía: anotamos el número, el nombre completo y la dirección.

—¡Perfecto!

En pie, ante todos, ordenando más que pidiendo, alzando su voz de mando sobre nosotros, Iturri estaba en su salsa. Yo permanecí callada. Aunque Juan había asumido todas las funciones, el caso era de mi competencia y el inspector estaba a mi servicio. No me importó demasiado que hubiera traspasado la línea, pero mentiría si negara que estaba un poco enfadada. Pensé que no me habría hecho falta su retahila de conocimientos para pedir aquella lista: yo era inexperta, pero no tonta. Si Iturri se dio cuenta de mi malestar, no lo manifestó. Lo dejé correr.

—Hermano Chocarro, antes de que se vaya, me gustaría repasar con usted los pasos que dio en el templo el día de autos. Según me contó ayer, encendió todos los focos y revisó todos los recovecos de la nave central y de las laterales.

—Así es, en efecto.

—Mi pregunta es: ¿el asesino o el ladrón, si no es la misma persona, pudo esconderse con tanta luz en una iglesia tan abierta?

—No es fácil, pero es posible. Hay capillas laterales que están dotadas de su propio sistema de iluminación y, por tanto, que permanecen habitualmente en penumbra. Además, el templo es grande. Pero si le soy sincero, creo que fue al revisar la cripta cuando él salió. Estaría escondido en una capilla, y cuando me vio descender, aprovechó para marcharse...

—Con el copón y las hostias...

—Sí, eso es lo que creo.

—Otra cosa, hermano, por lo que he visto el sagrario tiene cerradura, y no ha sido forzada. ¿Cómo lo abrieron?

—Una ganzúa, una horquilla corriente, de esas que emplean las mujeres para sujetarse el pelo, sería suficiente; la cerradura no sirve de mucho, se trata de una simple medida disuasoria.

—De acuerdo, el asesino o el ladrón se llevó el contenido del sagrario y salió corriendo por la sacristía. ¿Y luego?

—Si estaba hospedado en el monasterio, podría haberse escondido en su celda. Sería el sitio más seguro.

—Claro —concluí, pensativa. Iturri me miraba sonriendo. Había vuelto a sentarse—. Y ¿por qué, hermano Chocarro? ¿Usted realmente lo entiende?

—¿A qué se refiere, señoría?

—¿Por qué se tomaron tantas molestias para robar una hostia? Si únicamente necesitaban una para enviársela al arzobispo, ¿por qué hacerlo tan complicado? ¡Hay métodos más sencillos y mucho más seguros!

—Yo tampoco lo entiendo —alegó el rector.

El maestro de novicios asintió con la cabeza. Todos callamos hasta que la voz de Chocarro nos sacó del ensimismamiento.

—Yo creo saberlo..., aunque puede ser una tontería —su tono se elevó potente, para interrumpirse de inmediato.

—No creo que sea una tontería, pero, en todo caso, me gustaría oírla —dije.

—Pienso, señoría, que todo esto pudo haber tenido su causa en el abad...

—¿En nuestro abad? —replicó el rector.

Le miré con dureza. Su obstinación me exasperaba.

—Siga, por favor.

—Quizá me equivoque, padre Ignacio, pero pienso que el sagrario era el cebo perfecto para cazar al padre Urrutia.

—¿Cazar? —tanteó el maestro de novicios.

—Padre Francisco, ¿cómo si no lograrían sacar del monasterio a nuestro abad? Usted sabe bien que al abad Urrutia le disgustaba abandonar la clausura. Evitaba incluso ir a Solesmes.

—¿Quiere decir que robaron el sagrario para que él saliera en su busca? —pregunté, sorprendida.

—Eso es lo que creo, señoría.

El rostro del sacristán se tiñó de grana. Su silla estaba alejada de la mesa y tenía las manos sobre el regazo, ocultas por la capa marrón. Parecía avergonzado. No obstante, y a pesar de su rubor, tuve la sensación de que estaba satisfecho por haber intervenido.

Circunspecto, el rector tomó la palabra para preguntarle con tono cauteloso:

—Hermano, lo que acaba de decir, ¿lo cree o lo ha soñado?

