Estoy en mi casa, tranquilamente sentada y escribiendo. Hace un día de esos que deberían ser gratuitos para que la gente pudiera salir a pasear. A mí, sin embargo, me apetece escribir. Es por la mañana de mi trigésimo cuarto día de paro («trigésimo cuarto»… me gustan mucho los ordinales, suenan como a salidos de un dialecto teutón abandonado, especialmente el septuagésimo octavo y siguientes; y hay uno espectacular, que me chifla: nonagésimo nono), quizá sea demasiado pronto para prescindir de una mesa bajo mis brazos a las nueve y media de la mañana.

Parece que este cuaderno va camino de convertirse en un diario. No sé por qué me está dando por ahí. Aunque una cosa sospecho desde que lo empecé, que lo que me mueve a escribir no es sólo la incertidumbre sobre lo que será de aquí en adelante mi vida laboral o económica. Hay otra impaciencia, otra desazón. Y puede que escribir nos clarifique, y que por eso nos sintamos tan obligadas a hacerlo como capaces.

Otra impaciencia, sí, otra desazón. Sólo a última hora del otro día, ya era muy tarde, me decidí a contar lo que sucedió en aquel hotel de Atenas, pero como de pasada, al hilo de las telas y sin darle toda su importancia, cuando lo cierto es que llevo los cinco años que hace que ocurrió aquello sabiendo que debería hacerme todas las preguntas del catálogo, sin dejar una. No ha habido ninguna otra mujer en mi cama, pero ese recuerdo es un ácido que se ha estado comiendo a socavones mis partes blandas.

De pronto y mil veces me veo todavía bajo su cuerpo, el de ella amándome desnuda a mí; mil veces me veo así a propósito para excitarme cuando estoy sola y mil veces me he visto así sin poder evitarlo cuando no lo estoy. Porque no es una fantasía creada con mis reglas para ser efectiva y recurrir a ella por puro placer, para intensificarlo: es un recuerdo orgulloso de su libertad, inevitable siempre, inoportuno alguna vez y prepotente frente a mi realidad en más de una ocasión.

De pronto y mil veces sigo viéndome reaccionar como lo hice cuando ella, en un momento en mitad de la tormenta, aprovechando que me tenía completamente a su merced, como a una nave de madera, y quizá sin darse cuenta, me mordió con cierta fuerza en un hombro, como un mar hambriento muerde las cuadernas, allí donde la ropa de invierno jamás mostrará la marca: yo, doliéndome con coquetería, fingiendo un dolor excesivo para poder devolverle el juego, me revolví hasta cambiar las tornas y ponerme sobre ella; le hice un nudo a la espalda con sus propios brazos y le puse encima todo el peso de su cuerpo, para que no pudiera moverlos, y todo el peso del mío también, a caballo sobre su cintura. Entonces ella jugó a defenderse, a tratar de zafarse, moviendo lo único que aún podía mover, la cabeza; la movía de un lado al otro, como el péndulo de un reloj, para esquivar mi boca que intentaba besarla, y mi boca seguía de un lado al otro sus amagos de huida, lentos al principio, como el péndulo de un reloj, sí, como si quisiera engancharme a su ritmo, hipnotizarme con ellos, pero más rápidos después. Sus cabeceos se volvían más rápidos cada vez, como un tictac de pulsera, como los latidos de un corazón y mi persecución de sus labios se aceleraba con ellos, hasta que mi deseo de alcanzar su boca y la humedad de su lengua se hizo tan urgente, que no pude evitar sujetar su barbilla con mi mano, obligándola en serio a la quietud que necesitaban mis labios para encontrar los suyos. Y entonces mismo, cuando ya la espera de este peleado beso parecía habernos hecho insoportable la ansiedad, con sus labios abiertos y esperando francamente los míos, a mí se me ocurrió no querer que fuera mi lengua, sino uno de mis pezones el que se adentrara en la oquedad. Subí mi cabeza por encima de la suya y uno de mis pechos quedó así a la altura de sus dientes, peligrosamente embocado. Noté el calor de su aliento y que sus dientes no me rozaron, fue su lengua. Y su lengua se dedicó a pedalear, como una cadena bien engrasada, alrededor del plato imaginario de mi pecho… veintiocho marchas distintas y era yo la que ascendía, subían mis piernas hacia la cumbre, impulsadas por su ritmo, una meta en todo lo alto, un esfuerzo de cadencias justas, una prueba de pulmones que empiezan a jadear por el exceso.

Y más aún, y aún más: me deshacía de ganas… Luego fueron mis orejas las que se convirtieron en piruletas de recreo para sus chupetones, y toda mi piel, por ellos, en sábana de faquir. Y más… Porque el deseo me podía por primera vez: pudo más que cualquiera de mis intentos anteriores a ella por hacerlo venir, y estaba pudiendo más que mis intentos de encauzarlo. Sí, por primera vez sentí que el deseo era una fuerza por sí misma venida y desatada, una energía tan mía como ajena a mi voluntad, tan conocida como inesperada.

Y de pronto ella empezó a jadear y uno de sus jadeos largo fue a caer en el centro de mi oído; y, como si su gemido hubiera tenido que recorrer un laberinto de túneles para hacerse oír allí abajo, en mis piernas, en la puerta de mis piernas se hizo oír; como un llamador de mano, como una aldaba que empuñase una bola y la hiciera chocar contra mí en mi entrada más secreta. Llamaba ella allí arriba para entrar aquí abajo y yo quería que entrase y, sin embargo, una vez más fui yo la primera que… fue mi mano la que se abrió paso hacia su casa.

O tal vez fue ella la que sintió sus ganas de profundidad antes de que yo sintiera las mías, y las provocó en mí, haciendo de mi cuerpo un espejo perfecto del suyo; el caso es que la oí gemir de placer y de anticipación, antes de que mi mano hubiera pensado siquiera en llegar hasta allí y menos aún en entrar en un recinto donde nunca creyó que entraría. Ajena oquedad.

