Dejémosla… la publicidad. Qué obsesión. La he dejado. No sé si he hecho bien, pero la he dejado. Hace dos semanas que la dejé. Y por ahora no me apetece hablar más de eso. Estaba contando lo de la túnica. Y tengo que terminar porque sé que lo que pasó fue más importante para mí de lo que he querido reconocer.

En los siguientes días, recorrí el Peloponeso con mi coche alquilado. Viajaba sola y en temporada baja, con la visa platino y un juego de maletas de piel que causaba admiración entre los mozos de equipaje. (Las maletas fueron regalo de empresa de un estudio de grabación y la visa platino a mi nombre era en realidad de la agencia y mi viaje iba a resultarnos a todos prácticamente gratis con la excusa contable de estar preparando una campaña para presentarnos al concurso de adjudicación de la cuenta de turismo de Grecia. Esta es otra de las formas de pago en especie que recibimos algunas creatas cuando nuestros jefes no pueden negarnos un aumento, pero tampoco les da la gana de concedérnoslo).

Como a todo el mundo, a mí también me decepcionó la tumba de Agamenón. Afortunadamente, había muchas más cosas por allí y disfruté mucho del viaje. Era un privilegio ir en coche y a mi aire.

El primer día que estuve de regreso en Atenas, el día 26, sobre las seis de la tarde, llamaron a la puerta de mi habitación del hotel. Alcé la voz para dar permiso varias veces.

Pero no entraba nadie. Así que fui yo a abrir. Brilló la funda de plástico transparente y crujió la seda blanquecina del papel que envolvía mi túnica y, por encima de la percha de la que venía colgada, vi otra vez la cabeza de la media melena negra, la figura seria y al mismo tiempo desgarbada de la jefa, la jefa de las modistas, y aquella sonrisa suya tan difícil de definir, porque no estaba hecha de labios, apenas era dibujable fuera de sus ojos. No la esperaba en absoluto, nadie me había avisado desde recepción de que subiera una visita, creí que sería la camarera para abrir las camas. Yo pensaba ir por la mañana del día siguiente, el 27, como habíamos quedado, a buscar mi encargo. Que me lo trajera ella, personalmente, con tanta gente como tenía a la que mandar, me sorprendió sobremanera.

Durante las dos semanas largas que habían pasado desde que estuve en su taller, no fueron ni dos ni tres las veces que me acordé de ella y del agradable ambiente que se respiraba en su lugar de trabajo, al menos entre ella y las dos aprendizas que conocí. Casi cada vez que conducía sola un trecho largo, se me venía a la cabeza su imagen, no sé por qué, la integridad de su porte, su solidez, el poderío de los rasgos de su cara, que no estaba hecha para expresar la gracia que, sin embargo, se le escapaba por los rincones. O sí que sabía por qué: porque era una de esas escasas personas que inspiran respeto por su sola presencia. Su recuerdo aparecía sin llamarlo, cuando mejor estaba yo, y con una fuerza que no se correspondía con el tiempo de vida que le había dedicado. Y se me presentaba en forma de misterio sin resolver, además, de tarea pendiente; de modo que el suyo no era sólo un recuerdo que se me viniera encima cuando quería, sí, como casi todos, a su antojo (la memoria, que estemos a merced de su capricho, que no podamos con ella, es de las pocas cosas indómitas que nos quedan; y tengo yo para mí, aunque no sé mucho de eso, que tal vez el objeto de la poesía no haya sido otro, a través de los siglos, que pretender su adiestramiento: que a la suma de tales sonidos que yo escriba, vengan corriendo los recuerdos de amor cuando tú los leas; que, a la suma de estos otros, vengan, atropellándose, siete miedos capitales… y pondré un latigazo en el último verso que resuma los siete y nos haga presente la muerte…), pues el suyo no sólo era un recuerdo que viniera por su cuenta, estaba diciendo, que ya es bastante desasosiego, sino que venía también aliñado con una poquita de desazón propia.

Y me dejaba extrañas resonancias dentro, como si me reclamara algo (que le sirviera de eco, tal vez, que mi recinto lo contuviera y lo agrandase, o, al menos, que mis paredes repitieran, en justicia, sus propias magnitudes sin que mi voluntad las redujera).

