Me gusta cocinar. Debo ser de las pocas mujeres que, viviendo solas, se cocinan para ellas los mismos laboriosos platos que si cocinaran para las amigas. Aunque eso era antes porque, en este año y medio de paro que llevo, he visto que no era del todo cierto. O que fue verdad, pero que ha dejado de serlo. Era verdad que me cocinaba con todo lujo de detalles cuando trabajaba y me quedaba sola en casa un fin de semana. Pero ha dejado de ser verdad en cuanto me he visto metida en casa todos los días, en cuanto mi soledad ante los fogones se ha convertido en cotidiana. Ahora es más fácil que ni me acuerde de descongelar lo que voy a comerme y que recurra al microondas como hacen los policías americanos cuyo celo en el trabajo, justo al contrario de lo que me pasa a mí, les ha hecho perder la cocina casera. O, mejor dicho, les ha hecho perder a la Brenda que les cocinaba y la casita con porche donde lo hacía y al hijito de ambos que estaba dentro de la casita. Brenda se fue, lo dejó, y se llevó al niño. Aunque las Cariño-ojos-tristes, las Brenda-cariño (todas las Brendas son llamadas cariño y tienen tristes los ojos) abren su puerta a estos Maik desajustados cada vez que van a visitarlas después del divorcio que pidieron ellas. Y les abren siempre, por muy después del divorcio que sea la visita, como si no pudieran olvidar la vida de plenitud que Maik les dio a pesar de todo,fue bonito mientras duró, ¿verdad, Brenda-cariño?, hasta que el cuerpo de policía de Nueva York les hizo insoportable la competencia. Las Maripuris de los Pepes puede que no, pero los Brendas de los Maik que trabajan en la criminalidad sin horario los adoran siempre, eternamente, siempre les abren la puerta, aunque lo hagan poniendo mala cara, al verlos aparecer por detrás de la mosquitera, porque la de ellas es una mala cara de vencidas por las circunstancias y no de rabiosas histéricas como la de nuestras Maripuris, hay una diferencia, y siempre les dejan entrar a darle un beso de buenas noches a Boby, que se despierta para enseñarle al padre la foto de ambos con la que duerme: papá con la gorra de policía que ya no es obligatorio que lleve y Boby con el casco de no sé cuál de los violentos deportes para hijos de policías americanos, fútbol americano o jockey sobre hielo americano.
Yo no llego a tirarle desde lejos al microondas el pedrusco congelado como hace Maik procurando acertar dentro como si fuera la boca de una rana tragaperras, no lo hago con esa viril soltura capaz de costarme el propio microondas (que, como no es americano, no soportaría semejantes malos tratos), ni me tiro tres cuartos de hora delante de la puerta abierta del frigorífico vacío, como si me sorprendiera que estuviera vacío, porque a mí no me sorprende, porque yo sé perfectamente lo que hay y lo que no dentro de mi frigorífico, nadie lo llena por mí, nadie por mí lo vacía, ¿cómo no voy a saberlo?, ¿cómo puede sorprenderme que no tenga huevos? El susto me lo llevaría si encontrara un par de ellos después de haberlos gastado todos… A esas cosas no llego, no, pero las otras de la vida sin trabajo y sin compañía sí que empiezan a pasarme. Me aburre el laborioso proceso de reducir una salsa sólo para un filete. Y no digamos el tiempo que hace que no me hago un potaje…
La cocina, eso he descubierto yo ahora (eso tan sabido desde siempre, sí, pero nuevo para mí), no es un placer solitario, desde luego que no, no puede serlo, ni es independiente de la conversación que la acompaña y la justifica. Ni es inocente en lo que se refiere a las esperanzas que esconden los manjares; ni es ajena tampoco al desarrollo de los acontecimientos que han acabado en nuestros orgasmos.
Lo curioso de esto es que, ahora que lo pienso, siempre que me he esmerado cocinando ha sido para alguna mujer. O para varias reunidas la misma noche. He cocinado para algunos hombres, pero para poquísimos, ni siquiera para todos con los que me he acostado, que no han sido tantos de todas formas, y nunca nada elaborado, siempre cocina para salir del paso. Cada vez que me he puesto a cocinar de verdad ha sido para nosotras. Puedo estar preguntándome por qué durante un rato; tengo todo el tiempo que quiera para hacerme preguntas inútiles.
Por ejemplo: ¿Será que no me he esforzado con los pocos hombres para los que he cocinado porque no he estado enamorada de verdad de ninguno de ellos? Bueno, es una idea. Aunque sería más sutil plantearla diciendo que ninguno me ha impresionado lo bastante para que yo hubiera querido impresionarlo a él a mi vez. Pero, aun así, aun después de formularla mejor, seguiría sin ser una explicación porque tampoco me he enamorado de Asun, la jefa de prensa de Nicate, y siempre que la invito me desvivo. Y lo preparo todo con mis poquitos de nervios cuando vienen a cenar Paqui, Susana y Pilar, de Masa Media. Las solteras, por cierto. Ahora caigo. Esto sí que sería una consideración a tener en cuenta. Porque, cuando quedo con parejas, siempre quedamos a cenar fuera. Mujeres solas. No es que la limitación la haya puesto yo, simplemente acabo de darme cuenta. Otra cena suele ser con Celia, mi vecina de bloque, y Cloti, su compañera de trabajo, las dos separadas. Vale, dejémoslo, también pueden ser casualidades… Y otra cena de las que preparo con gusto de vez en cuando es para Elisa y Juana Robles, las dos hermanas pequeñas de uno de mis ex, mis entusiastas cuñadas voluntarias. Son raras como un perro verde. Raro era también el nene, el hermano, que no me habla desde que lo dejamos, primero porque se enfadó conmigo por haberlo dejado yo y después, cuando se le pasó el cabreo porque encontró a otra, porque dice que su actual novia es una celosa enfermiza; según sus hermanas, lo que es su actual novia es un energúmeno. Ellas dos y yo sí que hemos seguido viéndonos. Qué familia la de éstos… A mí ellas, dentro de lo locas que están, siempre me hicieron gracia, más que él que es el más cuerdo de los tres. Las dos abrieron hace tiempo una tienda de productos orientales y no se acuestan en ninguna parte sin previamente haberle preguntado a una pirámide de granito que tienen, y que pesará sus buenos cinco kilos, hacia dónde ponen la cabeza. En su día me la trajeron aquí, a ver si mi cabecero estaba donde debía, porque me tienen mucho cariño y quieren las mejores vibraciones para mí, y, afortunadamente, el peñasco dictaminó que no podía estar en mejor pared. Son vegetarianas, por supuesto, y para mí es un reto muy divertido invitarlas a comer. Y según las fiestas que me hacen, si les diera crédito, se me subiría el pavo a la cabeza. En todo caso, modestia aparte, creo que la cocina es un asunto que no se me da nada mal.
Últimamente, para quien más y mejor he cocinado ha sido para mi increíble vendedora de tornillos. Es una mujer muy generosa. Pero mucho de verdad. Como sabe que me gustan, me trae vinos que ni en las comidas de empresa se atreve una a pedir. Y yo tendría que haberme dado cuenta de… tendría que haber valorado mejor mis propias reacciones. Y las suyas, claro. Pero digo las mías, sobre todo, porque ése ha sido nuestro problema precisamente: que las suyas han sido desde el principio más fáciles de interpretar para mí que las mías.
Tendría que haberme dado cuenta de que esa ilusión de tul rosa y olor a merengue con la que salgo yo el sábado temprano a hacer la compra (temprano para que no me quite nadie las mejores piezas de cada puesto) raya en el empacho. Entusiasmo completo ante la idea de preparar la comida para las dos. Tenía que haberme dado cuenta de lo que significaba dormirme el viernes teniendo en la cabeza, como último pensamiento, qué platos le prepararía a ella al día siguiente, ventajas e inconvenientes de cada uno, dificultad de hallazgo de materias primas o facilidad, tolerancia mayor o menor de los primeros platos a un retraso suyo imprevisto, contundencia o liviandad de los segundos…
Y yo sabía el sábado pasado, a media mañana, lo intuía aunque no fuera consciente, mientras estaba cocinando, que la que nos esperaba no sería una de tantas sobremesas, que ya no podría retrasarse más, a mi pesar, lo que teníamos que decirnos. Por eso, aunque me esmeré mucho más, lo único que conseguí fue pasarme un poco con casi todas las medidas: demasiado romero en el lomo y demasiado apio en la ensalada.
—Cuéntame otra de tus historias —le pedí cuando ya estábamos tomando el café.
—De qué historias.
—De esas que te pasan cuando estás de viaje.
—Que es casi siempre… —añadió ella, me pareció que con una tristeza nueva. De hecho, en el rato que llevábamos sentadas en mi sofá, había estado más pensativa que de costumbre. No durante la comida, sino en el café, después de dejar la mesa y de recoger los platos. Desde que se sentó y se relajó, noté que se le entristecía la expresión y el color de la voz—. No tengo tantas historias. Y creo que ya te las he contado todas.
—Sí que tienes.
—No tengo, no. Lo parece, porque te las he contado seguidas, pero no son tantas. Casi nunca hay nada que contar. La vida que llevo es tan aburrida, que a veces las provoco yo, las historias, con tal de tener algo que contarme a mí misma por la noche, en los hoteles. En esos hoteles que tienen un plafón en medio del techo, en todo lo alto y amarillento; tan alto, tan amarillo y tan centrado, que es imposible leer. Los hoteles con diablas son otra categoría de hoteles. Hace tiempo que aprendí a llevarme siempre una linterna de las que se pillan al libro. He leído mucho en estos años, no me ha quedado otra. —Definitivamente, algo le pasaba; hablaba para sí misma antes que para mí—. Por falta de historias propias, precisamente. Ahora, todos los hoteles, aunque sean regularcillos, tienen ya una tele en la habitación, pero antes no. Y ahora leo menos, claro. Porque yo, en el fondo, lo único que quería era… pues lo mismo que dices tú, que me contaran una historia, y eso lo hace también una película de la tele. Ni siquiera tiene que ser buena. Yo soporto las malas historias como soporto los malos hoteles: como parte del trabajo, o las conversaciones estúpidas con los clientes. Tengo mucho aguante. No es eso lo que me deprime. Lo que me deprime es que la conversación sea aburrida cuando estoy con alguien que me interesa… —Aquí hizo una pausa inesperada, como si se hubiera callado algo que venía ya por su cuenta, sin permiso suyo, a completar su frase—. O que el hotel sea malo cuando voy de vacaciones. O pensar en que es mi propia historia la que resulta mediocre, sin gracia, sin fuste. Por eso, para que no sea siempre así, de vez en cuando, yo misma me las ingenio para meterle un gag a lo mío.
Le fabrico yo el añadido a mi guión. Como ese que te conté a la salida de la fábrica de aros de sujetador. Si lo pienso, pocas veces me han pasado cosas interesantes que no sean descaradamente obra mía. ¿De las que pueda tener gracia contar…?: muy pocas. ¿Que no las haya ideado yo misma…?: poquísimas. No sé, tendría que… Bueno, sí, hay una. A lo mejor una sí. Esa no fue del todo obra mía. Por lo menos la primera parte no. No es que sea gran cosa, contada no es gran cosa, pero me pasó sin yo buscarlo, sí, accidentalmente. Una aventura a mi pesar, como si dijéramos. Una aventura que luego trajo una cola larguísima…
Pero se detuvo, como si la cola en la que pensaba fuera, efectivamente, demasiado larga. Así que tuve que insistirle:
—Pues venga, empieza.
—Me da un poco de pereza y además no sé si… —y volvió a quedarse pensativa.
Este silencio suyo duró más y yo, al principio, no me atreví a decir nada porque vi que lo que no sabía era si quería contarme esa historia o no.
Pero es curioso cómo somos, qué picajoso se vuelve nuestro orgullo, qué dispuesto a tomarse la intimidad ajena —el celo que se ponga para guardarla—, como un feo, como una falta de confianza… porque, al cabo de un momento, me sorprendí a mí misma diciendo, casi ofendida:
—No, bueno, si hay algo que no quieres contarme…, no me lo cuentes.
Sin embargo, ella dijo enseguida, como si no me hubiera oído:
—Te cuento, sí, te cuento. Esta vez sí. Mira por dónde, he decidido que de hoy no pasa —y me miró de una forma severa, igual que se mira a quien hubiera que ajustarle alguna cuenta; parecía haber vuelto de un rincón remoto de su cabeza con la suma hecha.
Después sonrió y se le puso un matiz de burla en la cara. Se diría que la idea de resolver lo que tuviera pensado la estimulaba mucho. Y no se entretuvo más: de la burla pasó a poner mirada de desafío y empezó a contarme, sin más preámbulo:
—Verás tú, de pronto va y se me para el coche en una carretera comarcal… menos que comarcal, local. Fue hace años, muchos, yo tendría más o menos tu edad de ahora, sí, un poco menos, treinta y uno tenía. Fue después de Navidad, así que… finales de enero, ponle. ¡Con un frío que hacía…! En mitad de ninguna parte, en un lugar de la Mancha, sí, pero con un frío espantoso que había estado haciendo toda la semana. Se me para y no sé por qué, porque no entiendo de mecánica. Levanto el capó y miro por allí a ver si veo algún cable suelto. Pero nada. La radio funcionaba, así que no era de la batería. Poco más sabía yo. Y que tenía gasóleo, claro. Me pilló con el depósito casi lleno, y eso, con el frío que estaba haciendo, me pareció un consuelo. Pero al principio. Me pareció un consuelo sólo al principio porque enseguida me di cuenta de que no me iba a servir de nada tener gasóleo para calentarme, si resulta que el coche no arrancaba. Total, que veo que no puedo hacer nada y que no me queda otra que apartar mejor el coche, empujándolo un par de metros, porque la carretera es estrecha, y esperar a que pase alguien y pedirle que me lleve a un pueblo, al que sea, a buscar ayuda. Serían las cinco de la tarde o así, quedaba una media hora para que se hiciera de noche. Me pongo a esperar, y no pasa nadie. Espero, y nadie. Diez minutos, y nadie. Un cuarto de hora, y nadie. Y de pronto empieza a nevar. Pero a nevar de verdad. Ya lo habían dicho en la radio, que se esperaba nieve. Enciendo la luz del coche por dentro y me pongo a mirar el mapa. Pero levantando la cabeza muy a menudo, no se me vaya a escapar un coche que pase… Veo que tengo que estar en un trecho… en alguna parte de un trecho entre dos pueblos que están a catorce kilómetros uno de otro, y no me acuerdo de cuándo pasé por el pueblo de atrás, pero calculo que debo estar a la mitad, más o menos. Mala suerte: lejos de todas partes. Una carretera que apenas se veía en el mapa. Una de esas que elijo yo a dedo, como para atrochar, aunque yo sé que las elijo más bien para no aburrirme tanto, para olisquear caminos nuevos. Caminos solitarios… ¡y tan solitarios!, como que es verdad que no pasaba nadie. En el coche no podía quedarme sin calefacción porque ya empezaba a sentir frío; tendré que hacer algo, me digo… Y entonces empiezo a tomarme en serio la idea de que igual no me queda más remedio que ir andando hasta uno de los dos pueblos. Sí, pero a cuál voy, ¿al de atrás o al de delante? Por intuición no podía decidirlo porque seguía pareciéndome que estaba más o menos a la mitad… Y en éstas se me ocurre una idea: buscar el mojón más cercano para ver en qué kilómetro estoy y saber así si es mejor tirar para delante o para atrás; como es una carretera local, y tengo en el mapa el tramo completo, es fácil ver, viendo el mojón, hacia dónde es más corto ir. Me abrigo bien, tenía un chaquetón bastante impermeable y forrado de piel sintética por dentro. Nada de abriguillo de paño de señorita de ventas, menos mal. (Yo, normalmente, entro a los despachos con mi traje de chaqueta y aparco en la puerta, así que el abrigo se queda siempre dentro del coche, o sea, que no forma parte del uniforme de comercial, y, menos mal, porque soy muy friolera, y aprendí rápido que tenía que llevar un abrigo-abrigo). Total, que salgo del coche, nevando, me fallaban los zapatos, eso sí, pero qué se le va a hacer… y echo a andar para adelante, buscando el mojón; y a lo mejor tendría que haber andado para atrás, porque tardé un montón en encontrarlo, a mí me pareció más de un kilómetro; aunque puede que me lo pareciera por andar bajo la nevada, no sé. Cuando por fin lo encuentro, lo miro, y veo que estoy a ocho kilómetros del pueblo de atrás y a seis del siguiente por delante. Mala suerte, sí, casi en la mitad, como me temía, no había calculado yo tan mal a ojo… Mientras tanto, se había hecho de noche. Se había hecho casi de noche y, en todo ese tiempo, no había pasado ni dios. Yo no hacía más que decirme: «¿Y si no pasa nadie? ¿Y si entra la noche cerrada sin que pase nadie?». La nieve estaba cubriendo muy deprisa la carretera, dentro de poco ni se vería… Dentro de poco, nadie podría circular por allí. Esa carretera no tenía más tramo que aquél y, según el mapa, no había nada entre los dos pueblos. O sea, que, si alguien hubiera salido de uno o del otro, ya habría pasado por allí en el tiempo que llevaba parada. Y si no había salido nadie antes de que arreciara a nevar, ahora ya sí que, con tanta nieve, iba a ser imposible que nadie saliera. Estaba oscurísimo. No sabía qué hacer. Me repetía que quedarme en el coche toda la noche, sin calefacción, era peligroso: podía congelarme. Una noche larga donde las haya, de seis de la tarde a ocho y pico de la mañana, y a saber, además, si la nieve, de seguir cayendo así, no haría imposible transitar por allí al día siguiente… No, no, pensé que era mejor andar que quedarme quieta. Tampoco eran tantos kilómetros; aunque iban a ser más, claro, porque tenía que volver al coche, para coger la linterna que llevo en la guantera y para abrir mi maleta pequeña de viaje y ponerme todo lo que pudiera: me puse las medias de reserva encima de las que llevaba, y la otra blusa, cogí la funda de tela en la que meto las zapatillas de noche y la usé de guante para una mano (eso era otro fallo, no tenía guantes porque no los uso, siempre me han estorbado) y hasta cogí las bragas del día anterior y me las puse en la cabeza a modo de gorro… Sí, sí, no te rías, ya sabes que es por la cabeza por donde se va más calor, por las orejillas…
—¿Y qué clase de bragas eran, de esas mínimas, de tirillas, de tanga… o más abrigaditas?
—Más abrigaditas. No de matrona antigua, ya me hubiera gustado, pero tampoco de las de la raja en el culo, menos mal que entonces no se llevaban. (No te rías, que es verdad). ¡Anda que no me acordé yo veces de los tiempos antiguos, cuando todo el mundo llevaba una manta en el coche! Desde que no se rompen los coches, se ha perdido esa buena costumbre. Tenía muchísimo frío. Me puse las bragas en la cabeza y me eché a andar por esas estepas con la esperanza, todavía, de que pasara algún coche. Que no pasó, claro. Yo no hacía más que ir calculando a cada paso cuánto tardaría una persona normal, no acostumbrada a andar, en recorrer seis, siete u ocho kilómetros, en llano, pero andando bajo una nevada. La gente que hace deporte o anda por la montaña sabe esas cosas, pero yo no. Y te aseguro que es angustioso no saberlo. Porque a mí, si alguien me dice que se tarda seis horas en hacer seis kilómetros, me lo hubiera creído igual que si me dice que se tarda una.
—¿De noche y nevando? Hora y media, sí; bueno, dos como mucho.
—Y eso tardé, efectivamente. No llegó a las dos horas. Pero lo que cuenta es que yo no lo sabía cuando empecé a andar. ¿Tú te imaginas lo que es ponerte a andar en contra de copos de nieve como la palma de la mano y sin saber lo que tardarás? Cuando volví a pasar por el mojón que había visto primero, ya iba helada, tocándome la punta de la nariz de vez en cuando, por si se me caía. Tenía helados los pies, sobre todo. Menos mal que no había ventisca, si no, fenezco de verdad. Seguí andando un buen rato; venga a andar y andar, y el siguiente mojón no aparecía… Y yo pensaba: si esto no es más que un kilómetro y resulta que me quedan cinco y pico como éste, con el frío que tengo, no llego, vamos… La verdad es que lo pasé mal. Por el frío y por la incertidumbre, ya te digo, porque no podía calcular. Hasta que por fin vi el otro mojón. Me acerqué a él con la linterna y temblando; temblando por la tiritaña y temblando de pensar que, efectivamente, todo lo que yo llevaba andado pudiera ser sólo un kilómetro. Pero no, claro. Lo que pasaba es que faltaban mojones; o no los habían puesto de uno en uno o se habían destruido algunos con los años. Cuando pude ver los números, vi que llevaba cuatro kilómetros y, entonces ya sí, pude calcular a qué ritmo iba y cuánto tiempo me faltaba para llegar… y que no era tanto. Así que, la segunda parte de la caminata, aunque debía de estar más cansada y más helada, se me hizo menos dura que la primera, y la hice más deprisa y todo; yo creo que hasta se me quitó la mitad del frío… Llegué al pueblo a eso de las ocho y media de la noche, nevando todavía. Y claro, ni un cristo por la calle. No había ni farolas. Bueno, una, sí, en una punta de la calle, que era la misma carretera, y otra muy al fondo… Un pueblo de esos que han crecido sólo a lo largo, sin núcleo en el centro, a lo largo de la carretera. Me pareció que no tenía más que otra calle paralela por cada lado. Ni hostal de carretera ni gasolinera ni señal de que hubiera nada público por allí… A pesar de todo, era un triunfo y una tranquilidad estar en alguna parte. Un bar tendrán, pensé, por lo menos un bar sí tendrán. Y me entró la risa; la risilla que da el frío, sería, digo yo, pero pensaba en la famosa imagen de la movida española, España tiene mucha marcha, la gente vive de puertas a fuera, hay un bar cada veinte metros, todo el mundo trasnocha, es normal acostarse de madrugada… Me acordé de quitarme las bragas de la cabeza, aunque, desde luego, no había peligro de que nadie me viera con ellas, no. Seguía andando por la carretera, que ya te digo que era la calle principal del pueblo, y nadie; ni coches ni personas. Me fijaba en los callejones laterales, porque buscaba un letrero luminoso o algo que diera idea de ser un bar. Por fin, en una esquina, veo que sí, que hay una cristalera con luz por dentro y destellos de una máquina tragaperras. ¡Un bar! Entro, y hay una tele encendida, una mesa con tres abuelos jugando al dominó y dos tíos en la barra, con un quinto de cerveza cada uno (nada de caña, botellín), me fijé en eso, qué tontería, en que no eran cañas y en que no era hora, tampoco, de que los abuelos estuvieran jugando al dominó. Yo qué sé de dónde me saqué la idea de que no era hora, como si al dominó sólo se pudiera jugar después de comer, de cuatro a seis, por ejemplo. Entro, me sacudo un poco la nieve, y los viejos, los tres, se quedan congelados mirándome; uno se quedó con una ficha levantada en la mano y todo, a punto de ponerla, pero congelado. Y los otros dos con la cabeza girada hacia mí, pero inmóviles también, y amarillos. Más que congelados, porque allí la única que sentía frío era yo, ellos estaban amarillos como las figuras de cera. Los de la barra, los de la mesa: todos amarillos y paralizados, pero muy naturales. El bar entero parecía el rincón de un museo de ésos. Hasta yo me quedé quieta un momento. Daba susto aquella inmovilidad, aquel color de caras y las caras mismas. Pero me repongo un poco y consigo cruzar el local y llegar hasta la barra; y le pido un coñac al que está atendiendo. Un calvo con siete pelos trasatlánticos, que me mira con el mismo descaro que los otros cinco. Bueno, pues… ¿podrás creer que aún tardó, él por su cuenta, otro par de segundos más en reaccionar? O pon que fuera uno, pero todavía tardó ese instante de más, de propina, un retraso con propina, un segundo larguísimo, que lleva siglos sin terminar de pasar, ese segundo de puro aspaviento, que media entre un coñac y una mujer forastera que entra sola a pedirlo a un bar en una noche de perros. El del bar se vuelve por fin a coger la botella y comenta:
»—Buena está cayendo…
»—Sí, y parece que va a cuajar —dices tú, procurando ser tan campechana como ellos, pero sin dejar de asombrarte, en el fondo, al oír que tu voz sigue siendo humana.
