Acabo de quedarme en paro. He pactado mi despido, pero eso no hace menos inquietante lo que acaba de ocurrir. Mucha gente suspira por el trabajo que dejo y el sueldo que he estado cobrando. Y casi nadie entendería por qué lo dejo voluntariamente.
Tengo treinta y tres años y ahora, junto a ese número, aparece ya, esta vez sí, una opresión en el pecho cuando toso desde mis adentros; una opresión-aprensión. Un peso en el esternón. Un contener la respiración sin quererlo, que es miedo puro. No sé si voy a salir bien de ésta. No hay fonendo que capte los pitos y soplillos que me oigo yo por dentro.
Creo, además, que estoy empezando a ser vieja. Me desabrocho y me miro y me lo veo venir: se me caerán las tetas; y a mí, que no me han preocupado nunca las palancas, empezarán a preocuparme a partir de ahora.
Pero no tengo hijos, menos mal; no tengo bocas que alimentar, bocas angustiosamente abiertas como las de los guacherillos. Esos pájaros despeluchados de los documentales de la segunda cadena que mantienen el pico, no ya abierto, sino desencajado, mientras un narrador que todo lo sabe, pero que en nada convence, intenta dar explicaciones a tan horrorosa, brutal, ansiedad de comida. Son una imagen obsesiva para mí esos pájaros temblones y su hambre perpetua. Nunca he querido ser madre.
Para mis compañeros de trabajo, lo de irme al paro por voluntad propia no tiene mérito precisamente porque no soy madre. Y digo yo: ¿tanto es lo que no soy como para que la inmensidad de quedarme sin trabajo se reduzca prácticamente a la nada? ¿Qué es lo que no soy que resulta ser tantísimo? No soy la conciencia que una sola breve temporada, dos o tres meses todo lo más, dejó de tomar medidas anticonceptivas contra el curso torrencial de la naturaleza; una naturaleza siempre furiosa y resolutiva y que, en los últimos tiempos, anda, además, definitivamente descompuesta y ya no nos necesita: eso es lo que no soy.
¿Y qué somos en realidad los europeos frente a la naturaleza, cuando no nos queda otra que la de la BBC o la del National Geographic? Ya sólo podemos ser turistas de viajes-aventura contratados en agencias ecologistas, propiedad de camaleones prehistóricos de erizables lomos, venerables dirigentes de la izquierda radical, agencias de elegantes folletos amarillos de papel reciclado que reproducen grabados antiguos para desencadenar el deseo de visita de los cultos. O viajeros de Mundicolor, en el otro extremo de la oferta, que prefiere reproducir fotografías trucadas a todo color. Poco más somos frente a la naturaleza. Y para eso, para ser turistas occidentales en los mundos del cerosiete, es mejor no tener la atadura de los hijos.
Lo que me pregunto cuando detecto el tonillo de reproche que ponen mis compañeros ante mi situación de libertad sin cargas es qué clase de traición, y a qué naturaleza infligida, es la mía.
No tengo hijos que hagan aún más angustiosa la precariedad económica en la que voy a verme a partir de ahora. Vale. Pero tampoco tengo una pareja estable de las que (con, sin, sobre o tras papeles) juntan los dos sueldos en una sola soldada. Tampoco tengo, digo, pues, esa (y es precaria y llena de efectos secundarios, sí, pero) tabla de salvación. Tengo, eso sí, miedo. Miedo tengo mucho. Y lo peor es que es un miedo objetivo: está justificado y no es fruto de ninguna distorsión.
Ahora añoro aquel otro miedo físico, sólo físico, infantil, el de los nueve o diez años, el de cuando me quedaba sola en mi casa una larga tarde de invierno. Era un miedo sano que me llevaba —salía de él, con tal de que aprendiera a vencerlo— a la tortura pedagógica de ir a mirar debajo de las camas, y sin encender la luz siquiera. Me obligaba a hacer ejercicios contra sí mismo, porque era un miedo disciplinante. Y así se me quitó, efectivamente, a guantazos, como quien dice, a fuerza de vacunas de empacho de situaciones terroríficas a las que me sometía como un entrenamiento. Mi madre se iba a misa el domingo a las siete y media de la tarde, que en invierno es más noche que un cerrojo, y yo tenía que quedarme sola en mi casa con la sola compañía del partido de fútbol en la televisión. No me gustaba el fútbol, pero ¡acompañaba tanto el locutor y parecía tan impensable una invasión de los muertos vivientes saliendo de debajo de las camas con tanto confortable micrófono de ambiente! En cuanto la tele se ponía a hacer grumos, en una de tantas desconexiones del centro de emisión territorial de duración incalculable, en cuanto la emisión se iba además de haberse ido mi madre, el miedo se volvía feroz y ensordecía todo lo que no fuera aullido a mi alrededor; en cuanto el normal fluir de las imágenes normales se transformaba, de cerebro colectivo que eran, en masa gris chisporroteante y amorfa, me moría de miedo. Quizá sea que, sin imágenes previamente imaginadas por alguien, abandonada de pronto a la descanalización y a la nada sin iconos autorizados, no sólo yo, ni por ser niña, sino cualquiera, incluso un adulto, podría morirse de miedo hoy en día.
