La última tarde que pasamos juntas se alargó hasta la hora de cenar, se alargó más allá de las dos o tres veces que estuvo a punto de irse. Conseguí, a cambio de prometerle respetar su plazo, que no se fuera de inmediato como tenía decidido, que se quedara un par de horas más, hasta la hora de cenar, sí, para que no nos despidiéramos con el mal sabor de boca de esa especie de ultimátum. Consintió. Creo que le pareció buena idea. Pero en su manera tan segura y tranquila de aceptar me di cuenta de que ya se había ido. Y que nada de lo que yo dijera le haría cambiar de opinión. Aunque, tal vez, si yo hubiera hecho algo que no fuese sólo hablar…
Pero no. Tampoco. Porque se le había instalado ya en el alma, por culpa de mi incapacidad para decirle que la quería, o que podría ser que la quisiera o que me gustaba… una tristeza profundísima, impresionante. Había una tristeza incalculable (y, tan grande, era nueva para mí, nadie la había sentido por mí tan honda), una tristeza bellísima, honrada y hermosa, digna como el dolor que nos ensancha… y se le derramaba en el modo en que empezó a hablarme de pronto de las carreteras…
—Transita una por esas carreteras tan sola, que, a veces, le da a una por pensar en la cantidad de muertos, de muertos de todas clases, que estará pisando. Muertos antiguos, anteriores al asfalto, digo también; anteriores, incluso, a la era de la necesidad de trasladarnos tan a menudo. Los caminos han sido caminos siempre, ¿te has parado a pensar en eso?, han sido formados en línea por los animales, un sendero apenas, y luego allanados y desbrozados y ensanchados por manadas de animales; y luego seguidos por los humanos también, que siempre hemos sabido aprovecharnos del trabajo ajeno. Estos caminos principales que ahora recorremos me da que nunca han sido otra cosa que caminos. Los grandes caminos han sido caminos siempre; de la eternidad para acá, siempre. Quizá las veredas más locales se hayan cerrado alguna vez, puede que se cierren en temporadas en que nadie las transite, pero yo estoy segura de que volverán a abrirse, y con el mismo recorrido que tuvieron, en cuanto una bestia tenga que ir de un sitio a otro; porque seguro que esa bestia encontrará y seguirá el criterio original con el que surgió aquel trazado… Seguro. Lo que quiero decir con esto es que puede que no sea posible, ni aquí ni en el universo estelar, tener un sendero propio, único, un recorrido personal… Habrá caminos y caminos alternativos a éstos, pero, si son caminos, siempre lo fueron, y si lo fueron siempre, entonces alguien y muchos los han seguido antes que nosotras. Y no creas que esta idea me parece triste; al contrario, a veces me consuela más que poner la radio del coche… La gente, por otra parte, muere donde le pilla, así que los caminos, si lo son, y justamente por serlo, habrán servido de lugar donde caerse a miles, a millones, de humanos y de animales, por los siglos de los siglos. En ninguna parte habrá abundado tanto la muerte como en los caminos. Por algo será que en las leyendas tradicionales la muerte aparece siempre en los caminos… No sé de qué se extrañan tanto en los telediarios cuando dan las cifras de los muertos en las carreteras. Las batallas viejas, las de escudo y espada, también dejaban abundancia de muertos en la cuneta. Siempre es por un camino por donde se sale al encuentro del enemigo al que mataremos o nos matará, ya venga a caballo o en muchos jeeps del ejército, da lo mismo. Mientras la tierra sea tierra, y no aire o agua, el caballo de guerra buscará un camino y el jeep de guerra hará lo mismo. Una autopista, una pista de chinorro, o una veredita de montaña… Y por la vía ésta de pensar en la muerte, en lo que pienso realmente es en el desperdicio que ha sido mi vida hasta ahora. He vendido tornillos once meses al año para comprarme el derecho de no hacerlo durante uno solo; y he vendido tornillos saliendo a la intemperie por los caminos cinco y hasta seis días a la semana para comprar a plazos el refugio de noventa metros cuadrados en el que me cobijo una sola noche por semana, dos últimamente… ¡No me digas que no es una desproporción! Debería haber una relación más equilibrada entre el tiempo que das y el que recibes. Y no es que no me guste mi trabajo, es que no sé cómo hubiera sido mi vida sin él, porque no la he tenido… Ahora sé lo que podemos llegar a añorar los cuerpos que no tuvimos junto al nuestro, calentitos, entre las sábanas… tantas noches que ya se han pasado… Qué tremendo desperdicio de habitaciones de hotel. Los hoteles que nuestras fantasías de masturbación juvenil idealizaba, porque eran propicios al disparate, a la gozosa aberración, se han convertido para mí en iglesias consagradas al deber de dormir.