»Después ya, poco a poco, todo el mundo va entrando en humanidad, afortunadamente. Y no es que desaparezca el recelo, ni siquiera la ictericia, pero las parálisis, por lo menos, van curándose. Poco a poco, lentamente, no creas, porque… el de la ficha, por ejemplo, la deja al fin sobre la mesa, sí, pero sin golpearla como tiene por costumbre; con tanta parsimonia la deja, que lo que choca es la suavidad, precisamente, no parece el dominó aquello. Y, al abuelo que le toca jugar a continuación, tiene él que avisarle de que le toca, hasta que dice “paso” y, entonces, al que se le acumula el retraso es al tercero, que tiene que volver a repasar las fichas que le quedan, como si se le hubieran olvidado. Y a los dos de la barra también les cuesta su entrenamiento volver a acodarse en ella y ponerse en línea conmigo para poder mirarme de reojo… Cuando por fin me pone el coñac el hombre, yo empiezo a contarle lo mío, pero muy resumidamente: le digo que primero me deja tirada el coche, que después veo que no pasa nadie, que al rato decido venir andando… y ya, para acabar, le digo que voy a necesitar un hostal o una pensión donde pasar la noche hasta que por la mañana pueda encontrar a un mecánico que vaya a ver qué le pasa al coche… Lo que le digo textualmente es:
»—Entre lo tarde que se ha hecho ya y entre que así no se puede circular, con tanta nieve, no me queda otra que pasar la noche aquí. Y mañana a ver si consigo que vaya un mecánico; o llamaré a una grúa, directamente, si no, no sé.
»Así mismo se lo dije, quiero que lo sepas, que fue exactamente así y por este orden: primero un hostal, porque ahora está claro que no se puede hacer nada, y después ya, mañana, al día siguiente, un mecánico, una grúa o lo que haga falta. Y me estaban escuchando todos perfectamente: el dueño del bar, los tres abuelos y los dos de la barra. Me oyeron perfectamente, sí, pero como si estuvieran sordos. Porque, ya verás, primero intervino el del bar:
»—¡Uy, un mecánico a estas horas…! —dice—. Imposible. Es que aquí no hay ningún taller de esos grandes que tengan un horario de veinticuatro horas…
»—Ni que hubiera ni que no hubiera —salta uno de los de la barra, echándose la boina para atrás—. La cosa es que, con el nevazo que está cayendo, no se puede ni circular. Es tontería ponerse a pensar quién puede ir… Pero por la hora no, hombre, eso es lo de menos. Por la hora… ya ves tú, el mismo Miguel iría ahora mismo, sin problema. El problema es que así no… Tal como está ya la carretera, ya no se puede ir a ningún lado; y eso hay que comprenderlo también…
»—No, no; claro que no —intervine yo enseguida—, no se me ocurre que haya que ir ahora, yo decía para mañana, y eso contando con que mañana se pueda ir, que tampoco está claro si sigue nevando así.
»—Ahora ya, con lo que lleva nevando, habrá por lo menos una cuarta de nieve —intervino el otro de la barra—, y que no parece que tenga intención de parar tampoco. El Miguel sé yo que tiene un cargador de batería, y mecánico es, sí, y muy bueno además, pero, entre que lo buscas y lo encuentras y va él a su taller a cargar las herramientas, te dan las diez de la noche y medio metro de nieve… y así no se puede salir a la carretera.
»—Que no, que no, que no se me ocurre que vaya a ser esta noche… —tuve que decir por tercera o cuarta vez seguida.
»—Y pa na, a lo mejor, porque puede que llegues allí y no sea de la batería, que sea de cualquier pieza, vaya usted a saber; igual el Miguel ni la tiene de repuesto…
»—No, de la batería seguro que no es, porque me funcionaba la radio. Pero bueno, que eso da lo mismo ahora; por esta noche, ya nada. Mañana habrá tiempo de ver qué es o qué no es.
»—Si el caso es que el Miguel puede que esté todavía en su taller, porque ése echa el cierre, pero se queda a trabajar por dentro muchas veces, y no son las nueve todavía… —éste fue ahora uno de los tres abuelos de la mesa del dominó, lo dijo mirando al del bar, pero él mismo se contestó—. Lo que pasa es que se adelanta poco con que esté allí si no se puede circular con los coches por la carretera.
»—Buenas ganas son de exponerse a tener un accidente —añadió el viejo que estaba sentado a su derecha—, el Miguel o el que sea que pudiera acercarse. Y, bueno, si fuera que dijéramos que no hubiera más remedio que ir, pues se va, pero…
»—Ninguna necesidad hay de ir ahora —repetí yo, y procuré que lo mío sonara por fin tajante, educado pero tajante.
»Sin embargo, no debieron de oírme porque, al mismo tiempo que yo, había empezado ya a hablar el único que no había hablado todavía, el tercer abuelo de la partida:
»—No, no, lo que hay que ver es que, tal como está la noche, te expones a ir y no poder volver luego. Llegar llegas, a lo mejor; pero ¿y si no para de nevar? Capaz es que luego no puedas volver y estamos en las mismas.
»—Pero si no hace falta. Si a mí no me importa esperar a mañana, de verdad que no —dije aún, como una idiota.
»—Dices tú ir… —éste era el dueño del bar otra vez, dirigiéndose al que acababa de intervenir—. Pues yo te digo una cosa, aunque parara de nevar ahora mismo y ya no nevara más, ahora mismo necesitas tú ya poco menos que un oruga para circular por la carretera, fíjate lo que te digo. Y si no, anda, asómate y mira y verás lo que se ha formado ya ahí fuera.
»—Que se va mañana y ya está, que las cosas hay que tomarlas como vienen… Lo que importa ahora —empecé a decir, con la intención de zanjar el asunto en la frase siguiente, pero no tuve ocasión de pronunciarla porque, sin mirarme siquiera, el de la boina tomó su turno, ya le tocaba otra vez en segunda ronda:
»—Hombre, un oruga no sé, a lo mejor un todoterreno… Pero que no es ya eso lo peor, lo peor es que llegues y no puedas arreglarlo porque haga falta remolcarlo hasta el taller y ahí ya sí que ni todoterreno ni grúa ni nada, ahí sí que te toca esperar a que el piso esté bueno o no lo traes.
»A estas alturas de la escena, mediada la segunda rueda de intervenciones, todas abundando en que esta noche no se podía ir a arreglar mi coche, me di cuenta, una es lenta, pero me di cuenta, de que mi opinión les importaba un comino, ni me habían tenido en consideración siquiera. Volvieron a decir lo de la batería y casi llegaron a la conclusión de que tenía que ser la batería. Luego pasaron por el taller del tal Miguel un par de veces más o tres, unas estando él dentro y otras estando él en su casa, dos calles más arriba. Repasaron las posibilidades de circular en la nieve de su furgonetilla, la del Miguel, adivinando si tendría o no cadenas, primero, y quitándoselas luego, aunque las tuviera, por insuficientes ante el nevazo. Valoraron la urgencia del asunto de mi coche según unos criterios que no se preocuparon de explicarme, la compararon con una urgencia médica y poco menos que sentenciaron que era una exageración querer que el Miguel, ese buen muchacho, tuviera que salir con la noche de perros que hacía y el peligro que corría de quedarse el pobre hombre hundido en cualquier cuneta, porque ni las cunetas se veían ya… Finalmente, cuando se cansaron, en el primer silencio real que se hizo, un silencio que les permitió a los de la barra pedir otro botellín cada uno, y, a los de la partida, volver a remover las fichas, aproveché yo para preguntarle al dueño del bar dónde había un hostal o una pensión.
»—Es que aquí en el pueblo no hay ningún hotel.
»—¿Y una pensión…?
»—Tampoco. Un poco más allá, en Villanueva, sí que hay un hostal.
»—Ya, pero si no está aquí, a ver cómo…
»—Sí, sí, claro, que eso a usted no le arregla nada, sin coche, ya lo sé, si es que estaba pensando… —y de verdad entornó los ojos y todo, para pensar mejor, mientras metía un trapo sucio dentro de un vaso limpio, para secarlo.
»—Yo no sé ahora, pero antes, la María Martínez, la hija del Silvestre —dijo el que estaba en la barra, cerca del de la boina—, tenía un par de habitaciones que las alquilaba cuando venían los de la Vinícola de la Rioja, pero ahora ya, desde que hicieron el hostal en Villanueva, paran allí, aunque tengan que hacer diez kilómetros más, porque esa gente es gente de negocios… Vienen a comprar y traen cuartos.
»—Uy, pero ya hace mucho que esa mujer no alquila habitaciones, incluso desde antes de que hicieran el hostal; desde que se le murió el padre —aclaró el de la boina—. Como ahora la mujer está sola, ya no deja que entre nadie extraño en su casa. Por las habladurías. Entre eso, y entre que ahora te piden un montón de permisos para nada que tengas abierto al público… ya no, no.
»—A lo mejor hablando con ella, siendo yo como soy una mujer y tratándose de lo que se trata… digo, se me ocurre, si no hay otro sitio…
»—No, otro sitio no hay, ésa es la pura verdad —dijo uno de los abuelos—, pero que yo tengo entendido que la María no estaba, eh, quiero recordar que no. No me hagáis caso, pero yo he oído que se había ido a la boda de un sobrino, a Barcelona, y que no venía hasta finales de mes. Lo sé porque mi nuera se ha quedado al cargo de ir a echarle de comer a su gato y regarle las macetas.
»No lo pude evitar por más tiempo: mi debilidad es que me entra la risa, ¿sabes?, ya me pille sola o acompañada, me río, será una flojera nerviosa del trigémino, pero el caso es que se me sueltan los músculos de la mandíbula y me da por reír, ya lo habrás visto, no son carcajadas ruidosas, no es nada escandaloso, no, menos mal, nada de pasar por loca, pero paso por irónica más veces de las que lo soy, en mí se confunde la sorna con la impaciencia y hasta con la mala leche. El dueño del bar me ve y me dice:
»—No me extraña que se ría usted; se ríe usted por no llorar, me imagino…
»—Pues sí, algo así. Pero que no hay tanto problema, de verdad, ¿a qué hora cierra usted el bar?
»—Uy, aquí cerramos pronto, ya ve usted el panorama, a veces no han dado ni las once cuando ya estoy cerrando…
»—¿Y no hay en el pueblo ningún sitio que esté abierto toda la noche? ¿Un ambulatorio pequeño, una farmacia de guardia? ¿No tienen cuartelillo de la Guardia Civil?
»—Ni siquiera. Pero que eso mismo le iba yo a decir, es que no me ha dado tiempo: que se queda usted aquí en el bar aunque sea, cierre yo o no cierre, se puede usted quedar aquí, en la calle no se va a quedar, eso seguro que no, mujer, no se preocupe usted por eso…
»—¡Desde luego que no se va a quedar en la calle! —esto lo dijo una voz de mujer, levanté la cabeza, todavía sonriendo, y la vi salir de una puerta lateral de detrás de la barra, secándose las manos en la parte baja de un mandil limpísimo—. Ni en el bar tampoco se va a quedar, ¿cómo se va a quedar aquí, hombre, sentada en una silla, como un palo?, ¿a quién se le ocurre? —se lo dijo al que parecía ser su marido, mientras lo apartaba para pasar por la estrechura del pasillo interior de la barra y se acercaba a la esquina en la que estaba yo—. Se sube usted a dormir con nosotros aquí arriba, a la casa, en una cama, como las personas.
»—No, no, de verdad, se lo agradezco mucho, pero de verdad que a mí no me importa quedarme en cualquier sitio… ¿Y una gasolinera? ¿No hay una gasolinera que esté abierta de noche?
»—Tampoco hay —dijo el hombre—, pero que mi mujer tiene razón, que lo mejor es que se quede usted con nosotros.
»—Es que eso tenías que haber empezado por decirle a esta señora, y no que si el hostal, que si la María Martínez, que si estará que si no estará… Usted se queda aquí y mañana ya veremos. Mañana será otro día. Eso es lo primero que tenías que haberle dicho, hombre. Y no que… ¡vaya una ayuda que iba a recibir de nosotros! Tenemos libre la habitación de mi hija, que está estudiando en Madrid, en la universidad, pero no habríamos de tenerla, y mi cama se la dejaba yo, fíjese usted lo que le digo… Es así como hay que hacer las cosas, y no que vamos a perder las buenas costumbres todos al mismo tiempo: los ricos… y también los pobres, que es lo peor.
»—En mi casa también tenemos un sofá cama —dijo el de la boina.
»—Y en la mía se puede usted quedar también, todo es cuestión de acostar juntos a los zagales —dijo el que estaba a su lado, pero los dos sin mirarme, como si les diera vergüenza ofrecerse.
»—No si… ahora verás, ahora ya le van a sobrar a usted camas para poner un hotel —dijo la mujer, sin perder su buen humor, porque más que regañarle a su marido, había venido a llamarlo lento de reflejos, torpón; más bien desatentos a todos los que estaban allí, que malos.
»—Pero en la calle no se hubiera usted quedado, eso seguro que no —dijo uno de los abuelos—. Lo que pasa es que estábamos pensando qué y cómo.
»—Menos pensar y más resolver —dijo la mujer, como si hubiera estado en la conversación desde mucho antes, o como si los conociera—. Y tendrá usted hambre, además, habrá que cenar, digo yo…
»No tuve más remedio que aceptar dormir en casa de esta mujer. Ella tendría unos sesenta años. Y no sé por qué me pareció que su marido era más joven. Así cuadraba que tuviera una hija veinteañera, una sola; debió tenerla tarde, cerca de los cuarenta, seguro. Tampoco hablamos mucho más el matrimonio y yo; el poco rato de cenar y de subir a acostarnos se nos fue en volver a repasar otra vez las circunstancias de mi avería, del empezar a nevar, de la caminata, de lo que haríamos al día siguiente… Les hice varias preguntas sobre su hija, por educación, y supe que estaba estudiando Empresariales, que era muy buena estudiante y que estaba sacando los cursos con beca, que a ellos no les importaba pagarle la carrera, que el bar no es que diera mucho, pero que para eso sí que daba, aunque no hacía falta, porque la chiquilla no podía ser más trabajadora ni más responsable. Les dije que yo vivía en Madrid y que me gustaría poder conocerla, saludarla, que supiera que podía recurrir a mí si necesitaba algo, contarle por qué curiosidades de la vida iba a terminar durmiendo en su cama… Entonces su madre me dio enseguida el teléfono y la dirección y me agradeció mucho que me ofreciera; creo que le gustó la idea de que su hija tuviera a alguien con quien contar en Madrid, como si Madrid fuera un territorio salvaje o como si su hija no se estuviera valiendo sola. Seguro que sí. Pero, de todas formas, y mientras no se me ocurriera otra manera de agradecerles lo que estaban haciendo por mí, me comprometí sinceramente a ponerme en contacto con ella.
—¿Y la conociste? —intervine yo; pero no lo hubiera hecho de no ser porque ella se había callado de pronto, como si hubiera decidido dar por terminada la historia ahí. A mí me pareció un corte demasiado brusco para que fuera de verdad el final.
—La conocí, sí, pero ésa es otra historia…
—No, es la misma; es la continuación. No me engañes: antes has dicho que era una historia que trajo una cola muy larga, ¿qué cola? Cuenta.
—Otro día.
—¿Por qué? También has dicho que esta tarde no tenías prisa…
—Y que no pasaba de hoy, eso también lo he dicho. Me lo he dicho a mí misma. Pero he cambiado de idea. Una es voluble. Además, llevo mucho rato hablando, tengo la garganta seca…
—Te traigo agua, si quieres.
—Muy graciosa, pero no. Te toca a ti contarme algo.
—Yo no sé contar las cosas tan bien como tú.
—Alguna vez tendrás que contarme algo… tuyo —dijo ella, de pronto, cambiando de registro, como si quisiera empezar a tocar otra clase de música.
—Te he contado muchas cosas… —dije yo, para dejar cuanto antes aquella dirección hacia mí que no me apetecía que siguiéramos.
—De cuando eras pequeña, solamente.
—Y de la agencia también te he contado cosas.
—Sí, también de tu trabajo. Pero nada tuyo, de ahora, personal, de lo que te pasa… o no te pasa. De lo que sientes, de lo que no sientes, de lo que te preocupa o no te preocupa…
—¿Y qué quieres saber? —dije, pero lo dije mientras me levantaba para ir a la cocina a echar más hielo en la cubitera y traer otras dos Coca-Colas. Light, además, y sin nada de alcohol, como casi siempre. Lo dije yéndome, así que ella interpretó bien que no era más que una pregunta retórica. Por eso no interrumpió mi huida.
—¿Tienes tónica? —me preguntó de lejos—. Me apetece ahora un gintónic.
—Sí tengo, sí. Y yo también me apunto. Desde que no trabajo, no bebo.
—Pues yo no bebo desde que me endiñaron una multa que… Las cosas se han puesto duras. Sólo faltaría que me quitaran el carné. Tendría que ir a trabajar en burra.
Pudimos seguir hablando mientras yo iba a la cocina, porque en mi casa no hay más tabiques que los del dormitorio.
—Será por la ansiedad por lo que me apetece —dijo, levantando más la voz, para que la oyera desde lejos, pero se detuvo antes de continuar la frase—; la ansiedad de la falta de tabaco; eso dicen, que provoca ansiedad… ¿No te has dado cuenta de que he dejado de fumar?
—¿Cómo no voy a darme cuenta? No te he dicho nada para no recordarte el tabaco, precisamente —pero ¿era verdad lo que le estaba diciendo, que me había dado cuenta y no le había dicho nada? No lo sabía ni yo, pero no quería herirla con mi falta de atención hacia ella—. Y lo notaré más cuando te vayas y ya no tenga que abrir de par en par todas las ventanas. No le digo nada a la gente que viene aquí fumando, porque yo también he sido fumadora, pero no te imaginas el olor tan horrible que deja el tabaco en la ropa, en las cortinas, en la tapicería, en todas partes.
—Pues, si te molestaba, podías habérmelo dicho…
—No, de eso nada —le dije yo bien alto—. Peor que el olor a tabaco es tener que soportar a esa gente que no piensa más que en su casa y en sus cosas.
—Si llego a saber que te molestaba, igual hubiera dejado de fumar antes-dijo. Y a mí, que detecto con una precisión de alérgica los alardes ajenos, aquello no me lo pareció.
—Eso es todo un halago, sí señora.
—¿No me crees?
—Pues no debería —le dije—, pero sí te creo, sí. Lo que creo es que eres capaz de encontrar una buena excusa en cualquier cosa. Un acicate. Tú, que no los necesitas, los encuentras en cualquier sitio.
—Si me lo hubieras dicho el primer día que vine a tu casa, hoy haría ya más de un año que no fumaría.
—Bueno, visto así, parece como si tu retraso en dejarlo fuera culpa mía. ¿Eso qué es? ¿Otro truco de vendedora que no conozco?
—No, es una manera de decirte… —pero se interrumpió, no terminó su frase. Y esta vez, a diferencia de otras, no fue su modo travieso, un poco coqueto, de hacerme ver que había cosas que se callaba; esta vez me dio la impresión de que verdaderamente no quería terminar lo que había empezado a decir.
Yo no había dejado de mirarla desde lejos, en todo el tiempo que tardé (y me entretuve de más a propósito) en preparar las tónicas, el hielo, las dos rodajas de limón y los vasos largos; por eso sé que en ese momento, además, se levantó del sofá, y me dio la espalda para seguir hablando sin mirarme. Es más, hizo un sincero esfuerzo para que no se notara que acababa de cambiar el final:
—… de decirte que hace ya mucho que nos conocemos.
—¿Mucho? Apenas un año, ¿eso es mucho?
—Un año y unos meses. Muchísimo. Si fuera un prólogo, ya estaría siendo el más largo de mi vida. Claro que… eso no sería lo peor. Lo peor es que ni siquiera lo fuera… —bajó algo el volumen de voz para decir esto último, pero no lo bastante, puesto que yo lo oí perfectamente.
—¿Qué has dicho? No te oigo —le mentí, sin embargo, amparándome en que era creíble que no la hubiera oído. Lo que no sé es si yo quería que lo repitiese, o lo contrario, que quedara establecido claramente que no lo había dicho. Y en esa duda tendría yo que haber visto un buen ejemplo de lo que venía siendo nuestra relación de tira y afloja desde que nos conocimos.
—Déjalo, no importa. Te decía que me acuerdo bien de la primera vez que vine a tu casa porque me impresionó. Primero, el mero hecho de que me invitaras, porque siempre quedábamos fuera, en los restaurantes…
—Sí, pero como siempre nos cerraban… —dije yo. Y levanté la bandeja, con mi aprehensión habitual a que todo se me cayera, para llevarla al salón—. Cada vez quedábamos antes y seguían cerrándonos siempre, siempre éramos las primeras en llegar y las últimas en irnos.
—Hasta que un día me invitaste a comer, pero aquí, en tu casa. Aquel día no te dije que estaba de viaje cuando cogí el móvil, que llevaba una ruta y que no podía volver a Madrid para estar al día siguiente comiendo contigo. No te lo dije porque tenía mucha curiosidad por conocer tu casa y no me apetecía aplazar el momento.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué tanta curiosidad? —le pregunté: se me escapó, no pude evitarlo, la vanidad es traicionera. Pero me arrepentí enseguida porque hablar de lo mío podía darle pie a hacerme preguntas más personales.
—¿Por qué? Pues… porque la casa de una mujer que vive sola sí que dice mucho de cómo es ella. Los cuadros, los muebles, los colores… Una casa de familia no es lo mismo, no es tan personal. No puede serlo, claro, es lógico.
—Te advierto que yo siempre he vivido sola y no todas las casas que he tenido han tenido los muebles a mi gusto, ni los cuadros (¡imagínate los cuadros, con lo que cuestan!), ni los colores… He vivido de alquiler, con las paredes y las puertas al gusto del dueño, y con los muebles que me iban dando unos y otros.
—Ya, pero aun así, dice mucho. Y de eso que cuentas hace ya tiempo, además, y yo no te conocía. El caso es que ahora tu casa sí está a tu gusto, ¿o no?
—Sí, ya sí, más o menos. Pero a base de dinero, no te equivoques. Y bueno, no del todo… Los metros cuadrados, por ejemplo, siguen sin ser los que a mí me gustarían. A mí no me asustaría multiplicarlos por cinco. Ni por diez, si pudiera.
—Sí, pero eso mismo que dices, precisamente, que te gustan los espacios grandes (eso precisamente), ya se ve aquí, está claro… Has tirado los tabiques.
—Sí.
—Bueno, pues eso, que yo sabía que tu casa hablaría por ti. Y habla mucho. Es más, incluso dice cosas de ti que tú no dirías.
