La echo de menos. Pero no puedo llamarla. Dice que lo sabe, que sabe que la echo de menos, pero ¿sabe de verdad las consecuencias que está teniendo su ausencia en todos los rincones de mi entorpecido cerebro?
Por otro lado, o por el mismo, no lo sé, me deprime darme cuenta de cómo he estado desperdiciando y sigo desperdiciando mi tiempo de paro, los días enteros, las semanas, los meses. Veinte meses. Sólo me quedan cuatro y no hago nada de provecho. Ya se acabó la película de la tarde, ya no hay ni siquiera ese consuelo argumental. Un argumento es un consuelo. Ahora la programación vaga a la deriva, entre anuncios infantiles y carátulas de discos… ya no habrá nada hasta los telediarios. El estómago tampoco tiene nada claro qué pedir después de las palomitas de hoy o las pipas de ayer. Estoy engordando. Agua, quizá. El café sienta mal a estas horas. Un té. Adonde ir. Salir de casa es menos que una idea, no llega a sugerencia.
Me desperdicio. Me paso las mañanas colgada de… dicen que si los juegos de ordenador… pero yo me paso la mañana colgada del más estúpido de todos, seguramente, uno que radicalmente no desarrolla nada —la pura adicción a sí mismo, como mucho—, el solitario ese de las cartas que viene gratis y se instala solo, lo quieras o no, con el paquete del Windows. Colgarse de un juego como ése, me da a mí, debe de ser equivalente, en el grado de decadencia y precariedad, a colgarse, en el mundo de las drogas, del pegamento. Me paso las horas muertas, sí, viendo columnas de cartas como soldaditos en fila. Dos ejércitos, el negro y el rojo. Y una misma jerarquía, primero el rey, siempre, después la dama. Llega un momento en que las columnas compactas, que no he logrado jerarquizar como es debido, avanzan hacia mí anárquicas, saltando la frontera de la pantalla. Es entonces cuando cierro los ojos durante un parpadeo más largo que los demás, para lubricar mejor las pupilas y contener el avance. A veces, cuando vuelvo a abrirlos, parece que hubiera llegado a una dimensión distinta, de tiempo inmóvil y espacio detenido, y mi visión abarca, con una lente de ojo de pez, la habitación entera, tal y como estaba a primera hora de la mañana, antes de sentarme… y vuelvo a ver la taza, que ahora tiene un julajob de café seco en el fondo —últimamente ya ni desayuno en la cocina, llego al ordenador antes de terminar de darle vueltas a la cucharilla—, y veo la cucharilla apoyada en el borde, como el cuerpo que se cansó de impedir, con sus giros, que el aro marrón le bajara hasta los pies. También miro el reloj y me doy cuenta de que va a empezar el telediario y dudo sobre si abrir o no otra partida, pero es una duda que no debería serlo ya porque siempre se resuelve en contra de la hora que me tengo fijada para apagar el maldito ordenador; la apuro tanto, que hasta llego tarde al sumario…
Mientras escucho el telediario, me frío cualquier cosa y me la como sentada, en el apartado de deportes. El postre me lo tomo viendo, no uno de esos culebrones estúpidos a los que dicen que se apuntan fervientemente —yo no lo tengo tan claro, que sea con fervor y no con resignación— las amas de casa, sino un documental sobre los muy desconocidos y jamás filmados leones africanos o sobre insectos con una voracidad tan amplificada, que tienen tenazas como palas excavadoras y unos ánimos deforestadores más eficaces y frenéticos que los de las multinacionales en el Amazonas.
Asustan engullendo hojas a esa velocidad, ¡con lo inofensivos que parecen vistos a ojo humano en su pequeñez y lentitud! Esa media hora antes de que empiece la película (una película especialmente creada para la sobremesa de televisión, en la que una madre consigue que su cada vez más paralítico hijo no termine de olvidar cómo se anda, primero; y, luego, gracias a mil valentísimos enfrentamientos con los médicos y con su propio marido, que también la deja en la estacada —en inglés se dice «que tira la toalla»—, consigue por fin que su hijo sea admitido a tratamiento en la clínica de un incomprendido y futurible Premio Novel de Medicina, joven apuesto y mucho más soltero que ella, porque él jamás se casó… ¿Y por qué no se casaría un hombre tan magnífico? ¿Es un pederasta, un pervertido de las prótesis, un fetichista del rechinar de huesos sin lubricación? «No, bueno, ya sabes» —explica él de sí mismo—, «primero estudias tanto que no tienes tiempo para otra cosa… y, luego, el trabajo te absorbe tanto, que acabas viviendo exclusivamente para él, pero ahora estoy empezando a descubrir lo mucho que me he perdido…». La madre del niño, que sigue amenazando con convertirse en un discapacitado, se lleva la mano al pelo y baja la cabeza, humildemente, fingiendo con todo su corazón que no ha entendido del todo los puntos suspensivos de la frase del médico. Hasta un día en que, tras varios roces fortuitos de pecho-viril-pezones-de-punta por los pasillos del hospital, él ha dejado a sus pacientes solos a la hora de comer, hecho extraordinario, para confesarle a ella, en el marco de una manta extendida en el césped de un parque con rascacielos al fondo, dos cosas a la vez: una, que está enamorado de ella y, la otra, que el niño está curado.
