Leyre, Navarra
Mañana del viernes, 11 de junio
En procesión, sin más ruido que el siseo de la marcha, la treintena de monjes abandonó sus rezos y ocupaciones particulares para tomar el imponente coro. Con la misma firmeza que un día corriente, la vida del monasterio comenzaba su cíclica marcha.
A las seis menos dos minutos, la oruga marrón cruzó la iglesia y se dirigió a una de las capillas laterales. Al punto de acceder a ella, la doble hilera se descompuso, ocupando cada hábito su lugar en el presbiterio. Los monjes permanecieron en pie, en estricto silencio, con la mirada fija en sus libros de salmos. La cabeza gacha; la capucha, expuesta, ocultando vista y pensamiento.
—Abre, Señor, mis labios — la fina voz del padre rector supuso el comienzo del oficio.
—Y mi boca anunciará tus alabanzas —respondió la comunidad al unísono.
Tres veces, los monjes repitieron el verso de entrada, al que seguía con un «Gloria» y la secuencia de los salmos, cantados con sus correspondientes antífonas. Iniciaba el rezo de vigilias.
Durante el desarrollo del oficio, el hermano Chocarro intentó concentrarse en las preces, pero no lo logró. Aunque ponía todo su empeño, no conseguía alejar de su mente los recientes acontecimientos. Le dolía la mano y, con cada nueva molestia, se le acrecentaba la pena del alma. Entre salmos y antífonas, daba vueltas y más vueltas, sin encontrar una explicación plausible.
La norma prohibía que los monjes levantaran los ojos del libro de oraciones. El sacristán cumplió rigurosamente con el precepto y su cabeza permaneció en todo momento ligeramente inclinada sobre aquellos pentagramas; aunque, según avanzaban los acordes gregorianos, se sentía más y más nervioso. Sabía que, concluidos los salmos, correspondía al abad, si se encontraba en el monasterio, otorgar la bendición. ¿Habría aparecido ya? ¿Podría ofrecer una explicación aceptable a la ausencia del copón y, sobre todo, de su contenido, tres veces santo?
El sacristán, que estaba convencido de que su superior sabría qué hacer, no tenía la misma certeza respecto al padre rector, segundo de a bordo de aquella nave. Demasiado inquieto por políticas y relaciones exteriores, no le tenía por un buen superior.
Respiró hondo, esperando oír la ansiada voz. Sabía que el abad no estaba de viaje porque, de haber sido así, le habrían indicado reducir el número de estolas para la celebración de la santa misa. Por otro lado, estaba convencido de que tampoco estaba indispuesto pues, en ese caso, por la mañana, cuando había irrumpido en su celda, lo habría encontrado allí. «Aparecerá», quiso convencerse.
El rezo de la antífona concluyó y el silencio se adueñó de la gran nave. Inclinados mirando al suelo, los monjes aguardaban expectantes la bendición. Aunque no alcanzaran a intuir qué ocurría, la mayoría había entrevisto que algo verdaderamente inusual acontecía. Para ese grupo, escuchar la voz paternal del padre abad supondría un notable alivio. Sin embargo, fue el padre rector quien pronunció la bendición final.
Sorprendido, uno de los más jóvenes levantó levemente la cabeza, hurtándola del dominio de la capucha. Al hermano Chocarro no le hizo falta el gesto. La voz del rector acababa de confirmar sus peores presagios. Nuevamente, las lágrimas rodaron por sus mejillas para acabar sobre su barriga, cubierta por su estrecho hábito marrón.
Tras la bendición, todos tomaron de nuevo asiento en sus respectivos escaños. Luego, por turnos, debían acudir al atril para hacer la lectura.
El primer monje comenzó la lectura con exagerada vocalización:
—«¡Oh, Dios, luz de mi corazón y pan de mi alma, fuerza que fecunda mi ser y los senos de mi pensamiento! Yo no te amaba entonces, y me entregaba lejos de ti a fornicarios amores; pues no otra cosa que fornicación es la amistad del mundo lejos de ti...»
El fraile lector se detuvo brevemente, mientras un murmullo de desaprobación se apoderaba de la capilla. Pero el hermano Chocarro ni siquiera fue consciente de que, por tercera vez consecutiva, los monjes escuchaban Las confesiones de san Agustín. Durante la primera parte del oficio, el sacristán estuvo haciendo cábalas y asignando probabilidades a las distintas hipótesis que había formulado; acostumbrado al cálculo complejo, llegó a la conclusión de que las desapariciones del abad y de las hostias consagradas estaban irremediablemente relacionadas. En un sitio donde la realidad era domada hasta convertirla en rutina, dos hechos caóticos en una misma jornada debían de estar necesariamente asociados. «El orden dentro del caos», se dijo, recordando las teorías matemáticas que tanto había estudiado cuando vivía en el mundo. Pero ¿cuál era la primera pieza?