Pero su forma de borrar mis dudas, o mi tentación de entretenerme en otros descubrimientos, fue tan poderosa, que terminó de incendiarme: toda yo ardí al momento, arrasada por la bocanada de amor de un dragón enamorado, cuando su mano agarró la mía y la condujo sin dudas al mullido lecho de todos los sueños, a la caverna entre sus acantilados, la gruta que se inunda, salada, cuando nada, ni la luna siquiera, puede contener los flujos de las mareas.

Visto, ahora, cómo ocurrieron estas cosas y otras, por cómo hice yo algunas, según fueron de verdaderas mi entrega y mis ganas de consentirla a ella, no creo que mi morena amante tan poderosa pensara ni por asomo que aquélla era mi primera vez. No se le ocurrió y hasta puede que le hubiera parecido mentira si se lo digo. Lo que demuestra que no tiene ninguna importancia que lo fuera. Nadie lo sabe mejor que yo. Yo misma llegué a dudarlo, que aquélla fuera la primera vez que me acostaba con una mujer o que hubiera siquiera una primera vez con una mujer en el sentido en que la hubo con un hombre.

Sí que hay una primera vez para perder la virginidad de la manera en que eso ocurre con un hombre. Pero si notamos tan claramente que es la primera vez, no es por la penetración en sí, digo yo, que seguramente ya conocemos en otros diámetros menos agresivos, sino por el miedo al dolor que llevamos puesto, y por la ausencia, al cabo, del placer que pretendíamos. Después de preguntárselo a tantas amigas, parece que ésos son los dos ingredientes que nunca faltan en el estreno: el miedo al dolor, lo haya luego o no lo haya, y la falta del placer, que no acude a una cita tan importante, lo reconozcamos o no, y aunque el retraso sea de sólo una noche.

Cuando ella me penetró a mí, sin embargo, nada de aquel miedo apareció; puedo creer que eso fue simplemente porque ya no era virgen, porque ya hacía mucho que no me quedaba rastro de él, pero también puedo darme a suponer que es más bien porque el miedo al dolor, al dolor físico, no aparece nunca con una mujer. En una mujer no hay nada endurecido, y además pretendidamente ingobernable, que nos amenace a destiempo. Y las manos son cerebro puro. No están ciegas; al contrario, siempre, etimológicamente, han sido las únicas capaces de ver en esa oscuridad perpetua. En fin, no lo sé. Y qué más da. Puede que me lo cuente así sólo para entenderlo. En todo caso, el placer fue incontenible; e incluso demoledor, a ratos. Y, sobre todo, resultó ser un placer independiente de la experiencia. O tal vez sujeto a ella por lazos íntimos que nada tienen que ver con la necesidad de constatación previa.

Finalmente, sea como fuere y lo analice como lo analice, lo cierto es que aquello sigue trastornándome.

Del modo más impredecible, además. Una tarde de hace un par de años estaba sola en casa, viendo no sé qué película del Canal Plus en la que dos mujeres se acostaban juntas después de una casi dolorosa, a fuerza de ser tan evidente como negada, relación de amor y de deseo. No era pornográfica, por eso tardaban tanto en acostarse, pero al fin lo hacen, sí, y supongo que el erotismo del momento fue, efectivamente, tan apoteósico como se pretendía, gracias a habérnoslo hecho esperar tanto. Sin embargo, yo me descubrí viviendo la escena con más humedad en los ojos que entre las piernas, más bien llorando que excitada. Enfadada conmigo misma por seguir negándome a reconocer lo que me pasaba. Así que me impuse el reconocimiento como una tarea: reconocer que me moría de ganas de volver a acostarme con una mujer. Y tan fue así (que me lo impuse como una tarea, digo, por si fuera verdad que la disciplina ayuda a la aceptación), que, nada más terminar la película —enrabietada, ya digo, ésa es la verdad, más que deseosa—, hice algo para mí inimaginable: busqué en el periódico y marqué el número de un anuncio perfectamente claro. Y vino una chica. Vino, le pedí que se sentara, le ofrecí una copa, le pagué y le dije que se fuera.

Que si era porque no me había gustado ella, me preguntó. Y será vanidad, pero yo juraría que me lo preguntó con tristeza. Le dije que no de la manera más dulce y convincente que pude. Me pidió que no tuviera miedo, que la dejara hacer. Le dije que no. Me preguntó si era la primera vez; le dije que no, sobre todo para que no se esforzara. No me apeteció. Le pagué, efectivamente, como el hombre atormentado de los guiones policíacos, y como es de rigor, y se fue. Para prueba, aquella vez fue suficiente. No pude comprar a una mujer como si pudiera ser comprada.

Además, será que he envejecido, pero ya no puedo tampoco hacer una abstracción tan grande entre los deseos de mi cuerpo y los de mi corazón. Ojalá pudiera entrar en un bar y ligar con una mujer de la manera estúpida en que he ligado con algunos hombres.

«Ya ves que lo he intentado, ¿qué más puedo hacer? Peor ¿es que de verdad puedo hacer algo?, porque yo creo que no —éste hubiera sido, aquella tarde, mi lamento místico a las alturas—. ¿Qué quieres de mí? —le hubiera gritado a la provocadora diosa de mis problemas, si la hubiera—. He llamado a una chica: ¿no te basta con que admita así el deseo; acaso tengo ahora, además, que enamorarme? Sabes que eso no está en mi mano. Pero, aunque lo estuviese, aunque pudiera enamorarme de una mujer (al fin y al cabo esa parte no me parece la más difícil), ¿cómo haré para que coincida que ella quiera quererme a mí también? ¿Qué cálculo de probabilidades me dejas? ¿No es esto como condenarme a buscar una aguja en un pajar? ¿Por qué me lo pones tan cuesta arriba? A un hombre le haces una seña así con el dedo y viene. O te la hace él a ti, más fácil aún, y vas. Pero ¿cómo llamo a la mujer que me guste… cuando aparezca? Aparecerá, no es difícil, porque hay muchas mujeres que me gustan, desde luego más que hombres; me caen mejor, me llevo mejor con ellas, incluso se podría decir que, en general, las quiero más. Pero ¿qué garantía supone eso a la hora de que no todas en manojo, sino una sola de ellas, una perfilada con rotulador negro entre las demás, una con cintura propia acepte que vaya yo a besarla a ella? ¿Qué garantías tengo, suponiendo que en mí nazca el deseo, de hacer que nazca en ella también? ¿Qué le digo? ¿Que soy más suave de piel que su novio? ¿O debo restringir mis esperanzas a las mujeres que, por su cuenta previa, me deseen a mí?».