O en cuanto se iba la luz… ¡Eso sí que era terrible, que se fuera la luz estando sola! No que yo no la encendiese con tal de fortalecerme, sino que se fuera ella, la vencedora de la noche, la corriente madre.
Mi miedo de ahora es un miedo mucho menos combatible. Porque no es un antídoto decirle: «No te preocupes, el paro no existe».
No es un miedo que empequeñezca, como piensan los que me rodean, ni siquiera un poco, ante el hecho de saber que no tengo crías que alimentar; o ante el dado por hecho de que, si quisiera, no me sería muy difícil encontrar otro trabajo, o incluso volver al que dejo. No merma. Porque es un miedo ávidamente dispuesto a alimentarse solo y de sí mismo, como todos los miedos reales, inmune a casi cualquier consideración paliativa venida de su exterior.
Mi miedo nace, y tiene de sobra para autoabastecerse, de un hecho, éste sí, verdadero, constatable y provocador de tales y tan variadas consecuencias, que estoy segura de no tenerlas todas previstas: y es que, en el día de hoy, dejo de ganar seiscientas veinte mil pesetas netas al mes y comisiones por valor de otro millón y medio o dos, netos, al año. Nace de no saber, efectivamente, qué consecuencias me traerá dejar de ganar tanto dinero. ¿O es que no debería de tener miedo sólo porque la decisión la he tomado yo? ¿No tienen miedo, en la batalla, los soldados voluntarios?
¿Debería más bien, rubia de mí, dada la voluntariedad del gesto, estar hablando en inglés mientras meto en una caja de cartón los escasos efectos personales de mi despacho y miro melancólicamente, pero sin tristeza, el jardín de rascacielos a mis pies, para, en la escena siguiente, poner en marcha mi descapotable y soltarme las horquillas del pelo al viento —¡qué original y nunca visto símbolo de liberación!—, al mismo tiempo que sube el tema central de la banda sonora y yo marco un número en mi teléfono móvil para que descuelgue del otro lado un mocetón de cuadrada mandíbula y camisa de franela a cuadros que sonreirá al escuchar la noticia que le doy: «Cariño, acabo de dejarlo todo», para avalar la cual, inmediatamente después, se me ve a mí tirar por la borda el teléfono alegremente, sin pensar en lo que cuesta, en el inicio de un plano contrapicado de mí dentro de mi coche sin techo que se irá abriendo más y más, hasta revelarnos que se trata de un plano aéreo, que seguirá abriéndose y abriéndose, hasta que mi deportivo rojo no sea más que un diminuto punto en movimiento a lo largo de uno de los catorce carriles de un enorme puente de la autopista, muy alto, con Manhatan a mi espalda? ¿Es así como quedaría mejor resuelto elbrifin de la conjunción de mi envidiable sueldo, la edad que tengo y la locura que acabo de hacer abandonando mi puesto como directora creativa de una agencia de publicidad? ¿Sería yo más creíble desmelenándome con música de fondo y dando con la palma de la mano abierta un golpecito de felicidad autoafirmativa en el volante, ¡yes!, que teniendo miedo? Se me ha olvidado decir que el mocetón de la mandíbula de leñador contesta sobre un fondo de pared hecha con troncos de madera desde algún lugar de Vermont y sosteniendo con las dos manos, calentándoselas con él, un jarrillo humeante como el que sostiene elcabañista del anuncio de Nes café.