«Algo grave, muy grave», suspiró, frunciendo el ceño. Cuando el cantor entonó el último «Gloria» en honor a la Santísima Trinidad, que daba fin al oficio, el hermano Chocarro tenía la certeza de que algún espíritu cargado de malvadas intenciones se había colado en su monasterio con algún inconfesable propósito. «El humo de Satanás», esa fue la frase que le vino a la mente, sin saber por qué.
Tras el punto final, los monjes abandonaron sus escaños. La oruga marrón se recompuso y, encabezada por el padre rector, salió en silencio de la iglesia abacial que se infiltraba serpentinamente por el muro sur.
Tras aguardar el paso del último monje, el hermano Chocarro tomó en sus manos la vieja llave de forja y cerró la puerta tras de sí. Nuevamente, la vida exterior era expulsada de la comunidad, como siempre...
Como siempre y, sin embargo, ¡qué distinto se le antojaba el día! Un irreal sentimiento de inseguridad se había adueñado de su alma. El fulgor del miedo, basculando hacia una intensa rabia, se agitó en su interior. Con ímpetu se metió el manojo de llaves en el bolsillo. La presión ejercida fue demasiado grande, y rasgó la tela. La súbita visión del hábito desgarrado le devolvió a la tierra. Miró en lontananza.
La oruga se había adelantado. En fila de a dos, los monjes se dirigían prestamente al comedor por el corredor de piedra. Pasaban las ocho de la mañana, y el sol entraba ya sin recato por los ventanales. El día prometía calor intenso. Algunos de los hermanos que debían trabajar en la huerta se alegraron; siempre eran agradables aquellos estímulos; otros, por el contrario, que consideraban el sol como una maldición que agravaba las penas del campo , se sintieron contrariados. Además era viernes, y tocaba ayuno...
El refectorio del monasterio, amplio y luminoso, estaba dispuesto en pequeñas mesas redondas, cubiertas por impolutos manteles blancos que no llegaban a cubrir sus patas metálicas. Dentro de la sala, el abad disponía de su propia mesa, situada en el mejor lugar, junto al gran ventanal. A ella convidaba a los visitantes ilustres y a algunos monjes. Solían ser hermanos con peso específico en la comunidad, aunque no resultaba raro que invitara también a jóvenes frailes o, incluso, a postulantes, que se sentían muy honrados por la deferencia.
Pero aquel 11 de junio, el amable porte del abad no les acompañó. Durante el desayuno, el almuerzo y la cena, su mesa permaneció vacía.
El hueco en la sala provocó en algunos monjes oscuros vaticinios, si bien nadie mencionó el hecho. Parte de los hermanos pensaron en alguna enfermedad. Los más avispados, también los malpensados, intuyeron que algo traspasaba las fronteras de la normalidad. El razonamiento era aplastante: el comportamiento del sacristán durante las primeras horas del día había sido, al menos, inusual y, no obstante, no había recibido castigo público alguno, como prescribía la regla.
De entre toda la comunidad, probablemente era el hermano Chocarro quien más sufría. Sólo él, junto al padre rector, conocía que el asunto iba mucho más lejos, que llegaba hasta el pórtico del mismo cielo.
Concluido el frugal desayuno —café con leche y pan blanco—, el hermano Chocarro observó al resto de la comunidad. Los veintiocho monjes vestían hábito y sandalias de cuero. Ninguno de ellos llevaba distinción alguna que le separara del resto; sólo el padre abad iba tocado con una cruz pectoral, pero el dignatario mayor del monasterio había desaparecido.
El sacristán se animó levemente, suponiendo que había llegado el momento: el padre rector se levantaría y convocaría a todos los frailes y hermanos a Consejo general. Eso era lo que prescribía la santa regla: siempre que en el monasterio debieran tratarse asuntos de importancia —si eran de ordinaria administración, cabía tomar opinión de los ancianos— el abad debía emplazar a toda la comunidad y exponerles el problema. La decisión final estaba en sus manos, ya que, oído el Consejo, el abad optaba libremente por una u otra solución, pero, como la sabiduría de san Benito bien expresara, a veces el Señor revela al más joven e inexperto lo que es mejor para el grupo.