Durante una décima de segundo conseguí imponerme sobre mi curiosidad: qué cosas. Sobre mi vanidad, más bien, otra vez, siempre hambrienta, pues de su tono de voz se deducía que lo que mi casa decía de mí era bueno. Pero sólo lo conseguí durante un momento:
—¿Ah, sí? ¿Y qué dice mi casa de mí que no diría yo?
—No, de eso nada. Si tú no lo dirías, tampoco lo diré yo, no señora. La información que me da a mí tu casa es un secreto mío personal.
—Venga, dímelo, no te hagas la interesante.
—No, no. Y no te empeñes que no me vas a sacar nada.
—¡Ya ves tú qué puede ser!… Nada importante, nada que no se pueda saber por cualquier otra vía.
—Si yo hubiera pensado eso, no me habría venido aquel día de madrugada, conduciendo desde el País Vasco, para estar aquí en Madrid a media mañana… Y la verdad es que mereció la pena. —Lo decía sonriendo y mirando ostensiblemente a su alrededor, mis cosas, con tal de darle más comicidad a su intención de dejarme con tres cuartos de narices—. Mi curiosidad estaba justificada, ya lo creo que sí.
—Pues debe decir algo muy terrible, mi casa, sobre mí, cuando no te atreves a decírmelo.
—Ni con ésas me vas a sacar nada. Tú sabes muy bien que no es sólo lo malo lo que no nos atrevemos a decir.
—¿Tan importante era ver mi casa? Yo todavía no he visto la tuya.
—Pero eso es porque no te ha interesado. A lo mejor has caído en la cuenta ahora mismo… —dijo. Pero me dio la impresión de que no quería llevar razón.
—Yo lo que sé es que no me has invitado.
—Porque siempre estoy de viaje y nunca tengo todo lo que haría falta para atender a una visita. O me faltan refrescos o patatas fritas. O, si hago compra para ponerme a cocinar, siempre acaba faltándome la pimienta ¡Y no digamos ya el perejil! Debe hacer años que no tengo en mi mano un ramillete de perejil fresco.
—Así que te pasaste la noche conduciendo para venir a conocer mi casa… —Yo enderecé otra vez la conversación porque no había perdido las esperanzas de que me dijera lo que mi casa le contaba de mí más que yo misma. Me interesaba de una forma real, sincerísima; y algo desmesurada, tal vez. O quizá no, quizá era lógico que me interesara tanto lo que ella pudiera decir porque me había dado motivos sobrados para subir a los altares su capacidad de observación. Me parecía que era la persona más aguda, más sagaz, más astuta y más… ¿inteligente?, que había conocido nunca. Y seguramente lo era.
—Sí, salí de Bilbao hacia Madrid antes de que amaneciera. Andaba por Burgos cuando me llamaste, camino de Bilbao. Llegué a Bilbao, hice las dos visitas que tenía esa tarde, a la carrera, y adelanté la que tenía al día siguiente. La adelanté para quedar a cenar esa misma noche. Y no se queda a cenar con los clientes, ¿sabes?; yo menos que nadie porque lo odio. Pero con aquél sabía que podía quedar porque iba a estar encantado. Él sí, seguro, porque cada vez que voy se me insinúa. Pero en plan divertido. Es un tío simpático, me cae bien. Aunque no sé qué habrá visto en mí… Bueno, es que no es en mí: yo creo que le hace proposiciones a cualquiera que se le ponga por delante. Me da que éste es un entusiasta de la cama, un practicante muy devoto, creo yo, de esos que tiran cinco anzuelos al mismo tiempo.
—¿Es guapo, joven, interesante? —le pregunté yo, pero como jugando.
—A ver… ¿es joven?, sí, más joven que yo y algo mayor que tú. Sobre los cuarenta. Es ingeniero de no sé qué, pero vasco, ya sabes, o sea, que no se le nota tanto, porque es muy sencillote. Y vividor, desde luego que sí. La empresa es de su padre, sólo que, en este caso, se cambian las tornas, es el hijo el que trabaja más que el padre, y mejor. Los conozco a los dos y vale más el hijo, en todos los sentidos. ¿Y guapo…? Bueno, guapo no diría yo, pero no está mal.
—¿Te gusta, entonces?
—Qué tontería. En absoluto —me contestó rápida y contundentemente, como si estuviera segura de querer parecer-me contundente—. Lo que pasa es que me cae bien. Que ya es muchísimo de todas formas. Me cae bien porque, aunque se pasa el rato intentando ligar conmigo (conmigo y con quien se le ponga a tiro, ya te digo), la verdad es que no es nada agresivo. Al contrario, es un tío tierno, fíjate. Una rara avis, en el fondo. Porque está muy seguro de sí mismo (lo está, sí, claro, si no, no tendría esa soltura para ir ligando con tanto descaro), pero lo raro, digo, es que su seguridad no resulta ofensiva. Ni por un momento. Yo creo que lo que le pasa es que le gustan las mujeres más que a un tonto un lápiz; pero que le gustamos de verdad, entiéndeme, que le gustamos profundamente. (Por cierto, nunca le he preguntado por su madre; y me da que debe de ser un personaje interesante; la próxima vez que lo vea le preguntaré).
—O sea, que te gusta… —insistí yo, y no sé por qué, porque no venía a cuento.
—Pues no, ya te he dicho que no. —Seguía de pie y de espaldas a mí, mirando las cortinas. Las cortinas, exactamente las cortinas, el entramado de hilos de mis cortinas, la abstracción de su tejido, la nada, aunque, si le hubieran preguntado, ella habría dicho que miraba la espectacular vista que Madrid le da a mi casa.
Entendí que se había acabado aquel meandro. Y nos quedamos en silencio un momento. Luego, volví a la línea recta que me interesaba:
—Así que tenías mucha curiosidad por ver mi casa…
—Sí, ya te he dicho que sí.
—¿Y te decepcionó?
—No, ya te dicho que no. —Contestaba como si todo fuera el mismo cuestionario. Y burlándose así un poco de mis intentos de sonsacarle algo.
—Pero te la esperabas distinta.
—No, yo no te he dicho que me la esperase de ninguna manera.
—Ya, pero tú sabes que no podemos evitar hacernos una idea de algo que a lo mejor lueg…
Pero no pude seguir porque ella se dio la vuelta con un giro casi violento y me miró lo más de frente que me ha mirado nadie nunca. Pero muy por encima de mí, sin embargo, a una altura desde la que podía sobrevolarme entera, porque ella seguía de pie y yo había vuelto a sentarme en el sofá, y me encontró encogida sobre mí misma, abrazada a mis propias piernas, como si tuviera frío o fueran a meterme en la caja de sorpresas de un mago… Se quedó ahí sin quitarme los ojos de la cabeza, adelantó una mano, como si fuera a decirme algo, pero no lo dijo. Cuando por fin habló, lo que me dijo a la cara fue, con esa valentía que tiene ella y que yo no tendré nunca:
—¿Es tontería empeñarse, verdad? Es tontería porque está visto que tú no vas a hacerme nunca la pregunta clave. Por ti no vamos a salir nunca de este impás. No me vas a preguntar a santo de qué me paso toda la noche conduciendo el primer día que se te ocurre invitarme a tu casa, como si la invitación fuera de la Casa Real, en lugar de decirte simplemente que no podía quedar contigo ese día porque me iba a pillar de viaje. Ni me vas a preguntar por qué me acerqué a ti en el cursillo. Ni me vas a preguntar por qué te vengo dedicando casi todo el tiempo que paso en Madrid como si no tuviera a nadie más a quien ver los pocos días que paso por aquí. No, claro, porque todo eso es lógico, todo es normal. No tiene nada de raro. Tú no tienes ninguna pregunta que hacerme.
Su osadía y su sinceridad me conmovían. Y hubo un momento en que estuve a punto de corresponderle con alguna parte de verdad mía. Fue éste en que bajé el escudo y casi le dirigí la espada hacia mi pecho, ofreciéndoselo así:
—Y tú, ¿no tienes preguntas que hacerme a mí?
—Muchísimas, y llevo un montón de tiempo buscando el modo, pero no lo encuentro.
—Lo mismo me pas…
—¡No! —exclamó con más fuerza aún y dando un paso hacia mí, como si los ojos que ya me tenía clavados de punta no hubieran llegado todavía al corazón de nada—. ¡No me vengas con que a ti te pasa lo mismo, porque no es lo mismo! ¡Por ahí no trago! No es lo mismo —se había enfadado de verdad—. Tú no me haces las preguntas porque sabes las respuestas. Mejor dicho, a ti no te ha hecho falta hacer las preguntas porque yo te he ido dejando adivinar las respuestas. No es lo mismo. Es justamente al contrario. Porque tú, a lo que te has dedicado concienzudamente es a hacer imposible que yo pueda adivinar las tuyas.
—¡Joder! —fue lo único que acerté a decir.
—¡«Joder», qué! ¡Qué! ¿Es que no tengo razón?
—No he dicho que no tengas razón.
—Mira, tú tienes un problema: te pierden las palabras. Créeme. Y es un problema serio. Porque ni siquiera las usas para expresarte o ser feliz con ellas. Te envuelves con ellas, nos envuelves a los demás con ellas, a mí, y consigues quedártelas todas y que no nos sirvan ni siquiera las nuestras para nuestros propósitos. Las estiras, las retuerces, las separas o las pones todas juntas… el caso es que, al final, pasa un día y pasa otro día y yo me voy sin haberte dicho lo que venía a decirte y sin oír lo que quería que me dijeras. ¡Y no es tan difícil, ¿sabes? ! En la vida corriente, la gente corriente no pone las cosas tan difíciles —me hablaba enfadada conmigo, ya no cabía duda. Sin violencia, pero con un disgusto enorme.
Nos quedamos calladas un momento. No sé cuánto. Y luego, por fin, por fin, ella dijo:
—Yo te he dejado adivinar, intuir, entender… que me gustas. Ya está dicho. Así de sencillo. Llevo dándote pistas desde que te encontré. Pero tú nunca me has preguntado nada que me diera pie a decirte nada. Al principio, pensé que era porque no te enterabas de nada, porque no te dabas cuenta de mi cuelgue contigo, pero enseguida vi que eso no podía ser, que eso era imposible porque no tienes un pelo de tonta y porque no podía ser una casualidad que nunca, nunca, con la cantidad de preguntas que haces, nunca me hicieras las preguntas complicadas, que son las más normales en cualquier otro caso: tienes novio, no lo tienes, qué hombres te han gustado, qué historias de amor te han marcado más… Y cuando una persona no hace ciertas preguntas después de un tiempo es, o porque conoce la respuesta, o porque teme que le devuelvan la pregunta.
—En mi caso, por las dos razones —le concedí yo.
—¿Sabías que me gustaban las mujeres y no querías que te preguntara si te gustan a ti…?
No era exactamente eso, estuve a punto de corregírselo: «Sabía que yo te gustaba y no quería que me preguntaras si tú me gustas a mí». Pero simplemente asentí con la cabeza porque me di cuenta de que era demasiado cruel hacerle semejante matización.
—Mira —siguió ella—, normalmente, a mí no me cuesta nada averiguar si una mujer entiende o no entiende. Es fácil saberlo. Es fácil si ella no se empeña en hacerlo imposible, claro. Y cuanto más inteligente es ella, más fácil resulta. Porque yo tengo una teoría que no me ha fallado nunca. Cuanto más inteligente es un persona, más le cuesta mentir, más aborrece esa forma zafia y plana de no decir la verdad. Por eso, por mucho que le cueste responder a una pregunta comprometida, te responderá con evasivas, con circunloquios, «la persona con la que vivía, la relación más larga que tuve, cuando te enrollas con alguien…», te dirá, por no decir ni hombre ni mujer, pero no te mentirá; ten por seguro que, por puro instinto, se alejará de la falsedad como de algo despreciable y encontrará un modo más sutil, el que sea, de no decirte lo que no quiere decirte.
—Bueno, ¿y a qué conclusión has llegado conmigo, si puede saberse? ¿Entiendo o no entiendo? —Yo no sé qué mierda de tono de voz me salió aquí, pero no fue agradable; a mí no me gustó y a ella mucho menos que a mí.
—Mira, si vas a ponerte en ese plan, lo dejamos ahora mismo; me voy a mi casita y aquí paz y después gloria.
—¡Perdóname! ¡De verdad! No sé lo que me pasa. No te enfades. Tienes razón. Y tienes razón en todo, además, ¿para qué darle vueltas? En todo. Hasta en eso de las palabras que has dicho. Es verdad que las uso para levantar barricadas a mi alrededor y es verdad también que no me sirven para nada porque todavía no sé de lo que tengo que defenderme. Porque ni me siento víctima ni me siento atacada. Ni siquiera me creo cobarde. Y si tengo miedo de algo, te juro que, en este caso, no sé de qué es. No me entiendo. Pero me doy cuenta de que tienes razón y me alegro de que me lo digas cabreada, porque eso me ayuda a saber hasta qué punto lo mío puede llegar a ser un abuso. Porque es malo para mí, eso seguro, pero también es injusto para los demás. Es injusto para ti, sin ir más lejos. Fíjate si será verdad que tienes razón, que resulta que la historia de amor que más me ha impresionado a mí, la que más huella me ha dejado, tuvo que ser forzosamente sin palabras. Duró una sola noche y fue con una mujer, sí, por si querías saberlo, pero fue sin palabras. ¿Increíble, verdad? Y a lo mejor por eso me impresionó más… Si llego a poder hablar, seguro que no hubiera pasado nada…
—Cuéntamela —me pidió y en esa sola palabra suya, en el modo de pronunciarla despacio, había implícito un mundo entero de «actos físicos»: un cogerme por los hombros y traquetearme para hacerme comprender que se tenía muy ganado el derecho a exigirme que fuera yo quien le contase una historia a ella, y que ya no iba a consentir que no lo hiciera. Así lo sentí y por eso le contesté:
—Te la contaré, sí. Mejor todavía, la tengo escrita, te la dejaré leer. Fue en Atenas. Voy a buscarla. Está escrita a mano, pero mi letra es muy clara. La tengo por aquí. Pero que sepas, cuando la leas, que si no te la he contado antes, no ha sido por… ni por miedo ni por vergüenza ni por desconfianza de lo que pudieras pensar tú, no. No te la he contado precisamente para no sustituir con mis palabras lo que, de pasar, tenía que pasarme sin ellas.
—No entiendo lo que dices, no entiendo nada.
—Ya, es que no te lo estoy explicando. Es lógico que no lo entiendas.
—¿Y por qué no me hablas claro?
—¿Por qué, por qué, por qué…? —repetí yo, pero como rogándole que no me pidiera explicaciones más allá de las que podía darle.
Y supongo que se apiadó de mí.
—Mira, mejor vamos a hacer una cosa —terció entonces ella, inesperadamente—. A ver si así abreviamos. Yo voy a terminar de contarte lo que te estaba contando, primero. Porque en esa historia, en lo que trajo consigo después, puede que encuentres algo que te ayude a decidir luego si me cuentas tú algo a mí o no, ¿vale? Hablo yo primero (como siempre, por otra parte).
—Vale.
—Sí, porque ya me he cansado del toma y daca este que nos traemos.
—Sí, yo también.
—Tenía que haber sido yo, desde el principio, la que pusiera las cartas sobre la mesa. Por eso es mejor que hable yo primero. Lo sabía, sabía que tenía que ser yo, pero es que nunca me ha costado tanto decir cosas tan sencillas… En mi vida, vamos.
—La culpa la tengo yo. Tú lo has dicho. Por ser como soy.
—No, bueno, no lo sé —dijo.
Y luego se calló y así estuvo unos segundos, con la cabeza un poco alta de más, como concentrándose para cantar un aria en un recital. Incluso apoyó una mano, de pie, en una esquina de mi estantería blanca, como una soprano se apoya ligerísimamente en el piano negro. Cuando yo hice amago de romper el silencio, ella levantó esa mano para mandarme paciencia:
—No, no, déjame a mí. Primero te cuento yo mi parte. Es mejor. A ver… ¿por dónde iba?
—Ibas por lo de decirle a los del bar que te pondrías en contacto con su hija, la que estudiaba en Madrid…
—Sí, iba por que me dejaron la habitación de su hija, sí. Yo ya tenía decidido ponerme en contacto con ella, por hacerles ese favor a sus padres; y porque se me había ocurrido regalarle algo a la chica como forma de agradecerles a ellos lo que estaban haciendo por mí. Pero, mira por dónde, después de fijarme en ciertos detalles de aquella habitación, si me quedaba alguna pereza por conocerla, se me quitó. Aunque, bueno, no creo que entiendas bien lo que pasó si no te cuento primero algo de mí, de cómo me sentía yo por aquel entonces. Iré rapidito, no te preocupes. Te haré un resumen. Pero no me interrumpas.
—No te interrumpo.
—Estaba a punto de cumplir los treinta y uno, como te he dicho. Una edad especial, creo yo. Acababa de dejar a un novio con el que había estado viviendo, durante tres años, más o menos, pero así como vivo yo, a salto de mata, entre viaje y viaje. Lo dejamos mutuamente; nada traumático. Yo creo que él tenía ya por ahí otro apaño y a mí, la verdad, aquella historia ya no me servía más que para follar y punto. Poco más. Al mismo tiempo que pasaba eso, a mí se me estaba removiendo la tierra debajo de los pies porque resulta que, en uno de mis viajes, no sé cómo, o, bueno, sí lo sé, en Zaragoza, fui a parar a un bar de chicas. Es que se me había metido en la cabeza que a mí, lo que de verdad venía apeteciéndome últimamente, sin saber por qué, era acostarme con una mujer. Porque sí, y por nada en especial. Porque me excitaba muchísimo pensarlo. Desde hacía mucho tiempo, pero últimamente se había convertido en un deseo real, en un deseo cada vez más activo. O sea que, si acabé en ese pub de Zaragoza, no puedo decir que fuera por casualidad. Más bien fue una conclusión, porque ya desde mucho antes, cada vez que me enteraba de que una película tenía en el argumento una historia de amor entre dos mujeres, iba a verla con una curiosidad y unas ganas que no dependían de que la película fuera buena o fuera mala. Si me enteraba de que tal actriz o tal cantante se enrollaba con mujeres, inmediatamente pasaba a caerme mucho mejor que antes. Y con las escritoras y sus novelas me pasaba lo mismo. También alquilé alguna película porno, pero de eso sí que no repetí mucho, porque no me gustaron. Claramente no. Casi me molestaba que una película porno tuviera esas escenas porno entre mujeres. Esto es curioso, a mí me lo parece, era como si me estuviera volviendo muy devota de una congregación, como de monjas, por ejemplo, y me molestase que hablaran mal de mis compañeras… No sé, no llegué a entender por qué, pero me pareció que eso de que no me gustaran las películas porno entre mujeres tenía un tufillo raro a… pues a devoción, sí, a mitificación, a…
—Yo también he alquilado alguna y a mí tampoco me gustan. Me excitaban, pero como las demás, y sin gustarme, gustándome mucho menos todavía. Yo creo que están hechas para los hombres, para los gustos de los hombres. Lo que yo veía ahí era un exceso de tetas infladas, de lencería imposible, de tacones que no lleva nadie, de unas asquerosamente pintadas… Odio las uñas largas y pintadas, me dan asco. Perdona, sigue.
—A mí tampoco me gustan.
—Además, son como garfios; esas uñas no son creíbles entre mujeres que… digo yo que deben hacer daño cuando… ¿no?, ¿o no?
—¿Me lo preguntas? —dijo, y me miró con cara de complicidad—. Me imagino que sí, que son un peligro.
—Perdona, sigue —le dije yo, espantándome el pudor de delante de la cara con un manotazo al aire, como si fuera una mosca.
Sonreímos las dos. Estábamos más tranquilas de lo que cualquiera de nosotras hubiera creído hacía unos minutos. O así me pareció porque yo lo estaba, estaba tranquila. A punto, incluso, de poder decir que estaba a gusto. Como en la montaña rusa después de haber bajado dos terribles pendientes, que se te instala en el estómago una especie de tolerancia a la intensidad que te permite, casi, disfrutarla. Y ser consciente al mismo tiempo.
Una vez más había tenido razón ella al descargarme de ser yo quien hablara primero.
—Pues eso, que las películas, que las novelas, que los cuadros, que todo lo que se relacionaba con las mujeres empezó a ser atractivo para mí por sí mismo. Biografías de escritoras, de pintoras, de actrices… Bueno, empezó no. No se sabe cuándo empiezan estas cosas; más bien fue que pasó a ser algo que yo buscaba cada vez más conscientemente. Y creo que hasta dejé al tío con el que estaba por… cómo explicártelo, por comodidad. Prefería hacer en mi casa de Madrid lo mismo que hacía cuando estaba de viaje: meterme en la cama yo sola conmigo misma y fantasear a mi gusto, sin tener que poner caras de disimulo delante de nadie. Me había enterado de que en el Tubo, en Zaragoza, había un bar de mujeres, en el que se reunían lesbianas, así que, lo que no me hubiera atrevido a hacer aquí en Madrid, lo hice allí, porque sabía que tenía un hotel y eso facilita mucho las cosas. Entré en aquel bar yo sola. Y no me gustó nada lo que vi, pero nada. Estuve a punto de salir corriendo. Pero llegué hasta la barra y tuve el valor de pedir un algo. Zaragoza no es tan grande, aquel bar no debía de ser un lugar de paso de mucha gente, así que yo creo que todas las que había allí debieron de darse cuenta de lo nueva que era yo y de lo mal que lo estaba pasando… Era para pasarlo mal, te lo aseguro, malos tiempos aquellos todavía, no es como hoy… Había cuatro mujeres sentadas a una mesa juntas, y yo creo que poco menos que tomaron la decisión, en asamblea democrática, de mandarme a una de ellas a que me rescatara. Es que me di cuenta de que estaban hablando de mí. Pillé dos o tres sonrisas de suficiencia, o que me parecieron a mí de suficiencia, y me sentí todavía peor que después del bofetón de entrada que fue ver a todas aquellas mujeres, la mayoría con pinta de camioneras… Y se me acerca ésta, una, que la verdad es que no era nada fea, si vamos a juzgar así las cosas, pero tenía el pelo cortísimo, no le sentaba bien; un corte como se hacían por entonces las francesas, tan radical, que daba miedo. Le hubiera quedado mucho mejor una media melena castaña, incluso con algunos rizos, con mechones cayéndole por las orejas porque hubiera sido bueno tapar un poco aquellas orejas tan… tan… ¡tan orejas!… y tampoco le hubiera venido mal (¿De qué te ríes?).
—De nada, sigue. De mis propios recuerdos. Luego te cuento yo.
—¿De verdad?
—Palabra que sí. Tú sigue.
—No, bueno, pues eso, que no era fea, pero que se ve que por entonces no estaba bien visto arreglarse mucho en esos ambientes, yo qué sé. Hazte a la idea que de esto que te cuento hace ya veinte años y las cosas han cambiado un montón, yo lo veo a diario. Lo primero que me dijo, y eso sí que no se me olvida, fue: «¿Es la primera vez que vienes por aquí? No te hemos visto antes». Hemos, dijo, y ese plural tampoco me gustó nada. Desde mi punto de vista, las cosas no podían estar yendo peor. Sin embargo, por otro lado, me apetecía un montón estar allí y también me apetecía que aquella mujer hiciera el esfuerzo de quedarse conmigo. Le dije que sí, que era la primera vez, por no mentir, sólo por eso, porque en estas cosas te pillan siempre si mientes, pero la verdad es que no me hizo ninguna gracia tener que reconocer semejante inferioridad delante de aquel plural tan protector que se había buscado ella: «No te hemos visto antes, ni mis amigas ni yo: ninguna del ejército que me defiende te conoce, intrusa». «No te preocupes», me dice, «dentro de un rato te sentirás mejor, más tranquila». Y aquello ya fue la gota que colmó el vaso. Porque a mí me pone muy nerviosa que alguien me diga que no me ponga nerviosa. Así que le dije: «Mira, es la primera vez que vengo a un sitio así, pero tengo treinta años y estoy ya muy trabajada en lo de vivir mi vida, ¿sabes? O sea que, si tú sabes que yo he venido a ligar y yo sé que tú has venido a ver si ligas, pues nos vamos a mi hotel y nos ahorramos mucha saliva».
