Hace tres años que no escribo en estos cuadernos. Al volver a trabajar, dejé de tener tiempo, y, con el tiempo, se me fueron también las ganas de escribir. O la necesidad, más bien. Y seguramente habrían seguido dentro del cajón de no ser porque hace cuatro meses, un miércoles por la tarde, noté que mi vida iba a cambiar, había cambiado, de manera tan repentina, a tal velocidad, que ni la luz ha llegado todavía a iluminar las transformaciones de mi interior: tanto me ahondé en un segundo, que todavía viene viajando hacia mis adentros. Para cuando llegue, ella, con toda su claridad, no mostrará nada que no haya visto yo ya con mi corazón ciego.
Sin embargo, voy a ir por partes, porque, si algo he notado al releer estos apuntes, es que no les hubiera venido nada mal un poco más de orden. Aunque es lo que pasa cuando se va contando cada cosa casi al mismo tiempo que sucede, que se contagian los renglones del desorden general de la existencia. Calma. Primero los asuntos laborales; precisamente los que menos me preocupan ya, los que han pasado a ser, en mi vida, por fin, los menos importantes.
Desde hace tres años, soy viajante de vinos. Vendo bien y me pagan cada vez mejor. Me pagan extraños pluses porque, además de viajante, soy una especie de jefa de márquetin y publicidad con oficina volante. De resultas de las tonterías, imprudencias que cometí al principio opinando de esto y de aquello, como si me incumbiera. El jefe, mi actual jefe, el dueño de la bodega, sigue empeñado en «ascenderme» y entiende mal que yo no quiera un despacho. Una vez me dijo, con su media gramática, que yo le parecía un personaje de película. Le pregunté qué quería decir eso. Me dijo que era un personaje de esos que prefieren la libertad, aunque ganen menos dinero, y que renuncian a los puestos de responsabilidad con tal de no dejar su modo de vida. Yo me repito el involuntario halago de vez en cuando con la esperanza de creérmelo.
Él me ve de película de media tarde con moraleja. Yo me veo de película inglesa producida por la BBC: principios del XX, un jardín frondoso con hermosas flores fragantes y una dama de blanco que lo recorre parsimoniosa y pensativa… dulce, descuidadamente, alarga su brazo de piel de marfil para acariciar la blanca flor, tal vez la primera, de un magnolio joven de carnosas hojas verde tornasol; la dama (que soy yo, claro, muy bien maquillada para un primer plano) suspira… Válgame el cine. Pero en fin, qué le vamos a hacer, también es una manera de hablar, popular ya a estas alturas, un almacén de referentes a los que acudir.
Hace tres años que vendo vinos, sí. Vivo viajando. Pero hasta hace poco no sabía si tenía más alegría de vivir que antes, ni si se me habían agotado o no los suspiros de atardecer entre los dedos. La diferencia era, y eso lo noté desde el principio, que vivir empezó a ocuparme mucho más tiempo, me duraba muchas más horas. Ya se sabe que el espacio y el tiempo están relacionados y, con tanto cambio de espacio, el tiempo, pobre, se despista mucho y no lo sigue tan en paralelo como está obligado. (Me suenan estos razonamientos… ¿será que ser viajantes nos convierte a todas en alumnas de la misma retórica?).
Le instalé a mi coche un equipo de música maravilloso. Y no paso de 120 para que los ruidos de fricción con el aire no me estropeen tanto esta sonata de Beethoven, o esas partes donde las gargantas bajan a sus acuíferos en las Vísperas de Ravmaninov. Veo menos la tele, y ya no tengo por qué ver anuncios: estoy volviéndome menos icónica y más sonora. Y he ido notando mejoría de trimestre en trimestre. Leer, leo más o menos lo mismo, de modo que la transformación habrá que atribuirla, efectivamente, más bien a la música y a la reducción del rancho de imágenes gestionadas, que a las palabras. También ha ido contribuyendo a mi notable mejoría de carácter la necesaria abstracción que aprendemos del paisaje vivido desde el coche. En continuo movimiento, el paisaje, más que existir, se encuentra siempre en vías de desarrollo, como un boceto anterior a sí mimo.
Para concluir este apartado lo antes posible, debo añadir la última de mi jefe. El señor bodeguero vino a mí un día muy contento diciéndome que ya podría yo por fin, dentro de muy poco, aceptar el despacho y el cambio de actividad, de vendedora a jefa de márquetin, de publicidad y de esas cosas, además de consejera suya. Qué honor para una sirvienta del cuerpo de casa. Sí, porque él se había dado cuenta de que yo tal vez no había aceptado hasta ahora porque eso supondría trasladarme a vivir a Aranda de Duero, un pueblo a fin de cuentas; pero ahora, en menos de un año, tendrían abiertas oficinas en Madrid-Capital y en ellas estaba previsto mi despacho. Volví a decirle que no. Y él, entonces, meneó de mala manera la cabeza. Porque las jefaturas, cuando no entienden algo, se mosquean. Y no es que yo sea ni tan lista ni tan valiosa, es que una como yo, en cuanto abre la boca de más, destaca mucho en este tipo de empresas medianas que no están acostumbradas, porque no pueden pagárselos, a especialistas en esos campos. Me ofreció un sueldo desorbitante para él: el segundo después del que cobraba su administrador y mano derecha, es decir, la mitad exacta de lo que yo ganaba en la agencia. Qué maravilla de empresa moderna que ofrece cargos de mando a una mujer, y sueldos casi buenos, qué honor para esa fémina. Pero volví a decirle que no, esta vez dándole las gracias de la manera más melosa y adoratriz que se me ocurrió. Le recordé que dejé la agencia por no hacer ese tipo de trabajos precisamente, y para poder vivir viajando, que era lo que de verdad me gustaba. Movió la cabeza otra vez, pero ahora menos recelosamente. No obstante, la meneó todavía. Entonces le expliqué que un sueldo así, no teniendo una hijos ni familiares a su cargo, como yo, no servía más que para aumentar los ahorros de cada mes. A esto dicho, él se molestó por mi desprecio a los ahorros y me preguntó si no pensaba en la vejez. ¡En la vejez! ¡Se atrevió a hablarme de mi vejez como un asunto cercano! Se ve que debo de tener ya una cara que hace pertinente el tema.
En ese momento fue cuando decidí acortar las conversaciones actuales y futuras sobre mí con un argumento de esos tan inesperado como contundente: soy la hija mayor de un hombre bastante rico que ya está repartiéndonos en vida, a los hijos, gran parte del capital de nuestra herencia. De hecho, ya tengo ahora dinero suficiente en el banco y propiedades para no tener que preocuparme ni de trabajar si no quisiera. Viviendo con cierta contención, podría no trabajar. Pero quiero. Me gusta viajar, señor mío, ya se lo he dicho, me gusta.
Ante esto, el bodeguero cambió por fin la orientación de su balanceo de cabeza y, afirmando, afirmando, dijo:
—Claro, claro, no sabía yo esto, pero claro, ya veo: ahora se entienden mejor muchas cosas…
Y es lo que tiene dar explicaciones coherentes, que tranquilizan por sí mismas, ni siquiera hace falta que sean ciertas.
Pero si he decidido que era necesaria una actualización de lo expuesto en tantas páginas anteriores no ha sido para renovar la información en lo que se refiere a mi trabajo, efectivamente, sino a mis amores. Supongo yo que un epílogo es adecuado sólo si expone finales o consecuencias que no sean las esperables a partir del propio texto. Y, de lo que escribí en mis cuadernos durante los dos años de paro, hasta que empecé a viajar y dejé de hacerlo, me parece que sí que podía pronosticarse que mi decisión de ser viajante estuvo bien tomada: porque era de recio entronque personal, se adivinaba que me permitiría estar mejor conmigo misma y que no echaría de menos ni la agencia ni la publicidad. Y así ha sido. Quizá deba añadir que tampoco echo de menos el desarrollo de ninguna faceta artística, como aquella de escribir guiones. A la luz de mi experiencia personal, me da que muchas vocaciones artísticas no son más que ansiedades diversas y malestares generales.
