Seis meses es un plazo muy largo. Además de largo, peligroso, sí. Peligroso para mí, porque ella es una vividora imprudente. Saldrá a ligar todo lo que pueda por esas ciudades. Lo sé. Además de porque me lo dijo textualmente, lo sé porque se fue enfadada conmigo. Y esa clase de enfados provoca promiscuidad. Venganza del cuerpo despreciado. Refuerzo de los criterios propios. Y resulta que su criterio sobre la fugacidad de la vida y, por tanto, la prioridad del presente es el más firme de cuantos ha registrado la humanidad en su camino hacia la búsqueda de sentido. Debería hacerlo mío también. Pero yo aún vivo la vida como si pudiera aplazarlo todo eternamente. Así que, mientras que yo, encerrada en mi casa, la espero o, mejor dicho, aprendo a ver lo que he podido llegar a quererla sin saberlo del todo, ella buscará a alguien a quien querer que no sea yo, que no sea obsesivamente yo, que no sea exclusivamente yo, que no sea tontamente yo, que no sea empecinadamente yo, que no sea humillantemente yo… decepcionantemente siempre, yo. Y de ella sí puedo temerme que sepa ver mucho-bueno en cualquier muchacha encantadora, mucho-bueno-lo-suficiente para dejar en ridículo esta grandeza mía rígida, hierática y vacía de todo goce. Mucho-bueno-lo-suficiente como para que, dedicada ella en cuerpo y alma a querer querer a alguien, acabe descubriendo así, por la vía infalible de la comprobación de resultados, que puede pasar de mí tranquilamente.

Además, ¿qué sé yo de ella, de su presente real? No sé si estaba enrollada con alguien cuando me conoció. No sé si tiene amores perdidos pendientes sólo de ser recuperados. Los momentos de agravio son proclives a la arqueología. No sé si, mientras hemos estado juntas, del mismo modo que yo he seguido pensando en mi profesora de la acera de enfrente, ella habrá seguido pensando en alguna medio conocida suya, y, del mismo modo que ahora yo podría ir y cruzar por fin la calle para hablar con mi musa, ella podría cruzar el descampado de un polígono para ir a llevarse del brazo a tomar café a cualquier dueña de fábrica de aros de sujetador… Le pega mucho más a ella que a mí tener abiertas fichas de proyectos de almohada. Y desde luego le cuesta mucho menos que a mí ponerse en marcha.

Sólo a una pazguata, y salida necesariamente de un guión americano, se le ocurriría decir aquello de «no te preocupes, si de verdad te quiere, dentro de seis meses estará en lo alto de la torre Picasso, esperando a que tú acudas a la cita».

Últimamente, sólo verla a ella, charlar con ella, discutir con ella, escuchar sus largos y bien traídos razonamientos, tener la suerte de que soltara la lengua, como se suelta el trazo cuando se lleva media tarde dibujando, era mi único entretenimiento y mi única verdadera alegría. No nos hemos visto desde hace mes y medio.

Hace una semana, me dejó un recado en el contestador. Lo he escuchado un montón de veces. Me lo sé de memoria, como si fuera un texto en clave que tuviera que resolver, aunque supongo que no hay nada oculto detrás de lo que dice. Lo que pasa es que, a veces, las verdades generosas, cuando son tantas y se concentran todas en una cuña de treinta segundos, como ocurre en su mensaje, producen una extraña seducción que el receptor no sabe explicar. Así como los buenos anuncios fascinan la atención porque están hechos de una cadena de hermosas mentiras atadas a la realidad por un solo eslabón verdadero, a veces es uno solo, apenas una sola verdad mínima, sin importancia, casi idiota… así, su mensaje era para mí fascinante porque estaba hecho de todo lo contrario y al revés, de una cadena de verdades bellísimas y una sola, pequeña y tonta mentirijilla:

«Sé que es miércoles y que habrás ido al cine.

Sé que no estás y por eso te llamo,

para asegurarme de que no me contestas.

(Ya es bastante duro oír tu voz, aunque sea grabada).

Te llamo para decirte que estoy bien, que no te preocupes,

y que no pierdas la paciencia.

Vi que era tu número el que aparecía en mi móvil,

ayer, tres veces,

y por eso no lo cogí.

Sé que me echas de menos, lo sé de verdad.

Yo también.

Pero no me lo digas.

No quieras decírmelo. Un trato es un trato.

No me llames. Por favor.

Tú a lo tuyo y yo a lo mío, que todo se andará.

No me llames porque me costó… una agonía

no coger la llamada.

Adiós. Cuídate.

Por cierto, sigo sin fumar, lo que demuestra

que tengo fuerza de voluntad.

Pero no me pongas a prueba, no me hagas trampas.

En fin, lo dicho, cuídate».

No es verdad que esté bien. Yo debería no ser tan egocéntrica y darme cuenta de que a ella le estará yendo peor que a mí.

La primera vez que oí este mensaje, he de reconocer que… me excitó su voz. Físicamente. Creo que es la primera vez que me ocurre. Tiene una voz recia, contundente, y la modula bien. No arrastra las sílabas finales como hacemos la mayoría y no apaga la brillantez de ningún sonido sólo porque baje el volumen. La mayoría de los mortales, cuando, en una parte de un párrafo, hablamos más bajito, lo que bajamos no es sólo el volumen, digo, sino la claridad, la luz de las palabras. Sólo los locutores profesionales con los que yo trabajo, y no todos, se han desecho de esos vicios. Y ella.

Misteriosa mujer de infinitas y rarísimas habilidades.

* * *