—¿Así tal cuál se lo dijiste?
—¿Verdad que soy muy bruta? Pero es sólo cuando me pienso mucho las cosas. A mí me pasa al revés que a la mayoría; espontáneamente, cuando no pienso las cosas antes de hacerlas o decirlas, soy más educada, más respetuosa, menos agresiva… Pero, cuando reflexiono y empiezo a tener en cuenta esto y lo otro y lo de más allá, me sale la vena salvaje, como si tirar por la vía más expeditiva fuera la conclusión más razonable de todo eso…
—¿Tú te das cuenta de lo bien que te expresas, de lo bien que te explicas? —Me salió del alma decírselo. Y así conseguí poner en voz alta una sensación que había tenido con ella desde que la conocí: que es la persona que mejor se conoce a sí misma de las que he conocido yo. Me asombraba su capacidad para explicarse a sí misma, para autocontarse, quizá por eso era tan interesante oír sus historias.
—¿Cómo dices?
—Que ojalá tuviera yo la mitad de tu lucidez y no el doble de palabras, que es lo que tengo.
—Tampoco te vayas a machacar tú ahora con eso que te he dicho de las palabras, ¿eh?, que no es para tanto.
—Déjalo. Sigue, venga, ¿cómo reaccionó ella cuando le dijiste eso?
—Yo creo que se dio cuenta de que lo mío iba de farol. Me dijo que ella sí que necesitaba un poco más de tiempo, que tenía que ir más despacio, que si no me importaba que charláramos un poco primero, que nos dijéramos los nombres, y cuatro datos tontos más como ése por ejemplo… Nos reímos las dos de mí. Eso fue bueno. El resto… Llegado un momento, pero antes de salir del bar, le dije que iba a ser la primera vez que me acostara con una mujer y que sentía más que nada curiosidad, «de modo que luego», le dije, «si no sale bien o no me gusta, no me vengas con que te he utilizado porque está claro que eso es lo que voy a hacer, utilizarte para saber de qué va esto; estás a tiempo de decirme que no». Otra brutalidad de las mías. Pero no podía evitar estar a la defensiva. Lo mío no era una ofensiva, y por eso ella no se ofendió, sino una defensa. Me pareció una tía maja porque no se mosqueaba fácilmente. Me dijo que ella también me iba a utilizar a mí, para pasárselo bien esa noche, porque yo le gustaba, así de sencillo. Y que todas las que estaban en el bar habían hecho, en algún momento de su vida, lo mismo que yo: probar. También dijo otras cosas que me gustaron menos…
—¿Cómo cuáles? Eso me interesa mucho.
—Pues del tipo de «la que prueba repite», «serías la primera que no quedara contenta conmigo», «te trataré como a una diosa»… Yo qué sé; chulerías de esas que no le aguantarías a un tío en la vida. Pero en la vida. Lo que pasa es que dichas por ella… no sé por qué, no resultaban prepotentes, o no tanto como parecía por la frase misma. Es difícil de explicar lo que sentía yo: no me resultaba agradable oírla decir esas cosas, pero tampoco me incomodaban tanto como pudiera parecer… Es complicado, ya te digo. Ella daba la impresión de estar recitando un papel que no le iba en el fondo, como una mala actriz. Y al principio, todo mi empeño era decirle que lo dejara, que dejara el papel, que no lo necesitábamos, que yo no lo necesitaba… estuve a punto de decirle que si buscaba a una mujer era precisamente porque no quería encontrarme con un hombre o con un remedo de hombre. Pero no se lo dije, porque eso sí hubiera sido ofenderla y porque tampoco era ella exactamente un remedo de hombre. Que te digo que me cuesta mucho explicar esto. Vamos a quedarnos con la imagen esa de una mala actriz recitando un papel que no le va y en el que no cree… ¿me sigues? —Sí, sí.
—Vale, pues ahora damos un paso más. Imagínate que es muy mala actriz y que se ha aprendido de memoria el papel, pero de pronto te das cuenta de que no puedes decirle que no interprete ése, que prefieres que interprete el suyo propio, porque el suyo no se lo sabe, suponiendo que lo tuviera, uno propio, no se lo sabe. Sólo se sabe ése, mal interpretado, malvivido, no asumido incluso, pero no tiene otro. ¿Sabes a lo que me refiero? Me pasa a mí con algunas vendedoras de grandes almacenes y con gente que se dedica a atender profesionalmente; yo siempre intento que dejen de interpretar el papel porque hasta les sale tonillo cantarín y todo cuando te hablan de un producto, te hablan con soniquete, es horrible. Yo lo intento, y las hay que reaccionan y cambian el chip, sutilmente, pero lo cambian, y entonces yo respiro y ella respira y ya seguimos las dos la venta o la consulta más normalmente, más humanamente… Vale, pero eso son sólo algunas. Hay otras que no saben, que no pueden, que se mosquean incluso si quieres cambiarles la honda, porque no tienen otra. Dan la impresión de ser inmunes a tus intentos de cercanía, de veracidad. Y todo porque no son lumbreras precisamente, y las pobres mías se acogen al rezo porque no sabrían hablar de otra manera, simplemente por eso. Se agarran a decirlo todo con esa musiquilla porque puede que sean tartamudas y de otra manera no les saldría de corrido la explicación que te están dando sobre la licuadora de frutas… ¿no te ha pasado a ti?
—Un montón de veces; pero sólo ahora que lo dices lo entiendo.
—Pues algo así me pasaba a mí con aquella chica. Me di cuenta de que sería, no ya inútil, sino hasta injusto, pedirle que dejara esos tics de ligona con mucha pluma porque puede que no tuviera alternativa, ella no. Pero yo fui incluso más allá, porque acabamos en mi hotel y nos enrollamos y nos dio tiempo de mucho… y encontré otra razón por la que hubiera sido injusto escarbar allí dentro: porque yo tampoco podía, no quería, ofrecerle nada a cambio de que se desnudara también interiormente. No se intenta llegar a las entrañas de alguien de quien te vas a despedir, y lo sabes, a la mañana siguiente —aquí hizo una pausa más larga y me miró como si me preguntase algo—. Bueno, abrevio porque, si no, esto no acaba nunca. Nos enrollamos y me gustó. Eso iba a decirte. No ella, pobre, que no me gustó por su cabeza, sino la escena por sí misma. Me gustó un montón. Me quedó muy claro que aquello había sido demasiado fuerte como para dudar de que me gustaba. Y eso sin tener de frente a una mujer que me impresionase de verdad… así que me dediqué a imaginar la gloria que sería topar con una mujer que de verdad me gustara. Como si antes no me hubiera gustado ninguna. Lo pensaba como si nunca me hubiera gustado una mujer, pero fui descubriendo que eso tampoco era del todo verdad. Descubrí que me habían gustado varias. Ni una ni dos, unas cuantas me habían gustado a lo largo de mi vida hasta ese momento. Al día siguiente por la mañana, cuando me subí al coche para irme sola a hacer kilómetros y kilómetros, esa misma mañana, empezó el proceso, un proceso de reciclado de la memoria, y hasta hoy no he dejado de hacer recuento de la cantidad de mujeres que me habían gustado a mí sin saberlo yo. Como dice la canción, aquella noche tuve una experiencia religiosa, más bien que sólo física. De pronto, la luz se hizo en mi cabeza y se me mostró la verdad, el camino y la vida; y el verbo, gustar de las mujeres, se hizo carne y habitó en mí con una fuerza nueva, transformadora. Amén. Recuperé recuerdos que yo creía inocentes, pero que seguramente fueron inocentes sólo porque yo no estaba preparada para que fueran de otra forma. Lo típico: una monja de mi colegio que se me iluminó de pronto en el recuerdo con un halo propio, milagro-milagro, mi primer amor, tendría yo siete años; o aquella hermana de mi compañera de pupitre, mayor que nosotras, a la que, en un arrebato de amor, cuando se mudaban del pueblo, le regalé mi cadena de oro (luego tuve que decirle a mi madre que la había perdido); o la extraña, mustia y solitaria encargada de la biblioteca municipal a la que todo mi empeño era sacarle una sonrisa; o mi profesora de historia del instituto que llegó a ir a hablar con mis padres para pedirles que hicieran el esfuerzo de pagarme una carrera, la que me dijo que yo era inteligente a pesar de que yo misma no quisiera verlo así y que, si me había empeñado en no verlo así, era sólo para que me doliera menos darme cuenta de que no iba a poder estudiar en la universidad; o una chica que me encontré una vez haciendo autoestop y que me dijo que se iba a Alemania a trabajar porque en su pueblo sólo se podía ser puta en una venta de las afueras o madre de siete hijos y mujer de un campesino que tendría siempre que estar por encima de ella en cualquier conversación… te lo juro que me lo dijo así tal cual, con uno que tendrá que quedar siempre porcima, así de claro lo tenía, y no tendría ni los veinte años… sola se iba, con más valor que… yo qué sé… me emocionó la chavala. La llevé en el coche lo más lejos que pude y todavía me estoy arrepintiendo de no haberla llevado hasta Alemania.
Paró un momento, bebió y me miró:
—Me enrollo mucho. Así no acabamos —fue su conclusión—. Total, resumiendo, que cuan…
—Nada de resúmenes. Sigue. Tenemos todo el tiempo del mundo.
—Pues no te creas que es mucho tiempo ése tampoco, que no. Pero, bueno, una idea ya sí puedes hacerte de por dónde iba mi vida la noche aquella de la nevada. Había dejado a mi medio novio y lo de Zaragoza había pasado unos dos o tres meses antes. Te lo he contado sólo para que entendieras en qué estado de ánimo, de vida, me encontraba yo cuando entré en el dormitorio de la hija de los dueños del bar, y con qué claves nuevas podía interpretar ahora señales que antes se me hubieran escapado seguramente. Entré y, al principio, me pareció una habitación normal y corriente. No destacaba por nada, era la habitación que unos padres de pueblo le ponen a una hija. No me acuerdo del cabecero ni de la colcha, ni de las cortinas; nada especial, ya te digo. Había un estante de libros y fui a mirarlos enseguida, eso sí. Era una sola balda, y pequeña, además; no una balda suelta, sino la parte de arriba de un escritorio pequeño. No había muchos, y la mayoría eran de texto. Eran tan pocos y tan poco personales, que no podía sacar de ellos ninguna conclusión. Bueno, a fin de cuentas la chica ha elegido Empresariales, me dije, y no tiene más que veinte años, veintidós, porque estaba haciendo cuarto ya… No podía esperar que hubiera allí nada sorprendente, tampoco lo buscaba. Te lo estoy contando mal porque da la impresión de que entré allí buscando algo y yo no entré allí buscando nada. Estaba curioseando, y tampoco creas que con mucho interés. Miraba mientras me iba desnudando, simplemente. En el estante había también una foto de ella en la que pude ver que era guapa, muy guapa, incluso. De ella sola, una foto informal, no de estudio, en la que estaba sonriendo. Guapa, pero anodina, pensé. O a lo mejor era un prejuicio mío, después de ver sus libros, y precisamente porque era más guapa de lo normal. Me fijé mejor en la foto y algo sí me llamó la atención: que la expresión de su cara, a pesar de que en la foto se veía que sabía que le estaban haciendo una foto, no era la de una chica que se sabe guapa, era más bien la de una chica que temiera que eso no fuera suficiente. Pero enseguida me regañé también, esta vez por querer afinar tanto. Hasta que no me senté en la cama para quitarme los zapatos, después de repasar el estante, no me fijé en las paredes. Parece mentira, porque había dos pósters tamaño doble folio y uno muy grande, tamaño póster: tendría que haberlos visto antes. Y los vería, claro, pero no me fijé en ellos. Hasta ese momento. Uno de los pequeños era una fotocopia en blanco y negro, ampliada, de una famosísima foto de Greta Garbo, en la que tiene las manos por delante y todo el pelo para atrás. Me quedé sentada y pensando: «Hace falta tener muchas ganas de esa foto para hacer una fotocopia ampliada y ponerla en la pared, en lugar de algo un poco mejor impreso». El otro póster pequeño era una página doble de una revista en la que Martina Navratilova estaba consiguiendo llegar a una bolea. El póster grande, ése sí comprado y decentemente impreso, ¿a que no sabes lo que era? (no sé si conoces al fotógrafo, en aquella época había muchos pósters suyos), era una foto de Hamilton: dos señoras vestidas con trajes blancos, largos y vaporosos, como del siglo XIX, sentadas con mucho desmayo, una recostada en la otra, en una barca inglesa, en un canal estrecho, plácido, de frondosas orillas, y toda la escena tamizada por una neblina tan falsa como el algodón de feria. Mucha sombrilla de encaje y mucho flu. Una cursilería importante. Pero, con esas tres imágenes, habría que ser muy ignorante del mundo para no sacar conclusiones…
—Eso te iba a decir… Verde y con asas.
—Pero también la ausencia de libros cantaba algo… también… ¿o no? Veintidós años y allí no había más que tres o cuatro libros que no fueran de texto, y ninguno de ellos se salía de los que mandan leer en los institutos. Deja que haga memoria: Un mundo feliz, El lazarillo de Tormes, los artículos de Larra… Una antología de Antonio Machado… Y alguno más que no recuerde, pero pocos más, eh, dos o tres más, como mucho. Y no es que se hubiera llevado consigo el resto, porque allí no había espacios vacíos… ¡Ah, sí, tenía también aquella cosa horrible de Juan Salvador Gaviota! El resto, te digo, eran libros de texto.
—Espera, una pregunta. Teniendo en cuenta que por sus paredes supiste que le gustaban las mujeres, y por sus libr…
—Supe que lo tenía claro, más bien. —Me interrumpió ella para corregirme sobre ese matiz tan importante.
—Sí, bueno, eso.
—No, es que no es lo mismo —volvió a insistir.
—Vale, sí, no es lo mismo. Supiste que tenía claro que le gustaban las mujeres, y supiste también que no leía mucho… (Aunque, bueno, eso, en las chicas de ahora, no es tan… indecoroso).
—Esa chica no es de ahora —volvió a interrumpirme—. Esto que te cuento pasó hace veinte años. Esa chica es ahora mayor que tú… ¿No tenías tú muchos más libros en tu dormitorio, a su edad?
—Sí, pero, mira por dónde, parece que ella tenía los pósters adecuados y yo no —dije, con toda mi sinceridad, pero como de pasada, movida sólo por las ganas de resultar aguda, divertida, perspicaz… Mi encantadora vendedora de tornillos hizo un gesto de sorpresa feliz, pero yo seguía queriendo terminar mi razonamiento, así que fingí que no me daba cuenta y seguí—. Lo que quería preguntarte era… porque seguramente confirmarás mi idea, y me importa mucho saberlo: de las dos cosas que supiste de ella, una fue más fuerte que la otra, ¿o no? Dejemos a un lado la tercera, porque dices que también supiste que era muy guapa, de las otras dos conclusiones que sacaste, digo, ¿cuál pudo más en ti: suponer que era lesbiana o suponer que no era muy culta? Pero quiero que me contestes pensando en aquella noche. O sea, antes de conocerla, sin tener en cuenta lo que pasara después, que yo no lo sé, ni si la conociste a fondo o no, aunque supongo que sí…
—Déjalo, sé por dónde vas, y sí, efectivamente, tengo que reconocer que pesaron más las paredes que el estante. De hecho, te lo tenía que haber explicado así: que entré en la habitación pensando que la iba a llamar como forma de agradecimiento a sus padres, como un compromiso (porque a mí la gente muy joven, como era ella entonces, en general, me aburre; y una chica joven que estudia Empresariales… pues, sinceramente, no es como para despertar volcanes de curiosidad; yo sigo sin entender cómo una persona desperdicia la oportunidad de estudiar en la universidad eligiendo esa clase de chorradas…), y sin embargo, sí, lo confieso, después de ver los pósters, que eran tres y los tres delatores, la representación que me hice de ella fue muy distinta. Se me despertó un interés distinto por conocerla; por saber si tenía novia o no la tenía, si iba a los sitios de ambiente o no, si sería capaz de hablarme de sus asuntos con tranquilidad… Total que, en cuanto volví a Madrid, la llamé. Sí.
—O sea, lo que me imaginaba: que pueden más dos tetas que dos estanterías… repletas. —La primera risa fue la mía. Me salió bien la tontería que dije.
—¡Joder con la creata! —se reía ella—. ¡Qué claro habla cuando quiere! Y en verso.
—Sí, los ripios son cosa de la publicidad… Venga, sigue. La llamaste y qué.
—Ya le había contado su madre la aventura, mi aparición, y le había dicho que podía ser que la llamara, que eso había dicho yo que haría. Más: parece que su madre me había puesto a mí por las nubes; le caí bien a la mujer. Y ella a mí también. Total, que quedamos para cenar. Yo tenía pensado llevarle a esa cena un regalo, a ella, a la hija, pero cambié de idea. Decidí hacerle el regalo a su madre. De parecerme mejor hacerle el regalo a la hija con tal de que la madre no interpretara que quería pagarle la cena que no me cobró y la habitación, pasé a creer que lo mejor era hacerle el regalo directamente a quien me hizo la merced. Aunque me conozco, y sé que cambié de idea porque no me apetecía romperme la cabeza tratando de encontrar algo que le gustase a la hija.
—Porque ahora la hija tenía interés para ti…
—Sí, señora, y por eso te cuento el detalle del cambio de idea, para seguir dándote la razón en lo de las tetas. Era verdad que me intrigaba y me interesaba, así que ahora era más fácil elegirle un regalo a la madre que a ella. Me acuerdo que le compré un pañuelo de seda de esos grandes, para llevar como un chai.
—Y seguro que te costaría una pasta, porque ya he visto lo generosa que eres con los regalos… —Puede que mi comentario no viniera a cuento, pero vi la oportunidad de darle una vez más las gracias por los que me hacía a mí cada vez que venía a mi casa.
—No tanto. En fin, a la chica le hubiera encantado abrir el paquete, me lo dijo, pero no le dejé. También me preguntó qué era y tampoco se lo dije. Tonterías, pequeñas bromas, ya sabes, una manera de romper el hielo… Charlamos… Le pregunté por sus estudios… Me pareció una chica normalita, agradable… no le costaba nada reírse, o sea, más bien franca… Normal, bien. Ella estaba más cortada que yo; lógico, a fin de cuentas, le sacaba casi diez años y se veía que yo le imponía respeto, así que me fui creciendo por minutos. Tanto me crecí, me sentí tan sobrada frente a ella, que decidí que lo mejor era ir al grano. Porque yo lo que quería era que hablara ella y comprobar si mis deducciones eran correctas. Poco más. Y cuanto antes mejor. No me apetecía tirarme las semanas de profundilación en la amistad que hacen falta para que alguien te cuente ciertas intimidades, ya me entiendes.
—… te entiendo, sí: como en nuestro caso, quieres decir, ¿no es eso?
—Más o menos. Pero con ella, ésa es la diferencia, no me apetecía estirar mucho el asunto. Así que decidí ir al grano, o sea, hablarle de mí. Porque, no lo dudes, para conseguir que alguien hable, lo más fácil es empezar tú a contarle algo muy parecido a lo que quieres que te sea contado a ti. Le dije que había dormido en su habitación, que había visto sus pósters y que de ellos había deducido que a ella sí que podía yo decirle la verdad sobre mí… (lógicamente, esperé hasta el momento en que me preguntó lo que se suele preguntar en estos casos, si estaba casada o no, si tenía hijos…) y entonces le dije que no iba a disimular con ella contestándole a esas preguntas con vaguedades, que la verdad era que a mí me gustaban las mujeres y que lo mío no eran los maridos, sino las amantes. Puso una cara muy especial. Porque creo que no se lo esperaba de mí o a lo mejor fue que no se esperaba que sus pósters fueran tan delatores, no sé. Yo sólo me había acostado una noche con una mujer, pero a esas alturas ya tenía claro que me hubiera gustado acostarme con un montón más, así que fingí que sí, que era lesbiana poco menos que desde siempre. Te recuerdo que yo partía de la suposición de que ella no sólo lo era, sino que lo sabía perfectamente y desde hacía tiempo, así que, al decirle yo lo mío, tenía que ser inmediato, si no me había equivocado, que ella me dijera a mí lo suyo. Y justamente. Me lo dijo a renglón seguido. «Yo también», me dice. Y le pregunto: «¿Desde cuándo lo sabes?», y ella me contesta: «Desde que tenía diecisiete años y conseguí llevarme a la cama a mi profesora de historia, que resulta que era la madre del chico con el que estaba saliendo»…
—¡Qué fuerte!
—Eso mismo pensé yo. Que hay gente que va deprisa y al grano toda la vida, desde jovencita, y que ése es un tipo de gente. Y luego estamos las demás, las pavisosas, como yo…
—… y como yo.
—… que llegamos tarde a todo. Qué fuerte, sí, porque ella… ¡anda que se achicó!, no creas que dijo… Lo que dijo fue «conseguí llevarme», en plan potente total. Y yo me quedé… Se la veía tan modosita, tan femenina… A partir de ahí le hice un montón de preguntas. La chica no lo sabía, pero tenía ella más cosas que contarme a mí, que yo a ella. Me dijo que se había enamorado realmente de esa mujer y que se había enrollado con su hijo sólo para poder estar siempre con ella; pero sin ser consciente, claro, al principio. Dice que no se dio cuenta de lo que le pasaba, que le gustaba más la madre que el hijo, hasta que un día se fueron los tres a un concierto, a Madrid, y tuvieron que quedarse en casa de unos amigos de la madre en la que les dejaron una cama para dos y un sofá cama. La madre les ofreció a ellos dormir juntos en la cama y quedarse ella en el sofá. Pero la chica, Marcela (se llama Marcela)…
—¿Marcela? ¡Qué nombre!
—¿Te gusta?
—Sí, me gusta.
—A mí también. Le pregunté si conocía a la Marcela del Quijote y me dijo que no. Me dijo que sabía que siendo ella de La Mancha tenía delito que no lo hubiera leído, pero que no. Que sólo había leído los trozos que les pusieron en su día en clase para hacer un trabajo. Me dijo que se llamaba Marcela por su abuela, la madre de su padre. Y yo le dije que la Marcela de Cervantes, bien leída, tenía su miga como mujer. Le expliqué el personaje un poco por encima, le dije que también era muy guapa, como ella, y le dije, sobre todo, que salía muy al principio, para ver si con eso se animaba a buscarla. Bueno, pues han pasado un montón de años, sigo viéndola de vez en cuando, y casi estoy segura de que sigue sin leerlo.
—Sí que tiene miga, sí. A mí también me llamó la atención cuando lo leí… Pero venga, sigue con la historia.