Sin embargo, y a esto quería llegar, no creo que de esas páginas pueda deducirse con facilidad cuál ha sido el devenir de la historia de amor entre mi maravillosa vendedora de tornillos y yo.
Iré rápida, a pesar de que la historia por sí misma daría para otro puñado de cuadernos que ahora sé que no escribiré nunca. Me quedé, hace tres años, como las películas de Doris Day, justo a las puertas del primer encuentro de cama. Nos acostamos juntas por primera vez en Zaragoza, aquella noche. Y yo me desperté queriéndola con todo mi corazón. Mucho más y más hondamente que la había querido hasta ese momento.
Empezó allí una vida en común extraña, pero feliz, de encuentros en hoteles de las poblaciones más raras, de fines de semana en Madrid, casi siempre en mi casa, y de algún que otro viaje juntas al extranjero, ella sin su Montse y su Nuri y yo sin mi juego de maletas de actriz de cine y mis joles de hoteles de lo mismo. Feliz, rejuvenecida y entusiasmada ella. Contenta, disfrutadora y tranquila yo.
Me encontraba tan a gusto con ella y conmigo misma, que llegué a decirle que alquilara su piso y se viniera a vivir conmigo, que, para lo que parábamos en Madrid, era un desperdicio tener dos casas (luz, agua, calefacción, señora de la limpieza, comunidad…). Nunca se lo había pedido a nadie. Me dijo que no muchas veces. Le pregunté por qué todas las veces. Y cada vez me contestó con tantas razones, y tan distintas, que fue como si nunca me contestara.
Pasó el primer años de estos tres. En un parpadeo. Y luego el segundo, algo más lentamente. Y gran parte del tercero. Hasta que hace cuatro meses, conocí a una mujer, la dueña de un restaurante de Pamplona…
Llegué a su restaurante sobre las tres de la tarde y me senté a comer como una clienta más. Habíamos quedado en vernos entre cuatro y media y cinco, cuando estuvieran cerrando, en su oficina, en la parte de atrás del restaurante. No nos conocíamos y a mí ella, por teléfono, me pareció una empresaria de ésas que podrían salir en la televisión autonómica recibiendo cualquier medalla de reconocimiento a su labor, es decir: una mujer seria, expeditiva, sin tiempo que perder y sin tonillos raros en la frase, pero algo… un poco… un poco «tajante» de más, la verdad. Como si tuviera que ser ella siempre la que pusiera el punto final de una conversación; puedo afinar más: como si el punto final de una conversación con ella quedara siempre en sus manos al dar por hecho que a la otra parte le resultaría siempre indeseable ponerlo. Pensé que una de dos: o era deformación profesional lo de haber aprendido a finiquitar a tiempo, por el propio bien de los comensales, una parrafada delante de una mesa… o era muy guapa y atractiva y la deformación de atribuirse siempre la puesta de límites a su dedicación a los demás la había aprendido desde jovencita. También podía ser hija de rico y entonces la habría aprendido desde la cuna.
Ya estaba yo tomando el café, sentada sola en mi mesa, pasadas las cuatro y cuarto, cuando una señora entró en el restaurante por la puerta principal con una carpeta debajo del brazo y con aire de tener prisa. No miró si había mesas libres y no le preguntó a nadie si todavía le darían de comer. De hecho, cruzó el local a pasos tan seguros, largos y medidos, que sólo quien lo tuviera sobradamente recorrido como suyo podría hacerlo igual. No paró hasta llegar a la puerta del fondo, la que comunica con las cocinas; la abrió como lo hacen los camareros, empujándola con el cuerpo, y desapareció. Tendría unos cuarenta y cinco años, quizá menos, yo la había imaginado mayor, por la reciedumbre de la voz; llevaba medias y falda estrecha negra, una blusa de fondo claro y manchas de color muy pequeñas, zapatos de tacón no muy alto y una chaqueta arrugada (por el costado izquierdo, la chaqueta estaba arrugada por culpa de la carpeta cogida debajo del brazo y, por el derecho, por culpa del bolso mal colgado); seguro que acababa de bajarse del coche y no se había tirado bien de los faldones para colocarse la facha como es debido. Vi que desde una mesa le habían lanzado un gesto de saludo, un amago de llamada, que ella pareció no ver, y así entendí por qué había hecho aquella aparición y mutis tan rápidos, sin detenerse siquiera a mirar dónde pisaba. Tenía prisa, efectivamente, y me apeteció pensar que quizá fuera porque no quería llegar tarde a su cita con la vendedora de vinos. Me apeteció porque tenía también, y eso no era casual, un aspecto impresionante, como el de una mujer acostumbrada desde muy jovencita a atribuirse siempre la puesta de límites a su dedicación a los demás. Morena y guapa, sí. Pero guapa de verdad, sin ningún rasgo de belleza anodina: boca grande, ojos grandes, nariz grande y una melena envidiable. No muy delgada, se le veían proporciones de mujer antigua, con un cuerpo que todavía requiere ser dibujado con sus correspondientes cambios de volúmenes: valles y colinas, mesetas y depresiones, montículos iluminados y hondonadas en penumbra… Otra mujer habría dicho de ella que tenía una talla 44 bien aprovechada, pero que esa talla le sentaba divinamente porque rara vez a lo largo de su vida habría tenido que subirle el bajo a los pantalones.
Puede que no quisiera ver a nadie porque no quería que la parasen, pero a mí sí que me vio. Estoy segura, porque nuestras miradas se cruzaron. Me vio y la vi. A mí me fue fácil suponer que era a ella a quien yo había venido a ver y ella no tuvo nada que suponer porque seguramente vio de refilón, al pasar a mi lado, la carpeta con el logotipo de la bodega que yo tenía sobre la mesa.
Cuando pedí la cuenta, después de dos cafés para hacer tiempo, y de haber repasado el periódico entero, pasadas las cuatro y media, el métre se me acercó para preguntarme si yo era quien era. Le dije que sí. Entonces él me dijo, de parte de la señora, de la dueña, que estaba invitada y que la perdonase porque sabía que habíamos quedado esta tarde, pero que, lamentablemente, no podía recibirme porque le había surgido un asunto muy urgente. Como una mona me cabreé. Es lo que peor llevo de mi trabajo, que haya gente que no tenga en cuenta que una se ha hecho un montón de kilómetros para estar en punto en un sitio al que a ellos no les costaría nada acudir puntuales.
—Dígale a la señora que no se preocupe, que ya nos veremos otro día, pero que no acepto su invitación. Y tráigame la cuenta.
El encargado, un señor mayor, me dijo que él no podía hacer eso, que él cumplía lo que le había dicho su jefa y que no podía cobrarme la comida. Yo insistía. Él se negaba. Yo insistía. Él se disculpaba.
—Mire, no me iré de aquí sin haber pagado mi cuenta, de modo que haga usted el favor de traérmela.
—Pero usted tiene que entender q…
—No, es usted el que tiene que entender que una clienta tiene derecho a decidir si acepta una invitación o la rechaza, y yo la rechazo, simplemente… —en mi voz había, junto a la seriedad, toda la amabilidad que fui capaz de reunir; y parece que fue mucha, porque el señor sonrió, admitió que yo tenía razón y se dio media vuelta.
Sabía que ahora desaparecería por la puerta del fondo. Por allí se fue y, cuando volvió a aparecer, al cabo de muy poco, se dirigió al ordenador de la caja, tecleó, esperó a la impresora y me trajo en un plato la factura.