—Ambas cosas, padre Ignacio; racionalmente creo que es la opción más acertada y, además, lo he soñado.

—Detalle sus bellos sueños, hermano —contestó Iturri, soltando una carcajada.

No había habido ningún rasgo burlón en la voz del rector cuando formuló su pregunta, pero el sarcasmo sí estuvo presente en la de Iturri. Yo no había omitido contarle los dones con que el destino había adornado al sacristán del monasterio, pero Iturri se mofó de él igualmente. No se me pasó por alto el enfado del rector ante esa actitud, pero estimé que se quedaría en el gesto. Me equivocaba: en ese preciso instante, los felinos ojos del rector volvieron a encenderse y, con irritación en la mirada y desafío en la voz, se volvió hacia Juan:

—Se equivoca usted, inspector. Me extraña, además, que, con la experiencia que posee, dude y desprecie algo simplemente porque lo desconoce. Ha de saber que el don de profecía es otorgado por el Espíritu Santo a quien le place y como le place. Le aseguro que el hermano Chocarro lo tiene... Lo único que siento es no haberle hecho caso antes. Si él asegura que fue así, tenga por seguro que ocurrió como dice —concluyó, retándole a hacer algún comentario.

Tras un largo silencio, durante el cual el sacristán extendió su rubor a todo el cuerpo, Iturri respondió.

—Muy bien, supongamos que sustrajeran las hostias para obligar al abad a salir en su busca, pero ¿cómo hacérselo saber, cómo hacerle partícipe de la sustracción y de los requerimientos? —Sin dejarnos intervenir, él mismo ofreció la respuesta—. Pudo dejarse una explicación en el interior del propio sagrario... ¡Claro, cuando Chocarro llegó estaba abierto! No obstante, surge otra duda mayor: ¿cómo asegurar que el abad y no el hermano Chocarro, por poner un ejemplo, encontraría esa nota? Aunque, claro, si era tan devoto y pasaba tantas horas en el templo, era lo más probable...

Juan se incorporó y paseó por la biblioteca con los brazos cruzados. Se paró ante una ventana. Yo sonreí con satisfacción. Conocía su proceso mental; en aquel momento su cerebro procesaba a toda prisa la nueva información otorgando probabilidades a los hechos. Finalmente, se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a su asiento:

—De acuerdo, dibujemos el escenario; antes de nada, debo decir que esta hipótesis rechaza de pleno a las mujeres; aunque se hubieran presentado disfrazadas y tuvieran cuerpo con formas masculinas, en una comunidad de hombres resulta muy difícil disimular un pecho abultado o unas caderas generosas. De acuerdo, decía que una persona, un hombre, solicita pasar unos días en la clausura; se le admite y se le asigna una celda. Cuando todos descansan (incluido el abad, que, según ustedes cuentan, duerme sólo un par de horas), ese hombre va al templo, consigue abrirse paso hasta la capilla del Santísimo (luego hablaremos de cómo), profana el tabernáculo, roba su contenido y retorna luego a la celda, no sin antes dejar una nota y apagar la lamparilla. El abad se despierta y, como tiene costumbre, acude al templo a medianoche: encuentra el sagrario vacío, lee la nota y sale del monasterio a toda prisa; coge el coche y va allí donde le han indicado, lo secuestran y, posteriormente, asesinan. Sí, hubo de ocurrir más o menos así.

—Inspector, lo que usted afirma da por supuesto que trata de un asesino que conoce las costumbres del abad, lo que vuelve irremediablemente la culpabilidad hacia este monasterio.

—Sí, rector, me temo que en eso tiene razón. El asesino debía conocer las costumbres del superior del monasterio para fijar su estrategia... y, además, debía disponer de llaves. Sostenía el hermano Chocarro que en una abadía como ésta, las cerraduras son viejas y fáciles de abrir; con una ganzúa, un cuchillo o incluso una horquilla de moño. Estoy de acuerdo, pero, aun así, si hubieran sido forzadas, los chicos del laboratorio deberían haber encontrado algún indicio; pero ellos afirman que las cerraduras no parecen haber sido forzadas.

—¿Uno de nosotros, inspector? ¿No creerá que uno de los monjes abrió las puertas y facilitó el robo? ¡Dios mío! ¿Cómo se puede sugerir algo así?