Es verdad que he estado ganando demasiado dinero y a una edad demasiado temprana, así que puede que no sepa encajar bien lo de dejar de ganarlo. Aunque espero que no. Espero que signifique sólo, o poco más, que se acabaron los viajes de Navidad, de Semana Santa y de verano a los opulentos países de nuestra órbita y también a los otros. No estoy mintiéndome a mí misma, creo sinceramente que no mucho más. Ni es una frivolidad que centre toda mi desgracia en la suspensión del turismo de altos vuelos, porque, no habiendo crecido mis veleidades hacia lo yupi parejas al sueldo de yupi que iba adquiriendo, al día de hoy tengo derecho a pensar que, efectivamente, son los viajes el único reseñable lujo al que tendré que renunciar. No he contraído el ritmo de gasto que mi sueldo vaticinaba. Y tampoco tengo deudas que el montante de mi despido no pueda «restañar» (qué verbo, me gusta cómo suena, y sólo en un contexto así puedo usarlo, porque una deuda es lo más parecido que tengo yo a una herida: hasta ahora la vida me ha tratado bien; muy bien, creo. A veces temo que demasiado bien para que pueda salir de mí ninguna otra clase de creatividad que la que dejo. Pero ése es otro cantar, otra clase de miedo).
Me convertí en creativa publicitaria con la misma imprevisión que mi mejor amiga de la adolescencia, la más loca, la más descuidada, la más avariciosa de la vida sin responsabilidades se convirtió, contra mi pronóstico, en esposa, ama de casa y madre de dos criaturas (estoy segura de que acabarán siendo tres), ansiosas devoradoras, con el pico desorbitado, de la libertad de su madre.
Porque, recién terminada la carrera, yo recortaba los anuncios color sepia rosáceo de El País, casi todos, y aquel domingo escribí al mismo tiempo a una agencia de publicidad para ser eso que llamaban «creativa» y a una empresa constructora para ser telefonista-recepcionista.
Y ya antes, un año antes de terminar la carrera, había estado a punto de irme a Guinea Ecuatorial como cuida-dora-profesora de los dos hijos de una señora que tenía un marido con un cargo en un organismo internacional. Palabra. Sonará exótico, pero es verdad. Advertí que tendría que volver a España en junio para presentarme a los últimos exámenes y por eso establecimos que junio sería mi mes de vacaciones. Conocí a los niños en Madrid, estuve con ellos unas cuantas tardes, tomé quinina y todas las vacunas, pero no llegué a hacer el viaje porque, a última hora, encontraron a una maestra —auténtica— en paro. No es que yo no le gustase a la señora (al marido no llegué a conocerlo, estaba en Guinea), es que ya me había advertido ella que buscaban a una «maestra-maestra».
Sin embargo, la señora me había comentado (demasiadas veces en dos semanas) que no entendía por qué yo, con mi carrera de periodista y mi expediente, quería un trabajo como aquél. Tuve que confesarle que no elegí mi carrera porque quisiera ser periodista, sino porque era una carrera que no existía en Granada. Entonces, sólo se podía estudiar periodismo en Madrid o en Barcelona. Tenía mis motivos para no querer vivir en Granada, y a Granada me hubiera tocado ir de haber elegido cualquier otra. Pero, con la distancia, veo que mis explicaciones eran poco creíbles y tal vez la señora no se fió de mí. Me aceptaría, supongo, en un principio, temiendo que no se presentara nadie más, pero no se fiaba de mí. Porque no se puede construir una argumentación convincente sobre la base de negar los beneficios que los demás ven en aquello que nosotros, sin embargo, rechazamos: la negación resulta perturbadora casi siempre y mucho más cuando no va acompañada de afirmaciones sustitutorias. En lugar de explicarle por qué no me interesaban ni mi carrera ni mi futuro como periodista, tendría que haberle explicado por qué deseaba con todas mis fuerzas conocer Guinea Ecuatorial y enseñar las primeras letras a sus hijos.
No es que no me gustara Granada, ni mucho menos, al contrario, no, es que salí corriendo del panorama que allí se me presentaba: una prolongación del que quería dejar atrás, en mi pueblo. Mis padres habían comprado un piso cerca de la universidad, para que, desde mí, que era la mayor, para abajo, fuéramos a estudiar a Granada todos los hermanos, los cinco. Pero ni siquiera los dos años que nos llevamos mi siguiente hermano y yo los iba a tener de libertad, porque, ya desde el principio, me tenían preparado que compartiera el dichoso piso con dos de las hijas de los amigos de mi padre. Eran compañeras de clase (claro, cómo no, en un instituto de pueblo, todos somos casi íntimos), pero no eran mis amigas, y, conociéndolas, en la vida las hubiera elegido yo para ser compañeras de piso. Aunque cada una tenía sus propios y distintos defectos, había dos, peligrosísimos para mí, en los que coincidían ambas: eran católicas convencidas y largas de lengua, informadoras del enemigo, sus madres.