—Ella me pidió que la llamara «Maree», que así la llamaba todo el mundo. ¡Maree!, ¿te lo puedes creer? ¡Qué horror! Por un lado, la chica me gustaba, pero, por otro, tenía estas cosas que… Y yo le dije que ni hablar, que de ninguna manera, que no estaba dispuesta a hacerle yo también ese feo, hacérselo a ella y hacérmelo a mí cada vez que la nombrase…
Le hice un gesto de impaciencia para que volviese al hilo central y ella sonrió:
—Sí, sí, volviendo a lo que me contó. Que se quedaron en casa de esa gente en Madrid y que la madre, la profesora de historia, les ofreció la cama para que durmieran juntos su hijo y ella. Por lo visto se traían mucha juerga los tres y unas cuantas copas de más. Marcela dijo que no, que si había que dormir en un sofá cama, dormiría ella, y que durmieran juntos la madre y el hijo. Entonces el hijo dijo que no, que era mejor que en el sofá durmiera él, como un caballero, y que fueran ellas, las dos, las que durmieran en la cama cómodamente. Y las dos dijeron enseguida que sí, que ésa era la mejor solución. Porque se querían mucho las dos, se llevaban muy bien y hablaban mucho y se reían mucho… Y durmieron juntas. Durmieron y ya está. Pero dice Marcela que en su vida había sentido nada tan fuerte como que el cuerpo de esta mujer la rozara. Lo curioso es que parece ser que a su profe le pasó igual esa noche; sólo que, mientras que la reacción de Marcela fue: voy a por ella porque me gusta, la reacción de su profe fue: apártate de mí, Satanás. Y así pasaron un mes. Un mes en el que dice Marcela que no se podía respirar el aire de tan espeso que se volvía en cuanto se miraban o se tocaban por casualidad. Hasta que, según me contó, una tarde, consiguió llevársela a la cama. Literalmente fue ella la que se llevó a la cama a su profesora, y no al revés, porque dice que empezó a besarla en la cocina y no le dejó abrir la boca para otra cosa hasta que no llegaron al dormitorio… La historia no duró más que lo que quedaba de curso, porque Marcela se vino a la universidad a Madrid y porque ya antes, en el verano, ella, la profe, le dijo que tenían que terminar, que se sentía cada vez peor, que aquello era un disparate, y cortó.
—¿Y qué tal lo pasó… «Maree»? —remarqué el feo diminutivo por alguna malsana corriente interna de mi cerebro cuyas fuentes solemos tender a no investigar—. Dices que te dijo que se había enamorado de su profesora, ¿no?, lo pasaría mal, entonces, me imagino…
—Supongo. Pero lo que me comentó es que llegó a Madrid como quien llega al paraíso de la libertad. Y que se dedicó a ligar como una loca. Cosa que no creo que le costara mucho porque ya te digo que era, bueno, es, muy guapa.
—¿Y el padre del chico, el marido de la profe, no aparece?
—Pues no. Creo recordar que me dijo que era madre soltera. Y una mujer joven; en realidad, no se llevaban tantos años…
—Y cuando ella te preguntó a ti por tus historias, ¿tú qué le contaste? Porque digo yo que te preguntaría a su vez…
—Pues el caso es que estuve dudando muchísimo de si inventarme que tenía una historia presente o no, o dejarlas todas en un pasado indefinido. Dudaba porque…
—… porque no sabías si presentarte como libre, disponible, en ese momento, o no, ¿a que sí?
—Sí, algo así. Porque libre estaba, de hecho, pero no sabía si me apetecía abrirle a ella esa puerta o cerrársela ya, desde el principio. Eso sin pensar si yo podría gustarle a ella o no. Hablo de mí. Sólo de mí.
—¿Y qué hiciste?
—Mis dudas eran porque estaba notando que me podía más la pereza que la curiosidad. Por un lado, hervía de curiosidad por seguir acostándome con mujeres, como si tuviera que recuperar el tiempo perdido. A los treinta y uno me sentía un poco vieja ya. Pero, por eso mismo, lo que me apetecía era acostarme con una mujer de verdad, no con una jovencita. Y no sólo es porque fuera jovencita, la pereza me venía de que esta chica era, para mí, un poco… era agradable, sí, simpática, se la veía buena persona, pero era un poco…
—¿Anodina? —le ayudé yo con mucho gusto.
—Sí, eso, muy guapita y tal, pero…
—O sea, que ahora era el estante el que estaba ganando a las paredes…
—Justamente, sí, bien dicho ¿Y no te parece eso a ti un poco triste? Aunque el asunto era complicado porque… mientras me estuvo contando lo de su profesora, que me lo contó con todo detalle, no como te lo he contado yo, pues… me estaba excitando, ésa es la verdad, y un montón.
—Por eso te lo contó así.
—Sí, yo también me di cuenta. Me di cuenta de que estaba acostumbrada a seducir, que era… maravillosamente descarada. A lo mejor por guapa, pero el caso es que su naturalidad era… no sé cómo decirte, tan cómoda, tan… «facilitadora», que daban ganas de abandonarse. Y todo esto estaba pasando en la primera cena.
—Sí, me lo creo. Es que los flujos del deseo entre dos personas aparecen desde el principio… Casi siempre. Otra cosa es lo que tardemos en darles cauce.
—«Los flujos del deseo…». Muy bonito, te ha quedado muy bonito.
—No te burles.
—No me burlo. Pero fíjate en una cosa. Si fuera verdad lo que dices, que el deseo aparece desde el principio…
—… o no aparece nunca…
—… o no aparece nunca, cierto. Pero, si es verdad que aparece desde el principio, entonces yo tendría que decir que no deseé nunca de verdad a esta chica. Es más, afinando, afinando, podría decirte que el deseo que sentí, según eso, lo que me excitaba mientras me contaba lo de su profesora, no era la imagen de ella, sino la de su profesora, precisamente. O sea que, «para darle el cauce adecuado a los flujos de mi deseo», hubiera tenido que dedicarme, inmediatamente, a localizar a esa profesora de historia de la que ella me hablaba… ¿Sabes lo que le dijo su profe cuando le pidió que lo dejaran? Pues no le dijo que la quería mucho, pero que ya no la deseaba, como suele ser normal; le dijo justo lo contrario, que era demasiado fuerte lo que sentía con ella en la cama y que no se correspondía con lo que sentía por ella fuera… ¿Qué te parece?
—¿Qué me parece? Que seguramente le dijo la verdad.
—Lo gracioso es que yo, un tiempo después, hubiera podido decirle exactamente lo mismo. Y algo muy parecido le dije. Es triste.
—O sea que tuvisteis una historia finalmente.
—Sí, la tuvimos.
—Pues eso es lo que cuenta. Que las tres tuvisteis una historia de amor para recordar luego; las tres: tú, la profesora y Marcela. Y una historia muy agradable ¿no?
—Sí, eso sí.
—Y si resulta que descubristeis que era más fuerte el deseo que el enamoramiento, pues mejor, porque eso es muy perturbador en sí mismo. Y, gracias a eso precisamente, me imagino que después seguiríais la búsqueda y que, más tarde o más temprano, encontraríais cada una a alguien a vuestra medida. Porque… ¿dices tú «triste»?, ¿sabes lo que a mí me parece triste de verdad? Que para una vez que encuentras a una persona de la que te gustan lo mismo sus paredes que sus estantes, para una vez, mejor dicho, que los estantes casan con la pared, a ti te pille en la inopia y dejes pasar ese mirlo blanco sin atreverte a tocarlo siquiera. Eso sí que es triste. Lo demás no deja de ser la búsqueda. En el caso de esa profesora, puede que Marcela fuera sólo un prólogo. Y qué. Gracias al prólogo, puede que luego supiera aprovechar ese momento especial, que debe llegar pocas veces en la vida, en que por fin aparece alg…
—A ver, un momento, ¿es que tú eres de las que cree que todas las historias de amor conducen a una sola? —me lo preguntó con un poco de sorna, como esperando que le dijera que no, que entendiese que era mejor para mí decir que no.
—Sí. Lo creo. Más o menos, pero sí.
—¡¡No me digas!!
—«Más o menos», digo: no me machaques. Yo sí que creo que todos los ensayos de prueba-error conducen a una, a dos historias de amor de verdad. A tres como mucho. Porque la vida es corta. No da tiempo a más. Y hay más gente de la que nos imaginamos que no culmina su búsqueda nunca. Claro que también se empeña, la mayoría del personal, en reducir sus posibilidades a sólo un lado de la acera…
—Me parece que tú tienes tendencia a darles mucha importancia a las cosas. Y la gente que tiende a dar mucha importancia a las cosas es porque, en el fondo, se da mucha importancia a sí misma —me dijo y a mí se me quedó la frase como lo que era: un repaso que me estaba dando, suave, pero certero—. Por eso te caben en la cabeza ideas como esa de destino, de culminación, de la vida como un proceso con sentido, con un discurrir ordenado… Yo más bien creo que vivimos en un caos, que somos nosotras las que nos inventamos que lleva un cierto orden con tal de no desesperarnos ante la perspectiva de no poder dirigirlo ni siquiera mínimamente. Y si encontramos alguna isla de orden, de sentido, en mitad del galimatías, o es una ilusión que nos hacemos, como te digo, para no volvernos locas o, si es real, es tan casualidad como el desorden mismo.
Me callé porque no supe qué contestarle. No sabía si tenía razón ella o la tenía yo; es más, no sabía si yo pensaba realmente lo que había dicho ni si lo que yo había dicho era distinto de lo que había dicho ella. Y es que, las ideas generales, las que tratan de explicar nuestra concepción del mundo, yo creo que a la mayoría se nos escapan, creo que no sabemos realmente expresarlas y que no podemos, por eso, adscribirnos a unas o a otras. Yo lo que creo es que usamos esas parrafadas filosóficas como excusa para hablar de algo de nuestra manera de ser que nos gustaría que fuera más rotundo, más trascendente que un simple rasgo de carácter.
—No sé —acabé diciéndole—. Pero es verdad que yo me consuelo de mis errores pensando que me servirán luego para culminar algo con éxito. Mientras que tú te consuelas de los tuyos, me parece a mí, pensando que son inevitables, simplemente, ¿o no?
—Son inevitables. Y no creo que se aprenda de ellos más que de los aciertos, ni más que de los asuntos que se nos quedan en tablas, que son la mayoría.
—Vale, pero dejémoslo, que ya nos estamos liando otra vez. Y yo lo que quiero saber es lo que te pasó con esa chica, con Marcela. ¿Qué le dijiste por fin? ¿Que tenías novia en ese momento o que no la tenías?
—Primero me pregunté a mí misma si me apetecía seguir viéndola o no; y decidí que sí, porque me resultaba agradable y porque ella parecía conocerse muy bien el mundo de los bares de ambiente madrileños. Pensé que me daría menos apuro y menos pereza salir por ahí si iba con ella que si iba sola. Y luego, según eso, decidí decirle que acababa de terminar una relación de varios años de la que no me apetecía hablar. Que no solía frecuentar los sitios de mujeres, que andaba muy fuera de esos lugares, pero que ahora, en este momento, me apetecía. Entonces ella me dijo que tenía una novia desde hacía unos meses, aunque cada una seguía viviendo su vida. Que se veían a menudo, pero que no vivían juntas: Marcela compartía piso con otra estudiante y esta chica tenía alquilada una buhardilla. Me dijo que me convenía salir y conocer gente y que, si yo quería, podíamos salir las tres de vez en cuando. Me presentó a su novia y salimos las tres juntas varios sábados. Y no me gustó nada, pero nada, esa chica. Su novia. Ni me acuerdo de cómo se llamaba, tenía un nombre de esos modernos, imposibles, de los que se pusieron de moda en los barrios obreros cuando estaba naciendo esta gente, por los años setenta y tantos, yo qué sé, tipo Vanesa… o Tatiana… o… no sé.
—¿Y qué tenía la pobre chica que no te gustase? —le pregunté yo con sincera curiosidad, pero también con un poco de sorna.
—Todo. Era de la misma edad que Marcela, veintipocos. Fea, no creas que era guapa. Muy delgada, muy masculina, con el pelo muy corto… Físicamente era como un soldado; pero como un soldado con complejo de enclenque, no sé explicártelo mejor. Un soldado voluntario, al que le gusta la vida militar, pero que sabe que sus compañeros son más fuertes que él y no les perdona que lo sean. Más o menos. Miraba como si estuviera resentida con medio mundo. Ojos pequeños y juntos, como los mochuelos; oscuros, pero muy oscuros, sin ningún brillo. No se reía ni haciéndole cosquillas. Ni sonreír siquiera; lo más, una mueca de lado, tan de lado, que yo juraría que tenía atrofiada ya la otra comisura de la boca, una parálisis facial en la pubertad o algo así. Te podrás imaginar que, además, hablaba poco, y que era la pobre Marcela la que estaba pendiente de ella, siempre preguntándole si le apetecía esto o lo otro. Tenía una vespa (le pegaba tenerla a la rancia esta), y una noche de las que salimos, no fueron muchas, porque yo… Bueno, una noche, yo me había llevado mi coche y ella y Marcela habían ido en la vespa al sitio donde habíamos quedado, un pub, un local horrible, y cuando salimos de allí porque iban a cerrar, estaba cayendo una chupa de agua monumental. Además, era de madrugada y hacía frío. Yo les propuse llevarlas en mi coche a las dos adonde quisieran, y que dejaran la moto allí, con la cadena puesta, ya la recogerían mañana. Pero la dueña dijo que no, que se la podían robar a pesar de la cadena. Sólo ella tenía casco, Marcela no. Entonces yo le dije a Marcela que se viniera conmigo en el coche y que la otra llevara la moto sola, que era tontería que se expusieran a coger una pulmonía las dos, con que se calara una, valía. Marcela se quedó que no sabía qué decir porque incluso andaba un poco resfriada. Pero ésta, que no hablaba nunca, se soltó de pronto una parrafada increíble. Literalmente le prohibió a Marcela irse en el coche conmigo. Me dijo a mí que ella la había traído y que ella se la llevaba. Como si de verdad hablara de un paquete. Yo no me podía creer el tono que se gastaba esta chorba con Marcela, aquello no tenía ni pies ni cabeza. Pero lo peor de todo es que Marcela no parecía reaccionar. No sólo se fue con ella, sino que incluso intentaba calmarla para que no se exaltara tanto. Yo sí que me fui de allí haciéndome cruces y jurando que no volvería a ver a estas dos nunca más. Hice fu, como el gato. Quita, quita. Lejos de semejantes líos. De hecho, Marcela me llamó después un montón de veces, me dejaba recados en el contestador, y yo la llamaba una vez de cada tres y siempre para decirle que no podíamos quedar. Por cierto, no te he dicho lo que estudiaba la otra, en la vida lo hubieras adivinado, te apuesto lo que quieras a que no: estudiaba Teología, en Comillas. Como lo oyes. Por lo visto, sus padres eran de una de esas sectas de los católicos de base, los Kikos, o algo así, no llegué a enterarme bien. Unos integristas. No es que tuvieran mucho dinero, pero ésta era una hija tardía, y única, cosa rara en esta gente, que suelen tener un chorro de hijos, los que dios les manda, así que los padres estaban tirando la casa por la ventana para que su niña estudiara. Estudiara para… yo qué sé para qué, para sacerdotisa, me imagino, por si llega la ocasión de serlo. Teóloga, seglar y lesbiana, manda narices el cacao mental de la criatura. Le habían alquilado una buhardilla para que pudiera vivir sola, como ella quería. Esta lo que tenía claro era que necesitaba un picadero y creo que hasta había hecho huelga de hambre y todo con tal de que no la mandaran a un colegio mayor católico. En fin, que yo creía que la historia esta había acabado ahí; y por mi parte, desde luego que acababa ahí. Pero no. Una tarde, después de dos meses por lo menos, cuando llegué a casa en mi coche, me encuentro a Marcela en la puerta de mi bloque. Esperándome. Que quería hablar conmigo y pedirme un favor, pero que, como no me ponía al teléfono… Que entendía que no quisiera saber nada de ella ni de su novia después del numerito que me montó la otra el día de la lluvia. Pero que ya la había dejado. Que la había dejado hacía más de un mes, y que hacía mucho más tiempo que quería dejarla, pero que la otra, como estaba un poco desequilibrada, la amenazaba siempre con suicidarse y cosas así, pero que ya estaba, que se acabó, que tenía muy claro que no quería volver a verla, que ése no era el problema… Subimos a mi casa, le preparé un café… ¿Y el favor que querías pedirme?, le pregunté. Y entonces me dice que el problema estaba ahí precisamente, que había empezado de exámenes, y que no podía estudiar en su casa porque la otra no la dejaba. Que estaba loca, que no aceptaba la idea de que se había acabado, y que se le presentaba en el piso cada dos por tres, que se liaba a llamar al timbre, a llamar por teléfono, a esperarla cuando volvía, que no la dejaba en paz. Y que si podía quedarse unos días en mi casa. Para poder estudiar. Que había caído en la cuenta de que la otra no sabía dónde vivía yo, ni tenía mi teléfono ni nada (y era verdad, porque siempre era con Marcela con quien hablaba y quedábamos en los sitios), que, como yo vivía sola, y viajaba tanto, que si le hacía el favor, que el curso que viene cambiaría de piso para que la otra no pudiera localizarla, pero que ahora ya, a estas alturas… Que hasta hace poco había estado procurando volver a su piso lo más tarde posible, volvía casi sólo a dormir y que así había conseguido darle esquinazo muchas veces, pero que ahora, como tenía que estudiar, no podía estar fuera de casa tanto tiempo, que no me estorbaría, que no sería mucho tiempo, que… Yo le dije enseguida que sí, que claro que podía quedarse, que estaría bueno que justamente yo le negara una habitación, y todo el tiempo que quisiera, además; pero que ésa no era la solución. Que la solución no era esconderse. Que lo que la tipa esta le estaba haciendo se llamaba acoso y que era de denuncia. Me contó que desde que había cortado, la otra no la había dejado en paz, que estaba desesperada, que no sabía qué hacer, que al principio pensó que serían unos días, que se le pasaría, pero que ya había pasado más de un mes y cada vez era peor. Que ahora mismo estaba más asustada que nunca por cuál podía ser su reacción cuando viera que había desaparecido del piso, que le había dicho a su compañera de piso que le dijera que se había marchado a su pueblo y que sólo vendría para los exámenes finales, pero que se temía que la otra iría a su facultad a buscarla y comprobar si era verdad que se había ido porque lo más seguro es que no se lo creyese… (Lo que no te puedes imaginar es cómo me hervía a mí la sangre mientras Marcela me contaba todo esto). Que ya no temía que se suicidara, como amenazaba, que eso ya no le causaba efecto, porque sabía que no lo haría, que ojalá, pero que no, que era por otras cosas por las que tenía miedo… ¿Qué cosas?… Otras amenazas que le había soltado a lo largo de la relación… ¿Qué amenazas?… Que no era capaz de suicidarse, como decía, pero sí era capaz de ir contra ella, contra Marcela, que podía ir a poner carteles en su facultad anunciando con su nombre y apellidos que era lesbiana, porque ésa fue una de sus amenazas una vez que intentó dejarla, la amenazó con eso porque se le había metido en la cabeza que la dejaba precisamente porque era incapaz de asumir su sexualidad públicamente. Y ahí ya no pude más y salté. Y le dije que ya estaba bien, que no podía quedarse de brazos cruzados, que si denunciarla no, algo tenía que hacer, algo, lo que fuera, pero algo más que venir a refugiarse a mi casa, que yo encantada, pero que eso no era plan. Le dije que esta gente es bastante cobarde, que esta clase de gente no tendría ninguna fuerza si los demás no se la dieran y que la íbamos a poner en su sitio si ella quería. Que podía quedarse en mi casa todo el tiempo que le apeteciera, pero que me parecía increíble, casi indigno de ella, que pasara por el aro de que una mocosa la echara de la suya propia. Entonces ella se excusaba diciendo que su compañera de piso también se había quejado de que tuvieran movidas un día sí y otro también, que la casa no era sólo suya; y que lo más fácil era quitarse del medio porque le daba miedo que la loca ésta reaccionara cada vez más desesperadamente, con más locuras; ya tenía enteradas a todas las vecinas del bloque… Total, resumiendo, que lo estaba pasando de verdad mal, y que yo le eché cuentas a sus veintidós añitos, a su falta de experiencia en la calle, y que decidí ayudarla, pero ayudarla de verdad, rápido y con eficacia, no pedagógicamente, no esperando a que fuera ella la que tomara las decisiones y la que actuara, sino amistosamente, simplemente como la amiga brutota que lo da todo por ti sin ningún conocimiento de psicología… Había que abreviar, así que decidí que sería más que sufiente con que fuera ella quien tomara las decisiones; actuar, actuaría yo. Le dije que, si ella quería, si estaba convencida, si le parecía bien, si estaba dispuesta, podíamos pararle los pies a aquella desquiciada. Y con sus propias armas, además. Que no nos costaría nada conseguir que la dejara en paz. Le dije que lo primero que haríamos, si me daba permiso, es que yo me presentaría en su facultad de Teología en medio de una clase en la que estuviera ella. Yo, que no me corto un pelo, entraría en clase, en plena clase y la sacaría con la excusa de algo urgentísimo. A la vista de todo el mundo. Al pasillo las dos. Allí le enseñaría un taco de fotocopias en las que estaría escrito su nombre, sus apellidos, el domicilio de sus padres en el pueblo de Cádiz donde vivían, y la información clara sobre su lesbianismo. Carteles para pegarlos por toda su facultad de Teología de Comillas. Le diría que Marcela y yo éramos pareja y que ya estaba viendo que hasta las fotocopias las tenía hechas y preparadas para el caso de que se le ocurriera seguir montándonos el escándalo a alguna de las dos. Junto a las fotocopias de los carteles para su facultad, le enseñaría fotocopias de varias cartas de amor que ella le había escrito a Marcela, metidas ya en un sobre con la dirección de sus padres puesta, a falta sólo del franqueo, por si se le ocurría hablar con alguien de Marcela y de su vida privada. No sólo toda la facultad de Comillas sabría de ella lo mismo que ella dijera de Marcela o de mí; sino también sus padres. Por último, como un regalo mío y de Marcela, especial para ella, un puñado de váliums diez, un puñado capaz de tumbar a un elefante y la recomendación de que, si finalmente decidía suicidarse, se tomara exactamente esa cantidad; que, como eran difíciles de conseguir, aquí tenía las suficientes pastillas para que no fallara. Que no se tomara unas cuantas ni la mitad, sino todas, que para eso se las habíamos conseguido. Y tal cual lo estuvimos hablando las dos, Marcela y yo, tal cual lo hice yo. Todo, menos lo de las pastillas, porque Marcela dijo que eso no. Que eso le daba un poco de repelús. Pero el resto, tal cual. Y no sólo estaba de acuerdo, sino encantada, porque ella también pensaba que, haciéndole frente, y más con esa fuerza, no se atrevería a cumplir sus amenazas. Ya el mero hecho de decirle que estábamos juntas le iba a suponer bastante freno porque, según me dijo Marcela, yo les imponía bastante respeto a las dos. Aquella noche se quedó ya a dormir en mi casa y al día siguiente yo, que tenía coche, la acompañé a la suya a que buscara sus cosas. Tenía que seguir pagando el piso, para no dejar tirada a la otra con el alquiler, así que no hicimos ninguna mudanza grande, sólo lo imprescindible, sus libros, su ropa, las cartas de amor que la otra le había escrito… ¿Qué será que a esta clase de locas les da siempre por escribir? Y yo preparé un cartel, hice las fotocopias y al día siguiente por la mañana, sin ir más lejos, ya me había cogido con éste dos días de trabajo, vino lo de sacarla yo de su clase de… Mneumatología, no te lo pierdas, de su clase sobre el Espíritu Santo, para entendernos. Sí, justo al día siguiente del traslado, antes de que la loca tuviera tiempo de ponerse nerviosa buscándola. No convenía que tuviera tiempo de reaccionar por su cuenta. Luego, al cabo de unos días, hice otra cosa más. Pensé que hacía falta algo más, como si fuera una dosis de recuerdo de una vacuna. Llamé a sus padres y me tiré un buen rato hablando con ellos como si yo fuera una profesora de su hija; hablamos de nada, en realidad, de los estudios, de cómo iba, de nada, pedí hablar con la madre y también con el padre, con los dos, a eso de las once de la noche, además, para que la llamada fuese, en el fondo, por poco que lo pensaran, bastante rara. Una hora hablando con uno y con otra y de nada concreto, de once a doce de la noche. Seguro que se mosquearon. Les repetí mi nombre con mis dos apellidos un montón de veces, conseguí que lo apuntaran, incluso, para que no se les olvidara, porque les pedí especialmente que hicieran el favor de hablar con su hija y decirle que yo los había llamado para charlar con ellos de sus progresos como alumna.