—¿Todos ustedes disponen de llave de la sacristía? Dicho de otra manera, ¿tienen libre acceso al templo? —pregunté evitando responder cuestiones que no llevaban a ningún sitio.

—No, únicamente yo, el maestro Francisco y el hermano sacristán, amén del padre abad, que en paz descanse, disponíamos de llave de la sacristía. No obstante, en el refectorio, junto al panel de avisos, hay un juego completo de llaves: contiene copia de todas las del monasterio. Así pues, cualquiera pudo haberlo cogido, pero, en nuestra descarga, he de decir que todos los hermanos llevan bastante tiempo en el monasterio: creo que el que menos andará por los cinco años de permanencia. Sinceramente, no veo a ninguno de ellos haciendo las cosas que usted sugiere.

—Y los novicios, ¿qué puede decirme de los novicios, tienen ellos acceso al mismo juego de llaves? —interrumpió Iturri.

El padre Ignacio miró pensativo al maestro de los neófitos, que acató con una leve inclinación de cabeza:

—Sí, supongo que ellos también podrían haberlas cogido...

—¿Con cuántos novicios cuenta el monasterio en estos momentos? —pregunté.

—Las cosas no son lo que eran, señoría. En la actualidad, sólo tenemos un candidato; lleva seis meses con nosotros y parece tener vocación. El mes pasado nos dejó un segundo candidato que se desanimó pronto, en poco más de tres semanas. Aunque él tardó tiempo en darse cuenta, resultaba claro, a simple vista, que no estaba llamado a una vida contemplativa.

—¡Ése es nuestro hombre! —chilló Iturri, enardecido—. ¡Él pudo hacer copia de todas las llaves y entregarlas al asesino cuando salió del monasterio!

Para mí, las cosas no estaban tan claras como para Iturri. Desde luego, había que seguir esa pista, por si nos condujera a otras.

—Lo investigaremos, por supuesto —insistí—, pero en todo caso, creo que debemos considerar seriamente la hipótesis de que la elección de su abad no fue casual. En otras palabras, los autores de estos hechos no pretendían secuestrar a un abad cualquiera, sino al abad del monasterio de Leyre. ¿Por qué? Lo desconocemos, pero si conseguimos penetrar en ese misterio, daremos con las raíces del caso. Por otro lado, el secretario Andueza relató en su declaración que el arzobispo de Pamplona tuvo esa misma impresión: monseñor Cañarte creyó en todo momento que este dilema no se relacionaba con el ordinario de la diócesis o con la Iglesia, sino con él personalmente. Pensó que, por algún motivo que desconocía, se encontraba en el punto de mira de algún complot. Desgraciadamente acertó. En vista de esa coincidencia, mi pregunta, rector, es: ¿qué podía unir al ordinario de la diócesis de Pamplona y al abad del monasterio de Leyre?

—Verá, señoría, nuestra abadía, como muchas otras, yo diría que, como la gran mayoría de las comunidades de vida consagrada, es independiente del ordinario de la diócesis. Se mantiene la cortesía habitual y las celebraciones conjuntas en momentos específicos. Tenemos relaciones más estrechas cuando hay ordenaciones o consagraciones, en los últimos años, ninguna. En fin, desde mi punto de vista nada especial unía a ambos fallecidos. Marchaban juntos por la senda de la Iglesia, pero por rutas paralelas.

—De acuerdo —repliqué—, nada institucional les unía, pero es posible que, en lo personal, mantuviesen algún tipo de lazos.

—Señoría, en un monasterio como el nuestro, todo el tiempo disponible está medido, tasado y asignado a alguna actividad. Nuestro horario es muy rígido y no nos permite dedicarnos a cultivar amistades particulares. Es verdad que un abad tiene cierta flexibilidad, pero el nuestro no la empleaba. Seguía estrictamente la vida cenobítica: vigilias, laudes, horas menores, estudio, oración, trabajo. Que yo sepa, nuestro abad y el arzobispo se apreciaban mutuamente, pero no se relacionaban fuera de las obligaciones ordinarias.