—Yo he tenido suerte en eso sin embargo. Mi aventura de Atenas fue en un hotel. —Lo dije para rebajar la intensidad, se me ocurrió decirlo para introducir un cambio, un repecho llano en la cuesta arriba; pero no pude ser más torpe cuando más falta hacía que no lo fuera.
—Bueno, yo también, de vez en cuando… Pero más de vez en cuando de lo que quisiera. Desde que me di cuenta de que me gustaban las mujeres, debí darme cuenta, parale —lamente, de que iba a ligar mucho menos. Ahora, a veinte años vista, lo sé. De heterosexual ligaba más. (Ligaba más, pero disfrutaba menos…). De todas formas, lo mío sigue siendo un desperdicio de hoteles, se mire como se mire. La desproporción, otra buena desproporción, entre noches de amor y noches de soledad es aterradora. Aunque, bueno, es cierto, qué le vamos a hacer, es así: dejaron de gustarme los hombres y eso explica de sobra que haya ligado tan poco siendo viajante con hotel pagado. Enrollarte con una mujer requiere más tiempo.
—Sí, también yo he pensado en eso. En que se lleva tiempo. Ojalá todo fuera más fluido, más rápido, más… normal. Bueno, dicen que en los bares de ambiente sí que se puede ligar en ese plan, aquí te pillo y aquí te mato.
—No lo creas tú eso, nunca es tan rápido como con un hombre. Aunque, bueno, muchos de mis compañeros viajantes tíos, la mayoría de los que tienen rollos de hotel, no los tienen tampoco porque hayan ligado en la primera noche. La mayoría pagan, no nos engañemos. Los hombres pagan a las mujeres para desahogarse; pero yo no me siento ahogada, o mi ahogo, en todo caso, no se afloja con esa clase de prestaciones. Lo mío es más difícil: yo necesito la generosidad, la gratuidad del corazón, el respeto de mi cabeza por la otra cabeza, y hasta un atisbo de amor… para que se me levanten los pezones, o para que se me desescondan, mejor dicho. Una chispa de algo. No hace falta que sea un incendio, ni una especie de fuego eterno como seguramente te hace falta a ti, pero algo sí, un poco de algo, sí. Y esa necesidad reduce mucho las posibilidades de aprovechar una habitación de hotel.
—También aumenta el disfrute tener esa necesidad de unos mínimos para acostarte con alguien, tú lo has dicho.
—Pero no sé si compensa. Un orgasmo es un orgasmo y, disfrutarlo, en brazos de una mujer, casi nunca es un asunto triste; aunque sepas que es un rollo de una sola noche, nunca es triste, siempre es un placer. Mientras que la pereza (esa pereza que empieza pareciéndonos también un disfrute plácido y que por eso consigue mantenernos solas dentro de una habitación de hotel) acaba siempre en tristeza. La pereza acaba provocando tristeza siempre.
Cada vez me sentía más avergonzada de mí, de mi ligereza de cascos frente al calado de sus bodegas de carga; sentía que mi flotabilidad, mi estar por encima de casi todo, no se debía más que al vacío.