Por eso, cuando abrí la puerta y la reconocí detrás de la percha en alto que traía, tuve la certeza de que la visión no era sólo real, no solamente, tenía otra dimensión añadida que le daba más volumen, y durante los tres o cuatro segundos siguientes (cuatro segundos es mucho tiempo: uno, pausa, dos, pausa… tres… cuatro) no supe qué hacer ni qué decir.

Por fin me quité de la puerta para que pudiera entrar.

Y entonces ya sí, recuperada la normalidad de la percepción, sus formas más planas y utilitarias, pude exclamar encantada y agradecida en inglés y en español y un poco también en francés —como si el hablar ahora mucho pudiera borrar el primer momento de indecisión en la puerta—, mientras ella entraba sin decir palabra y desenvolvía tranquilamente el encargo y lo dejaba con suavidad sobre la cama y me alargaba de su bolsillo de la chaqueta mi tarjeta postal.

Hasta ese momento no dijo ella algo, señalando la tarjeta, de lo que yo apenas entendí «ego» y «museum»; y vi que se llevaba el índice de uña corta y sin pintar a las ojeras, como diciendo: «Para ver por mí misma», y luego hizo un gesto de modelaje en el aire de una botella de Coca-Cola y me enseñó sus manos abiertas moviendo los dedos, como si completase: «No sólo para ver el modelo por mí misma, sino para tocarlo también con mis propias manos». Pero quizá esto último lo interpreté mal porque todo el mundo sabe que en los museos no te dejan tocar. Después no dijo más y dejó muy quietos los brazos y todo el cuerpo.

Lo que hizo fue volver a mirarme de arriba abajo como lo había hecho en su taller, minuciosamente, desde las rodillas hasta el cuello. Y no sólo guardaba silencio ella, sino que lo imponía con su manera de estarse quieta observándome. Cuando por fin dejó de recorrerme verticalmente como si me midiera, en realidad fue sólo para ir a concentrar sus ojos en el punto fijo de los míos, con la misma inexplicable intensidad que me intrigó tanto la primera vez. Ya no miramos así, si es que alguna vez supimos hacerlo como especie; poca gente se atreve; o poca gente sabe; la tribu prefirió las armas de empuñadura física, así que es un poder conservado gracias a muy pocos ojos; desde los dioses para acá, todos hemos aprendido que una mirada así destruye al enemigo declarado o acogota al vecino mientras se avecina y hasta que termina de llegar y declara sus intenciones; pero son pocos quienes disponen de ella.

Ni yo le había dicho que se sentara ni me había sentado yo; permanecimos de pie, una frente a otra, como dos pasmarotes, y la túnica entre las dos, sobre la cama, como si la túnica, ella sí, desenvuelta y vacía de huesos, se hubiera recostado a gusto para mirarnos burlona con los brazos que no tenía cruzados por detrás de la nuca que le faltaba.

Y, de nuevo igual que la primera vez, un instante antes de que yo me sintiera incómoda y me rindiera y buscase consuelo en el rompimiento del estatismo de la escena, lo hizo ella. Se inclinó ante la túnica y la levantó cuidadosamente de la cama, como si fuera un cuerpo celeste, y me la ofreció haciéndome, con ella en brazos, la señal de que me la probase.

Según el original, tenía que ser muy amplia, tener anchura bastante para fruncir con generosidad y hacer así mejor esa hermosa caída de las telas dóciles pero consistentes. Cuando la ciñese con un cordón a la cintura, tenía que resultar corta, como una minifalda. Los hombros deberían quedar casi completamente al descubierto, y toda la fuerza domesticada de la tela sujeta a ellos por apenas una puntada o por sendas fíbulas en lo más alto. Y debería venir acompañada, la túnica, por una especie de chai (como las mantas de pelear a navaja los gitanos) de la misma tela, que pudiese flotar al fragor del combate en uno de mis brazos, el brazo que sostiene el escudo.

Me volví para señalarle la puerta del cuarto de baño y pretendí que me entregara la túnica, que seguía acunada en sus brazos, para vestírmela allí dentro. Pero me hizo un gesto, no por parsimonioso menos rotundo, que significaba que ella y sólo ella, la verdadera autora, podía imponérmela. Ella me la vestiría. Sonreí y asentí con la cabeza.