Me pareció estar retrocediendo hasta los quince años: hasta ese momento de la madrugada de nuestra vida en el que ya no es de noche, pero no ha amanecido aún. Volvía a consentir las mismas bobaliconas incertidumbres ante las mismas cotidianas sombras: «¿Encontraré a quien me quiera, querré a quien encuentre?». Mi sentido del ridículo me puso sobre aviso. No me faltaba más que volver a escribir, a boli indeleble, en mi carpeta de la escuela, aquello de: «Virgen santa, Virgen pura, haz que me aprueben esta asignatura».

No me avergüenzo de que puedan gustarme las mujeres. Ni mucho menos. No es ésa mi incertidumbre. No la busco en el sentido de culpa o de pecado o de rechazo social o de…

No, no está por ahí. Me siento lejos de esas esclavitudes de púlpito y penitencia. Es otra impaciencia, otra desazón. Quizá tenga más que ver con la sospecha de la extrema y extraña soledad a la que podría estar condenándome aquel recuerdo. Y me baso en lo mismo que los poetas, en saber que todos los padecimientos son soledad y todas las ansiedades, memoria muerta.

No me sé muy bien, la verdad. Pero tal vez escribir me averigüe, efectivamente. Puede que esté escribiendo con esa esperanza. Tal vez sea el único método que tenemos de diálogo con nosotros mismos. Ni la conversación más íntima y sincera con una sincera e íntima amiga está libre de los ruidos de la impostura, de los tufos de la vanidad y de la desconfianza de ser finalmente comprendidas. Escribir es un camino de introspección más fiable, me parece a mí. Escribir, que no leer. Porque tampoco leemos con la limpieza de ánimo de quien sólo pretende entender lo que otro ha dicho. Leemos con expectativas propias, con exigencias previas, y hasta con la ambición egoísta de aprender algo.

Por no saber, no sé siquiera si conocernos mejor en lo que nos es más propio será un buen empeño, si no será mejor aprendernos en lo que tengamos de común y dejarnos de pretendidas originalidades. Y mucho menos sé si será posible. Pero de serlo, de ser posible y un buen empeño, la escritura es lo único que lo haría real.

Claro que sólo una escritura alejada del ánimo literario, de lo que la mayoría entiende por ese ánimo. O, al menos, una escritura que, de esos aires convenidos de la literatura, tomara sólo los instrumentos, nunca las intenciones; las técnicas solamente, nunca los objetivos.

Aunque, pensándolo bien, ¿qué estoy diciendo? Yo mejor que nadie sé que esto que acabo de decir es absurdo. Es como pretender lo mismo de la publicidad, tomar de ella sólo los instrumentos, no las intenciones, sólo las técnicas, no los objetivos. ¡Como si fueran separables! Como si no supiera yo que son la misma cosa. La publicidad es mala de la cabeza a los pies. Desde la lengua hasta la dirección de sus pasos. No son malos sus fines solamente, son malos sus medios. Es más, al contrario de lo que suele decirse, puede que, de la publicidad, no sea lo peor sus fines, sino su propia naturaleza intrínseca, su razón de ser: los métodos. La publicidad, como la literatura, es pura metodología. No es malo querer vender, o querer averiguarnos, lo malo es querer hacerlo publicitariamente, pública y masivamente. Porque hacerlo de ese modo exige un lenguaje tan específico como malvado.

Dicho con un ejemplo: la publicidad no es mala cuando pretende vender coches, lo es también, porque lo es siempre, cuando hace campañas contra los accidentes de tráfico. Especialmente, diría yo. Porque tenemos activada una cierta, aunque resulte impotente, resistencia a dejarnos convencer por una marca de coches, pero estamos muy desalertados frente al nocivo mensaje de fondo de toda campaña de la DGT., que nunca es otro que éste: está en tu mano evitar los accidentes. Con sus redundantes variantes: el culpable eres tú por no respetar las normas, por rebasar los límites de velocidad, por ser agresivo, por no ponerte el cinturón o el casco, por no mirar bien antes de cruzar, por no descansar lo suficiente, por tomar alcohol o drogas… Consiguen que no pensemos en quién nos habla. En el narrador. Parece que hablase Dios o nuestra conciencia. Y, al no pensar en algo tan importante, estamos lejos de poder preguntarnos si sus intereses y los nuestros serán de verdad los mismos, si no nos estarán engañando o despistando sobre la parte de culpa ajena.

Y así, no es ya que el mensaje lanzado sea simplemente falso, sino que, en un alarde de disparate, es exactamente lo contrario de la verdad: que evitar los accidentes está mucho más en las manos de ellos que en las nuestras. Es que ni siquiera es cierto que se gasten dinero en campañas de publicidad porque les preocupen nuestros traumatismos, les preocupa el gasto que producen. Y no les preocupa a ellos tampoco, a la DGT, sino a las compañías de seguros y a la Seguridad Social que exigen, año tras año, mayor inversión.