—… y la pereza nos puede porque se parece mucho a ir aceptando la muerte. Es un entrenamiento para que vayamos aceptando, con tal de que nos cueste menos dejarlo, que no nos dejamos gran cosa detrás. ¿Qué tendría que haber hecho para aprovechar mejor mis noches de hotel? ¿Salir más a menudo? Al principio lo hacía más, salía más veces a ligar, pero últimamente lo hacía menos, es ley de vida. Ahora tendré que volver a empezar. Aparcando la tristeza y la pereza juntas. He ligado, no se puede decir que no, pero la verdad, la verdad, es que nunca se me ha dado del todo bien. Siempre he sido un poco raspa. Y los ramalazos de mala leche aumentan con los años… así que no sé si… Y si a eso le unes que nunca he sido guapa y que últimamente, además, soy vieja, no sé yo si… Porque, ¿cómo se hace eso de ligar sin que te entre la risa, cuando, por ejemplo, te dice una…
—«Soy profesora de universidá».
—«Pues yo vendo tornillos».
¿Qué te parece? O bien, aquello de…
—«Yo pienso cogerme la mochila este verano y mi carné de estudiante y recorrerme Europa. Dos meses o tres, lo que me dure la pasta, y hasta que empiecen las clases».
—«Pues yo no sé si cogerme un programa de Viajes Halcón o un apartamento en Cullera…».
«O bien, algo mucho más exótico:»
—«Yo acabo de colgar los hábitos. Hasta hace un año era Mercedaria de la Caridad».
—«Pues yo todavía no, sigo siendo viajante».
«O a lo mejor no, a lo mejor consigo que no me entre la risa. O reúno un poco de valentía y soy yo la que se acerca y dice:»
—«Me gustas mucho, llevo un rato observándote y me pareces un encanto…» —«un encanto», ¡qué frase!».
—«Pues, mira, yo es que he venido con aquella chica de la camisa de cuadros, ¿la ves?, la que está jugando al billar…».
«Puedo seguir, si quieres, todos son casos reales, te lo aseguro, vividitos por mí. Resumidos, pero padecidos textualmente».
—¿El de la monja también?
—También. La monja, la profe de universidad, la maestra de escuela, la estudiante de medicina, la camarera del local, la empleada de banca, la enfermera, otra vez la enfermera (yo no sé qué pasa con las enfermeras y con las monjas, que la mayoría entienden)… la jugadora de balonmano profesional, la dueña de la tintorería… Parecen muchas, pero repártelas en veinte años y verás que no salen tantas. La dominicana empleada de hogar, la dependienta de panadería (o sea, la bollera, ésta sí que lo era propiamente…).
—¿Y tu historia de amor más larga?
—En Madrid, en mi casa, en mi cama, al principio de todo, la de Marcela. Año y medio. Pero porque el empeño lo puso ella, por eso duró más. Luego, durante años, he seguido viendo a algunas de las que te he mencionado. Con la dueña de la tintorería, por ejemplo, la historia duró cuatro años. Pero nos veíamos tan de cuando en cuando, que, si juntamos los días… La quise mucho, de todas formas. Sigo queriéndola mucho. Ya hace años que no nos acostamos juntas. Sigo viéndola cada vez que voy a Logroño. Y tres años duró la historia con la empleada de banca; creo que de ésta me enamoré un poco. Lo dejamos porque se enrolló en serio y no quería hacer sufrir a su amiga… Pero te digo la de Marcela porque fue la menos esporádica. En noches, fue la que más duró.
—¿Y la monja?
—No, lo de la monja sólo duró una noche.
—¿Y qué tal?
—«¿Y qué tal?». Pues nada. No duró más que una noche, ya te digo. Y fue hace un montón de tiempo, ya casi ni me acuerdo. Me acuerdo que fue siendo yo muy novata, eso sí, y que, si terminamos en mi hotel, fue sólo porque, al decirme ella que acababa de salir de monja, yo me sentí un poco más segura de mí misma; si tuve fuerzas para hacerme la descarada fue porque pensé que ella sería todavía más inexperta que yo en las cosas del mundo, y eso me dio valor para ir derecha al grano. Pero no me gustó mucho el asunto, he de decirte. Estuvo bien, fue agradable y eso, pero…
—¿Y por qué no te gustó? Eso es más interesante todavía.
—Ay, yo qué sé por qué no. Pues porque no. Por todo y por nada en especial.
—Por algo sería…
—Sí, claro. Lo que digo es que no tiene importancia. De verdad que no. Ni me acordaba casi.
—Para ti no, pero para mí sí la tiene. Es un favor que te pido. Me gustaría que hicieras el esfuerzo de explicarme por qué no te gustó.