Empecé, pues, sin moverme de donde estaba, a quitarme la blusa delante de ella, poniendo mis ojos en los ojales, con tal de no encontrarme con aquellos otros que no descansaban nunca. Luego me quité la falda y, aunque dudé un segundo si quitarme las medias o no, me las quité también rápidamente, porque eran oscuras y hubieran quedado horribles con mi túnica de color marfil. Me quedé sólo con la ropa interior, y extendí los brazos abiertos. Pero ella no se movió. Tampoco esta vez. Apuntó discretamente a mi pecho con su barbilla y yo entendí que debía quitarme el sujetador. Claro que sí, o su obra sería un absurdo a la altura de unos hombros llenos de tirantes y, la prueba, una farsa. Me disculpé y lo hice. Pero recuerdo muy bien que, instintivamente, al llevar los brazos hacia atrás para desabrocharme el sujetador, tomé aire de más en los pulmones, y traté de mantenerlo como si temiera que iba a tirarme a una piscina.

Entonces tenía yo veintiocho años y todavía un orgulloso pecho que había paseado muchas veces desnudo por playas y pasillos de casas ajenas; y, sin embargo, reconozco que tuve que fingir una naturalidad que, seguramente por la abrumadora falta de palabras entre las dos y su manera de mirarme, ya había perdido. Sentí pudor ante esa mujer más hecha que yo, más cuajada de sí misma y capaz de crear en un instante una niebla de enigmas blancos a su alrededor. Asumí que yo no sólo era más joven que ella, sino más evidente, más adivinable, más plana.

A medida que mi pecho quedaba al descubierto, fui expirando poco a poco mi reserva de aire hasta quedarme en la mitad, como un globo al día siguiente de la fiesta, y quién sabe si no hubiera llegado a perder completamente mis volúmenes de no ser porque, justo en ese momento, me di cuenta de que sus ojos perpetuos huyeron de mirarme, ¡los suyos!, para mi alivio. Era la primera vez que ocurría: sus ojos se rindieron y fueron a resguardarse, primero, en la túnica, y, luego, exclusivamente en mi cabeza, y concretamente en la franja que iba de mi pelo a mi barbilla, como advertidos de no descender por debajo de aquella frontera.

¿Así que le daba apuro mirarme desnuda, a ella, a la taladradora de almas con la órbita de sus ojos? ¿Así que a ella, la de invencibles pupilas, se le resistían dos diminutos redondeles del mismo diámetro: mis pezones? Un sujetador y unas gafas de sol se parecen mucho. Tanto como se parece entre sí aquello que esconden. De hecho, pezón y pupila son dos esquejes etimológicos de la misma palabra.

¡Y qué agradables las sensaciones que vinieron a continuación por eso!: porque su azoramiento me creció a mí un instante por encima de ella… y, un segundo después, toda yo me volví vértigo y expectativa. Quiero decir que fue su pudor, no el mío, el que disparó mis alarmas y puso mi piel al acecho por cada palmo al descubierto. Supe que iban a afectarme mucho los cambios de temperatura.

Se acercó a mí y yo me agaché un poco y levanté los brazos para que, finalmente, pudiera ponerme por arriba la túnica. El raso cayó a lo largo de mi cuerpo desnudo como agua helada y me contraje entera. Me adelgacé de frío y volví a tragar aire con toda la boca mientras la tela gélida terminaba de bajar posándose en las lomas de mi cuerpo una por una: mis hombros, mis pechos, mis caderas y mis muslos sintieron sucesivamente el paso del invierno por sus laderas. Aunque fue allí arriba, sí, en los pezones, donde se concentraron los lascas de hielo en forma de cristales nuevos.

Yo había cerrado los ojos hasta que la nevada que siguió al raso terminó de caer y me cubrió; y, cuando los abrí, me encontré tan cerca de la cara de ella, que sentí su aliento, y que era lo único caliente que había ahora en la habitación. Lo que sentí es que el calor de su aliento era apenas la manifestación externa de algo más profundo y capaz de hervir al mismo tiempo que aflora, como el magma. Islandia, pensé.

Enseguida, al bajar los brazos, mi pecho recuperó ese centímetro hacia delante que había retrocedido al levantarlos, y rozó por eso —tan cerca estábamos para que pudiera vestirme— el suyo. Noté que su corazón respiraba también de más y buscaba más sitio para latir. Y esta vez apartamos los ojos las dos al mismo tiempo; yo los llevé al ventanal de la habitación y, ella, a buscar el ojal por el que deberían asomar los cabos del cordón que me ceñiría la cintura. Ella encontró el cordón y yo vi que el atardecer cunde mucho, en color rojo, si se dispone de una ventana orientada al oeste.