Para celebrarlo y poner los títulos de crédito, deciden ir los tres juntos de la mano al desfile patriótico del 4 de Julio)… bien, pues digo que esa media hora antes de que empiece la película es terrible para mí. Porque, por mucho que intenten darle argumento a los documentales sobre la naturaleza, como la naturaleza no tiene argumento, ni sus reglas, de ser un juego, son tan entendibles como las de un juego de verdad, pues se me suele ir la cabeza a mis asuntos y es entonces cuando no puedo evitar caer en la cuenta del destrozo que me estoy haciendo… Me doy cuenta, cómo no voy a darme cuenta, claro que sí, perfectamente, y por eso me deprimo. Me da un vértigo en el estómago y se me sube a la boca una acidez metálica y me gustaría, en ese instante, volver a ser, incluso con eso me conformaría, la misma que fui, la que era hace sólo un año y medio. Todos los días, contemplando las mondas de naranja sobre el trozo de hueso (inclasificable fuera de contexto, de una chuleta de aguja de cerdo), me hago la misma pregunta envenenada: ¿Para esto lo he dejado todo? Y no tengo antídoto. Aprovecho los anuncios para levantarme y quitar la bandeja y, de la bandeja, las migas de pan con la misma servilleta de papel que he usado, y coloco la bandeja en su sitio, y los platos en el lavavajillas y… todas las tardes lo mismo, me pregunto si me hago café o no, si me lo hago ahora o mejor luego. E incluso con el armarito abierto para coger la cafetera, antes de levantar el brazo, sigo preguntándome si me hago café o no; abierto de par en par, y debatiendo aún delante de él, como si contuviera una droga de la que me estuviera quitando: sí, no, sí me lo hago, no me lo hago… Por un lado, me da pereza (coge la cafetera, saca la cazoletilla, llena de agua la parte de abajo, vuelve a poner la cazoletilla, saca el bote del café… y, si en ese momento me viene a la cabeza el recuerdo de que, al ponerlo por la mañana, ya casi no quedaba café en el bote y ahora tendría que abrir un paquete nuevo —abre el otro armario y cógelo, saca las tijeras y córtale una esquina, viértelo, que siempre se cae algo, y quieres limpiar el polvillo marrón con la bayeta amarilla húmeda y es peor y luego tienes que aclarar también la bayeta—, entonces, con tal de no tener que hacer todo eso, la decisión está clara ya: no me hago café, que me siente mal); pero, por otro lado, sé que debería tomar café para no dormirme casi nada más empezar la película y despertarme luego, diez minutos antes de que termine, porque, en ese caso, verme allí sentada en el sofá, incapaz de levantarme a pesar de que lo que estoy viendo no me interesa, con el día acabándose ya por ahí fuera, en la calle, me da mucha tristeza, mucha pena de mí misma. Y se repite el vértigo del final del documental, sólo que mucho más fuerte ahora que está a punto de oscurecer y en la tele, por muchos botones que apriete, ya no hay más esperanza de nada que no sea una explicación técnica de la pesca con cucharilla o una selección de señoras sentadas a lo ancho, y abandonadas completamente por su vergüenza, que cuentan todas las tardes, en una diversidad de temas aún más parca que la de los telefilmes, una de estas tres historias: mi marido me dejó para irse con otra; mi hijo murió y desde entonces, por arte de magia (por hache o por be, dicen ellas), tengo el poder de hablar con los espíritus; o mi familia llegó a pasar hambre por culpa de las tragaperras… «¿Cómo fue eso, Purificación, Puri? ¿De verdad tus hijos llegaron a pasar hambre, hambre física, por culpa de tu afición al juego, de tu ludopatía?». «Pues sí, Mariló, es muy duro para una madre reconocerlo, pero sí, tengo que decir que llegué a lo más bajo que se puede llegar… no se puede lleg… ar… más abaj… o en la vid… perdona, Mariló, pero estoy muy nerviosa… no se puede imaginar nadie lo… que una madr…». «Bueno, Purificación, tranquila; tranquila, mujer, tómatelo con calma, tómate tu tiempo, sabes que estamos aquí para ayudarte, para escuchar tu historia y que nos dem…». «Yo he llegado a salir de casa con el dinero contado, que lo había apartado en un cajón precisamente para no gastármelo porque ya no me quedaba más dinero que ése, con el dinero contado para comprar en la farmacia la leche de crecimiento de mi bebé, porque yo entonces tenía un bebé de catorce meses —antes de las películas americanas de sobremesa, nadie decía en este país mi-bebé, nuestrobebé, esperamosunbebé…—, y pasar por delante de la puerta del bar y entrar a jugármelo en las máquinas…».
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