Nada más colgar, la llamé a ella misma y le dije que había estado hablando con sus padres… que no les había dicho nada, sólo por saludarlos, por conocerlos, pero que, como me enterase de que hacía o decía algo en contra de Marcela, iba a ir a hacerles una visita en coche para poder hablar con ellos personalmente de cómo era su hija, y que hablaría con toda su familia del pueblo, y con las monjas del colegio en el que había estudiado y con todo el que se me ocurriera que podía conocerla, que a mí no me daba ningún corte… Ya me había visto actuar en el pasillo de su facultad, así que no cabe duda de que me creyó. Estaba segura de que sus padres también la llamarían inmediatamente para comentarle la conversación tan extraña que acababan de tener con una señora que dijo ser profesora de su hija… y que se llamaba exactamente como yo, con mi nombre y mis dos apellidos.
—Madre mía…
—Madre mía, qué. Tú no te imaginas lo mal que lo estaba pasando Marcela: una tía sensata, sana, buenísima estudiante, capaz de valerse perfectamente por sí misma, pero incapaz de una cosa tan simple como sacudirse de encima el peso de esta mostrenca. La lástima es la cadena más gorda con la que se puede atar a una persona. Es más gorda todavía que el miedo. Con el miedo atas a la gente cobarde, pero con la lástima, con el sentido de culpa, atas incluso a la gente más fuerte.
—No lo decía por eso. Al revés. Me asombraba de lo… increíble que eres. Lo expeditiva, lo… valiente. Me encanta ver lo claras que tienes las cosas y lo poco que dudas a la hora de actuar. Si yo tuviera un problema, el que sea, no se me ocurre mejor aliada que tú. De verdad. Eres un lujo de persona.
—¿Lo ves? Pues lo difícil es encontrar a alguien que lo vea así. Como yo lo veo y como lo ves tú. Estamos de acuerdo. No te digo con los piropos, sino con el modo de ver ciertas cosas… ¿Qué se podía hacer en un caso así? Dime tú.
—Quitar a Marcela de en medio lo primero, en eso cayó ella misma también. Y después, sí, yo lo tengo claro, ir por la vía rápida a quitarle a esa tía las ganas de joder. Y tanto que sí. Otra cosa es que yo seguro que no hubiera sido capaz de discurrir tan claramente como tú qué hacer y cómo hacerlo… y cuándo, además: inmediatamente.
—Pero si no tuve que inventar nada… No tuve más que ponerla frente al espejo de sus propias amenazas. Le devolví la moneda, simplemente, no tuve ningún problema, ni ético ni de imaginación. ¿Los carteles en la facultad? Idea suya. A mí no se me ocurre publicar la sexualidad de nadie. Y seguramente no lo habría hecho, fíjate, hiciera ella lo que hiciera. Pero ella creyó que era perfectamente capaz, que era de lo que se trataba.
—Eso te iba a decir… ¿Qué cara puso cuando hablaste con ella? ¿Y qué hizo? ¿Hizo algo o no?
—Nada en absoluto. Nada de lo que llegáramos a enterarnos, por lo menos. Pero no, nada, seguro que nada. Yo le aconsejé a Marcela que no fuera a los bares a los que solían ir juntas, durante varios meses o un año como mínimo. Para dejarle a la otra ese territorio, por lo menos, y para evitar que se encontraran y saltara alguna chispa.
—Pero ¿qué cara puso cuando la sacaste de clase, qué te dijo…?
—Pues el caso es que cuando le enseñé las fotocopias de los carteles para su facultad y los sobres con la dirección de los padres puesta, y todo eso, como no le dejé hablar, no me enteré de lo que hubiera querido decirme. Primero no salía de su asombro y, después, como estábamos en el pasillo de la facultad, en cuanto hizo amago de querer hablar, o insultarme más bien, empecé a subir el volumen de voz, y le dije que, o se callaba completamente, o me ponía a gritar hasta que saliera toda la gente de clase. Y como veía que era verdad, que no me achicaba, que hablaba altísimo y moviendo mucho, además, los carteles, tamaño doble folio, en los que estaba su nombre y la palabra lesbiana bien grande… pues ella se pasó el rato poniéndose delante del taco de carteles que yo agitaba en la mano para que no pudieran leerlos de reojo los que pasaban por el pasillo en esos momentos; sí, y chistándome de vez en cuando, con sus mejores modales, para que yo no me enfureciera y bajara el volumen. Era ella la que intentaba calmarme a mí y procuraba no sacarme de quicio… Y yo me lo pasé en grande, comprobando lo rápido que se puede cambiar de papeles cuando una se lo propone, lo distinto que era verla a ella ahora poniendo paz, en lugar de ver a Marcela, aquella noche, bajo la lluvia, tratando de calmarla a ella. Y me lo pasé en grande repitiéndole una y otra vez las mismas cuatro ideas básicas, se las recalqué para que no se le olvidaran, una y otra vez: los carteles para la facultad, las cartas para sus padres, y las copias para toda la gente que se me ocurriera de su pueblo… Hasta que me cansé yo, porque cada vez que ella me decía que sí, que ya valía, que se había enterado, que lo dejara ya… yo volvía a empezar la retahíla completa y cada vez levantando más la voz: los carteles, las cartas… Hasta que aprendió que no me podía decir nada, nada de nada. O sea, ya ves: no tengo ni idea de lo que pensó o se le pasó por la cabeza. Luego, cuando a los pocos días la llamé después de hablar con sus padres, como eso era por teléfono y no en un pasillo donde la gente la conocía, pues tuvo el atrevimiento de iniciar un conato de advertencias, ¡dirigidas a mí!, momento exacto en el que le dije que, o se callaba inmediatamente, o le colgaba a ella para marcar de nuevo el teléfono de sus padres y decirles todo lo que me había quedado con ganas de decirles… Y cerró la boca. Y punto final. Después no volvimos a saber nada de ella. Desapareció. Nunca más se supo. Ni idea de qué hizo o dejó de hacer.
—¿Y Marcela? ¿Qué pasó con ella?
—Pues… Ya te digo que se vino a vivir a mi casa. Pregunta: ¿dónde dormía? Respuesta: en el sofá cama. Mi otro piso era más pequeño que el que tengo ahora. Pregunta: ¿durante cuánto tiempo? Buena pregunta. No, en serio. Quiero contarte la historia completa y te la contaré. Sigo. Llamamos a los padres de Marcela para decirles que había tenido que dejar el piso en el que vivía, por no me acuerdo qué que les contamos, pero que no se preocuparan, que podía quedarse conmigo en mi casa hasta que encontrara otro piso. Los padres, encantados. Por un lado, que qué molestia, pero, por otro, encantados de que su hija estuviera bien guardada conmigo.
—¡Bien guardada! ¿Y lo estaba?
—Espera, ya voy. Marcela, encantada también. Dispuesta a encontrar otro piso, pero feliz de saber que no lo encontraría, compartido con estudiantes, hasta primeros del curso siguiente. La única que no estaba contenta era yo. Porque veía que ella se estaba prendando cada vez más de mí (ya ves tú, qué atractiva puedo ser yo, pero ya sabes lo que pasa, yo tenía diez años más que ella, y estaba cuerda, sobre todo, mientras que ella acababa de dejar a una cría, una niñata, que estaba, además, como una regadera). Empecé por no darle importancia a su cuelgue conmigo porque casi me pareció lógico. Digo yo que reaccioné como creo que se deben de tomar las profesoras de instituto el cuelgue de una alumna, con cariño (hasta con complicidad, en este caso, en el gusto por las mujeres), pero nada más. Aunque… el problema no era sólo su edad… Te voy a confesar otra cosa: yo tenía la mosca detrás de la oreja con ella; porque no me gusta la gente que… bueno, que se enrolla con gente desequilibrada… ya está, ya lo he dicho. Igual es injusto; a saber cómo se ve una envuelta en esa clase de historias, pero yo siempre pienso que… y no me gustaría pensar así, pero pienso que hay…, que puede haber un grado de tolerancia a esos líos, vaya.
—No te preocupes, no hace falta que me lo expliques, te entiendo.
—Ya sé que es horrible, que es como echarle la culpa a la víctima. Y, en el caso de Marcela, yo no hacía más que repetirme que lo mío era un prejuicio, que no tenía derecho a pensar así de ella, porque, además, la historia con esta mneumatóloga, espiritisantista, hablando en plata, no duró ni un curso completo, apenas unos meses, y, de esos meses, seguro que una buena parte se la pasó Marcela queriendo dejarla y tratando de hacérselo lo menos duro posible. Se pierde mucho tiempo en eso, lo sabemos. Se tarda mucho en terminar. Y ni siquiera llegaron a vivir juntas… No sé. También puede ser que yo tuviera mis miedos propios, que no dependían de ella, y que fuera por ellos por los que decidí, al principio, mantenerme a distancia. Cualquiera sabe. O tenía esperanzas secretas, idealizadas, de encontrar a una mujer de esas que… de las que te enamoras perdidamente, y quizá por eso me pareciera que no podía entretenerme con alguien como Marcela, como si una cosa impidiera la otra…
—Como si temieras que apareciese esa mujer y se te escapara por estar tú en brazos de otra…
—Sí, señora. Por no estar pendiente. Algo así. Una superstición, si lo analizas bien, pero sí. Un prejuicio de novata, un recelo de doncella boba, como si disfrutar ahora quitara el disfrute de mañana, como si el cuerpo se gastara por usarlo, o, peor, como si el deseo se estancara con el uso… cuando es justo al contrario: cuanto más vive el deseo y más se cumple, más deprisa fluye, más avanza y más exigente se vuelve, más talento echa a la hora de buscar y encontrar nuevas y mejores satisfacciones…
—Entendido —le dije yo, sonriendo desde lo más hondo de mí misma, porque aquélla era la primera vez que le había pillado, yo a ella, una pequeña trampa mental, una doble dimensión en su discurso que buscaba, desde su experiencia, dar explicación a matices de la mía que yo no le había confesado aún, pero que ella se temía; esta argumentación explícita sobre sí misma iba, en realidad, dirigida a mí. Me enterneció descubrir su celo en desmontar mis reparos… Y seguí preguntándole—: Pero, dime, venga, qué pasó finalmente con Marcela, ¿guardaste tu virginidad de doncella para seguir buscando a la mujer de tu vida o decidiste que se podía muy bien yacer con la compaña y seguir estando al loro de lo que pasara por la calle?
—Menos guasa. Te recuerdo que eres tú, y no yo, la que piensa que todas las historias de amor conducen a una sola verdadera.
—A dos o tres te he dicho. No me resumas tanto. Cuatro a lo mejor. Según la persona… Yo qué sé.
—… y te recuerdo que soy yo y no tú la que cree que el presente es el amor y el amor es el presente. Y que vivir es vivir lo que haya porque es lo que va a haber, no hay más. Pero bueno. Dejemos eso. A ver… volviendo a Marcela. Se vino a vivir a mi casa, sí, aunque, con mis viajes, no pasábamos juntas mucho tiempo. Apenas los fines de semana, y tampoco enteros, porque era el tiempo que aprovechaba yo para ver al par o tres de amigos que tengo. Lo cual tampoco era bueno, porque yo creo que el roce cotidiano hubiera enfriado mucho las pasiones, las suyas, quiero decir. Un día, sería miércoles o así, entre semana, volví a casa de uno de mis viajes, por la noche, sin avisar; ¡no me iba a parar en un pueblo a buscar una cabina sólo para avisar que iba a ir a dormir a mi propia casa…! No se te olvide que hubo una época en que no existían los móviles. Llegué, y lo típico, te lo podrás imaginar con el prólogo que te he hecho: me la encontré en la cama, en mi cama, con una tía. No tuve que abrir la puerta del dormitorio, la tenían abierta, las vi, me vieron, les pedí perdón por la interrupción, les cerré discretamente la puerta y me fui a la cocina a esperar acontecimientos. Y mientras estaba allí, serían las doce de la noche, con una loncha de jamón de york en la mano, me estaba regañando a mí misma por lo mal que me había sentado la escena. Me decía que no tenía yo ninguna razón para enfadarme. Ni siquiera por el hecho de que usara mi cama, porque se supone que iba a estar vacía y porque no es lógico que te enrolles con alguien abriendo un sofá. Además, yo me estaba zampando un jamón de york que, de no ser por ella, no estaría allí. Y de verdad que lo pensé así, tal cual, te lo juro: «La cama será mía, pero el jamón de york es suyo». Tardaron un poco en salir de la habitación. La primera que salió fue una mujer, ya vestida, con vaqueros y un jersey ancho, muy deportiva, muy cómoda con su ropa, muy juvenil, a pesar de que era bastante mayor que yo, cuarenta y tantos. Dichosa ella, pensé, que no tiene que llevar ropa de aliño. Me miré mi ropa, mis zapatos finos, mi pañuelo de seda, mi pelo recogido… y, no te lo creerás, pero casi me dio vergüenza que aquella desconocida me viera vestida así. Salió pidiéndome disculpas, que perdonara, que ella había entendido que Marcela estaba sola, que acababa de enterarse de que ésa era mi cama… «Y todo es cierto», le aclaré yo, «Marcela vive aquí, pero no somos pareja. Ella duerme normalmente en el sofá, pero sabe que puede usar mi cama cuando trae a alguien. La culpa es mía por no avisarle de que venía». Después salió Marcela y dijo que ya había hecho la cama con sábanas limpias y que perdonara por haberla ocupado sin mi permiso… Entonces la otra mujer y yo nos miramos y sonreímos, porque, al fin y al cabo, no estaba claro si se había cometido o no un atropello a mis derechos como propietaria del jergón. Les ofrecí a las dos prepararles café o algo, pero no quisieron. La otra dijo que ya se iba y Marcela dijo que la acompañaba abajo a buscar un taxi. Yo me ofrecí a llevarla a su casa en mi coche, pero ella dijo que ni hablar, que vivía lejos y que era demasiado tarde, y que yo estaría más que cansada de conducir. Todo muy comedido; muy agradable, incluso. Todo como tenía que ser. Me alegré de haber dominado completamente mi primer pronto. Estaba satisfecha de mí misma. Cuando me quedé sola, el poquito rato que me quedé sola hasta que Marcela volvió a subir, no te imaginas la cantidad de cosas que me pasaron por la cabeza. Pero una idea sobrevolaba por encima de las demás, recurrente, poderosísima, era una imagen: cuando las vi a las dos en mi dormitorio, fue la primera vez en mi vida que vi a dos mujeres juntas, abrazadas, en una cama. Tenían encendida la luz del salón y la puerta abierta, así que la luz formaba un haz grueso y perfecto sobre la cama. Era una luz de cine, casual, pero bien dirigida… ¡y la música!, habían puesto un disco mío de la Callas, muy típico, pero perfecto, la verdad. Y, sin embargo, afortunadamente, aquello no era una película. Así que, bueno, tuve la suerte de que esta imagen fuera real y tuve la suerte de que, a pesar de serlo, real y todo, fuera preciosa y se me extendiera por todo el cuerpo como una fogata… desde las orejas rojas, hasta las rodillas medio derretidas. Me imagino que ayudó el que Marcela sea, te lo vengo diciendo, especialmente guapa, y verla así, completamente desnuda, acostada sobre la otra mujer, con las piernas metidas en los muslos de la otra… la verdad es que la imagen resultaba… muy perturbadora, como dirías tú. Excitante como pocas cosas que yo hubiera visto antes. Y más cuando Marcela se dio cuenta de que yo había aparecido en la habitación, en la habitación no, en la puerta, y se volvió para mirarme. Y me miró sin asustarse, no como la otra que sí que se asustó un poco, me miró fijamente, yo diría que con toda la paciencia del mundo, y se dio media vuelta sobre sí misma, con lo que se quedó al costado de la otra, y con los pechos al descubierto, y extendió un brazo, con el dedo índice levantado, en una postura muy parecida a la del Adán de Miguel Ángel, y me dijo, pero pronunciando bien todas las sílabas: «Qué bien que hayas venido. No te esperaba». Como lo primero, «qué bien que hayas venido», lo dijo, insisto, muy despacio y con toda tranquilidad, pues luego, lo segundo que dijo, el «no te esperaba», no sonó ya ni mucho menos a incomodidad, sino más bien a una sorpresa muy agradable. Y creo que, como en ese momento estaba ella… pues en lo que estaba, por eso le salió la frase aderezada, además, con toda su pimienta… le salió ese punto de descaro sexual que te digo que tiene. Total, bueno, que ahí me tienes a mí, sentada en mi sofá, que era su cama cerrada, sin poder espantar de mi cabeza la fuerza erótica de esa imagen. A mi pesar. Y de su voz diciendo aquello. Cuando volvió, vino a ponerse delante de mí, de pie, tapándome la tele que no estaba viendo, para pedirme perdón otra vez por lo de la cama… Me dijo que a esta mujer acababa de conocerla esta tarde, en la librería de mujeres… Y yo le dije, burlándome cariñosamente, pero burlándome: «¿¡Tú, en una librería!?», como si viniera a cuento, que no venía en absoluto. Además, yo no me burlo de nadie por una cosa así, de verdad que no, nunca, pero…
Mi vendedora de tornillos se detuvo, dejando en el aire, para acompañar al pero que se quedó colgado, la mitad de su mano derecha extendida. Fui yo quien terminó la frase:
—«Pero»… como estaban volviendo a ganar los pósters de las paredes, pues quisiste contrarrestarlo con tu superioridad en los estantes.
—Correcto-correcto. Lo malo de eso es que, si no tienes cuidado, y yo no lo tuve, puedes hacerle pupa a alguien.
Marcela se resintió del golpe, lo sé. Admitió que había ido a la librería, no por ella, efectivamente (y en ese efectivamente, en ese darme la razón, se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que tragar saliva antes de seguir hablando), había ido por mí, buscándome un libro para mi cumpleaños, que iba a ser pronto. Y eligió esa librería y no otra para poder pedirle a la chica que atiende que fuera un libro, una novela, de amor entre mujeres, porque creyó que me gustaría. Entonces yo, ni corta ni perezosa, para terminar de empeorar el asunto, me levanté del sofá, me fui hasta «mis estantes» y le señalé tres baldas repletas: «Mira, todos estos libros, de aquí hasta aquí, son novelas, o de lesbianas o sobre lesbianismo». Y ella me dijo: «Ya lo sé», pero con tristeza me lo dijo, con cada vez más tristeza, «no soy tan inculta ni tan tonta como me crees. Por eso me había hecho una lista…». Y se fue a buscar en su mochila unos papeles doblados y me los extendió para que los cogiera. «Ahí están copiados todos esos libros», me dice, «todos, los apunté todos para pedirle a la de la librería que fuera un libro que no estuviera ahí, y la de la librería, en cuanto le echó un vistazo a la lista, me dijo que iba a ser muy difícil encontrar algo que no tuvieras ya, que tenía que ser que hubiera salido hacía poco y entonces fue cuando intervino esta mujer que acaba de irse, que era una clienta que estaba allí, y quiso ver la lista también y entonces me preguntó si tú, la persona para la que quería el libro, hablabas francés y yo le dije que no me extrañaría, pero que no lo sabía, y ella entonces desechó la idea, la que fuera, que se le había ocurrido primero, y volvió a repasar toda la lista muy despacio y luego le preguntó a la de la librería si tenía una novela que se llama Filomela y Progne, porque ésa no estaba en tu lista, me acuerdo del título, pero no de la autora, y la de la librería miró el ordenador y le dijo que no, que no la tenían, pero me preguntó si faltaba mucho para tu cumpleaños, porque podíamos pedirte esa novela si había tiempo, porque llegaría pasado mañana o al otro y yo dije que sí, que la pidieran…». Todo eso me dijo allí de pie, junto a mi estantería, y, a medida que lo decía, se le iban escapando las lágrimas. Y a mí también. Pero con una diferencia, a ella se le saltaban las lágrimas de pura lástima de sí misma, de autocompasión, se ahogaba en su propio darse cuenta de lo incomprendida que estaba siendo; a ella le emocionaba verse protagonista de una escena en la que su bondad y su buena intención habían sido machacadas por mi prepotencia. Mientras que mis lágrimas, si no estuviera feo que lo dijera yo, eran más espesas y tenían más sustancia. A mí me dolía de verdad ser tan… inflexible, y no sólo con ella. Empezaba a resultarme muy amargo reconocer la poca tolerancia con la que estaba llegando a lo que se supone que es la madurez. Tenía de frente, y me daba cuenta, a una chica majísima, atractiva como pocas que veas por la calle (colgada de mí, además, por razones misteriosas) y teniendo que pagar, por ser joven y poco leída, unas culpas que no eran suyas. Empezando por la culpa de haber elegido, desperdiciando así la suerte que no tuve yo de haber podido llegar a la universidad, una carrera tan poco enriquecedora como Empresariales, yo me metía a menudo con ella por eso: «Contable, a ver si te crees que es otra cosa lo que estás estudiando, estudias para contable, o para ejecutiva». Ella no tenía más culpas que las que yo le echaba encima. Y daba pena ver cómo sus mermas ante mis ojos se convertían en inseguridades paralizadoras para ella. Todo el descaro con el que seguramente se había dirigido a la mujer que me encontré en mi cama para conseguir acostarse con ella aquella misma tarde en que se conocieron, conmigo no le valía ni para rozarme la mano. Así que me vi como uno de esos hombres progres de los ochenta que machacaban a sus «compañeras» con sibilinos desprecios porque no leían a Martha Harneker ni a Simone de Beauvoir… Más todavía, me vi, físicamente también, como uno de ellos: un poco calvete ya, con una barba feísima, una altura diez centímetros por debajo de la media; con gafas de concha, una nariz prehistórica con algún que otro pelo asomando, enclenque, poquita cosa… pero avergonzando a conciencia, eso sí, a una mujer «estupenda» de la única forma que alguien como yo podría: con cuatro guiños culturetas de la intelectualidad vigente… Me vi haciéndole pagar a ella mis rodillas huesudas, mi morrillo detrás de la nuca, mis manos demasiado grandes… Y me vi convirtiéndole su espontaneidad en mala educación, su vitalidad en atolondramiento, su sinceridad en falta de reflexión y su maravilloso cuerpo en un asunto vulgar… —hizo una pausa.
—No me creo de ti que fuera para tanto —le dije—. Y, de todos modos, cada quien es libre de darle importancia a lo que quiere. Tú se la dabas a unas cosas y ella a otras.