Pero me apretó demasiado y, como yo me revolviera un poco en la estrechez, exclamó enseguida: «sorri-sorri», en la lengua penetrante de la que cualquiera, aunque no la hable, conoce al menos dos o tres palabras rápidas como ésa; y todavía dijo «sorri» una o dos veces más, mientras aflojaba el cordón y hasta que levantó la cabeza con el problema solucionado. («Sorri»: ¡qué horror de sonido! No deberían dejar que sirviera para excusarse por alguna rudeza cometida porque salta al oído que es un contrasentido; resulta antionomatopéyico para el alma que se lamenta. Como además se usa con ritmo y siempre por duplicado, sorri-sorri, lo que parece es una sierra masticando). Después me ajustó los otros dos cordones, más delgados, los de los hombros, que venían anudados, pero dispuestos para fruncirse a capricho también y recoger la tela en lo alto. Ni puntadas ni fíbulas: ataduras, que resisten mejor los forcejeos de la lucha.

Una vez hecha la compostura a su gusto, levantó de la cama la pieza suelta de tela, el largo rectángulo, y me lo dejó como un lienzo en los brazos de la cruz vacía. Se alejó unos pasos de mí para mirarme. Yo también la miré a ella y, quizá por primera verdadera vez, la vi: divertida, arrogante, capaz, sabedora… Me señaló el espejo grande de la pared, que hacía pasillo con el armario formando un pequeño vestidor a la entrada de la habitación —en todos los hoteles es igual—, paralelo a la puerta del cuarto de baño. Y fui hasta el espejo.

Ella me siguió y se colocó detrás de mí. Trató de espiar mi primera impresión al verme vestida para la batalla. Pero yo apenas pude verme vestida. Me vi más bien desnuda entre el espejo de poderes mágicos y la bruja atentísima a las reacciones de mi asombrado espíritu. Me pareció que volvía a atreverse por eso a mirarme otra vez con toda su ciencia, pero no; enseguida descubrí que tenía que valerse de su intermediario de plata, que sus poderes conmigo habían mermado definitivamente un momento antes. También yo saqué de la distancia sin fondo del espejo el valor para sonreírle de una manera que… la que yo había ideado era una sonrisa estándar de agradecimiento, pero le sonreí como si la abrazara y mi propia sonrisa me asustó. Me resultó nueva y fuera de catálogo. No me imaginaba que yo pudiera sonreír de aquella forma tan… íntima. O quizá la creí nueva y me asustó sólo porque pude vérmela, como una aborigen enfrentada por primera vez al mismo fenómeno que yo; sí, quizá fue sólo porque nunca nos vemos el alma reflejada al salir en busca de los ojos ajenos. Y no obstante seguí preguntándome, durante dos largos segundos más, si yo le había sonreído alguna vez así a alguien; si de verdad fue sólo que no hubo espejo lo que me impidió guardar, para recordarla ahora, una precursora de aquella sonrisa.

Y entonces ella sacó de no sé dónde, para mi sorpresa, una cinta hecha del mismo raso de la túnica, y empezó a recoger mi pelo largo a partir de la nuca en un trenzado mixto de cabello y de cinta… A mí se me había escapado ese detalle. Hice el amago de agacharme un poco, para facilitarle la labor, pero no quiso, me irguió enseguida, para que estuviera cómoda, porque esa cuarta que me sacaba de alta le era bastante para peinarme.

Tardó unos minutos en tejer la urdimbre completa: un tramo de cinta y un poco de pelo, un mechón de pelo cruzándose con un dedo de cinta, una ola de cabello entrando en una vaguada de cremosa espuma, un manojo de keratina atado con unos hilos de seda lustrosa… Quizá fueron sólo dos minutos. Yo cerré los ojos para disfrutar con toda evidencia, como en el lavado de la peluquería, de la suavidad de sus manejos en mi cabeza. Laborioso enjambre. Mieles de la labor. Dulces esfuerzos de mi madre por desenredar mis sueños y prepararme la cabeza para salir a la calle… Y los mantuve cerrados mientras el cuidado de sus manos fue sólo trabajo en mi pelo. Pero es que dejó de serlo de pronto.