—¿A qué viene tanto interés? ¿Porque era monja?
—No, no es por ella. Lo que me interesa es saber qué es lo que no te gusta a ti en una mujer.
—¿Y de qué te puede servir eso?
—Bueno… me gustaría entender por qué las cosas son de una manera y no de otra, por qué alguien nos gusta mucho y por qué otra persona no nos gusta.
—Ya. Pues saber eso es imposible. Cada caso es distinto. Hay miles de razones para que una persona te guste o no. Y no me parece que se pueda sacar una conclusión de eso.
—No te creas —me atreví yo a corregirla—. Para que una persona te guste, sí que hay muchas razones, a lo mejor tantas como tenga ella misma para ser como es, pero, para que no te guste, no hay tantas; hay muy pocas, a veces son sólo cuatro detalles de carácter que no soportas.
—Bueno, no sé… —pensó un momento—, ahora que lo dices, quizá sí tengas razón y resulte que lo difícil sea sólo decir lo que nos gusta de una persona, porque sería no acabar, mientras que decir lo que no nos gusta… Sí, puede que lo que no nos gusta sea una cosa más restringida, y más nuestra, más conocida, porque no depende de la otra persona, manías que tengamos, a lo mejor, rasgos generales que no toleramos y que, en cuanto los detectamos en alguien, nos desagradan… Puede que sí…
—Vale. Pues cuenta… Dime por qué no te gustó la monja.
—Qué pesada eres, pero si casi ni me acuerdo de ella… No me gustó porque no teníamos casi nada en común. Le pregunté si seguía creyendo en dios y me dijo que sí. Le pregunté un montón de cosas y no me pareció que pensáramos igual. Lo que le gustaba leer, los autores, qué pensaba de esto y de aquello, y se me caía a los pies en cada respuesta… Pero, bueno, eso tampoco hubiera sido para tanto. Lo que pasa es que… ya que te empeñas en que haga un esfuerzo de memoria, lo que recuerdo es que me pareció bastante aprovechadilla. Sí. No sólo conmigo, sino en general. Y desde el principio me lo pareció porque, tal como me contaba su historia, yo iba deduciendo, por debajo de sus palabras, que poco menos que se había metido a monja para mejorar su nivel de vida, el suyo personal, porque era la mayor de cinco hermanos, huérfana de padre, y ya estaba su madre buscándole trabajo a los diecisiete años, con el bachiller terminado, para que contribuyera a la economía familiar, y ésta, en lugar de cumplir su verdadero destino, decidió irse al convento, pasó de Marijóselópez, a Sormariajosé, gracias a la vocación que le entró de pronto, y pasó de golpe de estar predestinada a dependienta de una mercería a tener ciertos estudios… Y según ella misma dijo, cuando se metió a monja ya sospechaba, desde que entró, que le gustaban las mujeres; de hecho, se prendó de una monja en el noviciado y estuvieron juntas unos cuantos meses. Bueno, juntas… manitas, miradas lánguidas, poemas, ya sabes… el hombro para llorar, el abrazo emocionado de perdón y alegría tras un arrebato de genio que no es más que deseo acumulado… Y, por lo que me contó, un beso furtivo, una vez, uno que se les escapó hacia los…, entre el torrente de los demás, éste fue hacia los labios, una casual desviación de uno en la cascada total de los otros besos precipitados… durante el cuerpo a cuerpo de la reconciliación que siguió a una pelea que había sido más apasionada que las demás. No hace falta mucha imaginación para ver la escena. Me dijo que eso de que muchísimas monjas son lesbianas es verdad. Es lógico y es verdad. La mayoría no practican, sin embargo, no es como en los conventos de frailes. Me dio la impresión de que tenía las cosas muy claras, demasiado claras para no tenerlas muy premeditadas también. En la única noche que estuvimos juntas, me preguntó si podía contar conmigo cuando fuera a Madrid, ya que yo tenía casa y vivía sola, porque tenía que venir a Madrid un par de días, una vez al mes, todos los meses, para no sé qué cursillo que no me acuerdo bien si daba o recibía; esta gente está siempre de cursillos, dejan los ejercicios espirituales, pero les quedan los cursillos, los seminarios, los foros, las jornadas… Tienen su propio circuito de bolos y van de gira pagada, hoy paga la diputación, mañana Cáritas, pasado el episcopado de aquí, luego la universidad católica de allá, una asociación de vecinos, una cofradía de virgen en vísperas de Semana Santa… Se lo montan muy bien. Si son de la jerarquía