Pagué con la tarjeta de la empresa y no había terminado de firmar, cuando ella, la rápida surcadora de locales públicos, apareció en mi mesa, de frente, casi no la había visto venir:
—¿Puedo sentarme? —dijo; yo asentí y se sentó, pero miró primero a su alrededor, como si tuviera que hablarme en secreto: apenas quedaba otra mesa ocupada, lejos de la mía—. Martín, por favor —se dirigió al señor con el que yo había hablado—, mira a ver de qué forma discreta podemos cerrar ya aquella mesa; y luego os vais, no os preocupéis de echar el cerrojo grande de la parte de atrás, que yo me quedo toda la tarde. ¡Ah!, y pásate por mi mesa al salir, por favor, y coge el sobre grande que pone Paco y dáselo a Paco esta noche, cuando entre de turno, que yo no voy a estar y tiene que dejarme firmados los papeles para mañana…
Se dijeron dos o tres cosas más que no recuerdo y después, sólo después, me tendió la mano:
—Hola, soy Yolanda.
Yo le tendí la mía y nos presentamos.
—Verás… perdona —empezó a explicarme, hablándome de tú desde el principio, lo que no estuvo nada mal, porque en esta profesión he aprendido que hay un viejo uso del usted, yo lo creía perdido, que viene a poner a cada uno en su sitio—. No tengo por costumbre dejar plantada a la gente, de verdad que no. Pero no llevo un buen día. Y me espera una noche todavía peor. Por algún sitio tengo que cortar, ¿sabes? Me van a dar las cinco antes de poder sentarme. Tengo que hacer un montón de llamadas y preparar papeles que tengo que entregar mañana sin falta y que me van a tener pillada, yo lo sé, hasta más de las nueve. Pero a las nueve, como muy tarde, quiero estar en el hospital para relevar a mi hermana, que lleva toda la noche de ayer y todo el día de hoy sin despegarse de la cama de mi madre…
—Lo siento, no sabía…
—Claro que no. Es que no he podido avisarte ni llamar a tu empresa. La verdad es que no tenía la cabeza como para acordarme, pero ahora, al entrar, te he visto aquí sola y me he acordado al mismo tiempo que me imaginaba que podías ser tú.
—Lo de tu madre es…
—No, lo de mi madre no es grave. Bueno, no muy grave. Se rompió la cadera anteanoche. Pero parece que no es una rotura complicada, que va a quedar bien, o eso dicen. El problema es que se me ha juntado todo en esta semana. Todo. Montones de cosas. Ni te imaginas. No tengo tiempo, es la pura verdad. Por eso he creído que lo mejor sería que dejáramos lo nuestro para otro momento.
—Claro que sí. No faltaba más. Lo mío no tiene nada de urgente. Y me voy, además, no quiero entretenerte. Ahora me siento mal por no haber aceptado tu invitación. Perdona.
—No, perdona tú. Y gracias…
Me levanté, cogí mi carpeta y el bolso y me disponía a irme, pero ella me cogió del brazo para que volviera a sentarme. Me quedé tan sorprendida de que me cogiera físicamente, con suavidad, pero con determinación, que no dije nada.
—Espera… —me había pedido bajito.
Me senté y la miré. Se echó el pelo a la espalda y aprovechó para dejarse la mano en la nuca un segundo y hacer un pequeño estiramiento hacia atrás. Qué bonito pelo tan poderoso y qué mano blanca tan frágil entre aquella selva. Parecía preocupada, además de cansada. Y enseguida dijo:
—¿Sabes lo que te digo? Pues que necesito un descanso. Y que me apetece perder un rato en no hacer nada… ¿Quieres una copa de algo? —Se levantó antes de que le contestara y se fue hacia el mostrador de la esquina—. Te voy a poner un licor seco italiano que tenemos por aquí, no es exactamente grappa, pero se parece, se parece en mejor, ¿te apetece? —le dije que sí. Lo preparó todo en una bandeja. Tardó más de lo debido, me pareció, pero creo recordar que, para cuando volvió a la mesa, ya estábamos solas en el restaurante.
Luego, en estos cuatro meses, al observarla a ella más veces y más de cerca, me he ido dando cuenta de lo medidos que tienen los tiempos y los espacios la gente que se dedica a atender a la gente. Un detalle de esta habilidad, que allí en el momento se me pasó, me vino luego solo a la cabeza, como si el cerebro no pudiera descansar de repasar por su cuenta las escenas importantes hasta no tener entendidas todas las palabras y todos los gestos: cuando ella se levantó para preparar el aguardiente, se estaban levantando de la última mesa los comensales; cuando los comensales pasaron al lado de nuestra mesa, ella ya no estaba, estaba en la esquina y de espaldas; cuando uno de los comensales se detuvo un poco para ver si podía decirle adiós, ella siguió de espaldas; finalmente, el comensal desistió, Martín abrió la puerta para que el grupo saliera, volvió a cerrarla y empezó él mismo a irse. Y, efectivamente, en una coordinación perfecta, cuando ella volvió con la bandeja a la mesa, ya nos habíamos quedado solas.
—Está bueno, a ver si te gusta. Yo no suelo beber, pero ahora estoy en ese momento en que… como suele decirse, no sé si tirarme al metro o tirarme a la taquillera…
—Vaya.
—… no, bueno, son cosas mías. Perdona. Tú has venido a ofrecerme tus vinos, hablemos de tus vinos.
—Tengo dos cajas en el coche —empecé a decir deprisa y con soniquete, para que se notara, como recitando de carrerilla una plana de colegio—, un crianza y un reserva. Te los dejaré para que los pruebes y te dejaré una hoja con las condiciones. Tú me llamas cuando tengas tiempo y le hayas echado un vistazo, y ya está —aquí respiré—. Ya está, digo, eso es todo: se acabó mi parte. Ahora podemos hablar de lo de tirarte al metro, si quieres…
Sonrió de una forma que a mí se me ha quedado grabada para siempre. Luego respiró hondo, apoyó los dos brazos sobre la mesa y dijo:
—También podemos hablar de tirarme a la taquillera. Lo prefiero.
—¿Pero existe eso como posibilidad real… o es un decir?
—¿El qué?
—Lo de tirarte a la taquillera.
—Pues sí, es una posibilidad… ¡Pero bueno, tú, que no te conozco de nada!, ¡qué clase de conversación es ésta! —Lo decía divertida, sin enfadarse con ella misma, claro que no, y sin sorprenderse tampoco tanto como ella misma decía.
—Pues entonces es la mejor solución. Ni lo dudes. Lo de tirarte al metro lo veo yo muy… radical.
—¿Y si la taquillera tiene dos hijos y está divorciado y no te gusta demasiado como para enrollarte tan en serio como quisiera él?
—¡Ah!, ¿pero la taquillera es un hombre?
Entonces me miró de una forma que tampoco he podido olvidar, pero que soy incapaz de describir. Sería fácil decir que me miró sorprendida, pero no era sorpresa lo que predominaba en su expresión. O, si lo era, entonces es que hay una forma rapidísima de pasar de la sorpresa objetiva al interés personal y ferviente en lo que está pasando.
—¡Pero bueno, tú… tú es que…! —O algo así, porque no supo qué decir.
Lo importante es que no dijo: «Pues claro que es un hombre, ¿qué te creías?».
Y siguió mirándome mientras pensaba qué decir, sin bajar los ojos, entretenida y expectante. Luego, bebió un sorbo de su dedal de vidrio y sólo después, unos salvadores segundos más tarde, pudo ya hilar un pensamiento:
—Así que te ha parecido que mi taquillera podía ser una mujer…
—Sí.
—¿Y por qué? —me preguntó con sincera curiosidad—. ¿En qué te basas?
—Uy, eso sería muy largo de explicar. En nada y en todo. En nada concreto y en todo lo demás.