De pronto, en un roce exacto de sus dedos, que yo recuerdo exactamente, todo cambió. Ya no respondían a otra intención que la de acariciar mi nuca en un masaje delicioso. Sus manos dejaron primero de ser maternales y poco después se convirtieron más bien en un peligro, en una inteligencia de naturaleza diferente, que sembraba, cultivándola con dos arados de cuatro dientes, una semilla de fuego bajo mi piel. Un fruto de algo muy adictivo que mi espalda reclamó envidiosamente que se extendiera, también y con urgencia, por toda ella y por todas partes. Entonces los abrí violentamente, si es que los ojos pueden ser violentos en un simple parpadeo. Me asusté de mí y recuperé la rigidez defensiva de mi cuello. Y las manos de ella, que seguían en cierto modo abarcándolo, lo notaron, y se retiraron inmediatamente.

De inmediato, aunque muy lentamente. De inmediato quiero decir ese centímetro crucial que marca la diferencia entre tocar y no hacerlo; pero muy lentamente el resto del espacio hasta completar el retroceso. Lentamente, que yo seguí notando el calor de su piel cuando ya no estaba sobre la mía. Y, así como una llama quema más por su halo separado e invisible que por su corazón azul y rojo, así las yemas de sus dedos me abrasaron más yéndose de mí a dos centímetros de mi miedo que apoyándose en mi cuerpo. Lentamente, como deja de tener cogida la cabeza amada el bailarín antes de irse de puntillas.

Lentamente, como había estado haciéndolo todo, respetuosamente, religiosamente casi, porque todos sus movimientos se habían llenado de esa lentitud litúrgica de la que termina haciéndose acreedor el silencio… pero en verdad tan despacio, tan despacio recogía sus manos de haberlas tenido abiertas de par en par sosteniéndome el cuello, ¡que la retirada me resultó insoportable! Quizá pude, por un instante, ensayar el rechazo de sus caricias. Pero no pude con sus ganas de acariciarme.

La escena fue, es cierto, ya lo decía, tan claramente cinematográfica que hasta el silencio era irreal, porque yo, en forma de banda sonora, llevaba la música en la mente. Si tuviera que rodarla para un anuncio de perfumes, tendría que pasarme horas en la musicoteca de Sintonía buscando la imposible melodía que oí. Era un enjambre inaudito en el que flotaban a la vez el Verdi epidérmico y Nayman obsesivo, la Tebaldi celeste y Tina Turner de sudor y de músculo. Una orquesta de ciento veinte deseos atacaba al unísono en mis sienes cuando, a través del espejo, me miraba y la miraba llevándose de mí sus manos que habían sido tan rituales. Las dejó reposar a lo largo de su cuerpo y aún se separó de mí hacia atrás medio paso, pero sin dejar de mirarme.

Los ojos, sus ojos… El nuestro fue un diálogo de pupilas y de párpados, pero no en silencio, sino bajo la música. En el cine sí que es cierto que las miradas son las palabras cuando no las hay, pero es cierto también que el silencio debe ser transformado en música para que no dé miedo y no lo interpretemos como la espera de algo terrible a continuación.

Sus ojos no descendían de los míos y era como si me llamasen a que me volviera a mirarlos de frente, sin la carabina del espejo. Me armé de valor y lo hice. Me di la vuelta en el poco espacio que tenía para girarme y otra vez estuvimos cara a cara, sólo que ya no valieron ni ventanas ni ojales.

En el instante que duró el reto mudo, entendí que era yo la que iba a librar conmigo misma, y no ella, una batalla de temple y ardor, sincera y honesta y, de una manera que no sospechaba del todo entonces, también definitiva. Así que fui yo. Yo, sí, la vestida para el combate. Fui yo la que acerqué mis labios a los suyos, como si se pudiera acariciar con ellos sin rozar siquiera lo acariciado. Primero así, con la timidez de las alas de una mariposa en los carnosos pétalos de una flor abierta. Pero después se me fueron las manos a agarrar por el tallo, precioso cuello el suyo, la planta entera, con más fuerza, para que no se separase de mí con alguna ráfaga de viento. Y entonces ya se acabó la lentitud.

Y con ella la cursilería de las mariposas, los pétalos y las flores… Dejé de atender a las charlas de sexualidad simbólica del colegio y atendí de veras a su invitación.