Si la velocidad sigue matando, es claramente porque no ha sido eficaz limitarla en las señales, lo sería más limitarla en la inyección de los motores de los coches. Si la velocidad máxima permitida es de ciento veinte, podría limitarse la velocidad de los coches a ciento sesenta, por ejemplo, y utilizar toda la potencia que se quiera poner de más en mejorar el reprís en lugar de la velocidad punta. Y no sería esa limitación peligrosa, como dicen algunos, para el adelantamiento porque, para adelantar, hace falta medir el espacio disponible y el tiempo necesario, y ese cálculo se hace siempre, y siempre sobre la base del coche que llevamos, hasta los Ferraris deben aprender a adelantar con las limitaciones de sus motores. La limitación es inevitable; así pues, podemos establecerla por ley y no exclusivamente por el poder adquisitivo de cilindrada que cada uno tenga. Y si no se quiere limitar la velocidad, al menos debería quererse sancionar de verdad a quienes tienen dinero para saltarse las normas: podrían instalarse los mismos tacógrafos en los coches que en los camiones, de modo que se pille siempre al infractor. Y siempre es siempre.

Sin embargo, nada de esto se hace porque no quieren ni los fabricantes ni los usuarios que pueden comprar grandes motores: a ambas minorías les interesa establecer, al volante, diferencias de estatus social a las que se empeñan en llamar libertad individual.

Somos culpables de no respetar las señales, pero existen puntos negros conocidos y pasos a nivel sin barrera y pasos de peatones sin semáforo y carreteras que crecen pero siguen cruzándose a pie sin puentes. No usamos el cinturón, pero existen mecanismos que colocan el cinturón automáticamente al cerrar la puerta. No usamos el casco, pero se venden las motos sin ellos, son un accesorio que hay que pagar a parte; y podría instalarse un mecanismo de llave de encendido para motos con dos cabezas (un cable flexible, de canutillo, como el de los teléfonos, con dos cabezas, por un extremo del cable tendríamos el punto de conexión al encendido de la moto y, por el otro extremo, un punto de conexión universal al casco, de modo que no pueda ponerse en marcha una moto sin haberla conectado a un casco homologado). Del mismo modo que no debería ser una excentricidad la llave de un coche con alcoholímetro incorporado que permita o anule el encendido según haga falta. Y cuando todo eso, y tantas medidas más que están sólo en manos de quien nos habla, esté hecho por ley, esté mandado hacer por ley a los fabricantes, sólo entonces y no antes, podríamos empezar a hablar de lo culpables que seríamos quienes, haciendo trampas, hubiéramos anulado manualmente, en talleres clandestinos, los dispositivos de limitación de velocidad que las marcas se vieron obligadas a instalar de serie; o de la imprudencia temeraria de quienes cruzan las vías del tren por trochas caprichosas a campo través con sus todoterrenos prepotentes… o de la de quienes llevan el casco para poder poner en marcha la moto, pero colgado del brazo… o de la de quienes piden a otro que sople su llave para poder arrancar su coche cuando ellos van soplados…

Y, no obstante todo esto, a mí, las campañas publicitarias que más me indignan son las de la mayoría de las ONGs. En serio. Resulta que yo tengo no poca responsabilidad (se diría que toda, puesto que soy la única a quien se dirige el anuncio) en consentir que la lepra ataque a un poblado africano, y rayo en el delito si no doy un euro al día para evitarlo. Toda campaña publicitaria, hable de lo que hable, nos impide o nos dificulta ser críticos y soñar revoluciones.

Cualquier campaña, cualquier lenguaje publicitario. Porque el lenguaje publicitario, la razón de ser de la publicidad, es malo por sí mismo, y conviene insistir en esto y seguir aportando pruebas. Hasta el lenguaje aparentemente informativo, dentro de la publicidad, es una estrategia publicitaria más. Es un remedo de información que encubre un engaño. Porque, si la información es información, debe, por honestidad, cuando habla de algo, tratar de mostrar lo que ese algo tenga de bueno y lo que tenga de malo. No viene al caso ver ahora si la información que recibimos es honesta o no; lo que cuenta es que está en su esencia procurarlo. Mientras que en la esencia de la publicidad está procurar lo contrario: que lo malo no se vea. No existe, por tanto, la publicidad como mera información, ni aun cuando lo que diga el mensaje sea cierto, porque no existe el cliente que pagaría para hablar mal de sí mismo: «informo solamente yo, porque yo pago, así que yo informo de lo que quiero y, lo que no quiero decir, me lo callo». ¿Podemos consentir que alguien lance la información como le convenga sólo porque tenga dinero para pagarla?

También hay otro tipo de campaña que llaman informativa y que nunca falta en una discusión como ésta: una campaña como la del SIDA. Quienes dan con un ejemplo así, creen haber encontrado el argumento irrefutable que demuestra que la publicidad no siempre es mala. Bien, pues una campaña como la del SIDA puede hacerse en espacios de veinte segundos y con dibujos animados, pero es mejor hacerla en espacios verdaderamente informativos más amplios, de unos cinco minutos, pongamos, para que tampoco cansen; y es mejor hacerla, sobre todo, en los institutos (lugares de riesgo), entre las prostitutas (mujeres de riesgo), a la puerta de las discotecas (momentos de riesgo), de las iglesias (sermones de riesgo), de los campos de fútbol (prólogos de riesgo)… En todas partes al mismo tiempo que en la radio y en la televisión, y en cada sitio con su lenguaje más apropiado, que el publicitario no es el único lenguaje eficaz que existe. Y, en todo caso, no deberíamos dedicar a estas campañas, que son meras excepciones, el mismo tiempo de discusión que dedicamos a los fundamentos de la publicidad. Yo, llegados a este punto, cuando alguien parece haber encontrado en la campaña del SIDA la tabla para salvar a toda la publicidad (como sé, además, que encontrar esa tabla era su objetivo y salvar la publicidad su empresa), pues abrevio y voy derecha al grano —aún a sabiendas de que, en el atroche, se me verá el plumero—, y lo digo, lo digo claramente, me ofrezco voluntariamente a ser lapidada: «Sólo el Estado, sólo por el bien colectivo y sólo cuando no pretenda ahorrar otros esfuerzos o su propia responsabilidad (lo que es tanto como decir que rara vez) podría ser razonable que emprendiera campañas informativas con modelos publicitarios». El plumero que se me ve es el que me delata contraria y enfrentada, al menos ideológicamente, a las raíces mismas del sistema en que vivimos.