—«¡En nada concreto… y en todo lo demás!» —pensó un instante más en la frase y su conclusión fue—: Oye, oye, me parece que a ti se te da muy bien hablar, ¿no? —pero tal como lo dijo, no lo consideraba una virtud, sino algo rayano en la falta de fiabilidad—. Me dejas… no sé qué decir.
—No me hagas caso. Es verdad que me divierte hacer frases. Y es porque me da envidia de lo inteligentes y rápidos y agudos que son los diálogos en las películas y no me resigno a que los de la realidad sean siempre tan… predecibles.
—Tienes razón. Que son demasiado predecibles siempre. Pero es que hace falta mucha cabeza para ir tan rápido… y no todo el mundo la tiene.
—También hace falta algo de suerte —reconocí—: el hilo de la taquillera y el metro ha sido suerte.
—Lo malo es que no creo que yo, tal como estoy ahora, te sirva de buena… ¿replicante, se dice?, ¿la que te da los pies?
—Antagonista, mejor.
—No, no, yo no quiero ser tu antagonista. Prefiero que nos llevemos bien. Porque me estás cayendo muy bien —dijo, pero distraídamente, mientras giraba hacia atrás todo el cuerpo y desparramaba la vista en redondo por todo el restaurante comprobando a saber qué. Quizá las luces.
—Gracias. Igualmente —le contesté. Pero me dio tiempo a pensar, aprovechando que no tenía sus ojos de frente para vigilar mis pensamientos, que no, que seguramente no era igual su gusto por mí que el mío por ella. De segundo en segundo me iba pareciendo cada vez más interesante. Y no tuve más remedio que reconocer, yo, que hago militancia para que eso no me importe, que, efectivamente, era una mujer guapa, las cosas como son.
—Pero, oye, volviendo a lo de la taquillera —y así volvió ella misma a sentarse derecha, con la espalda en su sitio—, cuando tú dices…
—Que no le des importancia —la interrumpí—. Que no es más que una salida chistosa; me lo has puesto fácil y se me ha venido a la boca automáticamente. No tiene más.
—Sí se la doy. Es que me hace mucha gracia. Y yo no creo que sea tan automático como dices. Hay que estar muy dentro de algo para que te salga algo así de rápidamente. Bueno, no sé explicarme bien, pera ya me entiendes. Lo que digo es que a mí, por ejemplo, no se me hubiera ocurrido… ni como chiste.
Su expresión era un poco desafiante, así que le respondí, a mi vez, con todo el descaro que pude:
—Y, entonces, ¿tú por qué crees que se me ha ocurrido a mí? —sólo que, en mi caso, el descaro nunca llega a mucho. No le doy miedo a nadie.
—Pues… no sé, supongo que porque a ti sí te cabe en la cabeza que la taquillera pueda ser también una mujer.
—«También» no. Es que no puede ser otra cosa. Si es taquillera, es mujer. Lo sorprendente, te la tires o no, es que la taquillera sea un hombre.
—Por favor, no me líes… —me lo pidió casi con ternura—. De verdad que no tengo hoy la cabeza para estos líos. Ayer apenas dormí. Me conoces en mal momento.
—Perdona…
—No, qué va, si estoy encantada; divertida y encantada. Al revés, me da rabia no estar fresca para poder seguirte el juego.
—Tranquila. Yo no creo que pudieras seguirme el juego de verdad ni aunque estuvieras como una rosa. Porque no es un juego de palabras en el fondo.
—¡Ah, no! ¿Y de qué es?
Me pilló. No esperaba que se atreviera a preguntarlo. Creí que la piedra que yo había tirado se quedaría tirada y ya está, que no se atrevería a devolvérmela. No le contesté. Y quién sabe si no me puse colorada y todo. Aquello empezaba a necesitar con urgencia un ralentí (qué palabra… ésta parece la pieza tonta capaz de fastidiar, sin embargo, todo el motor).
—De todas formas, sea lo que sea de lo que vaya esto, ¿tú qué sabes —concluyó ella por su cuenta— hasta dónde puedo llegar yo y hasta dónde no?
—Eso es verdad, mira por donde. Tienes razón. —Y me encantó tener que reconocerlo.
—Claro que la tengo. Y tal como me siento últimamente, te aseguro que la mala suerte es que mi taquillera sea un hombre.
—¿Preferirías que fuera una mujer?
—No lo sé —dijo—. Pero desde luego sería distinto. Por una vez. Distinto como poco. Que ya es bastante. Sería menos… «predecible», la película, en general. Me parece. Pero no lo sé… —Y me dio la impresión, por todas las pausas de suspense que hizo, todas dirigidas a mí directamente, de que lo decía casi con coquetería. Desde luego se sabía atractiva y dio por hecho, lo supuso por la osadía de mis frases, que a mí me estaba gustando estar allí con ella.
—Buenooo… esto se pone interesante. Por lo pronto, ahora ya tenemos tres alternativas —y me dispuse a sacar de uno en uno los dedos para no perder la cuenta—: tirarte al metro, tirarte a la taquillera que tienes en tu estación y que resulta que es un hombre, o buscar a una taquillera que sea una mujer… una taquillera-taquillera.
—No te rías porque yo lo digo en serio. No sé cómo será con una mujer, pero con los hombres me tengo el guión más que sabido. Luego dicen que son tópicos, pero es que hay tantos rasgos que tienen todos en común, que… Un hombre nunca te deja en paz. Si le dices que sí una vez, tienes que seguir diciéndole que sí tantas veces más como quiera él. No aceptan el no. Insisten, insisten. Mientras a ellos les queden ganas, no abandonan. Porque si eres tú quien dice que no, que hasta aquí hemos llegado, ¿sabes cómo lo interpretan ellos?… Pues como no entienden el no, así, como palabra suelta, lo que hacen es que lo reinterpretan a su modo y se toman tu no como una treta, como tu arma para forzarlos a cambiar de circunstancias, y entienden que lo que quieres tú es cambiar de circunstancias, casarte o algo así, y entonces se lo piensan y deciden que están dispuestos a comprometerse seriamente contigo… y vuelven a la carga…
—Pues vuelves a decir que no y ya está.
—Es que no es tan fácil. Porque tú, por un lado, todavía estás que no sabes si quieres cortar o no, y, por otro, él te viene ahora con otra clase de cortejo muy distinto al que se traía contigo, ahora viene en plan comprensivo, compañero, compartidor, amigo, en plan de hacer la relación más profunda y entonces te desarma un poco otra vez porque justamente esa faceta es la que más falta te hace a ti. No la de casarte, entiéndeme, que yo eso es que ni me lo planteo, me refiero a lo de tener a un verdadero compañero de vida a tu lado y no al amante ese de follamos hoy y qué tal si nos vemos el lunes… ya sabes, ¿no?
—Sí, pero, tal como lo cuentas, ellos tienen razón en insistir porque tú misma dices que sigues dudando. No hay nada peor que dudar. Hace que la otra persona sufra y que no pueda evitar seguir empeñándose, sea hombre o mujer.
—No, pues entonces es que me he explicado mal. Porque esas dudas de las que te hablo son anteriores a decir definitivamente que no. Y yo lo que digo es que los hombres no entienden un no. Si es un no desde el principio, puede que sí lleguen a entenderlo, porque ése no es un no que les afecte todavía personalmente. Pero un no, después de un sí, no les cabe en la cabeza. Hay muchas razones para insistir, no digo que no, pero ellos tienen una más que nosotras, y es ésa: que no admiten un no.
—Sí, te entiendo.