—No es tan sencillo. Ella actuaba con toda claridad delante de mí y yo no hacía lo mismo con ella. Fue entonces cuando me dijo que estaba enamorada de mí, pero que sabía que a mí no me pasaba lo mismo. Me dijo que mucho daño tenía que haberme hecho la mujer con la que había estado para que yo no hablase nunca de ella y para que en aquella casa no hubiera ni una sola foto suya, que seguramente yo andaba todavía convaleciente y que no nos habíamos conocido, por eso, en el mejor momento… ¿qué te parece? Era una ocasión perfecta para decirle la verdad, ¿o no?, que no había estado con una mujer más que una noche en mi vida. Pero…
—«Pero»… no se lo dijiste. Te dio vergüenza decírselo. ¿Y qué? Sería porque te sentiste vulnerable delante de ella en ese momento… o en ese terreno…
—«¿Y qué?». Cómo que «y qué». Nada de «y qué». Por muy vulnerable que yo me sintiera, ella no me estaba atacando. Lo mío era tan injusto como esto de la guerra preventiva… —respiró, miró al suelo, y luego dijo—: Estuve ayer, viernes, cenando con ella. Han pasado veinte años y me he acostado con unas cuantas mujeres, bastantes, y ella también… con muchas más que yo; es un poco promiscua; es elegante, gana bastante dinero, ahora tiene una novia que es un encanto de persona… pero ¿sabes qué?, que no os parecéis ni en el blanco de los ojos. —Y aquí hizo otra pausa, pero yo no supe qué decir; no me esperaba el final del comentario; no entendía qué relaciones guardaban esas cosas en su cabeza—. Anoche mismo —repitió ella pensativa—, así que tengo el recuerdo fresquísimo para poder compararos.
—Tú sabrás por qué nos comparas.
—Sí que lo sé, sí —dijo, pero se ve que a última hora no le apeteció que lo supiera yo también, porque hizo un punto y a parte.
Y se recobró y siguió contándome su historia, aunque ahora como si fuera ya un deber, una obligación terminarla:
—Aquella noche fue la primera vez que nos acostamos juntas. Y el año siguiente, el último que le quedaba de carrera, lo pasó en mi casa. Y que sepas que el primer paso lo di yo. Ella no se hubiera atrevido a pesar de su descaro habitual. Me acerqué y la abracé. Luego nos besamos y, a partir de ahí, ella creyó que lo hacía con una experta y yo no tuve la valentía de sacarla del error. De hecho, a estas alturas, todavía no le he dicho que le mentí el primer día que nos conocimos. Todavía a veces me pregunta por aquella larga relación, anterior a la suya, de la que no hablo nunca.
—Tampoco tiene tanta importancia. Y a lo mejor era más real lo que le dijiste…
—No, no te pongas de mi parte. No tiene importancia para mí, y ahora ya, a lo mejor tampoco para ella, pero en aquel momento sí que hubiera sido importante para ella saberlo, sí, porque puede que ése fuera el único punto en el que me llevaba ventaja. Le quité lo único en lo que hubiera podido estar ella más segura que yo. Y yo lo sabía. Fíjate si lo sabía, que por eso no se lo dije… Para robarle su única ventaja. Sí.
Entonces se levantó de pronto. Fue a buscar su bolso. Sacó un paquete de tabaco y yo me abalancé a quitárselo de las manos. Se lo quité.
—Hace mucho que lo llevo en el bolso —dijo—, y no lo había tocado. He preferido verlo y tenerlo cerca para hacerme fuerte delante del enemigo, cara a cara.
—¿Y a qué viene esto ahora, entonces?
—No lo sé.
Lo cierto es que se había puesto muy triste hacía apenas unos segundos; muy pensativa. Pero lo que fuera que le afectase de aquella manera, era algo tan entrañado, tan íntimo, que no se me hubiera ocurrido nunca, ni siquiera a mí, la de infinita curiosidad, preguntarle.
Fui a la ventana, la abrí y tiré el paquete a la calle. Y en ese instante, con ese gesto, decidí hacer algo que tenía que haber hecho hacía tiempo: hablarle. Hablarle yo a ella.
—No hace falta que fumes —empecé a decirle—. Siéntate. Ven aquí, anda, siéntate. Ahora me toca a mí. Y tienes razón para estar enfadada conmigo. Esos folios que te he dado están sacados a limpio de un cuaderno que escribo y cuentan mi noche de amor con una desconocida. Con una mujer desconocida. ¿Resumen? Me encantó. Ella, su cuerpo, el mundo que se me abría… No te cuento los detalles, ya los leerás. Pasó hace cinco años, seis años ya, más bien, una eternidad para mis adentros. Una pequeña y doméstica eternidad. No he vuelto a acostarme con una mujer. Pero no ha sido ni por miedo ni por falta de ganas; sino porque no ha podido ser, simplemente. Al principio me fue más fácil seguir acostándome con los hombres con los que me acostaba. Eran dos. Los alternaba. No es que sea una vampiresa, ni mucho menos, qué va, pero coincidió que era así en aquel momento. Es lo que tiene no enamorarse, que no notas el exceso de sucedáneos. Uno de ellos estaba empeñado en mudarse a vivir aquí. No me he enamorado nunca de nadie como para eso, que lo sepas. Soy muy solitaria y muy sociable, las dos cosas a la vez. (Aunque bueno, lo de sociable…, no sé. Tampoco importa). El caso es que hace algún tiempo que me di cuenta de que, para encontrar a una mujer tenía que esforzarme, buscarla, y vaya usted a saber qué más luego, después de encontrarla. No es como con los hombres, ninguna mujer iba a venir a llamar a mi cama. Tenía que moverme yo. Ir adonde van las lesbianas, por ejemplo. O ponerme un letrero de yanqui en un congreso que me identificara a mí como una de ellas, si lo que quería era permitirle a otra mujer que fuera ella la que se acercara a mí. Lo que fuera, pero algo tenía que hacer. Tenía que salir de mí hacer algo. Pero me sentía como una cría, o sea, un poco ridicula, valorando cómo tenía que vestirme para salir y rifándome dentro de la cabeza los tipos de mujer que se me ocurrían. Como si la oferta fuera infinita en el sitio al que pensaba ir y, mi único problema, elegir, saber elegir. Fui a uno de esos bares. Hace un par de años. Y me pasó lo que a ti en aquel sitio de Zaragoza, que no me gustó lo que vi, sólo que en mí parece que tuvo peores consecuencias, porque en seguida dejé de ir. Fui tres o cuatro veces más, ponle que cinco, pero enseguida dejé de ir. Me sentía, en el mundo de la noche y de las copas, como un pato en un garaje. No me gustó ninguna mujer de las que se me acercó y yo no me acerqué a ninguna. Creo sinceramente que no superé la primera impresión que me dio aquel ambiente. Allí fue la primera vez que vi, en vivo, a dos mujeres besándose. Y si pudiera describirte lo contradictorias que fueron aquellas sensaciones, que no puedo, sería yo una mujer sabia. Tendría esa sabiduría para el análisis de lo humano, del abismo de lo humano, que no tengo. La escena no era precisamente entre la Sharon Stone y la Catherine Zeta Jonnes, era entre dos chicas no muy guapas, con no muy buen tipo y con trazas no del todo femeninas. Las dos estaban más bien rellenitas, llevaban camisa y vaqueros, a una de las dos le quedaban los suyos especialemnte estrechos, le costaba moverse dentro de ellos, seguro que le hubiera sido imposible levantar la pierna; y llevaban zapatones y el pelo corto. Y bailaban con los brazos caídos además, las dos, cogiéndose ambas por la cintura, con un solo brazo, con el otro fumaban, que es una forma de bailar que a mí me parece feísima… Así que… mis sensaciones del vivo y directo, para ser las primeras, fueron un desastre. A lo mejor porque nos hacen creer que sólo la belleza puede justificar ciertas cosas y que, por eso, cuando no hay belleza, no hay justificación; no creas que no me di cuenta; quizá ya había entrado yo, efectivamente, por el aro de lo que nos obligan a pensar y no me había enterado siquiera. O bueno, a lo mejor no fue un rechazo tan profundo ni tan completo, a lo mejor fue, mi rechazo, sólo porque la escena real decepcionaba a las de mi imaginación. A lo mejor fue sólo porque hay ciertas cosas en las que la belleza, la estética, se da por supuesta, y te sorprende que no sea así, que no esté luego, en la realidad, la belleza que has ideado. No sé. Había allí otras chicas que sí que eran guapas, y atractivas, por lo menos atractivas en el sentido más corriente del término, pero no sé por qué, por mi mala suerte quizá, no se estaban besando en ese momento. No fueron las que me tocó observar a mí bailando y besándose, en todo caso. Hacía poco, además, que había visto una película maravillosa, estéticamente, en la que Catherine Denéve y Susan Sarandon se acostaban juntas en unas escenas con la música del dúo de Lakmé que se te derretían los centros de sensuales que eran, electricidad pura, y claro, nada tenía que ver eso con lo que estaba viendo yo esa noche. Además, Catherine Denéve resulta que es una vampira sofisticadísima, imagínate lo que puede ser una mujer con su atractivo, multiplicada por sí misma un montón de veces a lo largo de los varios siglos que tenía de vida… absolutamente irresistible para cualquiera; mientras que las dos mujeres que se besaban allí tenían de fondo una música sintética, de chimpún de ordenador, y una historia detrás de, por poner algo, auxiliar de enfermería en un turno de noche y limpiadora de una contrata; no es lo mismo que ser las dos sacerdotisas egipcias o escritoras, o pintoras o fotógrafas… (Esa es otra, parece que sólo el éxito social justifica las transgresiones. O el superávit de cultura). Desde luego que no es lo mismo. Imagínate a estas dos pobres mías con cuerpos de botellín y trabajos malpagados…
—No me hace falta la imaginación: yo también he visto y he sentido lo mismo que tú, ya lo sabes —dijo.
Y yo sentí algo extraño. Tal vez le molestaba que yo me regodease en lo feo, y que por eso me cortó.
—Pero la diferencia —le expliqué— es que a mí me da mucha vergüenza confesarte esto… ¡Lo del rechazo, digo!, no lo de haber ido al bar, al contrario: el rechazo que sentí. Ni te lo habría contado siquiera si no llegas a empezar tú… Me daba miedo que pensaras que yo soy una… ¿puritana?
—Vaya, vaya… —dijo, simplemente, pero para mí fue como si hubiera dicho: «No me creo que tú pensaras que yo iba a pensar que tú eras una puritana; no es eso. A saber qué temías que pensara».
—No, puritana no. Miento. Pija. Yo sé que tú sabes que no soy una mojigata. Esas cosas se notan enseguida. No; seguramente de lo que tenía miedo es de que pensaras que soy una pija. Peor, tengo miedo de serlo de verdad. Le tengo miedo al vacío, a haberme estado vaciando y que no me quede nada dentro. Es que… lo feo me resulta tan feo, tan feo… Y no es que no sepa analizar por qué esto resulta feo y aquello no, o por qué lo feo ha llegado a ser feo… o lo zafio, zafio… Lo sé. Yo sí he leído a Marta Harneker, yo sí he leído los manuales adecuados. Pero no puedo evitar el rechazo. El análisis no lo impide. Yo huyo de lo feo como si de verdad la belleza fuera la virtud, y no la ética.
—Son la misma cosa, pequeña creata. No existe la ética sin la belleza.
—Pero sí que existe la belleza sin la ética.
—Bueno… —lo pensó un momento—, sí. Ha existido. Pero deja de pensar así, no te líes otra vez con las palabras. Vamos a quedarnos en que aspiramos a una ética que a su vez aspire a la belleza. Y punto. Y, mientras tanto, sigue hablándome de ti, anda, que me interesa más…
—¿Lo ves? ¡Te estoy hablando de mí! Estoy haciendo un esfuerzo para hablarte de mis miedos… —me quejé, haciéndome la incomprendida, pero no pude evitar sonreír yo también, porque me daba cuenta de que, así mirado el asunto por encima, con palabras como ética, virtud, estética… y todas juntas y a la vez, iba a ser difícil, efectivamente, que me tomara en serio. Ni yo misma podía tomarme en serio. Y sin embargo, era verdad lo que le decía—. Lo que pasa es que yo no sé explicarme a mí misma igual de bien que te explicas tú. Pero te estoy hablando de mí y de lo que me preocupa, créeme.
—Perdona, entonces. Entonces es que no te he entendido. Y seguramente no te entiendo porque no puedo creerme que una tía tan maja como tú se asuste de ver que no le gusta lo feo. Incluso si vieras que lo toleras menos que nadie en este mundo, eso no tendría por qué ser un susto para ti. Lo que dices, que te asusta la fealdad, se ve en esta casa, se respira. En las paredes y en los estantes, por seguir con la broma; en los cuadros, en los muebles, en el olor, en los colores, en cada pequeño detalle, en cómo cocinas, en cómo pones la mesa, en la música… Así eres tú. Simplemente.
—No, «simplemente» no. Porque yo no sé cómo soy. Y si lo que soy se ve a través de todo esto, que sepas que todo esto se compra con dinero, ya te lo he dicho.
—No todo. El espíritu que coordina el conjunto de lo que hay aquí, no. Y no es muy normal que una chica de tu edad tenga una casa como ésta. Tan… especial. Es muy bonita, pero es, sobre todo, muy especial.
—No, claro, seguro que no es normal, claro que no, cómo lo va a ser. Yo he viajado más de lo normal, con dinero. He conocido muchos ambientes distintos, con dinero. He estudiado y soy una mujer medianamente culta, con dinero. Y ésa era la única ventaja que tenía mi oficio, ganar mucho dinero.
—Y tener un oficio como el tuyo, en el que, además, ganas dinero, ¿no tiene mérito, según tú?
—Pues no, no lo tiene. No tiene mérito que te paguen por engañar a los demás con las astucias más rastreras.
—¿Y tampoco tiene mérito que gastes tu dinero en unas cosas y no en otras? Cuando vine a esta casa la primera vez, me impresionó muchísimo, ya te lo he dicho. Y no fueron los cuadros solamente. Fue… —pero no me dijo qué, seguía sin decírmelo, pasó directamente a la conclusión—. Mira, la gente que gana dinero, es libre de gastárselo en lo que quiera. Así que te podía haber dado por comprarte… joyas, por ejemplo.
—¡Joyas!
—Bueno, no sé, abrigos de piel, cosas de mal gusto, ya me entiendes…
—No, no te entiendo. Porque para mí está claro: o tienes dinero, o no puedes comprar lo que te gusta. La mayoría de las cosas bonitas que hay aquí cuestan mucho dinero. Por eso no tiene mérito que las tenga.
—¿Y los libros? Tienes tantos como yo y la mitad de los años.
—No sé los que tendrás tú, pero los habrás leído, seguro. Mientras que yo, ni tengo tantos, ni los he leído todos tampoco. Aquí hay un montón esperándome. En mi oficio había pocas horas muertas.
—Que no, que no todo es cuestión de dinero. ¿Y esa silla, por ejemplo?
—Sí, es verdad. Te dije que la cogí de la calle y es verdad. Pero la llevé a arreglar con mis añadidos de diseño y me cobraron, por el arreglo, más que si fuera de un arquitecto famoso.
—¿Y la colcha de tu cama? No deja de ser una colcha, pero es preciosa.
—Pues también me costó un pastón, que lo sepas. Mal ejemplo. Ahí has dado otro mal palo. Me encantan las telas, son mi vicio. Cuando encontré ésa, que fue en Italia, la pagué bien pagada. Es un brocado antiguo procedente de no sé qué cortinaje de no sé qué palacio. Pagué la tela y luego tuve que pagar otra vez no poco para que me hicieran con ella la colcha a la medida de mi cama, una cama que tampoco es barata porque mide uno ochenta, y no uno cincuenta, o uno treinta y cinco; así que son caras las sábanas, es caro el colchón de látex sobre el que me acuesto, es caro el cabecero porque también es un diseño mío y está hecho a medida… ¿Sigo?
—No, no sigas. Por ahí no. Por ahí no nos vamos a entender. Porque tú te empeñas en quitarle mérito a cosas que para mí son definitorias de lo que una persona es y de por qué es como es. Y tú no eres una ejecutiva pija rodeada de gilipolleces, sino una de las tías más interesantes que he conocido en mi vida… ¡Y no me digas que no he conocido a mucha gente!, por lo menos no me negarás que la muestra que tengo es amplia…
—Me ves con buenos ojos.
—¡Ya estamos! —se quejaba ella porque no era, efectivamente, la primera vez que no le dejaba decirme cosas agradables.
Unas veces provocaba que me las dijera, pero otras, en cuanto los halagos trataban de profundizar un poco, se lo impedía. Sin embargo, yo tenía mis razones para impedírselo y no eran razones del todo confesables; formaban parte de la corriente más subterránea de mi cabeza con respecto a ella.
—Pero tienes razón, vamos a dejarlo —le dije—. Sigo con lo del bar. Que me resultó muy chocante, te digo, lo que vi, a pesar de que yo también sé pensar y enseguida me dije que no era normal sentir rechazo ante dos mujeres normales y corrientes y no sentirlo ante una pareja heterosexual normal y corriente, rellenita ella y calvito y con tripilla él. La pareja heterosexual besándose produce indiferencia y, la otra, rechazo. No es lo mismo. Y me doy cuenta. Y me lo digo. Y me lo repito. Y lo entiendo y lo asumo, pero lo único que consigo entonces es que me produzcan cierto rechazo las dos.
—Bueno, eso te iba a decir, que, en general, es muy difícil ver besarse a una pareja de gente normal, sea del estilo que sea, te excite. Sin embargo, en el cine te excitan todas, todas las parejas y todas las escenas, porque todas son parejas de gente guapa, con música adecuada. Todas tienen papelones y superdiálogos.
—Además, yo a esos sitios fui sola y no se debe ir sola a sitios así. Porque te plantas en la barra con una lupa y un bisturí en lugar de sentarte tranquilamente a charlar con una amiga, a reírte y a estar a la expectativa, que es a lo que hay que ir. A eso súmale que no me gusta salir de noche (trasnochar sí, pero no para ir de copas), y la música de esos sitios está tan alta, y hablar es tan difícil, y le gente se vuelve tan rara cuando se aturde por el ruido y por el movimiento ese de pavos en traslado que es obligatorio hacer con el cuello para que quede claro que estás muy entretenida siguiendo el compás…
—«Pavos en traslado…» —repitió, pero se había instalado en ella una tristeza profunda, que se imponía hasta en su modo de reír mis pequeñas gracias.
—… total, que abandoné. Me dediqué a mis fantasías mentales. Al esteticismo vacío de mis fantasías, si lo quieres ver así. Me retiré a esperar a no sé qué mujer (poco menos que una sacerdotisa egipcia, sí, que además de ser guapísima y eterna, supiera tocar el piano), venida de vaya usted a saber dónde y dispuesta a llamar a esa puerta para que yo no tuviera más que ir a abrir, sin haberme molestado en salir al feo mundo real a buscarla. Tampoco creas que mi trabajo me dejaba mucho tiempo libre de todas formas. Lo que sí hice, después de darme cuenta de que lo mío no eran los hombres, fue irlos despidiendo. Eso sí. Me quedé igual que he estado siempre: sola. Por eso no noté la diferencia de estado. También ahí me pasó lo que a ti, que preferí mi cama para mí sólita. Me dediqué, como tú, a leer más y más de mujeres y sobre mujeres: otra coincidencia. Después se me metió en la cabeza el proyecto de dejar la agencia y eso me ha tenido bastante más que entretenida, mi cerebro no daba abasto. Dejar esto, dejar lo otro. Y no me extrañaría que la idea de tener más tiempo libre para dedicarme a buscar a una mujer sea una de las que más haya influido en mi decisión. Inconscientemente, claro, y parece una barbaridad, ocultamente, muy en la oscuridad de mí misma. Y apenas empiezo a intuirlo así ahora, pero cada vez lo veo más claro: imagínate a una rara persona, digamos que muy parecida a mí, que tenga unas enormes ganas y energías y capacidades sobradas para cambiar de vida, pero que no sepa exactamente qué es lo que quiere cambiar… Digo rara porque lo raro es tener esa energía para hacerlo, no mucha gente la tiene. Y lo triste es, o lo más raro todavía, es que sea esa persona precisamente la que no sepa qué es lo que tiene que cambiar para estar más a gusto. Es aquello de que dios le da pan a quien no tiene dientes, aunque en mi caso sería al revés, dios le da dientes a alguien como yo, que no sabe qué pan tiene que comerse… Me explico mal, otra vez, ¿verdad?
—No, qué va. Te explicas muy bien. Lo normal, efectivamente, es saber que no te gusta tu trabajo y no tener fuerzas para dejarlo. Y lo raro es tener el valor de dejar un trabajo como el tuyo y no saber si era eso lo que tenías que dejar… Dejar tu trabajo para tener tiempo para ligar con una mujer es… como matar moscas a cañonazos. Es un disparate, pero yo te creo, mira por dónde, intuyo por lo menos que podría ser verdad. Aunque, bueno, te aconsejo que no digas eso donde la gente te oiga.
—Sí, pues abrevio, entonces. Prefiero que no nos liemos con mis rodeos mentales. Resumiendo, que, en éstas, apareciste tú. Justo en mitad de ese panorama. Al principio, me excitaba pensar que podía ser que yo te gustase. Me entusiasmaba la idea de que jugáramos a no hablar claro, yo te hacía preguntas que procuraba interpretar por mi cuenta, sin tu ayuda, aunque sabía que no tenía más que preguntarte directamente para que me dijeras la verdad. Pero no quería. Y no quería preguntarte para que no me preguntaras tú: sí señora. Para que no me preguntaras, porque no lo sabía, si tú me gustabas a mí. No si me gustaban las mujeres, porque creo que sí, sino para que no me preguntaras si me gustas tú, porque no lo sé. Ya está, ya lo sabes.
—…
—Tus viajes hacen que nos veamos con interrupciones. Intensamente cuando nos vemos, pero sin la posibilidad de una continuación sin hora límite que nos hubiera hecho falta. Por eso, cada vez que nos vemos, tenemos que volver a crear el aire de confianza o de reto o de lo que sea desde el principio; siempre arrancamos de cero. Y eso nos ha venido ocupando hasta ahora. Yo me he dedicado a disimular, dices tú, y es verdad. Y, sobre todo, a cortar tus intentos de adentrarnos en las verdaderas confidencias, por eso, porque no quería que me hicieras ninguna pregunta antes de saber yo cuál podía ser la respuesta. He disfrutado mucho de esta intriga. Muchísimo. Pero no sabía qué sentía por ti. Mejor dicho, tenía clarísimo que te iba queriendo cada vez más y veía que nadie se había colado tan de prisa en el centrito mismo de mi corazón como tú. De verdad. Es apabullante el modo en que te echo de menos para el poco tiempo que hace que nos conocemos; insisto en lo del tiempo porque soy lenta de reflejos… Hasta hace poco creía que no me había enamorado nunca, pero, desde que me acosté con aquella mujer griega, no hago más que revisar mi lista de impresiones: otra cosa en la que coincidimos. Ahora creo que al menos una vez me enamoré de verdad y también he estado varias veces colgada de mujeres con las que no he tenido contacto siquiera. Amores platónicos. Pero al menos una vez me enamoré, ahora lo sé seguro, sólo que, como no fue de un hombre, tardé años en ponerle nombre a lo que me pasó. Me pasó con veintidós, con una compañera de facultad, y me enteré con veintiocho, estando en Grecia, con una desconocida. Me pasó con veintidós, me enteré con veintiocho y no se lo he contado a nadie, ni por escrito siquiera, hasta ahora que tengo treinta y cuatro… parece una secuencia de seis, seis, seis… diabólica, ¿no? Si mi vida va a ir de seis en seis años, viviré un sexto de lo normal.