He ahí, pues, otro curioso aspecto de la publicidad, de las discusiones sobre ella: resulta tan paradigmática como detectora de infiltrados. Tan espejo de nuestro mundo, según dicen, como prueba de toque para quienes lo rechazamos. En mi caso, es tan espejo de lo que pienso y tan prueba de lo que soy, un alma condenada, como ponerme de verdad frente a un espejo y comprobar que no me reflejo. O arrimarme un crucifijo y pedirme que lo bese.

Pero ya vale. He vuelto a enredarme otra vez hablando de la publicidad y no quería. Además, son cosas muy sabidas las que digo y que yo las haya padecido durante tanto tiempo no las hace interesantes fuera mí. Aunque, por otro lado, también pienso que si las digo es porque necesito decirlas. Y la escritura debería servir también para decir cosas tan evidentes como estas que, sin embargo, ya no pueden ser dichas en ninguna otra parte. No pueden ser dichas por eso, porque son evidentes. Estos análisis no pueden hacerse ya ni en las sobremesas con los amigos porque están pasados de moda, porque no dicen nada nuevo: es mejor hacer análisis originales, aunque sean erróneos, que tratar de hacernos recordar aquello que conseguimos desentrañar con la razón y que aún no hemos conseguido cambiar con la política. Sólo nos queda la escritura porque hasta las charlas críticas entre nosotros mismos se acabaron. Ya lo hemos criticado todo, parecen decir.

—Sí, pero no hemos cambiado casi nada —digo yo—, así que habrá que seguir porque el objetivo, que yo recuerde, no era la crítica; la crítica no era más que el instrumento para la transformación.

—Sí que hemos cambiado cosas, muchas, un montón —objetan, pero no con ánimo de discrepar, sino con el de hacer que nos callemos para encontrar un tema más interesante.

—¿Muchas? Bueno, eso depende de cuántas tuvieras tú en tus sueños, claro…

—Pues sí, se ha hecho mucho, pero mucho, y se hará más, según vaya siendo posible.

—Vale, supongamos que sí, que hay buena voluntad, pero, aún en ese caso, digo yo que, de hacerse, se hará aquello que ahora mismo se esté pensando hacer, y tal y como ahora se esté pensando que hay que hacerlo, si es que se hace, insisto… pero ¿qué pasará con lo que ni siquiera se contempla? Como lo de la publicidad o la prohibición de la enseñanza privada o de la sanidad privada…

—¡Qué disparate prohibir la sanidad privada!

—¿Por qué? Así la pública sería mejor porque sería la única para todo el mundo. ¿Qué derecho tiene un rico ahora a no estar de acuerdo conmigo en que hay que subir los impuestos, los suyos, para mejorar la sanidad? Ninguno, porque no tiene derecho, lo que tiene es dinero para comprarse la posibilidad de ir a clínicas privadas. Consultas privadas, pase; una opinión que quieras oír de más, vale, ¡pero hospitales privados! A mí me parece escandaloso que los haya. Aquí, o nos salvamos todos, o no se salva nadie… sería más justo.

Llegados a este punto, decía, canta la gallina, nuestros razonamientos son desechados como soflamas, se nos identifica con lo que somos y ya no se habla más. Nos abandonan. Ellos son el agua y la sal de la vida (social); nosotros somos el aceite. Nos dejan quedar por encima, sí, pero nos abandonan.

Nos queda la escritura, pensaba yo. Pero no quiero escribir ensayos aunque supiera hacerlo. Yo reclamo escribir lo que pienso al mismo tiempo que vivo. Y vivo narrativamente, sí; pero también reflexivamente. Reclamo, pues, escribir de ambas formas al mismo tiempo. Vivo recordando episodios y vivo recordando ideas que tuvimos. Lo mismo recuerdo a mi modista de Atenas que las cábalas a las que me obligó el ver mi cuerpo enredado en el suyo tan inesperadamente y con tanta alegría. Lo mismo he vivido mi trabajo, y las aventuras de mi trabajo, que la angustia de pensar en la responsabilidad ética de lo que hacía. Y el día en que por fin me fui, mientras recogía mis cosas, viví no sólo el movimiento mecánico, pero extraordinario, de meter mi dado de pirita, el que ha reposado siempre en la pequeña cuenca que tiene la peana del flexo de mi mesa, dentro de la caja que me llevaba, no sólo, digo, sino que viví también, al mismo tiempo, la realidad de haber sido consciente todo el día de que no sólo acababa de despedirme del despacho, sino de una de las formas de complicidad con este sistema de vida y de pensamiento en las que me había visto envuelta sin quererlo, sólo por dinero… sólo por más dinero del que necesito. Y debería poder escribirlo por dos razones: una, porque es cierto, y la otra por lo que he dicho más arriba, porque ya no queda nadie que quiera escuchar estas cosas de viva voz; o que se las crea. Mi esfuerzo no es más que un testimonio, pero tengo derecho, si intuyo que ahora no sirve, a querer dejarlo guardado en un cajón durante más tiempo que mi vida si es preciso, a la espera de corazones más propicios… También se inventó la escritura para eso, ¿no?, para trascender el tiempo, no sólo el espacio. Para trascenderlo narrativa y reflexivamente. Y modesta, personal y gratuitamente, quizá, sin más pretensión, por nada o por casi nada, apenas por mantener viva la esperanza una década más, un par de años…

Fui consciente de estas ideas que se agolpaban detrás de mi gesto de embalar mis arreos personales lo mismo que fui consciente todo el día de estarme despidiendo, con la oficina, también de mi ventana y, por tanto, de ella, de mi profesora de la acera de enfrente. Porque somos lo que somos, con nuestra narratividad y nuestros pensamientos, pero somos también, de una manera casi merecida —por más trabajada, quizá, que las demás—, lo que nos hubiera gustado ser y lo que nos hubiera gustado pensar. Y ella y mi ventana forman parte de ese «habersido» o «haberhecho» que seguramente me merecí.