Atendí a su invitación y lo hice sin ninguna parsimonia de protocolo aprendido. Impaciente y veraz, como el deseo que nadie nos enseña. Me faltaba boca para su boca. Mi lengua no era bastante en la búsqueda de sus huecos. Utilicé los dedos palpantes de mis manos, pero con la misma prisa y hambre que si fueran los dientes, para desenterrar de su chaqueta de algodón, y de su blusa blanca, los encajes de su pecho. Y resultó que su pecho, allí abajo, se estaba agitando ya a borbotones como si se asfixiara. Aquella blusa blanca suya era tan suave… la quise desabrochada, pero pendiente de sus hombros todavía un poco más, porque así, con ella a medio quitar, la vi como el mejor regalo de mi vida, el que deseábamos tanto que ni nos atrevíamos a terminar de desempaquetar. Y aún sin desenvolver del todo, sus pechos y su cintura eran ya para que mí, que podía entreverlos y abrazarla, una zozobra cantada.

Ella no me desnudaba a mí, sin embargo. Creo que le apetecíamos lo mismo aquella túnica y yo. Pero mis piernas, hasta la mitad de mis mulos, no tenían más protección que la piel tan vulnerable de la que estamos hechas, el raso nunca había pensado bajar, como lo hizo ella, por aquellos prados fértiles, en los que surgieron miles de brotes al sólo paso de sus palmas. Desde las rocas de mis rodillas hasta donde yo me acababa, no hubo un palmo de terreno en mí en el que no brotaran lanzas, lanzas hermosas como pilares de templos a la orilla del agua, un instante después de que ella, surcándome el vello con su arado de uñas recortadas, las plantara de punta. Jamás había vivido yo el surgir en mí de ráfagas tan briosas, un nacimiento de selvas tan inmediato. No me esperaba lo que pasó y no conocía lo que sentí.

Recorrimos, de esa manera desordenada que se detiene y se reanuda, el espacio que nos separaba de la cama. Iba a ser la primera vez que hiciera el amor con una mujer. Yo.

Pero ella seguramente dio por hecho que aquel era mi comportamiento habitual: a fin de cuentas, le había encargado el vestido de una amazona y viajaba sola; a fin de cuentas, ella me había estado interrogando con los ojos más allá de lo que nos hubiéramos atrevido a interrogarnos con las palabras si las compartiéramos en el mismo idioma, sus miradas no dejaban lugar a dudas (habría que haber sido muy mojigata para no entenderlas) y yo las había aceptado, todas; a fin de cuentas, la había besado yo.

Recuerdo que tuvimos una luz preciosa para conocernos: esa tan favorecedora del caer de la noche, la luz que es casi luz negra que hace morenos los cuerpos encendidos y muy blancas las sábanas mágicas y los dientes. Y cómo disfruté. De qué gozosa y obscena manera conseguí de golpe saber tanto de lo que no sabía nada y olvidar casi todo lo que tenía previsto. Qué encarnizado el combate. De piernas y de labios. Pero qué mullidos sus labios bajo mis caídas. Y, en cada abrazo, una estética nueva de cuadros que había estado pintando sin saberlo y de estatuas desnudas que no me había atrevido a acariciar porque eran sólo de los museos, mármol prohibido.

El chai de raso, esa prenda sin asideros, como un pañuelo, varias veces me vendó los ojos. O nos unió los cuellos en una misma lazada. O retuvo juntas mis muñecas en lo alto. O fue su velo humedecido por mi respiración porque la besaba sin levantarlo. O nos acercó las cinturas hasta el último extremo posible antes de fundirnos en la misma cuenca.

También llegó el momento, pero no sé cuándo —porque no sé cuántos abrazos duró aquella descubridora coreografía—, en que fui despojada de mi túnica. Metidas ya en las horas más densas de la noche, me parece que fue. Y después de haber colonizado incluso el suelo desde la mesa a la que fui a buscar no recuerdo qué… (que hasta tuve que sujetarme, tan fuerte fue la corriente que me arrastraba, al espaldar de la silla del escritorio como si temiese ser tragada por la cenefa de la moqueta). Finalmente me encontré desnuda, sí, pero muy tarde, a esas horas apagadas de la noche cerrada, después de que ella hubiera tenido tiempo sobrado, supongo, para diferenciarnos a mí y a su obra. La red que había tejido en mi pelo se había más que deshecho.

