III

Me puso un plazo para no vernos. El plazo es largo, acaba de empezar y ya la hecho de menos de una forma escandalosa. La echo de menos como no me imaginaba. No me lo imaginaba yo, pero ella puede que sí supiera lo duro que se me iba a hacer a mí no tenerla cerca. Puede que haya contado con eso como su esperanza. Una esperanza suya que tendría que ser la de las dos. Razón de más para llamarla. Pero no puedo. Porque se lo prometí. Quedamos en que no nos veríamos ni nos llamaríamos durante seis meses, ¡seis meses!, en una de esas separaciones de prueba existencial que ya cayeron en desuso después del abuso que se hizo de ellas en los años ochenta. Parece, yo lo he visto en el cine, que hubo una época en que estuvo de moda ponerse plazos para casi todo. ¿Una crisis?: un plazo. ¿Una duda?: un plazo. ¿Una alternativa difícil?: un plazo. Y siempre había tres posibilidades de estado con otra persona: estamos juntas, estamos separadas o nos-hemos-dado-un-plazo. Era una época en que al tiempo se le concedían poderes autónomos, poder de regulación, de reparación y hasta de decisión… Supongo que luego llegó este individualismo extremo en el que nos hemos totalizado hoy y el tiempo acabó por perder su predicado de curandero y su condición de mediador. Ahora ya apenas actúa y, si lo hace, es siempre en nuestra contra.

¡Un plazo! Una prueba de merecimiento de princesa para un cuento de hadas hubiera sido mejor: salir a recorrer mundo buscando, y hasta encontrarlos, doce dientes de doce dragones diferentes con los que preparar, machacándolos mucho, un polvo mágico que nos devuelva la cordura. O atravesar con los pies descalzos, y con ella a cuestas, un pasillo de brasas encendidas… Pero ¿un plazo? Aunque no tengo derecho a quejarme, porque fue culpa mía. El problema soy yo. Se enfadó conmigo; no me lo dijo, pero yo lo sé. Le dolió mi tibieza. Se fue porque no hubiera soportado la humillación de pedirme nada. Ni de dármelo tampoco, ya no, tal como iban las cosas. Ya no quería darme nada más. Un castigo a mi engreimiento. A mi ceguera. A mi creerme yo algo. Y no puedo llamarla porque, según ella, si la llamase ahora, cuando apenas hace quince días que empezó el plazo, si la llamase antes de que cumpla el plazo, sólo significaría que me resulta muy difícil soportar mi propia soledad.

Otras veces nos hemos visto de semana en semana y yo no contaba su ausencia de siete en siete días. Es saber que ella no está para mí lo que convierte su ausencia en un taxímetro avaricioso. ¿Por qué puso un plazo tan exagerado? Un mes, tres meses incluso, hubiera sido más normal, dentro de lo anormal, dentro de lo melodramática que es la medida en sí misma. Pero ella puso seis meses. Ella, que no tiene nada de teatrera ni de cursi ni de empalagosa romántica ni de masoquista ni de sádica, puso seis meses. Ayer se me ocurrió pensar que los puso porque son exactamente los meses que me quedan a mí de paro. Es el plazo que me queda para hacer algo, para escribir un guión, o para rehacerlo de entre el montón de escenas que he tirado a la basura. Ella lo sabe. Ayer se me ocurrió pensar que los puso, como lo ha estado haciendo todo hasta aquí, por mi bien. Debió de pensar que un mes se me iría sin haberme enterado siquiera de que había algo que resolver; y que, de haber puesto dos o tres, se me hubieran ido también en esperar con impaciencia que pasaran. Un tiempo desaprovechado, pues, porque mi cabeza no hubiera podido dedicarse en serio a pensar en otra cosa. Seis meses, sin embargo, es tiempo suficiente como para que, después de pasados los primeros días, pueda centrarme de nuevo un poco y hacer algo.

Pero a mí me da por pensar, de vez en cuando lo pienso y me preocupa, que es un plazo imprudentemente largo… No sólo difícil de soportar, sino peligroso. ¿En qué lío me he metido por ser como soy? ¿Cómo se puede dejar ir a una mujer como ella? Me dijo que, durante seis meses, iba a poner todo lo que pudiera de su parte para «descolgarse» de mí, que sinceramente lo intentaría y que yo hiciese lo que quisiera. O guardarle ausencias, como a un quinto, o salir a ver si encuentro algo que de verdad me guste, o que me guste más. Que las dos necesitábamos tiempo; yo para aclararme y ella para recuperar su distancia de prudencia conmigo. Sonaba raro ponernos plazos (antiguo, efectivamente), responder a estrategias, establecer normas, pactar comportamientos… Como si nuestra historia tuviera que ser, por mi culpa, por mi grandísima culpa, un asunto trascendente, una responsabilidad seria, una entrega de amor verdadero y de profunda devoción, una unión con consecuencias. Fue ella la que puso la separación y el plazo, pero fui yo la que puse los absolutos más pesados en mitad de la levedad de la ternura y en medio de la fugacidad del deseo.