Mi despacho luce un enorme ventanal a una de las calles anchas que más visten en los membretes de Madrid; y yo me he quedado horas y horas con el sillón girado hacia fuera, viendo el ir y venir del instituto que tenemos justo enfrente, pero con la mirada perdida, en realidad, en las ideas para cualquier campaña pendiente. Y una tarde de hace muy poco dejé para siempre esa ventana a través de la cual un día empecé a verla a ella, así que ya no la veré más.

Ni una palabra hemos cruzado nunca. Yo no bajo nunca a tomar café (bajaba, tendría que irme acostumbrando a decir) y ella tampoco se queda a comer o a tomar cañas por el barrio a medio día, a la salida de sus clases. Ni siquiera en el metro hemos podido coincidir durante años, como coinciden a veces los que trabajan tan cerca. Ella sí que va en metro a trabajar y siempre a la misma hora, pero yo no, yo siempre he ido en coche porque tengo, tenía, plaza de garaje y libertad para no llegar en punto.

Viene sola y se va sola. Excepto algún que otro viernes, no todos. Algunos viernes sale por la mañana del metro vestida con vaqueros y jerséis gruesos y zamarra y botas de campo, y trae una bolsa de deportes además de esa cartera de la que no se separa, como una colegial eterna. Ese viernes sé que a medio día, pero temprano, sobre la una y media, vendrá a buscarla un hombre en una moto azul.

Podría haberme hecho la encontradiza y saludarla alguna vez en los casi dos años que hace que la observo. Pero no he sabido cómo abordarla. O no he querido. O mejor, no he querido querer. El lujo más grande que me he permitido ha sido jugar a las deducciones. Sé que, al menos durante el tiempo que llevo observándola, no ha cambiado de hombre de los viernes. Y que ese hombre, fácil darse cuenta, no puede ser ni su marido ni su compañero diario, o ella no traería, desde por la mañana, su propia bolsa de viaje en el metro. Un extraño novio tal vez, esporádico, pero duradero. Aunque no es en la boca donde se besan cuando ella se acerca a la moto. También sé que le encantan los paraguas; tiene una increíble colección de paraguas para un clima tan seco como el nuestro… Tal vez sea del norte. Se ve que me ha hecho más gracia mantener la distancia y el secreto de mi observación. La navidad pasada estuve a punto de enviarle anónimamente el paraguas de Loewe que me hizo como regalo de empresa una productora.

Hace poco, hará cosa de cuatro o cinco meses, entró a comer a medio día —una excepción, ya digo— con una chica, una amiga quizá, en el restaurante al que vamos nosotros. Reconozco que al verla me sobresalté como si una trucha de río me hubiera saltado a mí por dentro a contracorriente. Mientras ella recorría la sala con la vista, de pie, buscando una mesa libre y al camarero que se la asignase, me dio la impresión de que se detenía especialmente en mí, como si dudase de si me conocía o no. Quizá me reconozca de verme por nuestra calle común. Aunque puede también que fuera una impresión falsa y que no hubiera más duda en ella que preguntarse por qué la miraba yo. También pudo ser que descubriera en mis ojos, y le chocase, la espuma del salto de la trucha. Esas cosas pasan, que a veces te pillan el alma desnuda sin quererlo tú y tienes que bajar la cabeza rápidamente para cubrirla de nuevo. Cuando fueron hacia la mesa, dos mesas más allá de la nuestra, mandó sentarse a su amiga de espaldas a mí y ella se sentó dándome la cara. Dicho así, cualquiera diría que lo hizo a propósito… menos yo. Yo sé que no. Pero también sé que luego, durante la comida, unas cuantas veces, no pudo evitar fijarse en que yo la observaba, aunque procurando que no se me notase que lo hacía, de modo que ella, descubierto mi interés al mismo tiempo que mi deseo de no molestarla con él, sonrió a su amiga con más estilo en los gestos, se colocó la melena con más gracia, cruzó los brazos sobre la mesa con más soltura en cuanto se llevaron su plato, habló con frases más largas y se sintió más contenta consigo misma, más interesante y más guapa. A todas, a todos nos pasa eso. Nada especial por ser yo la desencadenante. Aún así, y precisamente porque sabía que no lo haría, hubo momentos en los que me permití fantasear con la idea de levantarme e ir a hablar con ella y decírselo. Pero ¿decirle qué? ¿Qué parte de la verdad? ¿Que ni siquiera es la mejor, sino la única candidata que tengo por el momento para cumplir los deseos de una diosa que se ha empeñado en pervertirme? ¿O simplemente que la vigilo por la ventana porque sí, y que fue en ella en quien me inspiré para hacer mi espot de Nescafé? Me moriría de vergüenza. No lo sabrá nunca.