—…
—Era una compañera de mi facultad. Y estoy convencida de que yo también le gustaba. Pero no, ninguna de las dos le pusimos nombre a lo que nos pasaba. Ella tenía novio y yo también, pero les dábamos esquinazo continuamente. Yo dejaba al mío con sus sentencias y ella dejaba al suyo, más de su edad que el mío, preparándose el MIR. Pero los dejábamos aparcados, eso es lo que cuenta, para salir las dos juntas un montón de veces. Y nunca se conocieron entre ellos, ahí tienes otro dato interesante. A ninguna de las dos nos apetecía que saliéramos los cuatro juntos. Eran muchas pistas, seguramente tuvimos en la punta de la lengua la palabra clave. Pero no. El verbo no se hizo carne. Y una vez, incluso, estuve a punto de besarla, una vez estuve a punto de darme cuenta de que la deseaba. El caso es que, terminada la carrera, se fue a su tierra, a Valencia, y allí se quedó, supongo. El problema es que nos conocimos tarde, en quinto. Quizá, si nos hubiéramos conocido en primero, o si ella no se hubiera marchado de Madrid… Pero no volví a verla. Desde hace un tiempo para acá, me ha dado por pensar que si la buscara, si la llamase, estoy segura de que… Tengo la dirección de sus padres y los padres no suelen cambiar de dirección. Bueno, te lo cuento desordenadamente porque yo misma no tengo las cosas muy ordenadas en mi cabeza. Pero lo importante es que ahora sé que ella fue un amor mío, seguro-seguro que lo fue. Y, en cierto modo, correspondido, o no habría sido ni tan fuerte ni tan real. Por eso me da tanta rabia ahora pensarlo, porque debimos quedarnos a… esto, pero a esto, vaya, a un tris, de haberlo descubierto y haberlo vivido. Si alguna de las dos hubiera tenido experiencia, nos habríamos enrollado. Pero las dos andábamos en la inopia. Y a saber a cuántas mujeres les habrá pasado lo mismo. Aunque algo se nos debió de quedar, esas cosas dejan huella. Digo yo que alguna huella deben dejar, por leve que sea, las ganas de pecar no satisfechas porque, si no, no me explico cómo otras mujeres, más brujas, más sabias, más maduras, más… expertas… la ven. Y la ven claramente. Queda huella y hay mujeres capaces de verla. Porque, si no, cómo se explica que una mujer se me acerque a mí, a mí que no conozco más que pollas, de diversos formatos, pero pollas, y sin hablar siquiera mi idioma, se atreva a dar por hecho que a mí me iba a apetecer que me vistiese y me desnudase a su gusto… ¿Eso qué es? ¿Cómo puede ser? Dímelo tú que me cogiste en el cursillo a tu antojo, sabiendo más de mí que yo misma… Y no me digas que eso es la pluma porque yo no tengo pluma, o tendrías que explicarme qué clase de pluma es esa que se tiene sin tenerla.
Me callé, esperando su respuesta, así que ella no tuvo más remedio que hablar, ésta vez sí:
—No, no tienes pluma. No es una pluma física por lo menos. Y yo tampoco sé explicarlo.
—Pero ¿qué me viste?
Se tomó un segundo para respirar hondo y luego dijo:
—Una fuerza interna capaz de ponerme a mí de rodillas como ante un milagro… Por ejemplo.
—No, venga, déjate de tonterías… —sin embargo, lo que acababa de decir era tan… que todavía me sonaba en los oídos—. En serio, dime, en qué te basaste tú para pensar que podíamos llegar a un momento como éste. Porque lo pensaste, ¿a que sí?
—Lo pensé, sí, pensé que podía ser que entendieras —abrevió ella, porque sus frases eran más claras que las mías, más directas, más sencillas.
—Pero ¿en qué lo notaste?
—No es una pluma física, ya te lo he dicho. Es una sensación que no tiene reflejo físico. No en ti, porque en mí sí que lo tuvo: empezaste a hablar, te vi y te deseé, así de sencillo. Y era algo que venía de ti, sin embargo, porque no me pasa con cualquiera. O eso creí, pero no puedo explicártelo mejor. De todas formas, no le des muchas vueltas porque… no sé tú, pero yo, hay un montón de cosas de mí y de los demás que no entiendo.
—No, yo sí que quiero saber a qué se debe un misterio así —sentencié.
—Pues te deseo suerte porque lo vas a tener difícil. En todo caso, por si te sirve de ayuda —juraría que había en su voz un poco de cansancio, como si le invadiera la pereza ante una situación ya vivida—, te diré que, a veces, cuanto más abstractas nos hacemos las preguntas, más concretos son los temores que representan…
—No te entiendo.
—Que da igual cuál fuera el estigma; la señal de Caín en la frente o una mancha de nacimiento en el muslo por un antojo de café con leche que pasara tu madre… qué más da. Las personas nos reconocemos entre nosotras por los motivos más extraños. Nos reconocemos, eso es lo importante —dijo.
Y me di cuenta de que le aburría el asunto. Más bien, de que estaba siendo paciente conmigo. Afinando un poco más, me di cuenta de que se había concentrado en su propio mundo, de modo que el mío le estaba siendo ahora redundante y ajeno. Y si la hubiera observado con más atención, tal vez habría descubierto que llevaba un rato tratando de no llorar.
Pero yo seguía tan pendiente de mí como lo he estado siempre, toda mi vida, preocupada por lo mío, por sacarle a ella una explicación de lo que vio en mí. No lo conseguí, tuve que llegar sola a mi conclusión: lo que ella viese en mí, si estaba en mí, lo vio ella y lo vio mi modista, pero puede que sólo fuera visible para ellas, mirada yo desde ellas mismas. Tal vez, al reconocer nuestros deseos, nos den de regalo, como premio, unas de esas gafas de visión verde que usan los militares para ver felinamente más allá de lo normal en la noche oscura… En la noche oscura del alma ajena: llamaradas verdes, reverberaciones espectrales del deseo en los cuerpos detectados para hacer blanco en ellos. Sí, ése debe de ser el premio: poder ver, en la noche oscura, a las otras almas impuras.
Continué con mi recuento:
—Y puede que de Ana Mari, mi amiga del alma, también me enamorase en la adolescencia, pero imposible saberlo ya a estas alturas… porque a ella he seguido viéndola, así que el enamoramiento ha tenido tiempo sobrado de nacer y de morirse mucho antes de que lo hayamos ni pensado. Y puedo hacer memoria de otras presencias anteriores aún…
Aquí hice una pausa porque de pronto se me vinieron al corazón dos o tres latigazos de memoria muy antigua, pero muy nítida. En aquel preciso momento rescaté, cobijado en esas sensaciones, un recuerdo de mí misma que tuvo allí mismo un despertar tan repentino y vivo, como largo y profundo había sido su sueño hasta entonces… Recuperé:
El primer recuerdo que tengo de una mujer a la que probablemente amé sin saberlo. Es de cuando yo tenía ocho o nueve años. Y la recuerdo, a esta mujer que estaba casada y vivía en la casa de al lado, porque se fue. La recuerdo por haberse ido, como si la ausencia fuera el motor de la memoria. Porque su marcha fue mi primera gran despedida: el estreno del vacío en mi corazón, la primera vez que el dolor se hizo cargo de mí por culpa del abandono de otra persona, la aparición de la ruptura en la vida infantil en la que todo parecía lineal, eterno, inmutable… Al dolor de la pérdida se le unió entonces también el orgullo de saber, de darme cuenta, de creerlo así, que el dolor era más grande para mí que para mi madre o para nadie (aunque mi madre lloró un ratito en el momento justo de arrancar el camión, pero hoy creo que tal vez fue recordando las dos grandes veces anteriores en que ella misma tuvo que irse con todo a cuestas). Ella, nuestra vecina, lloraba también y pegaba al cristal la palma de la mano abierta, en lo alto de la cabina del camión. En el camión iban ella, y su marido en medio, y el conductor, porque, antes, hace mucho, la gente se mudaba al mismo tiempo que sus cosas.
Fue la marcha de una vecina que no tenía hijos… y la de su marido, claro: un desconocido, un fantasma, un reloj de fin de jornada —cuando sus llaves ametrallaban la puerta, yo tenía que irme a mi casa enseguida, con un «yameiba» al cruzarme con él por el pasillo, que era igual que el «avemaríapurísima» al cruzarme con el cura por una calle lo bastante estrecha también para no poder evitarlo—. Pero ella tenía siempre conmigo un gesto de complicidad cuando yo salía obligada de su cocina, era una mueca que hacía con la boca y guiñando un ojo porque casi siempre tenía las manos llenas de un cuchillo y un pepino, o de un rabo de sartén y otro de rasera, y que venía a querer decir algo así como «ea, tienes que irte, que ya viene, mañana seguimos».
Y como se fue, no llegué a terminar el tú y yo de panamá que estaba llenando de claveles a punto de cruz: porque la única gracia de aquella absurda labor era tener que hacerla a sus órdenes en las largas siestas de verano. Y así como mis capullos eran matemáticamente correctos por la parte de arriba porque sabía concentrarme y no perder el dibujo, por la parte de atrás, sin embargo, la libertad de mis puntadas hacía impresentable mi labor. Pero a ella le daba pena mandarme deshacer el bordado, como a una Penélope resignada, porque en el fondo las dos sabíamos que sólo servía para que pudiéramos charlar hasta que llegara su Ulises de La Extensión Agraria.
Yo procuraba decir cosas graciosas o muy sabias para que ella se riera o me las celebrase, y muchas veces lo conseguía. Pero otras no, otras veces decía algo creyendo que iba a ser muy gracioso y a ella no le hacía ninguna gracia. Este desajuste me torturaba. No entendía el baremo por el que algunos comentarios míos le parecían brillantes y, ante otros, no se inmutaba. Así que mi anhelo por entonces no era otro que el de descubrir a qué regla de tres responderían sus reacciones. No daba con ella. Incluso tenía que esperar un día o dos para saber si el éxito de una ocurrencia mía, que a mí me había parecido clamoroso, lo era de verdad, rotundo, o no, porque lo era sólo si ella le comentaba luego a mi madre, dándole bombo, lo que yo había dicho.
Otras veces se ve que no sólo no acertaba, efectivamente, sino que fallaba del todo, porque recuerdo bien, con una emocionante claridad después de tanto tiempo, lo mucho que alguna vez me dolió algún tono de reproche por su parte… Un dolor en dos actos: era como un aguijón cualquier comentario irónico suyo dirigido a mí; un aguijón que deja notar su pinchazo ardiendo al clavarse, pero que tiene un veneno retardado que se redobla horas más tarde, espantoso de sufrir, cuando, a solas, después de la picadura, se inflama, se abulta, se recalienta, enrojece, se agranda y quema mucho más.
No sé cómo interpretar la abrumadora importancia que le daba yo a todo lo que viniera de aquella mujer, porque no sé si puedo decir que me enamoré con nueve años, pero, en todo caso, sí sé que no era una madre para mí. Puede que yo sí fuese para ella la sustituía de la hija que no tenía, pero ella no era para mí como una madre, porque mi madre estaba en la casa de al lado y yo la quería y ella me quería y no me sentía abandonada en absoluto… El mío no era un problema de madres.
A no ser que mi padre fuera tan poderoso, tan autoritario aunque no lo pareciera todavía, tan predestinadamente mi enemigo en el próximo futuro, que ya necesitara yo entonces, antes de que empezaran los enfrentamientos, nada más intuir que se me avecinaban, dos madres… para compensar. Porque, cuando una guerra acaba siendo tan dura como de hecho fue después la nuestra, entre mi padre y yo, digo yo que se dejará intuir en su gravedad, que se dejará pronosticar en sus terribles términos… para que podamos ir pertrechándonos de aliados y deshaciéndonos de cómplices del enemigo.
No sé, a saber. Pero es cierto que, cuanto más atrás miro, más mujeres encuentro.
—… sí —continué, sin contarle de viva voz los detalles de este recuerdo—, puedo hacer memoria hasta llegar a averiguar lo que pude sentir verdaderamente, sin saberlo, por una mujer de hace un montón de años, pero no puedo saber lo que siento por ti, que estás aquí, ahora mismo. Así es. Y si no quiero que me preguntes es porque no lo sé.
Iba a decirme algo sobre esto, pero esperé un instante y no lo dijo. Así que seguí:
—Y es que, por un lado, tú eres real y seguro que infinitamente mejor, pero yo no puedo evitar pensar en mi modista de Atenas, la que aparece en esas páginas, más de lo que sería razonable, aunque no me apetece ni remotamente ir a buscarla; y pienso en mi profesora del instituto de enfrente, a la que sólo conozco de verla entrar y salir del instituto, y pienso en mis abstracciones de mujer habituales. Y también pienso en mis recuerdos de amores no vividos. Y no sé qué lugar ocupa cada una de esas cosas en mi cabeza y en mis deseos. Me noto incapaz de desenredar mi propia madeja. A veces me digo que, si estuviese enamorada de ti, lo sabría, pero lo único que sé, por experiencia, es precisamente que eso es mentira. Por experiencia, lo que sé es que se me han escapado mis propios amores sin haberlos adivinado del todo. Sólo porque eran mujeres y las mujeres tenían que serme obligatoriamente invisibles para el amor. Y tú tienes las cosas demasiado claras para poder entender el follón en el que yo me encuentro. Por eso no consigo escribir ni una escena que me guste. Creo que he hecho bien dejando mi trabajo, pero que no he acertado en el «para qué». Y a veces pienso de ti lo mismo, que he hecho bien queriéndote, pero que me equivoco en algo. Y tengo miedo de hacerte daño porque tengo claro que me apasionas como la mente más clara con la que he lidiado en mucho tiempo, y te quiero muchísimo, pero no consigo que abrazarte me resulte imprescindible. Es más, me da por pensar que, si nos abrazáramos, no nos gustaríamos tanto. Lo que siento es un desequilibrio insoportable: o el deseo debería ser mucho más fuerte o tú más torpe, menos poderosa, más desentrañable.
—Um… —Pero tampoco en esta ocasión dijo nada en voz alta. Movió la cabeza negando las palabras que no había dicho. Me miraba, pero yo no era capaz de adivinar lo que estaba pensando. Por eso seguí hablando, a tontas y a locas, sólo para evitar el silencio:
—Me he acostado con hombres a los que he deseado menos o casi nada. Pero a los que no quería. Así es más fácil. Pero a ti te quiero demasiado para proponerte que nos acostemos juntas.
—¡Qué tontería! Propónmelo —dijo, pero enseguida se arrepintió de su broma.
—No lo voy a hacer. Y tampoco me lo propongas tú.
—Si tuvieras alguna duda que se pudiera resolver en la cama, me lo dirías, ¿verdad?
—Te lo diría. Pero no tengo ni idea de cuáles son mis dudas… Ni de qué manera se resolverían mejor —le dije.
—Yo sí que no tengo ninguna duda. No necesito acostarme contigo para saber que nada en este mundo me gustaría más. —Guardó silencio y creo que pensó algo distinto de lo que dijo después—. Bueno. ¿Y qué hacemos, entonces?
—No lo sé —respondí con toda sinceridad.
—De todas formas… déjame que te diga una cosa, y no te ofendas… Yo creo que no eres sincera. Sé que no me estás diciendo la verdad. A lo mejor es porque no la encuentras, como tú dices, no porque quieras mentirme conscientemente, pero sé que no me estás diciendo la verdad porque la verdad tiene una virtud especial: la de resultar siempre, siempre, como una se la espera. Si te esperas que una verdad sea dolorosa, es muy dolorosa cuando llega. No falla. Y ésta no lo está siendo para mí. No me está doliendo tu rechazo como debiera. Por eso no me lo creo. Me duele, pero no tanto. Si fuera un rechazo real, me dolería como no puedes ni imaginarte.
—La duda no es rechazo.
—Sí que lo es. Para mí sí. Normalmente lo es. Aunque esta vez no lo sé porque, si tu duda significara lo que casi siempre significa: que no, que no nos vamos a enrollar, que me vaya haciendo a la idea…, me estaría doliendo tan rabiosamente la verdad, que no creo que pudiera soportarla ahora mismo así como así. Por eso sospecho que no es verdad. Dicho esto, te diré también que no pensaba proponerte que nos acostáramos juntas. No, no, esta tarde no. Porque hemos llegado a un grado tal de parlanchinería, que estoy segura de que estamos algo así como borrachas de semántica… Sobre todo tú. Yo he estado hablando más que tú desde que nos conocemos, entre otras cosas porque he estado poniéndolo todo yo. Pero a ti se te suben a la cabeza las palabras bastante más que a mí. Estamos empachadas de palabras, y la libido se resiente, ¿sabes? Yo tengo claro que se resiente. Aparte de que a ti te apetezca o no acostarte conmigo, lo que está claro es que a mí sí que me apetece. Y cada vez que vengo a tu casa siento como si pudiera tocar con la mano la felicidad… Sin embargo, una vez dentro, estando contigo, tú te encargas de conseguir que todo el deseo de mi cuerpo se convierta en narraciones, en historias; consigues que se me vaya la fuerza por la boca. Luego nos despedimos, me voy a mi casa y me dedico a pensar en lo que tenía que haber ocurrido y no ocurrió, me dedico a pensar en ti desnuda y con todas las conversaciones cerradas… Y hoy no creo que deba ser un día distinto. Me iré. Sin más. Lo vamos a dejar aquí, me voy antes de que la tentación me haga razonar de otra manera. Tenemos tiempo. La semana que viene entera voy a estar fuera y el fin de semana que viene tampoco lo tengo libre. Tengo que… ir a una boda. Nos vendrá bien a las dos est…
—¿Tienes una boda? —le pregunté, incrédula, para hacerle ver que había captado su broma.
—Sí —me contestó, pero sonó como si hubiera dicho: «pongamos que sí».
—¿En Reus?
Yo sonreí y a ella se le iluminó la cara. Acercó la mano y me tocó el pelo. Fue lo más cerca que estuvo de mí. Pero un segundo después se puso muy seria:
—No puede ser. No puede ser que seas tan especial y que, al mismo tiempo, tengas tanta tontería como tienes encima. No me lo explico, no lo entiendo. No me cuadras… Contigo, no me salen las cuentas…
—Todo el mundo tiene contradicciones…
—Sí, pero las tuyas son… cómo te diría… inverosímiles. Eres como un personaje mal construido. Te han puesto unos rasgos de carácter que resultan incompatibles con los otros.
—¿Cómo cuáles?
—La dulzura y la sensibilidad, el cuajo, la hondura en definitiva, junto con una frivolidad que raya en lo increíble, por ejemplo. No cuadra. ¿Una inteligencia privilegiada y una torpeza tan grande para agarrar la vida con las dos manos…?, ¿las dos cosas a la vez? (Bueno, puede que eso sea más frecuente) —se contestó ella sola, pero las bases de su idea no se tambalearon porque enseguida encontró otra dualidad muy semejante—. O esa valentía de la que hablabas (y que es cierta, además, eso creo yo), una valentía de las que no se encuentran, como la de dejar tu trabajo, sí, por ejemplo, ¿y al mismo tiempo una cobardía inexplicable para simplemente abrazarme, aunque no termine de gustarte, o para simplemente seguir yendo a los sitios de ambiente donde sabes que puedes encontrar lo que buscas, una mujer que te guste? No me cuadra. Un sentido del humor, una alegría y unas ganas de disfrutar que no casan por ningún lado con esos remilgos de persona triste que parece que se te instalan en la cabeza. Por cierto, no tienes edad de seguir consintiéndole a tu cabeza tantos aspavientos de tiquismiquis. Te haría falta alguien con mucha autoridad moral sobre ti, alguien que te diera cuatro meneos a ver si espabilas.
—Tú misma.
—No, yo no puedo. No se te puede querer tanto como yo y regañarte al mismo tiempo. Y no sería honesto tampoco. Porque no sabríamos nunca si lo que estoy haciendo en el fondo no es más que echarte en cara que yo no te guste. Pero vale ya de hablar, eh. Me voy, te digo. Y no sé si tengo una boda en Reus o son dos o tres seguidas, no me acuerdo. Ya te lo diré. En todo caso, que sepas que me alegro de que hayamos hablado y me alegro de que tengas dudas. Por lo menos tienes algo. Te quedará algo cuando yo me vaya.
—¡No, no, pero esto qué es! —salté yo, indignada, porque había empezado a levantarse y todo—. ¿Cómo que te vas? No, no, ni hablar. Tú no te vas así, tú me lo explicas primero… por qué te vas.
—Me voy porque siento que es lo que tengo que hacer, irme. Y me voy durante algún tiempo porque creo que nos va a venir bien a las dos un poquito de distancia.
—¿Es un castigo esto, entonces?
—A lo mejor sí, en cierto modo. No lo sé. Pero un castigo a mi osadía, en todo caso, no a tus dudas. Un castigo a mi atrevimiento, no a tu falta de decisión. Igual tenía que haber esperado más, pero me he cansado de esperar. En mi vida le he dedicado tanto tiempo a una historia; a una historia que tiene que ser de cama o no será una historia mía, sino una de tus historias… Para ser de las dos, tengo que poder abrazarte hasta donde se me acaben las fuerzas. Y si no puedo, porque no me dejas, entonces quédatela, la historia digo, hazte cargo tú de ella. Amóldala a tus modos. Yo no puedo poner más de mi parte. Lo he puesto todo. Y no me arrepiento, pero con esto quiero que veas que, si ahora lo quito, quito lo mío, no sé lo que nos queda. Si le quito mi interés, mi empeño (mi pasión, casi) por ti, mi entusiasmo, mi deseo… si me lo llevo a mi casa ahora, porque es mío, todo eso, ¿qué nos queda? ¿Tus dudas? Según tú, sí, tus dudas sobre mí. Porque eso sí que es tuyo. Tus dudas son tuyas, no son mías. Sólo tuyas; porque tú lo necesitarás, pero yo no necesito saber si tú estás enamorada o no de mí, o saber si lo estás más o menos que de tus fantasmas, o que de tus expectativas… Tampoco me pregunto si me vas a hacer daño. Entre otras cosas, porque no te dejaría. Esa duda la tienes tú. Y todas las demás. Todas son tuyas. Y con ellas te quedarás. La alegría de estar contigo, la felicidad de pensar que podría dormirme a tu lado o la emoción de saber que disfrutaría de tu cintura como de una salvación… eso, todo eso, es lo que yo pongo siempre que nos vemos. ¿Y tú qué pones? Tus dudas. ¿Tú crees que esta intensidad que nos une es normal? ¿Normal entre amigas? ¿Es normal que no piense en otra cosa que en volver a verte, desde el momento en que aprieto el botón para bajar en el ascensor, cada vez que me voy de aquí? ¿Y qué sientes tú? Dudas ¿Crees que es fácil, habitual, frecuente que aparezca en mi vida alguien tan interesante como tú? Tú tendrás muchas amigas maravillosas, con las que nunca te cansarías de hablar y de reír y de discutir… cultas, sensibles, inteligentes, buenas, atractivas, originales, divertidas… y libres, completamente libres para hacer lo que les dé la gana, dispuestas, con casa propia, con los deberes terminados, sin maridos, sin hijos, sin ataduras de ninguna clase, con trabajo, con dinero propio, con coche, con idiomas… y además, concienciadas, revolucionarias, rebeldes, peleonas, preocupadas por las demás mujeres… y… lesbianas si se tercia, tú tendrás muchas, y comprendo por eso tus dudas, pero a mí me ha costado media vida dar contigo.