Pase que fuera privilegio de los hombres como mi padre elegir primero él libremente a sus amigos y establecer después, en consecuencia tácita, que las mujeres de sus amigos fueran las amigas de su mujer —«pase», más que nada porque yo no podía intervenir en eso—; pero no estaba dispuesta a admitir la imposición, en mi caso, de las hijas de sus amigos.
Por otro lado, las ganas de salir corriendo me las provocaban también mis hermanos. Mis hermanos, por ser yo la mayor, habían sido mi carga, la carga distribuida entre mi madre y yo (La Madre y La Mayor, siempre más La Madre, claro, que La Mayor, pero La Mayor cada vez más, según iba creciendo), y decidí que se acabó, que no estaba dispuesta a seguir sirviéndoles de fregona cuando se fueran incorporando a la universidad. No porque no. Y porque la alternativa a eso, la única que nos ofrecían aquellos tiempos antemodernos, ya me la conocía yo: negarme a trabajar para ellos, no hacerles nada y entonces el piso estaría hecho un asco y en la cocina hubiera dado pena entrar. No.
O también podía, en lugar de haberme ido a Guinea —por aquel entonces en que mi vida parecía necesitar un capítulo nuevo, más radical que el de simplemente terminar la carrera al año siguiente—, haberme ido a vivir, como insistía él, con una especie de novio fijo que tenía, diecisiete años mayor que yo, casado, pero con demasiadas ganas, incómodas para mí, de divorciarse. Además, éste era padre de un hijo y pretendía pelearle a su madre la custodia. Y sé que la hubiera conseguido, no porque la madre fuera medio-drogadicta, como decía él para justificar las fotocopias que hacía, a escondidas, a sus recetas de válium, sino porque él era juez, de Jueces para la Democracia, pero juez.
También estuve dándole vueltas a la idea de irme a Nicaragua, para cooperar. Para cooperar en la defensa contra los yanquis, se entiende, aunque fuera haciendo de maestra, un oficio tan femenino como el de enfermera de los Ejércitos de Salvación. O como el de puta de los ejércitos de liberación, una figura histórica que nos ha llegado, reciclada, hasta el día de hoy.
Y todo prácticamente al mismo tiempo, sí, que un hombre me contrataba como copy-creativa de publicidad a prueba durante tres meses. El sueldo era muy bajo cuando empecé. Pero lo acepté pensando que un trabajo tan absurdo como este de inventar anuncios, y tan poco dado, además, al contrario que el periodismo, a satisfacer mi ego, me dejaría tiempo y ganas de dedicarme a las otras creatividades. Las que de verdad me importaban.
Un momento: así planteado lo anterior, parece que trato de autoconvencerme de que siempre he estado dispuesta a hacer cualquier cosa y convencida de que sería capaz de hacer cualquier cosa. Parece que esté atribuyéndome una versatilidad para el trabajo y para la vida que, sin embargo, puede que no haya tenido en realidad; ni siquiera al principio, cuando era una de tantas jovencitas envalentonadas ante sus, supuestamente infinitas, posibilidades de futuro. ¿Es que quiero darme a mí misma la impresión de estar alegremente convencida de que siempre he sido animosa para todo e idónea para no importa qué? Pues no debería ni intentarlo siquiera, porque no tiene trazas de ser cierto. Tiene más bien pinta de ser, esta ductilidad que me concedo, inventada. Lo más seguro. Una inventada valentía para los cambios radicales que ya no puede ser comprobada, una disponibilidad completa para llevar a cabo cualquier disparate que nunca fue utilizada.
Parece que lo mío, lo mío y lo de todos, fuera recordarnos siempre en potencia propincua. Nos inventamos (vicio de rescribir la historia, también la personal) unos empujes que no pudieron medirse, unas heroicidades que no tuvieron lugar.
Lo único que quería decir, al apuntar que estuve varias veces a punto de encaminar mi vida por cualquier otro rumbo, era mucho más simple: que ganar tanto dinero no estaba en mis planes, no era un objetivo mío.
Tal vez sea más acertado añadir que no podía serlo. Porque no era ésa, ganar mucho dinero, la moda de entonces. Lo que en aquella época se acumulaba con la misma y malsana intención de acogotar a los demás con que hoy se acumula dinero, era libros. Se valoraba mucho más tener cinco metros de estanterías repletas de ensayos sobre política y antropología que los cinco metros de un Mercedes. Libros y viajes.
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