porque son de la jerarquía y si son críticos de la jerarquía, pues como críticos de la jerarquía… el caso es ir por ahí aleccionando y cobrando por hacerlo. Cobrando y aleccionando. Qué gente. Sin dar palo al agua. Le dejé mi teléfono y ésta sí que me llamó después, y no una vez ni dos; siempre con recados en el contestador, porque me pillaba de viaje, y una o dos veces le devolví la llamada, pero la tercera ya no. Y se ve que esta vez que no la llamé coincidió que le tocaba venir a Madrid y me dejó otros dos o tres mensajes más en el contestador, entre semana, mensajes que yo no hubiera podido oír, de todas formas, hasta el fin de semana, porque estaba de viaje largo, pero es que, además, coincidió que ese fin de semana empalmé con otro viaje sin pasar por casa; me fui con Marcela y una novia suya que tenía por entonces a un pueblo de la costa de Murcia, de donde era esta chica… Total, que cuando volví a mi casa, me encontré lo menos seis o siete mensajes acumulados, uno detrás de otro, que no tenían desperdicio… Iban subiendo de tono. En el último, directamente me insultaba. Y todo porque no había podido quedarse en mi casa como tenía pensado ella, por su cuenta. O sea, mal. Además, no era ni agradable físicamente siquiera. Le colgaban los brazos de una manera rara, como a los simios. Resumiendo, que, de ser pescao, no tenía más que espinas… Eso es todo.
—Cuéntame más, anda…
—¿Qué más quieres que te cuente? ¿Todavía no te haces a la idea del personaje? Otro detalle, sí, ahora que me acuerdo: los mensajes que me dejaba antes de enfadarse eran demasiado fogosos para ser creíbles. Eso sin contar que yo no dejaría esa clase de mensajes en el contestador de nadie sin saber cómo vive realmente esa persona, quién pasa por su casa y quién no… Le dije que vivía sola, pero pude haberle mentido y, aunque no lo hubiera hecho, a mi casa podía ir a limpiar una señora, por ejemplo, o podía estar pasando unos días en mi casa un familiar. No hay que dejar nunca esos mensajes, por discreción, y por proteger a la otra persona de lo que muy bien podría ser un secreto. Pero ahí tienes el matiz; a mí, la sensación que me dio, fue precisamente que esta mujer era de las que van arrasando por donde pasan. De las que se abren hueco a codazos por donde sea y como sea. El contestador era justamente un modo de decirle a una supuesta, posible, tercera persona que yo me había acostado con ella y que lo nuestro había sido poco menos que una explosión nuclear…
—Sí me hago idea, sí. Y gracias. Se agradece que hagas el esfuerzo de explicarme las cosas; disfruto oyéndote retratar a la gente… Da gusto.
—Bueno, eso es porque todas las personas tienen algo digno de ser contado. Cada persona es un mundo, ya sabes…
—No, eso es porque tú tienes un talento especial para analizar a la gente. Lo que no me explico es cómo, conociéndolas tan bien, con esa capacidad que tienes para radiografiarlas por dentro, no te asusta lo que ves, cómo no te da por salir corriendo… En eso se nota lo buena persona que eres, lo comprensiva y lo tolerante que eres. Porque una cosa es ser medio cegarruta, como yo, y no ver ni la mitad de los defectos ajenos, y otra tener tu ojo clínico, verlos todos y, no obstante, hacer como si no los vieras…
—Te estás inventando una yo que no soy. El ojo clínico del que hablas tú son los años, no es una sabiduría propia. Échate tú misma veinte años más encima y conocerás mucho mejor a la gente que ahora. ¡Y estaría bueno que no! Viviendo día a día, se puede aprender algo de matemáticas, no digo yo que no, pero de lo que más se aprende, sin duda, es de cómo somos las personas. Lo que pasa es que es un aprendizaje lento, porque es de los de espejo… aprendemos sobre todo a detectar en qué nos parecemos y en qué nos diferenciamos unos de otros. Nosotras mismas somos nuestro único manual de referencias. Y, en el caso de las mujeres, más todavía: somos nuestra única referencia, entre otras razones porque las que han inventado para nosotras, para que las sigamos como tales referencias, para que nos guiemos por ellas, para que nos identifiquemos con ellas, no son material de fiar. Son falsas. No es ya que sean referencias interesadas, que lo son, sin duda, e injustas, sino que no valen, sencillamente, que son falsas, vaya; que te miras al espejo y no te reconoces en ellas.