Recuerdo que me desperté con hambre, no habíamos cenado, a eso de las cuatro de la mañana, y que la vi dormida a mi costado: desnuda, morena y escueta como una máxima. En ese momento, la amé como si la conociera. O, mejor dicho, la reconocí como si de verdad la hubiera amado. Y recuerdo perfectamente lo que pensé: que el placer había sido demasiado intenso, demasiado real, como para que pudiese mentirme después o dudar siquiera de que querría luego muchas veces más, con todo mi cuerpo, repetirlo. Y la idea me perturbó. Sigue haciéndolo.

No tengo aquella túnica. Antes de salir para el aeropuerto se la mandé al taller con un mensajero del hotel. En la nota escribí la única palabra de griego que de verdad domino: «Paracaló». Estuve intentando recordar algún verso de Safo, aunque fuera, claro está, en su traducción castellana, ¡como si alguna vez me hubiera sabido alguno de memoria! Sólo conseguí recordar, y muy imprecisamente, algo sobre unas violetas que escribió, pero Platón, sobre ella. Se me ocurrió incluso que podría acudir a una librería, porque de verdad quería escribirle algo mejor, pero a última hora pensé que, para una griega como ella, recibir una nota con versos de Safo sería como para un gay español recibir unos versos de García Lorca.

Este largo paréntesis venía a cuenta de la ropa, estaba hablando de la ropa. Ahora que no voy a tener tanto dinero, quizá me cueste renunciar a los caprichos de las telas. Las telas. Las hechuras me importan menos, es curioso. Pero las telas me encantan desde que era una niña. Tengo muchas piezas de telas guardadas en mi armario: sedas muy gordas y sedas tan finas que dos metros de ancho pasarían a través de un anillo; rasos, terciopelos, algodones, linos… Por lo menos tendré cuarenta o cincuenta cortes. Me enamorarían, donde quiera que las tocase, sus texturas, y compré unos metros, y luego me daría pereza o más bien no le encontraría el sentido a hacer con ellas una prenda. Soy medieval en eso, entiendo el placer de las telas vírgenes… desplegarlas para cantar sus excelencias con la labia de un mercader. Mejor con la perversa sabiduría de Celestina. Amo a Celestina. Y Celestina amó a Claudina, estoy segura. En esa novela hay tiempo para todo, para que desfile la vida entera, en un guiño, con sus infinitas variantes.

Los cortes envuelven los cuerpos desnudos, sirven para eso. La piel disfruta el tacto de cada tejido: del áspero por serlo y del suave por haberlo soñado tantas veces. He envuelto, en mis mejores telas, a algún que otro muchachote… Y a algún hombre de virilidad madura y de cuerpo ejemplar, que probablemente vino a mi vida con todo lo necesario para ser tenido por una bendición de los dioses o por un dios él mismo. ¡Pero…!

Pero a mí, a mí que nunca me importaron, de verdad que no, las hechuras, últimamente se me ha oído decir, y con claridad, después de haber arrugado a capricho varios metros de popelín:

—Yo lo que tengo que hacer es buscar a una modista que de verdad sepa coser.

—Sí, es una pena que tengas todo eso en el armario, apolillándose —tal cual me dijo uno que yacía desnudo a mi lado, con toda su inocencia, ajeno a las dobleces que hacían en mí los vuelos de su frase… Todavía me estoy riendo.

Y, por cierto, en lo de disponer ya de un almacén de chistes privados como éste, teniendo en cuenta que para que uno sólo de ellos se decante hace falta haber vivido muchas anécdotas, y desechar la mayoría, es donde noto, es otro síntoma más, que estoy envejeciendo. Como un síntoma es quedarme un rato más mirando una cosa que ya ha pasado, una escena que ya no continua, como hacen los viejos, a quienes parece que el tiempo de los verbos, en lugar de acortárseles, se les alargara; sobre todo el tiempo de verbos como ése: mirar. La profesora termina de hablar en la puerta del instituto con una alumna, se coloca mejor en el hombro la correa de la cartera y se aleja hasta que se pierde por detrás de la esquina… y yo, sin embargo, sigo mirando todavía un rato más la esquina vacía, como si fuera imprescindible mantener la mirada en el mismo lugar donde tenía el pensamiento: no volveré a verla más entrar y salir del instituto de enfrente. Porque no sólo he dejado mi despacho, dejo también su enorme ventanal y su acera de enfrente.

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