Una profesora, de unos treinta años, ante una mesa camilla muy casera, en el ambiente acogedor, íntimo, de su apartamento, y en el silencio de la noche, corrige exámenes hasta altas horas de la madrugada. Con un rotulador rojo marca un seis en la esquina superior de un folio y lo encierra en un círculo. Esa es la nota. Luego deja el examen en uno de los dos montones que tiene delante. Se lleva la mano al cuello y echa un poco para atrás la cabeza, como si le dolieran las cervicales, mientras el reloj de pared, en un plano corto cuando ella lo mira, marca las dos y media. Reanuda el trabajo y, del mazo que aún le queda, coge, con un gesto de paciencia, el examen siguiente. Está casi en blanco. Sólo hay escritos dos o tres renglones. La cámara se acerca y permite que leamos, en letras mayúsculas: «TEMA: PLATÓN»/ y, en minúsculas: «A Platón le pasó seguramente lo que a mí, que se enamoró de su pro/e de Filosofía. Y, como era un amor imposible, desde entonces se llamó platónico». No hay nada más escrito. Pero llegados a este punto, la música, el jingle original, precioso jingle, que ha estado viniendo suavemente desde mitad de la lectura, se ha hecho por completo con el primer plano sonoro. La profesora sonríe con ternura contemplando aquellos escasos renglones. Decide tomarse un descanso y se levanta de la mesa; se acerca a la cocina, una cocina americana abierta al salón, para prepararse un Nescafé. Primeros planos del tarro del producto y de la cuchara llena; el montaje elide los pasos hasta que vemos la taza humeante llegar a los labios de ella. La película termina sobre la mirada tranquila de la protagonista que sostiene la taza con las dos manos, una mirada plenamente disfrutadora del momento, como reza el eslogan que aparecerá sin audio, en sobreimpresión. En esa expresión final de su cara podría haber un atisbo de añoranza, de conmovida nostalgia.

En la reunión de presentación del espot de esta campaña ocurrió lo que yo tenía previsto: que censuraron la peligrosidad sexual de lo que podía leerse en el examen basándose en que, aunque se decía explícitamente que era un amor platónico, el hecho mismo de que el examen tuviera como tema Platón implicaba ya que se tratase de un alumno de un curso más bien alto, de bachillerato por lo menos, o sea, lo suficientemente hombrecito ya como para hacer creíble la posibilidad de una relación real, física, estupro, entre ambos.

Y aún habría cabido hacer otra observación, porque había allí, si hubieran reparado en la ambigüedad del texto, un segundo matiz de peligrosidad sexual bastante más grave; pero ése no supieron verlo, no lo vio nadie. Nadie lo entendió.

Tan prevista tenía las objeciones, que llevaba preparado un segundo texto para mi película en el que había desaparecido, no sólo el peligro con el que habían dado, porque ya no se leía en él el tema del examen, sino el otro también, por si acaso lo hubieran encontrado, además de unas cuantas palabras que lo hicieron claramente mejor, por más breve: «No puedo pensar porque estoy enamorado de usted, aunque sé que es un amor imposible».

Esta es una táctica muy efectiva que hemos seguido a menudo en la agencia: dejar que el cliente descubra ciertos fallos, o peligros, puestos ahí casi a propósito, o no quitados a pesar de haberlos visto nosotros primero, con tal de que el ego de sus ejecutivos se desfogue resaltándolos, los discutamos entre todos averadamente y, al cabo, se corrijan según las ideas de nueva aportación de ellos. Gracias a esta táctica, las huestes del producto no tienen luego tantos recelos en considerar que la idea, notablemente mejorada por ellos mismos, claro está, es buena, incluso muy buena.

Bien, pues, y aunque en este segundo texto, como digo, ya no se sabía de qué era el examen y no podía deducirse, por tanto, la edad del alumno, se llegó más allá de todas formas. Se pensó en hacer ver claramente, por la caligrafía, que se trataba de un alumno no mayor de nueve o diez años. Y hasta hubo quien apuntó (y hasta puede que fuera yo) que, para darle un tono aún más infantil a la anécdota, en la hoja se viera también, ocupándola casi toda, un gran corazón flechado con los nombres de «Javi y la seño». Y todavía alguien añadió, para terminar, que estaría bien poner, a un costado de ese corazón, como hacíamos de pequeños, un 4.º B, por ejemplo.

Y éste es el proceso. Es así como ocurre que lo que empieza siendo, de puertas adentro, un león del Gorongoro, acabe saliendo al aire como un gatito de gominola. Pero se comprende, porque nadie quiere correr riesgos con campañas felinas, polisémicas, abiertas, adultas…

Al menos conseguí que luego, en el cástin, la actriz seleccionada se pareciera algo a ella, a mi profesora de la acera de enfrente. Fue mi pequeño, secreto y modesto agradecimiento por la inspiración que me había prestado.

No obstante, alguien podría estar cayendo ahora mismo en la cuenta de que, sin conocerla yo, no habiéndola visto nunca más cerca que aquella vez que entró al restaurante —y eso fue hace apenas unos meses, es decir, mucho después de haberse rodado el espot al que me refiero—, habiéndola observado siempre a distancia, desde el otro lado de la calle, una calle ancha de Madrid (de cuatro carriles más los dos de aparcamiento), difícilmente podría conocer los rasgos de su cara lo bastante como para buscar a una actriz que se le pareciera. Pero es que, a partir de que se me ocurriera el espot, la observé con prismáticos. Alguna vez pude leer incluso el título del libro que sacaba de su cartera y agitaba en el aire para dejárselo a un alumno; por eso sé, además, que es profesora de Filosofía.

¡Claro que alguien podría caer en la cuenta, claro que sí! Pienso en mis guiones futuros. No se trata de contar las cosas con todos sus pormenores, no; pero se trata de no ofender la inteligencia de nadie con imposibilidades o gazapos; se trata de pensar en que, de entre la gente, de entre un inmenso e indefinido grupo de personas, siempre surge alguien en la oscuridad que cae en detalles así. Yo misma soy de ésas. Yo caigo sin ningún esfuerzo. Y como de policía no, pues será que tengo vocación de delincuente minuciosa.