—Te voy a echar mucho de menos…
—Me he puesto muy seria. Perdona. Muy plasta, muy filosófica… Pero la culpa la tienes tú, que conste. Por tirarme del aire. Este es un mal vicio que se coge por hacer kilómetros y kilómetros sola: te da por pensar y por soltarte a ti mismas unas parrafadas… que no veas.
Miró el reloj, como si estuviera haciendo tiempo para irse. Como si quisiera irse. Como si no hubiera conseguido dejar de querer irse desde que dijo que se iba. Levantó la tapa, distraídamente, de una caja de madera labrada que yo había puesto hacía un par de días sobre la mesa baja del salón. Antes estuvo en la estantería. Del tamaño de una caja de zapatos. Dentro, sólo se veía un paño blanco, envolviendo algo, como se envuelven las joyas:
—¿Qué es esto? —me preguntó, antes de levantar el paño—. ¿Puedo verlo?
—Ábrelo —tuve que decirle.
—¡Es un membrillo! Um… ya decía yo que olía muy bien. Me encanta el olor. —Lo sacó, se lo pegó a la nariz y aspiró profundamente varias veces. Esa es la única manera que hay de oler un membrillo.
—A mí también. Es que no soporto el olor ese que está de moda, el de pétalos secos de un batiburrillo de flores, que se ponen en un cuenco todos juntos… No son olores naturales, les echan potingues para que huelan en la bolsa cuando la vas a comprar.
—Pues con lo especial que eres tú para los olores, tenías que sufrir mucho cuando yo venía aquí fumando como un carretero… ¡Qué falta de respeto la mía!
—Que no, que dejes ya eso del fumar, que me siento mal. Me doy cuenta de que soy una maniática.
—Más que manías, son cosas de vivir sola…
—Sí que son manías, caprichos tontos, y no nacen sólo de vivir sola. Me tomo a mí misma y a todo lo mío demasiado en serio. Y los olores son una manía, claro que sí. Porque hay olores muy agradables para todo el mundo que a mí no tendrían que disgustarme tanto y, sin embargo, hago bandera del hecho de que no me gusten… como ese que te digo de las bolsitas de trozos vegetales, que además están teñidos para que sean todos de una gama de fucsias, o de una gama de verdes… O el olor a violetas, que a mucha gente le gusta y a mí nada, pero nada de nada, o el olor a incienso… a mí el incienso me huele a pies, fíjate, o sea, a sitio cerrado, a las tardes de invierno con brasero de carbonilla, a los viejos fumándose un cigarro en la mesa camilla, con pelos muy largos en la nariz y con mucha mala leche en lo poco que dicen, me huele, el incienso, a gente que se lava poco y habla bufando…
—¡Qué gracia!
—Pero al personal le gusta; o sea, ya ves, pura manía, subjetividad pura. Y la soledad también huele. La soledad, la mía, si es agradable, si es la que una busca, la que disfrutas como un descanso, la que te repone fuerzas, esa soledad, la buena, me huele a Badedas, a esa marca concreta de gel, ¿lo conoces? —ella asintió con la cabeza— al Badedas clásico, el de color verde. Sin embargo, la otra soledad, la mala, la que pesa, la que pinza el corazón, la que noto como incomprensión, como imposibilidad de cercanía, de compañía real, ésa, me huele a lo peor, a marrón oscuro, a perfume barato, a almizcle… Me da asco el olor a almizcle.
—¡A almizcle! —exclamó ella, sinceramente sorprendida.