Toda duda de amor es, yo creo, en el fondo, cuando se plantea, o una exigencia de compromiso o una manifestación avergonzada de un miedo viejo y menos confesable, que nada tiene que ver con el presente. En mi caso, puesto que no deseo atar a nadie, más parece lo segundo. Pero ¿a qué tengo miedo, entonces, si no lo tengo a los prejuicios? ¿A la realidad tal vez? ¿A que ésta sea la máxima belleza alcanzable en el territorio real? ¿Es que no es suficiente? ¿Sería esperable más? ¿Y qué si ella fuera sólo la mitad de lo que espero? ¿Acaso no es ya, de hecho, más de lo que he tenido nunca? Ella no es la mitad de lo que espero, sino el doble de lo que he tenido nunca y es quince veces más de lo que yo soy. Así es y así debería pensarlo. Así debería reconocerlo y así debería actuar en consecuencia. Porque lo peor ha resultado ser que así lo siento.

Ahí no hay duda: así lo siento desde que ella no está. Mano de santo, pues, obligarme a echarla de menos. Sabio castigo el suyo. Antiquísimo y de probada eficacia.

Hay amantes a quienes la vida les concede por casualidad una separación temporal como la que ella ha puesto voluntariamente entre nosotras. Pero ¿por qué esperar a que sea el destino el que produzca los beneficios que podrían derivarse de esa circunstancia? ¿Por qué no establecerla nosotras de mutuo acuerdo? Algo así vino a decirme. Y yo le preguntaba una y otra vez qué beneficios serían ésos. Pero me contestaba a medias. No los explicaba. Insistía en que para ella sería buena la distancia, ganar fortaleza frente a mí; y para mí también, para hacer o descubrir lo que quisiera con respecto a ella. Yo trataba de suprimir el plazo completamente, quitarle la idea de la cabeza, pero vi que eso se había convertido en imposible desde el momento en que había hecho el primer amago de levantarse para irse. Después intenté dejarlo en menos tiempo. Le ofrecí una semana y mi promesa de dedicarme a pensar en lo que me decía. Pero una semana era demasiado poco. Una semana era lo que tardábamos en vernos normalmente. Un mes, le propuse: «Yo no necesito más tiempo para darme cuenta de que algo es como está siendo ya…», le decía, pero entonces me contestaba que era ella la que necesitaba más tiempo.

—Si lo que quieres es que te eche de menos y me dé cuenta, así, de lo mucho que te quiero, que sepas que no me hace falta tiempo… —le decía yo.

—Ya sé que me quieres mucho —me contestaba ella—, lo que quiero es que sepas si me deseas o no, y que eso venga después de haberme echado de menos; tiene que ser después, ni como consecuencia de echarme de menos, ni como la condición para dejar de echarme de menos… —me decía, y ya empezábamos a hablar de esa forma complicada en que hace falta repetir los estribillos para que la frase avance un palmo nuevo cada vez—. Y para eso, la separación no puede ser por poco tiempo, porque entonces tu deseo, de aparecer, sería una consecuencia de echarme de menos, ni puede ser tampoco ésta una separación radical, de enfado, de no volverás a verme, o tú pensarías que te impongo, como condición para seguir siendo amigas, que te acuestes conmigo… Y no es eso. Hazme caso: dentro de seis meses, nos veremos otra vez y hablaremos. Por mi parte, te garantizo que, pasado ese tiempo, seremos buenas amigas. Amigas de verdad pase lo que pase. Dame tiempo para que se me cure un poco esta fijación que tengo ahora contigo, y ya verás cómo no tienes que volver a echarme de menos nunca más en tu vida. Seremos viejecitas viajando juntas con el Inserso si tú quieres… Dentro de seis meses sabrás mejor qué quieres de mí; y, sea lo que sea que quieras, lo tendrás. Palabra.

Pero, o soy mala negociadora o ella es más inflexible de lo que parece. Con todo su talante dialogador, con sus cincuenta años de madurez y mundo y ganas de comprender y de agradar… el caso es que no conseguí rebajar su condena ni siquiera en mes.

Aunque también fue que abandoné. Porque, llegado un momento, supe que tenía razón, que nos vendría bien a las dos lo que proponía. Pensé en mí. En lo lenta que soy para las cosas importantes de la vida, al parecer. Y en que llevaba retraso en el saber comportarme frente al cuerpo ajeno, deseable o casi-deseable, de una mujer. Y en que los retrasos viejos producen retrasos nuevos, como en las compañías de trenes. El vicio de retrasarse crea una dinámica difícil de romper. Nos pasó a todas con los primeros amores. ¡La de vueltas que le dimos a la primera vez que nos acostamos con una persona! Las siguientes veces, con personas nuevas, menos mal, nos retrasamos menos, llegamos a saber antes lo que queríamos. Y finalmente hemos madurado hasta poder tomar la decisión en un pis pas.