El hermano Chocarro estaba convencido de que el asunto era de extrema gravedad; también de que el Consejo, con la ayuda del Espíritu Santo, solucionaría aquel galimatías blasfemo. Juzgó que aquél era un momento óptimo para convocarlo. Sin embargo, el rector se levantó de la mesa sm decir palabra y volvió a presidir la procesión hasta que se deshizo en el pasillo.
Aquella actitud marcó un punto de inflexión en el alma del hermano Chocarro. Había pasado bastante tiempo, y juzgaba que no se había hecho esfuerzo alguno para recuperar a su Señor. Claro que había rezado, quizás, eso sí, con algo de disipación, pero el mismo Jesucristo obró cuando fue necesario. Estaba convencido de que no era bueno quedarse con los brazos cruzados.
Fermín Chocarro era plenamente consciente de su condición: no era más que el fraile sacristán. Pese a disponer de una licenciatura en ciencias exactas ni siquiera estaba ordenado sacerdote. Al profesar, había decidido que el pasado quedaba definitivamente atrás, difuso, como un neperiano suelto. Empezaba para él una vida nueva, una existencia humilde, sencilla, ordinaria, como un minúsculo decimal. Para ello, había buscado siempre los puestos más bajos. Ser sacristán se alzó ante sus ojos como un regalo del cielo: el encargo le permitía permanecer mucho tiempo cerca de su Señor sacramentado, cuidar su casa, prepararle con sus manazas de fraile los instrumentos para venir a la tierra en condiciones. Sin embargo, no era tonto ni torpe, y sabia que el rector no estaba haciendo lo correcto. Y pensaba decírselo...
Chocarro le siguió furtivamente con la mirada, viendo cómo musitaba algunas frases al maestro de novicios, el padre Francisco. Era de suponer que, tras el escándalo matutino, el padre Francisco estuviera pidiendo explicaciones al rector. Comprobó, casi bizqueando, que ambos se dirigían a la sala del capítulo. La duda ensombreció los ojos del hermano sacristán. Sin duda, la estancia estaba vacía, porque el rígido horario estipulaba que tras el desayuno, a las nueve, la oruga debía volver a formarse para acudir a celebrar la santa misa, a la que seguirían trabajo y estudio.
Saltándose todas las normas, pero convencido de la necesidad de aquella violación, el hermano Chocarro les siguió con disimulo. «Me iré cuando compruebe que no hay nada de que preocuparme», dijo para sí, pensando que hacía lo correcto. Cuando se acercó a la sala capitular, el rector y el encargado de novicios acababan de entrar y echar el cierre a la puerta. Pero, por esta vez, la suerte le sonreía: el padre Francisco estaba algo sordo y el rector se vio obligado a gritar. Esgrimiendo la fe como justificación para lo que iba a hacer, se inclinó y pegó la oreja a la cerradura.
—¿Qué ocurre, padre rector? —dijo atusándose el mentón.
Con el ajetreo de la mañana, el maestro de novicios no había podido afeitarse y una tímida pero incómoda barba iba asomándose con mayor fuerza según pasaban las horas.
—Algo grave, querido Paco —confesó éste, tuteándolo.
Ambos monjes se habían conocido muchos años atrás. Aunque la santa regla prohibía llamar a otro hermano por su nombre de pila, uno y otro despreciaron el precepto.
—Rector... Iñigo, no me tengas en ascuas, ¿qué es eso tan grave? ¿Tiene que ver con el jaleo organizado esta mañana por Chocarro o con la ausencia del abad?
—Tiene que ver con todo eso, Paco. Esta mañana, el padre abad no estaba en su celda. He comprobado que no falta ninguno de sus efectos personales, sin embargo, el Land Rover ha desaparecido. Infiero que ha sido él quien se lo ha llevado, porque falta el juego de llaves que suele guardar en su celda. Al parecer, se ha marchado apresuradamente porque, al salir, ha dejado abierta de par en par la cancela que comunica con el patio.
—¿Y no sabes dónde ha ido?
—No —apostilló el rector.
—Es posible que recibiera alguna mala noticia que le obligara a partir.
—Es posible, pero muy poco probable. En realidad, no creo que abandonara su monasterio de esa manera. Estoy seguro de que, ocurriese lo que ocurriese, me habría avisado antes de partir. Cuando acaece algún suceso extraordinario, me hace partícipe de ello enseguida. No tengo que recordarte que disfrutamos de un abad muy demócrata.
Ambos sonrieron con la ocurrencia, sin dejar de alimentar la conversación.
—Entonces, ¿qué es lo que sospechas?
—Si te digo la verdad, no sé qué pensar.