Pero a ella le había gustado ver que podía explicarse mejor y continuó:
—Actúan como si nosotras no supiéramos del todo bien lo que queremos; actúan como si él no fuera un despiste, un capricho momentáneo, un pequeño error que ellos pueden corregir. Otra cosa distinta es que yo ahora mismo esté en la fase de decir que no y mi… este «taquillero» en concreto de ahora, esté en la fase de insistir con métodos distintos, de cariño, de intento de verdadera compañía, que a mí me hacen dudar… Pero es una fase nada más. Lo que yo ya sé de antemano, lo sé perfectamente, es que, cuando deje de dudar y termine por decirle que no, tampoco lo va a admitir así como así. O coincide que a él se le acaban las ganas al mismo tiempo que a mí, o no lo va a admitir. ¡Y me da una pereza saber que el final es siempre tan largo!… A veces me ha dado más pereza encarar un final (por ese erre que erre que se traen, qué pesaos), que seguir follando con ellos, te hablo claro. Es mejor seguir follando con ellos, procurando que sea cada vez más de tarde en tarde, hasta que finalmente son ellos los que se aburren y se van, que cortar. Es mejor. Dura menos y es menos lioso.
—Y, además, me imagino que, en tu caso, con el trabajo que tienes, con el restaurante, será aún peor, porque pueden venir a verte cuando les dé la gana y te encuentran siempre y no puedes darles esquinazo…
—… y tienes que poner siempre buena cara delante de la gente y tienes que concederles, te guste o no, esos dos minutos para hablar aparte que te piden siempre, un día sí y otro también… ¡sí, exactamente! Es así exactamente. Y me alegro de que te des cuenta.
A ella le agradó mucho que yo hubiera reparado en el detalle y volvió a mirarme por eso de aquella forma que en mí había empezado ya a desenjaular gatos que huían derrapando con las uñas abiertas por las paredes de mi estómago.
—De lo que me doy cuenta de que sabes mucho de lo que hablas —dije, con ironía.
—Bueno, no es que sea un putón verbenero, pero sí, sí, sé de lo que hablo, la verdad. Por eso te decía que yo sí hablaba en serio con lo de estar harta de tantos líos por todas partes… Y no sé, no sé si seguir tirándome al taquillero o no, sinceramente.
—Pero ¿porque no sabes si someterlo a lo de la muerte lenta o porque no sabes si lo quieres o no? Porque la pregunta que yo me haría en esta historia que me cuentas es muy simple, es tan simple y tan vieja, que no sé si te servirá a ti o no… —¿Cuál?
—Pues yo me preguntaría si estoy enamorada de él o no, así de sencillo. Porque, para medias tintas, ya tenemos el trabajo, la familia, los amigos… el resto de la vida, vamos, que se mueve siempre en ese medio pelo.
—Vaya… pues… no se me había ocurrido enfocarlo así. Pero la verdad es que todo lo demás de mi vida se mueve en esas medias tintas que dices, sí… El trabajo, que ni me gusta ni me deja de gustar, me da dinero, eso sí, pero poco más. La familia, con la que no me llevo ni bien ni mal, está bien saber que la tienes, pero también joden a menudo. Las amigas, que nunca sabes si son amigas de verdad y, para un par de ellas o tres que sí te quieren de verdad, resulta que te aburren un poco, porque son las más aburridas de todas, las que más te quieren, pero las más aburridas. Y a éste, al taquillera, lo tengo que poner también a la lista, claro que sí, porque ni me emociona del todo ni me disgusta tampoco, me vale para lo que me vale, sí, pero también empieza a crearme problemas con lo de… —no terminó la frase—. O sea que, si no he entendido mal, según tú, ¿de no ser un amor-amor, mejor no tener ninguno?
—Bueno, no te creas que yo soy muy experta en hacer lo mejor en cada momento… Pero ya llevas tiempo con él, por lo que parece, y ya debes de saber perfectamente cuánto da de sí lo que tenéis. Si estuvieras todavía muy al principio, no lo sabrías, pero seguro que a estas alturas…
—Sí, a estas alturas ya sé que es un espejismo creer que puedo dejar de sentirme sola con él porque nos entendemos sólo a medias… —luego habló como para sí misma—. A medias solamente… medias tintas. Me guardo esto que has dicho.
—Lo que yo he dicho es que no nos queda más que el amor para evitar que se cierre el círculo completo de las mediocridades. Si admitimos también historias de amor mediocres… ¿qué nos queda?
Me miró. Aquellos ojos expresaron entonces un caudal de río subterráneo muy frío, muy oscuro, pero extremadamente limpio. No dijo nada. Y ahora me intimidó su silencio. Por eso añadí:
—Y no es que te lo diga a ti. También me lo estoy diciendo a mí misma.
—¿Cuántos años tienes? —me preguntó de pronto.
—Treinta y ocho. ¿Y tú?
—Cuarenta y siete.
—Yo te hacía más joven —le dije.
—Gracias. Pues yo te hacía a ti más de mi edad, fíjate.
—Los caminos, que estropean mucho la cara.
—¡Anda ya! No me refiero a tu aspecto físico. Estás espléndida. Y tú no tienes hijos, ¿verdad? —siguió preguntando.
—No.
—No, claro, o no tendrías este trabajo de ir de acá para allá.
—No, pero el trabajo no tiene nada que ver. Nunca he querido tenerlos.
—Yo tampoco. A lo mejor por eso no me he casado. Últimamente sólo se casan los que quieren tener hijos. Pero lo curioso es que nunca he tenido ni la tentación siquiera. Pero ni de adolescente, vamos, ni cuando pensábamos en abstracto en estas cosas.
Me puso un poco más de licor a mí, pero ella no se sirvió más. Llevábamos dos chupitos. Aquel sería el tercero. Confieso ahora que me agradó ver que no seguía bebiendo. Por muchas y pequeñas razones, y no todas correctas. Porque una tiene el prejuicio, aunque no le guste, de creer que los hosteleros beben de más. Porque me gustaba ella, me estaba gustando muchísimo, y una tiene el prejuicio, aunque no le haya pasado directamente, de creer que la bebida será la excusa que pondrá luego cualquiera que no quiera levantarse por la mañana teniendo que admitir que ha cometido el más terrible pecado contra natura. Yo sí que me fui bebiendo poco a poco aquel tercer vasito, sin ningún miedo. No continuaría viaje hasta el día siguiente. Tenía hotel.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —me dijo después—. Pero contéstame sin trucos de ingeniosa y sin… Es una pregunta sana, que conste, con la mejor intención, no me malinterpretes y, además, si no quieres, no me contest…
—Sí, me gustan las mujeres —dije.
Y ella movió la cabeza de arriba abajo…
—Eres…
… como quien afirma así algo que ya sabía de antemano.
—… una tía muy inteligente.
—¡Qué va! Es que con esa introducción, la pregunta no podía ser otra. Me gustan, pero muy pocas. Me han gustado muy pocas hasta ahora. Seguramente porque soy muy maniática con todo el género humano en general. Pero sí. La respuesta es sí. Y por eso antes has acertado al pensar que no es casual que a alguien se le ocurran espontáneamente esa clase de salidas.
—Pues no lo hubiera pensado de ti. Eres tan… tan mona, tan femenina. Además, tienes una cara muy dulce.
—Bueno, es que esa idea de que…
—Sí, ya sé que todo eso son prejuicios —se adelantó ella—, pero no puedo evitar pensar que no te pega. Tengo un par de amigas, conocidas más bien, que son lesbianas y a ellas se les ve a la legua. Una es enfermera en el hospital donde está mi madre —comentó, y yo me reí secretamente por lo de las enfermeras y la pluma—; esta noche le toca turno, precisamente, y querría verla, para que me diga cómo está de verdad mi madre. Es que ha sido con mi hermana con quien han hablado los médicos esta mañana, y mi hermana es medio lela, no se entera de nada, sobre todo si de lo que se tiene que enterar es malo. ¿Sabes ese tipo de persona que se las arregla para contarse cualquier milonga con tal de no darse por enterada de lo que no quiere? Pues ésa es mi hermana. Y es así para todo. Menos para estudiar. Para eso sí que ha valido. Pero, bueno, vale ya… qué hago yo contándote cosas que seguro que no te interesan.