—A almizcle, sí, claramente. ¿Conoces el olor, no? Ya sé que se considera un perfume —me disculpé yo, por si, además de conocerlo, a ella sí le gustaba—, pero a mí es un olor que me resulta… reconcentrado, viejo, recalcitrante, como sucio: no me gusta.
—Pero tú sabes lo que es el almizcle, ¿no?, de dónde se saca… —me preguntó, y parecía a punto de soltar una carcajada.
—No, no lo sé… ¿de dónde?
—¡No me digas que no lo sabes! —tuvo que contenerla porque se le escapaba ya—. ¡No me digas que lo has dicho por casualidad!
—No, por casualidad no. No sabré de dónde se saca, pero es un olor que conozco perfectamente, y sé que no me gusta, me repugna casi. Eso sí lo sé.
Cada nueva cosa que decía yo, le hacía más difícil la tarea contener la risa, hasta que dejó de reprimirse.
—¡Casi te repugna! —coreó entonces, riéndose abiertamente.
—Pero, bueno, ¿qué?,¿qué he dicho?
A mí también se me había contagiando su risa, aunque no sabía de dónde le venía.
—No me extraña que no te guste —concluyó ella—, pero ten cuidado con esas confesiones íntimas que haces sin darte cuenta… son peligrosas.
—¿Qué confesiones? Venga, explícate…
—«No es que no me guste», dice ella tan tranquila, «es que me repugna»… ¡Tela!
—¿Me lo cuentas o tengo que ir a buscar en el diccionario?
—Del prepucio se saca —y le costaba hilar la frase—, se saca de los cojoncillos… de los cojones de los almizcleros, precisamente, una especie de machos cabríos sin cuernos… pero también de los camellos machos y de otros machos mamíferos… sí, hija mía, el almizcle es, como si dijéramos, semen reconcentrado…
—¿Sí?
—Lo que yo te diga. Esencia de varón, aroma puro de virilidad…
—¡Joder!… Pues a mí siempre me ha dado un poco de asco ese olor… ¡Y es verdad que yo nunca me habría atrevido a decirlo tan claramente!
—Es que buscas el chiste a propósito y no sale, vamos. ¿Y desde cuándo dices que sabes que no te gusta el almizcle? —me preguntaba ella con toda su guasa.
—Pues… desde la primera vez que lo olí —ahora me reía yo de mí misma, haciendo memoria de manchas y sábanas—. Así es, tal cual: desde la primera vez.
—Entonces va a ser verdad lo que dicen de los olores, lo que dicen los científicos, que es lo más primitivo que nos queda; que las sensaciones que nos provocan son anteriores a nuestra conciencia de las cosas… Vaya, vaya, ¿así que a mi niña —fue la segunda vez que me llamó así y la última porque no he vuelto a verla después—, le huele su soledad a… semen viejo, a almizcle? Y a ella, claro, no le gusta el almizcle.
—Peor. Es un olor que no soporto. Que conste que queda dicho.
Pero pronto se me acabaron las ganas de seguir riendo porque me di cuenta de que mi encantadora vendedora de tornillos tuvo que mirar al techo urgentemente. Para no derramar sus lágrimas.
Mi encantadora y dulcísima vendedora de tornillos tuvo que guardar silencio un momento, rota, para recuperar su ánimo. Y tuvo que hacerlo sola, yo no pude ayudarla. O no quise. Sí, sí, ella, tan poderosa, tuvo que contener las lágrimas levantando la cabeza. Miró a ese lugar del techo, un limbo de escayola, en el que se pierden todos los llantos sinceros que no llegan a nacer. Puede que lo que yo quisiera en ese momento fuera disfrutar de su espontáneo asomo de dolor, como si me gustase. Pero como si me ennobleciera. En ese momento sí estuve a punto de abrazarla. Y, de haberlo hecho, tal vez estaríamos juntas desde entonces. Tal vez, incluso, ahora estaría yo queriéndola a ella más que ella a mí. Quién sabe. A veces las fronteras se nos quedan a un solo abrazo. A veces parece como si el corazón también se jugara a cara cruz sus lindes. Lo parece.
* * *