O de minuciosa soñadora. Porque se puede ser soñadora de un tipo o del otro: soñadora de las de a bulto, de grandes trazos y un claro argumento; o soñadora de detalle, sin un proyecto claro, pero con toda clase de mínimos requisitos de ambientación. Y yo debo de ser de estas últimas porque, si caigo en lo que no cuadra de una historia, es más por las insignificancias en las que me fijo, se me quedan mucho, que por la coherencia o no de los grandes temas en los que me pierdo. Desde muy pequeña, en mis fantasías había siempre más sutilezas de desarrollo que alcance de objetivos o cumplimiento de esperanzas. He disfrutado siempre más con el proceso de desear que con el goce de conseguir. Me parece.

Y no sé nada de las grandes líneas de la vida de mi profesora de la acera de enfrente, pero sé muchas pequeñas cosas importantes gracias a mis prismáticos. Sé que sus alumnos la quieren porque a menudo no la dejan irse. La esperan a la salida de clase, y ella tarda en recorrer la media manzana que hay hasta la boca del metro, a veces, un cuarto de hora, respondiendo, respondiendo, respondiendo… Y he visto que hay una alumna suya que la quiere más que los demás. Es una chica morena igual de alta que ella, que lleva siempre, al menos todo este año, una gabardina de color rojo, de plástico de impermeable marinero, pero de color rojo, forrada de borreguito por dentro. Va de rojo y lleva siempre abultadísimas bufandas, que le esconden el cuello de una manera agobiante. Yo la veo remolonear por la esquina donde está la boca del metro, por la mañana, poco antes de que llegue su amada profesora. Y cuando por fin la profesora sube a la calle y se incorporar al fluir de la acera, yo veo cómo la chica se le acerca por detrás, acompasando su paso al de ella, que es un paso de zapatos seguros y de no tener en qué entretenerse. De ese modo entran casi siempre juntas en el instituto. Casi siempre, porque hay mañanas en que la chica tiene que aceptar que otros compañeros, más casuales que ella, le quiten un flanco de su maestra o incluso los dos costados. Esas veces, la muchacha no pelea tampoco su colocación, se retira a la fila de atrás, como si, a estas alturas, las uniera ya una intimidad sólida que puede y debe ser generosa con los que vienen de fuera. La profesora la saluda siempre con cariño, pero nunca la toca. Con ella no saca nunca las manos de los bolsillos como hace con otros alumnos para ayudarlos a seguir caminando de prisa mientras le hablan; con ella no detiene el paso. No sé si la chica le habrá dejado en blanco el examen sobre Platón, pero ella lo sabe de todas formas, sabe que está siendo querida por un corazón recién estrenado de esa forma universal, cósmica, irrepetible. Lo sabe y trata a la chica con la distancia justa para no herirla, por un lado, ni consentirle esperanzas, por otro. A juzgar por su éxito con los alumnos, debe de tener bastante experiencia en sortear cuelgues. A veces, su alumna le entrega folios a la salida de clase, pero nunca a la entrada, es curioso, como si quisiera asegurarse de que se los lleva a su casa dentro de su cartera de trabajo. No creo que sean ensayos de filosofía, ni que el contenido sea especialmente brillante, porque la profesora no los recibe con entusiasmo, ni siquiera con interés sincero, me parece, sólo con educación; eso se nota en el modo de meterlos en la cartera sin echarles ni siquiera un vistazo por encima. Puede que sean cuentos. Pero no muy buenos.

O guiones de cortometraje, ¿por qué no? Una mañana estuve yo misma a punto de cruzar la calle y entregarle una copia de mi guión del anuncio, ¿por qué yo no? ¿Por qué la muchacha sin cuello sí y yo, que soy de la misma edad que su profesora, no?

Su alumna se ha puesto, en ocasiones, zapatos de tacón y medias; esos días ha andado especialmente derecha junto a su profesora, deshaciéndose de la leve inclinación de hombros que producen las ropas cómodas. Su maestra, sin embargo, seguro que hace ya tiempo que no necesita someterse a pruebas de vestuario, sabe qué clase de zapatos le gustan a sus pies y no hace excepciones de tacones de equilibrista para agradar a los directores del circo. Yo sé que sabe andar por todos los terrenos; sé, mejor dicho, que se los espera todos cuando se calza para salir al mundo cada mañana, sé que los cree posibles todos, que no descarta ninguno bajo sus pies, y que está preparada para recorrer cualquier camino. Incluso a la carrera. Porque esas cosas son las que se saben cuando una se fija en los detalles.

Sin embargo, hay otras que se sabrían mejor yendo al bulto, al grano, al argumento central, a hablar con ella, a conocerla. No he llegado a saber, por ejemplo, qué significa para ella el hombre de la moto, el hombre de los viernes. Repaso una y cien veces los mismos datos: demasiado esporádico para ser un amante con posición firme; además, está claro que no viven juntos; y no es ya que no se besen en la boca, sino que no parece que ella se sienta intimidada delante de él. Por otra parte, tampoco tiene mucho sentido que sea un amigo, porque ¿qué clase de amigo hombre se va contigo un fin de semana en moto, los dos solos, prácticamente una vez al mes? Demasiado íntimo para ser amigo y demasiado esporádico, a la vez que demasiado regular, para ser un novio: es un círculo del que no sé salir. Una vez llegué a pensar que podría ser su hermano. El hermano que viene a buscarla porque se van juntos a casa de los padres fuera de Madrid… Más o menos una vez al mes. Unos padres aglutinadores, quizá exigentes.

De todas formas, ya no tiene sentido que siga dándole vueltas a la cabeza. Se acabó. No la veré más. No, si no voy a buscarla voluntariamente. Y no lo haré. Me he ido sin haberlo hecho. Debo concentrarme en guiones menos escurridizos, en personajes que yo pueda mover a mi capricho para que parezcan coherentes consigo mismos durante mucho más que treinta segundos.

A eso pienso dedicarme. Para eso, aunque temblando de miedo, me he quedado en paro. Para eso pedí el despido y el dinero del despido. Necesitaba el dinero del despido para terminar de pagar el piso, porque no habría podido seguir pagando mi monstruoso hipotecario con las mensualidades del paro.

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