—No es que yo crea en el modelo seráfico, bien sabes que no, pero admiro a nuestro abad en lo que merece ser admirado: ama a esta comunidad más que a su propia vida. Por eso estimo que no ha debido de salir voluntariamente del monasterio. No, sin avisar. No, rompiendo la santa regla...
—Como bien dices, el porte y el carácter de nuestro abad no casan bien con este comportamiento, pero...
—Pero ¿qué? —preguntó el maestro de novicios apesadumbrado.
Los términos en que se expresaba el rector cada vez aparentaban ser más gruesos. Y su superior no daba pábulo a la duda.
—Verás, Paco, es que no te he informado de los demás detalles.
—¿Aún hay más? —preguntó extrañado el maestro de novicios.
—Sí, para nuestra desgracia. Debes saber que, junto al abad, ha desaparecido el Santo Sacramento. Y la llave del sagrario que estaba en la celda de nuestro superior...
—¿Cómo dices? ¿El Santísimo? ¡Eso no es posible, Iñigo! ¡Esto es una clausura, por todos los santos! ¡Es un edificio inexpugnable!
—Esa misma reflexión me he hecho yo. Por eso estamos aquí los dos, hablando en secreto, al margen de la comunidad.
—No consigo seguirte, querido amigo.
—Verás, Paco —el rector frunció el ceño y bajó la voz—, cabe la posibilidad, no demasiado remota, de que haya sido el propio padre abad el que se haya llevado al Señor... Que haya empleado su propia llave para abrir el sagrario y llevarse a Cristo sacramentado.
—¿Cómo puedes sugerir semejante barbaridad? ¿Por qué? ¿Para qué? ¡Sabes tan bien como yo que nuestro abad es lo más parecido a un arcángel! ¡Vive para la eucaristía y por ella! ¿Qué sentido tendría desaparecer con el Santísimo? Fuera de aquí, ambos están desprotegidos...
—Sentido no tiene ninguno, desde luego, pero sabemos que ha ocurrido. Quizás el pobre abad haya perdido la cabeza, como su antepasado Virila, que se pasó tres siglos meditando sin darse cuenta.
—Eso no son más que leyendas de viejas —protestó el padre Francisco.
—Esto no es una leyenda, Paco, sino la realidad. El hermano Chocarro, que es quien ha encontrado el sagrario vacío, me ha dicho que la lámpara votiva estaba apagada y partida en dos, aunque era nueva. Hemos de pensar que quien se haya llevado el Santísimo conocía el rito y sabía que, en su ausencia, el cirio debía estar apagado.
—No lo sé, quizá tengas razón. He leído que, en ocasiones, el Alzheimer comienza así... ¿Será posible que Urrutia se haya extraviado en su mundo y haya perdido la razón?
—Lo desconozco, Paco, pero sé con certeza lo que van a decir los periódicos, el arzobispado, y hasta las autoridades. Conoces, tan bien como yo, que el terreno en que se asienta el monasterio no es de nuestra propiedad, sino una simple cesión del Gobierno de Navarra: si hay un escándalo, y éste sería sonado, podemos quedarnos sin monasterio... ¡Dales a los políticos una sola excusa y te construirán aquí mismo un parador de turismo!
—¡Hombre, no lo creo! Estoy seguro de que ellos lo comprenderán. Todo esto no es más que un infortunado accidente... Si acaso, una enfermedad mental.
—¡Al tiempo, Paco, al tiempo! —sentenció el rector.
—Entonces, ¿qué propones hacer? En ausencia del padre abad, eres tú quien toma las decisiones. Creo que deberías reunir al Consejo y avisar inmediatamente a Solesmes. La Casa Central tiene que conocer los detalles de esta tragedia y orientar nuestras decisiones. Quizás el gran abad pueda hablar con el arzobispado y con las altas instancias del Gobierno de Navarra.
Un lacónico silencio se apoderó de la sala capitular. Fuera, Chocarro agudizó el oído.
—Tras pensarlo mucho, querido amigo, he decidido no convocar al Consejo; tampoco llamaré a Solesmes. ¿Para qué? ¿En qué podría ayudar que conociera el asunto más gente? ¡Sólo se aumenta el riesgo de que se difunda! Estoy convencido de que podemos arreglarlo nosotros mismos... Si no es así, siempre quedará la posibilidad de avisarles.
—Sí, eso es cierto; quizá, si buscamos en un campo lo suficientemente amplio, podremos localizar al Santísimo o al abad... Tratar de encontrar el coche...