Ha sido tristísimo que dos mujeres como nosotras no nos fundiéramos en un abrazo. He fallado yo. Y sigo sin saber por qué. Habría sido un abrazo de rayo zigzagueante capaz de cruzar, por caminos a su antojo, todo nuestro cielo en un segundo, capaz de juntarse y fundirse viniendo de valles distintos… pero en lo alto: porque ni ella ni yo somos ríos.

No somos ríos discurriendo por un cauce, con diques de contención, pantanos reguladores, puentes salvadores, paseos a la orilla, trasvases… sino otra clase de trazo: rayos: electricidad atmosférica e imprevisible, caprichosa y zahareña, que no reconoce ni cuencas ingeniosas ni vertientes naturales; energía no domesticada aún por los hombres de ninguna manera, con el poderío que le hace falta para elegir su propio recorrido en mitad de la nada y dibujarlo como un arañazo en el cielo plácido de los dioses, y con autoridad para elegir también una muerte propia sin ninguna placidez, incendiaria de cipreses de cementerio y partidora de malditos y maldecidos… rayos, no ríos.

Pero no, hablo de las dos y no. Es ella sola la que es así. Yo soy más previsible y menos indómita.

Sin embargo, yo no le temo a ese abrazo. A mí no me asusta abrazarla. Me lo pregunto una y otra vez por si, en una de ésas, la respuesta fuera que sí me da miedo. Pero no. Definitivamente no. ¿Y qué es entonces?

Quizá le esté dando demasiada importancia, no al abrazo, sino a sus consecuencias: y esto sí podría ser una mejor pista para entenderme a mí misma. Yo que mí misma no descartaría la hipótesis de estarle dando, por cobardía, demasiada importancia a las consecuencias que tendría enrollarme con ella… Por ser ella, precisamente, y no otra. Por intuir que no sería lo nuestro un escarceo y que, por tanto, lo que tema sea verme viviendo en pareja con una mujer, en una especie de matrimonio… y con todos los visos, además, de ser el más duradero de cuantos he tenido hasta ahora… Puede. No es descabellado pensar que el motivo de no estar ahora y desde mucho antes las dos juntas en la cama, no sea otro que la ausencia casi radical de frivolidad detrás de ese placer… Porque yo nunca he estado tan cerca de estar tan cerca de alguien. Es la primera vez que mi deseo amenaza seriamente mi convivencia conmigo misma en solitario.

Pudiera ser ése, tan sencillo de entender, el motivo de mis reservas. ¿O debería seguir indagando en mí hasta encontrar razones menos vulgares? Yo qué sé. Llevo días y días haciéndolo y a lo mejor es sólo vanidad querer encontrar explicaciones complicadas. Podría ser que rechace la verdad por su falta de originalidad. No me extrañaría. He leído tantas novelas pastosas en las que el diálogo interior se retuerce y se tortura en pretendidos meandros del corazón que no son, sin embargo, más que palabras que necesita lucir quien las escribe, he soportado a tantos protagonistas agónicos de sentimientos inverosímiles, que no me extrañaría haberme contagiado de la vanidad de tales intentos. El cine tiende a ser más claro que la literatura, más rotundo, menos parsimonioso con lo vacío de contenido, menos consentidor de naderías, menos pretencioso… aunque sólo sea por su medida, aunque sea sólo porque, ni aun juntando en una obra todos esos vicios a la vez, dispondría su engreído autor de más de dos horas para engañarnos acerca de la pretendida genialidad incomprendida de su espíritu. Dos horas máximo y es bueno saber que, de ellas, un autor, por muy pagado que esté de la originalidad de su alma, debe forzosamente ceder una parte y delegar en otros autores para completar su engendro, debe delegar en otros para encontrar la música de su corazón, por ejemplo, en otros a menudo profundos de verdad que, a diferencia de él, necesitaron muy poco para expresar máximos. La música. El cine la tiene.

Las novelas no. La música es la más grande de las artes para mí, por eso, porque, de todas, es la que más significado puede concentrar en menos espacio-tiempo. La menos superficial, pues; y tal vez por ser, precisamente, la más epidérmica.

Sería bueno que me fijara, estos días, mientras dura el plazo, en qué música estoy prefiriendo oír. O qué películas buenas de las que guardo me va apeteciendo volver a ver. Proyecciones le llaman a eso, sí, curiosamente. Bueno para desentrañarme, para seguir tratando de encontrar haces de luz dentro de mis oscuridades. (Qué bonito. Pero es que llevo varios días y muchas horas seguidas escribiendo en este cuaderno. Y durmiendo poco. Mañana intentaré hacer algo de provecho).

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