—Sí me interesan.
—No, seguro que no, eres un encanto, pero… ¡Y fíjate qué hora es, dios mío! Me vas a perdonar, pero de verdad que tengo que dejarte, se me ha pasado el tiempo volando…
¡Otra vez aquella forma tajante suya de ser ella la que pusiera el cerrojo! Y tan de repente y tan a destiempo. Y lo de decir de mí que yo era un encanto, lo mismo que quien dice «comprendo que no puedas evitar ser amable conmigo a cualquier precio», me molestó casi. En aquel segundo me convencí de que estaba ante una mujer mucho más acelerada de natural que por las circunstancias, y me advertí a mí misma de que estas personas veloces suelen tener poca fijeza, que son superficiales en el trato de amistad y frivolas en las distancias más cortas.
Empecé a cargármela, como quien dice, sí, pero no tanto para convencerme a toda velocidad de que las uvas estaban verdes, porque yo no había concebido ninguna esperanza con respecto ella, sino simplemente para contrarrestar lo muy cándidamente que había dejado que me afectase su brusquedad.
Y, no obstante, lo trascendental para mí y lo que resultó determinante para la continuación de esta historia fue precisamente que ella se diera cuanta de mi desagrado:
—No, perdona tú —le fui diciendo mientras me levantaba y recogía mis cosas—; tenía que haberme ido hace rato. Bastante amable has sido ya saliendo a darme explicaciones a pesar de… Y no te preocupes por el vino, vamos a dejar pasar un par de semanas o tres y luego te llamo y volvemos a quedar, ¿vale?, cuando estés más tranquila.
—Sí, sí, vale —dijo, pero siguió sentada, sorprendida por la rapidez de mi reacción—. Vale, sí —se repitió para sí misma, como el empujón para tomar por fin la decisión de levantarse porque yo ya estaba tres pasos por delante de ella, esperándola, en dirección a la puerta del fondo por la que imaginé que íbamos a salir.
Llegamos juntas a esa puerta batiente, pendular, que te deja pasar sólo si te echas encima de ella como si no creyeras que existe y la traspasas con el mismo ánimo decidido que los fantasmas atraviesan las paredes. Y la pasamos juntas, necesariamente rozándonos. Ella me miró en ese encuentro y yo le sostuve la mirada exactamente igual que si no me perturbara su cuerpo. Atravesamos la cocina y ella dijo:
—Esta es la cocina… —se me dirá que es imposible notarlo en una frase tan tonta, tan innecesaria y tan breve, pero yo sé que había tristeza en su modo de decirlo.
Luego, anduvimos por un pasillo muy ancho que, por ser tan ancho, había sido aprovechado para poner estanterías a ambos lados. Y ella dijo:
—Hemos aprovechado el pasillo, que era muy ancho, para hacerlo despensa… —otra frase innecesaria, pero aquí ya no cabía dudar de que su voz era triste, como si le doliera la sospecha de haber metido la pata sin saber cómo ni por qué, pero conmigo.
Al fondo del pasillo había una puerta metálica y detrás de ella se adivinaba la calle, así que yo seguí andando derecha. Pero ella se paró y se quedó unos pasos detrás de mí y la oí decir a mi espalda:
—Este es mi despacho, ¿quieres verlo? Entonces me volví y le dije que no, que ya le había quitado demasiado tiempo. Reanudé la marcha, pero, un paso después, volví a oírla decir:
—… y por ahí se baja a la bodega, ¿no quieres ver la bodega?
—Ya la veré en otra ocasión.
—Sí, claro. Bueno, espera que te abro. Hay un pestillo que va sólo con llave… Tengo las llaves en el bolso, espera.
Entró en lo que había dicho que era su despacho y la oí salir y acercarse con el tintineo metálico de un increíble manojo de llaves. Cuando me tuvo de frente, antes de abrirme, dijo, estábamos muy cerca la una de la otra:
—¿Sabes una cosa? No debería dejar que te fueras así. —¿Así, cómo? Me voy bien. Estoy encantada de haberte conocido y comprendo de verdad, perfectamente, que no puedas entretenerte más… Es más que normal.
—Yo también estoy encantada de haberte conocido. Y sí, es verdad que no puedo entretenerme más: mañana es el último día para entregar los papeles. Pero eso no quita que me dé cuenta de que no debería dejar que te fueras así.
—Pero por qué… Así cómo… no te entiendo.
—Porque sé que no será igual la próxima vez que nos veamos. Tú estarás más distante y yo estaré más tensa. No me preguntes por qué, pero lo sé y sé que será así. Y sin embargo, no puedo evitarlo. Me pasaría toda la tarde hablando contigo, qué más quisiera yo, hace mucho que no me lo pasaba tan bien, pero no puedo.
—Ni yo te lo he pedido tampoco. Pero ¿por qué crees que no será igual la próxima vez que nos veamos? Yo creo que nos hemos caído bien las dos.
—¿Lo ves? Ya sólo el tono en el que dices eso es distinto del que hemos estado usando antes… Pues porque no será igual. La próxima vez que nos veamos estaremos muy educadas las dos, y hasta simpáticas la una con la otra, pero no será como esta tarde. Esta tarde hemos estado muy a gusto. Porque la magia llega una vez y, cuando cala, consigue que dos personas que ni siquiera se conocen hablen sinceramente durante un rato, pero, si se corta de golpe ese rato y la magia se va, luego esas dos personas llegan incluso a arrepentirse de lo que se han dicho. Al principio de tener el restaurante, me pasó tener que ver cómo clientes habituales con los que un buen día había llegado casualmente a tener una conversación muy intensa, luego ya no volvían. O volvían al cabo de muchísimo tiempo y con una actitud de distancia total conmigo. Y yo con ellos. Es así. No sé por qué, pero no se puede pasar de rosca la intensidad de una conversación con una persona desconocida porque las secuelas son de reacción contraria…
La escuché y supe perfectamente lo que quería decir y que tenía razón. Pero no quise dársela. Fue como si esa reacción contraria de la que ella me hablaba, hubiera empezado ya a actuar.
—No creo que sea así en nuestro caso —fue lo más que llegué a concederle.
—Bueno, ya veremos —terminó por decir, sin ninguna fe. Y metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.
Yo salí con extrañas ideas en la cabeza, pero conseguí rellenar mi salida, mientras me alejaba de la puerta unos metros, con unas cuantas palabras de esas del protocolo de quedar y llamarnos en otro momento mejor y muchas gracias por atenderme y ha sido un placer conocerte y espero que lo de tu madre salga bien y etcétera que podrían haberle borrado a cualquiera sus malos augurios, pero no a ella, porque si yo me repetía en los parabienes ella también se repitió en sus pronósticos, así:
—Pero ¿no te das cuenta de que ya te has ido sin darme la mano siquiera, ni un par de besos que hubiera sido lo mínimo y lo normal después de haber tenido una entrevista de trabajo normal? Nada. Te vas sin más. Esta es la tirantez que trato de explicarte, aunque no sepa explicarme bien.
Efectivamente, ella se había quedado en la puerta, sosteniéndola con el pie y yo ya estaba demasiado lejos de ella como para volverme y arreglar la despedida con esos dos besos que en este país no se le niegan a nadie.
—Procuraré que no tengas razón la próxima vez que nos veamos… —dije, calle abajo, casi en voz alta ya.
—Procura mejor perdonarme por tener la peor semana que recuerdo y por ser tan borde contigo, —después de esto, entró y cerró la puerta.