Volvió el silencio. Los efectos benéficos de la tormenta se habían consumido y el calor sofocante volvía a llamarnos desde las ventanas entreabiertas. Miré en torno, todos parecían cansados, iba a proponer un receso, cuando noté que Chocarro despertaba. Nuevamente, percibí el cambio en sus mejillas, que comenzaron a colorearse.

—¿Ocurre algo, hermano Chocarro? Es como si se le hubiera aparecido un ángel.

—Lo siento, señoría, estaba pensando en la elegancia de las soluciones.

—¿Perdone? —repliqué, confusa.

—La elegancia de las soluciones; verá, la ciencia matemática enseña a resolver problemas complejos. Lo más importante, por supuesto, es la resolución, pero también se consideran la elegancia y la eficiencia con que se llega a ésta. Una solución en tres pasos es siempre mejor que una en seis.

—Eso es muy interesante, hermano, pero...

Como si no me hubiera oído, Chocarro continuó.

—Para llegar a la eficiencia, hay que emplear siempre la lógica racional, no la sentimental. La racionalidad obliga a empezar por lo más probable. Para resolver una integral, lo primero que se hace es mirarla detenidamente, examinarla, no sea de resolución directa...

Creo que ninguno de los presentes seguíamos el razonamiento; sin embargo, lo que decía sonaba muy bien y le escuchamos atentos.

—... Comenzar por lo evidente, eso debemos hacer. Si examinamos racionalmente el problema que nos ocupa, debemos salir de lo particular e ir a lo general, eliminando todo lo superfluo. ¿Si no supiéramos que ambos han sido asesinados, qué relación encontraríamos entre el arzobispo de Pamplona y el abad de Leyre? —Todos aguardamos la respuesta en silencio—. Es fácil, son, por este orden, los números uno y dos de la Iglesia navarra.

Le miramos abobados; era una obviedad, pero podía tener razón. En aquel momento, recordé que ya Uranga lo había mencionado.

—Entonces... —dije, mirando a Iturri.

—Sí —me contestó, sin ofrecer más detalles.

Juan y yo habíamos decidido omitir el detalle del dedo del arzobispo. Pero si Chocarro tenía razón, el caso entraba por terrenos mucho más intrincados. Si el dedo del abad había servido como cebo para el arzobispo, ¿qué pieza pretenderían cazar con el dedo del prelado Cañarte?

—Rector, ¿el abad de Leyre se puede considerar el número dos de la Iglesia navarra?

—Sí, así lo creo. Sin duda, San Salvador de Leyre es el monasterio más importante de este reino.

Me detuve un momento, pensando en cuál sería la mejor forma de formular aquella pregunta. No encontré ninguna satisfactoria. Todo lo que se me ocurría preguntar, delataba mis cartas y mostraba la jugada. Sin embargo, lo hice. Iturri me lanzó una aguda mirada de reproche.

—Rector... Por encima del obispo, ¿quién se sitúa? Jerárquicamente, me refiero.

—Pues no sabría decirle. En realidad, la jerarquía de la Iglesia es muy sencilla; se limita a los obispos y cardenales en comunión con el Santo Padre. Cada uno de ellos, en su diócesis, hace y deshace a voluntad, respetando, naturalmente, las directrices generales del Evangelio.

—¿Me está usted diciendo que por encima del arzobispo Cañarte sólo está el Papa?

—En sentido estricto, así es. De facto, existe una Conferencia Episcopal, a quien todos escuchan, aunque no tiene jerarquía formal alguna; por otro lado, el Papa tiene un nuncio en Madrid.

—Gracias por la aclaración, rector —me cortó Iturri. Debo reconocer que su interrupción me molestó profundamente—. ¿Sería posible tener enseguida la lista de los visitantes que pernoctaron en el monasterio en las dos últimas semanas? ¡Ah, y necesitaré también el nombre y dirección de su último novicio!

—Sí, por supuesto. Hermano Chocarro, ¿quiere usted hacerse cargo de ello, por favor?

El aludido abandonó la habitación sin mentar palabra. Le observé mientras salía, empujando con soltura la robusta puerta de la biblioteca. Decidí que, en la primera ocasión, le preguntaría abiertamente qué pensaba del caso: estaba segura de que Fermín Chocarro iba a ser más útil en adelante.