—No me creas insensible, Paco, no lo soy, pero me considero un hombre práctico y me creo llamado a preservar esta existencia monacal. Amo esta vida tanto como tú, pero hemos de admitir que, en este mundo materialista y blasfemo, todos los días hay profanaciones. El Señor sufre esas torturas en mil y un sitios. Solo podemos tratar de darle consuelo con oración y mortificación, desagraviándole con nuestro comportamiento... Nada más.
—Al menos, deberíamos salir en busca del abad.
—¿Cómo? ¿Dónde? El coche tenía el depósito lleno...
El padre Francisco tragó saliva No estaba de acuerdo con aquella actitud y, por ello, afirmó con gesto suplicante:
—¡Por Dios, Iñigo, no podemos callarnos como si nada hubiera ocurrido!
—Pues eso es lo que vamos a hacer, padre Francisco —concluyó el rector.
Al cambiar el tratamiento y volver a cumplir los preceptos de la regla, el padre rector creyó dar por terminada la discusión, pero no contaba con el hermano Chocarro, que permanecía con su oreja pegada a la mirilla.
Había escuchado íntegramente la conversación. De ella había sacado en claro que lo que importaba a ambos padres era no poner en un brete al monasterio y correr el riesgo de que aquellos acontecimientos llegaran a la opinión pública. Esa actitud era muy loable, pero no correspondía a su cargo ni a su dignidad. Ellos razonaban como hombres, cuando debían hacerlo como hijos de Dios. Un buen hijo solo se preocuparía del bienestar de su Señor, no de cuestiones políticas. Así pues, cuando horrorizado oyó que no se iba a ir en busca del Santísimo Sacramento ni tampoco del abad, montó en cólera. Arremetió una y otra vez contra la puerta hasta conseguir quebrar el pestillo y entró en la sala del capítulo con el ímpetu de un burel recién tentado.
—¡Padre rector, le aseguro por la Virgen santísima, madre de Dios y madre nuestra, que no le permitiré hacer esa barbaridad que sugiere! ¡El Señor debe ser buscado, el Señor debe ser encontrado!
Presentaba el sacristán un aspecto de tan terca decisión que el rector se sobresaltó y dio un paso hacia atrás. Con indisimulada rabia, Chocarro chilló:
—¡Y el abad de Solesmes debe ser informado de inmediato!
Con estudiada suavidad, el maestro de novicios se dirigió al sacristán:
—Hermano Chocarro, me veo en la necesidad de recordaros que con vuestra actitud os hacéis reo de amonestación. No se puede contradecir con semejante soberbia los preceptos y órdenes de los mayores en el Señor y, mucho menos, escuchar tras las cerraduras o embestir contra las puertas como si se fuera un buey.
—Lo sé, padre Francisco. Pero usted y el padre rector acaban de violar el espíritu de la santa regla sin siquiera sentir remordimientos. Ambos deberían avergonzarse. El padre rector debe convocar inmediatamente al Consejo; él debe decidir cuál es la actitud a tomar: la actitud cristiana que debe adoptarse, san Benito, que nos gobierna desde el cielo, así lo ordena. Y contradecir la santa regla equivale a la excomunión.
—Hermano —expuso fríamente el rector, repuesto del susto causado por la entrada del sacristán en la sala capitular—, desde este momento es usted quien queda excomulgado.
—¿Cómo? —protestó el fraile, levantando el puño.
—¡Baje ahora mismo ese brazo! ¿Es que quiere abofetearme y añadir otro grave pecado a su conciencia? Sabe que tengo potestad para infringirle el castigo indicado si creo que lo merece. Y lo creo... Espero que su cabeza llena de pájaros y ensoñaciones sea capaz de comprender el alcance de este correctivo. Si continúa con su actitud, si no expía de inmediato sus culpas, será, primero, expulsado de este monasterio y luego, de la orden benedictina.
La voz del rector, famosa por su tono, frenó de cuajo los intentos del sacristán, que balbuceó varias veces, y finalmente salió con la cabeza gacha.
Aquel viernes, el hermano Chocarro no pudo participar en la misa conventual, concelebrada y cantada en gregoriano y latín; tampoco pudo intervenir en el oficio de las horas menores (correspondía la sexta, de apenas diez minutos de duración), ni siquiera acudir al comedor. Excomulgado, tenía vedada la entrada en el oratorio y el asiento en la mesa común. Nadie se le acercó, la santa regla impedía al resto de los miembros de la comunidad que se le consolara, se le hiciera compañía o se le dirigiera la palabra.
Pero al apestado sacristán nada de eso le importaba. Su corazón sólo albergaba una pena: su Señor había sido secuestrado y nadie le buscaba.