Durante un buen rato, no supe qué pensar. Estaba tan impresionada por la fuerza de mis propias impresiones como encogida de miedo ante ellas. Más bien no me atrevía a pensar nada. Tenía miedo de aventurarme a investigar lo que sentía y tenía miedo de dejar de hacerlo y permitir así, por defecto, que el ejército más incontenible y salvaje, arrasador inmisericorde, el más ciegamente invasor, el de las emociones a la carga y sin gobierno, me doblegara. Su pelo de aromas de río y lumbres de madrugada; sus ojos como espuelas para el brío ajeno que ella desataba a su antojo; su boca esponjosa y abundante como un cojín de plumas que se adaptara a todos los huecos de todas las expresiones… y en el centro de toda ella, su sonrisa como una promesa de lujos interminables…
Pero yo quería tanto, y tan de verdad, a mi dulcísima vendedora de tornillos, que hubiera hecho cualquier cosa por evitar que el desastre que se cernía sobre mi corazón se desencadenara. Lo intenté. Intenté pararlo y decidí que, para eso, era mejor pensar.
Y pensé que si aquella mujer me había gustado tanto y tan de repente no podía ser más que por su belleza. Que apenas había otro motivo para que me gustase que el hecho de que fuera guapa. Pensé que no había tenido tiempo de saber si el resto de sus virtudes eran de fiar. Pensé que cualquiera que no sea un energúmeno integrista está ya hoy perfectamente capacitado para ser encantador con quien se muestra diferente con naturalidad. Pensé que su simpatía era profesional. Pensé que su facilidad para resultar atractiva y seducir era más bien un perfecto estado de forma que se alcanza sólo después de muchos años de entrenamiento.
Luego pensé que la forma en que yo le había gustado podía diluirse perfectamente en el caudal general del resto de la gente que ella considerase agradable. Pero entonces me corregí de inmediato, porque este de tratar de averiguar de qué manera y hasta dónde le había gustado yo a ella no era buen camino; era mejor volver al de seguir averiguando hasta dónde era creíble que ella me hubiera gustado a mí.
Y lo intenté. Pensé que no era lógico creer que me había gustado tanto como ahora mismo, en caliente, me parecía. Pensé que mañana o pasado, todo lo más tardar, me daría cuenta de que me gustaba mucho menos. Pensé que todas las formas de atracción son relativas y que todas tienen una fase de comienzo en la que, si estamos pendientes de no inflamar falsamente sus poderes, éstos se atienen a la realidad de los atractivos de modo que ninguno resulta verdaderamente irresistible. Pensé que está más en nuestra mano de lo que creemos el desear o no a otra persona.
Toda la tarde estuve intentando quitármela de la cabeza o dominar con ella lo que mi cuerpo estaba queriendo inventar a su antojo. Yo nunca había sentido, así de fuerte y tan de repente, tal atracción por nadie. Entré en un bar de una de las calles por las que andaba sin dirección fija y pedí una manzanilla en lugar de un café. Luego pedí una botella de agua, pero la cerré sin echar ni una gota en el vaso y me la llevé para no seguir sentada allí, para tomármela en el banco de algún parque que encontrara. Me apeteció ver árboles a mi alrededor. Y algo tenía que ver esa apetencia con su morena mata de pelo.
Me dio la hora de cenar, pero no tenía hambre. Mejor dicho, se me hacía insufrible la idea de entrar ahora en cualquier restaurante que no fuera el suyo. Recordé que tenía el coche aparcado enfrente y que aún llevaba en el maletero las cajas que tenía que haberle dejado. Me convencí de que no era sólo por volver por lo que quería volver a dejar las cajas ahora y cumplir así mi tarea. Y para demostrarme a mí misma que no era por volver y por rondar la casualidad de volver a verla, me impuse esperar hasta mucho después de las nueve para ir a buscar mi coche y entrar en el local a entregarle las cajas a… pues al tal Martín, por ejemplo. Ni a las nueve ni a las diez iría, por si ella se había retrasado con sus papeles y había decidido llegar al hospital más tarde. Ni siquiera a las once; a las once tampoco porque estarían en el restaurante en plena faena. No antes de las once y media o doce, me propuse. Y así lo hice. Entré a hablar con Martín por la puerta principal a las doce menos cuarto y le dije que tenía en el coche dos cajas que quería dejarle y que las llevaría por la parte de atrás. Él mandó enseguida a un pinche de cocina para que yo no cargara con ellas.
Pero no conseguí evitar la tentación de preguntarle a aquel hombre tan amable dónde estaba ingresada la madre de Yolanda, con la excusa de poder enviarle al día siguiente un ramo de flores. No se sabía el número de la habitación. Pero sí la clínica privada donde estaba. Tampoco sabía cómo se llamaba la madre de nombre de pila. Pero me dijo el segundo apellido de Yolanda, y con eso tenía bastante.
Me pareció un hombre agradable, honestamente sensible, casi tierno. Rondaba los sesenta y daba la impresión de haber acumulado muy poca maldad en tantos años y casi ningún resabio de esos que enturbian los ojos. Pero sé que me cayó aún mejor porque me dijo algo precioso de ella:
—Le gustará que le mande usted flores a su madre… Es un detallazo por su parte. Y me va usted a perdonar si le copiamos la idea y hacemos lo mismo nosotros. Los compañeros y yo. ¡Es que tenía que habérsenos ocurrido a nosotros, caramba! Ella está siempre pendiente de todo el mundo, es buenísima persona, y no creo que le paguen a ella con la misma moneda. No lo creo. La pobre tira de todo, de lo suyo y de lo ajeno. Y no se queja.
Yo esperé que me contase algo más, pero no lo hizo, claro que no.
—Perdone usted, Martín, lo del medio día… cuando me he puesto tan terca con lo de la invitación, ha sido un desprecio, pero es que…
—No se preocupe. Al contrario. Cuando he entrado a decirle a Yolanda que usted se empeñaba en pagar, ella me ha dicho: «pues entonces tendré que atenderla», dice, «no es justo que una persona así se vaya enfadada». Y ya lo ve usted cómo es. Ha salido enseguida. A pesar de que ni le cuento lo que esta criatura tiene de frente estos días. Pero ha salido a atenderla a usted. Y es lo que le digo, que está pendiente de todo el mundo. No es ya sólo el restaurante, que sería más que bastante, tiene a su cargo a toda su familia… Y ahora esto de la madre…
—Algo me ha contado por encima… Y por eso, porque me ha atendido a pesar de que no tenía tiempo, he pensado agradecérselo de esa manera, con lo de las flores… pero no sé si…
—Sí, sí, le gustará, ya le digo, seguro que sí.
Así me habló de ella: con mucho cariño, con admiración también. Me pregunté si la querría como un padre, como un compañero de trabajo o como un enamorado secreto. Y que hoy ya tenga clara la respuesta a esa pregunta, no es más que una curiosidad sin importancia; lo importante fue lo mucho que me emocionó aquella noche ver que ese hombre la describía a ella como a una buena persona.
Al final, la idea de las flores, que para mí no era más que la excusa para saber al pie de qué cama iba a estar ella toda la noche, era la mejor que había tenido. La otra, la primera, ir a verla sabiendo que estaría sola, ir a estar con ella, hacerle un poco de compañía en la larga noche de hospital, la más larga que existe, seguir nuestra conversación, pedirle perdón, oír su voz… era una temeridad por la que tendría que pagar, lo sabía antes de ir, el precio más alto que puede pagar una persona: el dolor ajeno.
Porque, si iba a verla, me quedaría prendida en su pelo y pendiente de su alma y colgada de su cuerpo. Y era lo de menos para mí en ese momento que ella sintiera o no lo mismo; porque eso entraría en todo caso en las cuentas de mi dolor, y mi dolor es mío y me lo administro yo. Lo insoportable era saber lo que sufriría mi amada vendedora de tornillos cuando se diera cuenta de mi estado. Y eso sabía yo que ocurriría en cuanto estuviéramos juntas, sin poder evitarlo, nada más verme perder la mirada en los infinitos de la ausencia…
Tumbada en mi cama del hotel, me zumbaban avispas alrededor de los ojos y de las orejas, a punto estuve de liarme a manotazos con ellas como si fueran reales. Y hasta debieron de picarme porque me entraron unas ganas ácidas de llorar y se me hinchaba el corazón de rabia conmigo misma. No me cabía en su sitio de rabia y de dolor por lo que me estaba sucediendo. Veinticuatro horas antes, mi vida era tranquila y feliz y mis piernas se enroscaban en al cintura de una mujer que me hablaba de su amor y del mío como una bendición. Mi amada vendedora de tornillos y yo nos queríamos de verdad. Pero el deseo es el veneno más rápido que existe. Su escozor es insoportable; porque no es superficial, como dicen, no hay nada en nosotras que se inflame por fuera; antes al contrario, actúa por dentro abultando las visceras hasta que no nos caben… y yo notaba por eso, se dice así, que se me abrían las carnes pensando en ella, en qué ella, pues en los dos ellas, y en mí.
Una sabe cuándo le está pasando algo de consecuencias trascendentales, cuándo se está enamorando, y lo sabe no sólo antes de alcanzar el amor que ha empezado a anhelar, sino hasta con independencia de que lo alcance o no. Lo sabemos porque no podemos evitar vestirnos y salir a la calle a las dos de la mañana a buscar un taxi.
—¿Es usted familiar? —preguntó la recepcionista de la clínica mientras tomaba nota de mi carné.
—Sí, soy su sobrina. Acabo de llegar de viaje. Mi prima está con ella, creo. Vengo a ver si quiere que la releve un rato.
—Suba usted: tercera planta, habitación tres-dos-cuatro.
Suspiraba con la esperanza de que la puerta estuviera entreabierta, para permitirme ver si Yolanda estaba sola con su madre o no. Pero, a esas horas, todas las puertas estaban cerradas a medida que avanzaba por el pasillo, y la trescientos veinticuatro también. ¿Qué diría yo si había alguien más con ella? O peor, ¿qué diría si estaba ella sola? Si había alguien más, diría que me perdonasen, que me había confundido de habitación; tiempo suficiente para que ella viese que estaba allí, que había ido, y decidiera si quería salir o no a hablar conmigo. Que estaba nerviosa es poco decir. Había mucho silencio. Llamé muy despacito a la puerta. Nadie contestó. Llamé más fuerte y me atreví a abrir una rendija… La habitación estaba en penumbra, pero no la veía entera, no veía más que la cabecera de la cama y a una señora plácidamente dormida. Entonces, una fuerza, que no era la mía, terminó de abrir la puerta desde el otro lado.
Era ella, estaba sola con su madre, no había nadie más, y se quedó muy en silencio mirándome. Yo creo que sólo miramos así a alguien a quien queremos abrazar de todo corazón, a alguien muy querido que viene de muy lejos. Yo tampoco sabía qué decir. Me cogió del brazo y me hizo entrar. Cerró la puerta apoyando la espalda en ella y ahí se quedó, parapetada, tal vez a cubierto, cerca de la salida, sujetando su salida con las dos manos en el pomo, a dos pasos de mí. Y muy bajito, susurrando, dijo:
—No me puedo creer que hayas venido…
La puerta tan blanca le hacía de marco, y le daba luz y aire a su cuerpo en sombras. Bonita foto. Estaba guapa de verdad.
—Yo tampoco.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, pero no era una pegunta—. No he dejado de pensar en ti en toda la tarde. Y ahora mismo estaba pensando en ti. No me puedo creer que estés aquí. No puedo creerlo…
—Yo tampoco.
—Y no sé qué está pasando. No te conozco. No sé nada de ti. Y no es normal que me hayas intrigado de esta manera… de una manera… que yo no tenía prevista.
—Yo tampoco.
—Tengo la cabeza a mil revoluciones.
—Yo también.
—No, no digas lo que digo yo —me pidió—. Eso es muy fácil. Dame explicaciones.
—No sé si puedo.
—O dime una cosa, por lo menos, sólo una cosa: ¿Has intentado tú, aunque sea de una forma inconsciente o tonta o como sin querer casi… a lo mejor sólo por entretenerte, pero, has intentado tú ligar conmigo? ¿O es que yo me estoy volviendo loca y me imagino cosas sólo porque me apetece imaginarlas? Porque no me explico esto que me pasa. Siento como si estuviera respondiendo a algo, y no puede ser que sea algo que haya salido de la nada… que me haya inventado yo.
—Lo mismo me pasa a mí, así que podría hacerte la misma pregunta…
—Que no, que eso es no decir nada; háblame claro, por favor. Dímelo más claro. Necesito que me lo digas más claro: ¿Te gusto?
—Muchísimo. —Le contesté.
—«Muchísimo» qué significa para ti.
—Más de lo que sería sensato reconocer… Más de lo creíble para lo poco que… Y tanto como para no haber podido evitar venir. Sobre todo eso.
—Pues a mí me has dejado… fuera de foco. A lo mejor para ti es normal, pero para mí no es normal sentirme así con una mujer.
—No hay nada de normal en lo que siento ahora mismo.
—Ni con una mujer ni con hombre… La verdad es que ni me acuerdo de cuánto hace que no me sentía así. Llevo toda la tarde y toda la noche… nerviosa. Estoy nerviosa. Como una cría. Pero contenta, por otro lado. Feliz de sentirme tan… tan arrasada por dentro. ¡Y alucinada de que hayas venido! Te veo y no me creo que estés aquí.
—He venido a… —empecé a decir, pero miré a su madre dormida…
—No te preocupes. Ha estado aquí esa enfermera amiga y me ha dicho que le han puesto un calmante de caballo… que no se va a despertar en toda la noche… Dímelo, ¿a qué has venido?
—Pues… A darte los dos besos que te debo. Aunque… bueno… yo… te cambiaría los dos por uno solo.
—… dios… eres tan… Ven.
Me cogió de la mano, abrió la puerta del cuatro de baño, entramos y la cerró.
Había una luz de emergencia allí dentro, que nos iluminó para que no nos perdiéramos en el espacio que se abría infinito delante de mis ojos. Ese espacio alrededor de la nada, generador de la nada a su alrededor, eran los suyos. Mirándome. De pocas palabras fue el estallido, quizá algún murmullo que trataba de expresar al mismo tiempo la novedad de las fuerzas desatadas y el asombro. Sin verbos. Sin apenas génesis. Una semántica sin preparación previa de sujetos, pero esta vez, por primera vez, también sin matización de adverbios. El pelo no hace ruido cuando una mano ajena lo retira de la cara. La respiración puede agitarse hasta los límites de la ansiedad sin ningún estruendo. El abrazo es mudo porque no acepta distracciones. Me besó como si quisiera convencerme de que llevaba horas besándome a escondidas en un apartado de su cabeza. La besé como si no pudiera evitar que supiera que la deseaba por delante de toda mi realidad y por encima de todos mis recuerdos. Me estrechó contra su cuerpo en una verticalidad tan perfecta, que mi vientre se hizo mejilla del suyo, mis pechos y los suyos: dos diábolos encajados por la cintura; mi boca y la suya: la misma sima, el mismo ensimismamiento… Mi pierna buscó sus centros y mis centros buscaron su pierna… pedernal, frote, fricción y fuego…
Ese momento… es lo mejor que me ha pasado hasta ahora en toda mi vida. Así es. La llegada de mi viaje a mí misma. La culminación del largo proceso que me había conducido hasta allí. El porqué y el para qué de casi todo lo transcurrido. Y el placer más intenso que he sentido nunca porque vino del cuerpo de una mujer capaz de prometerle, al mismo tiempo, el mismo cielo a mi corazón.
* * *