Mi mejor amiga…, la más salvaje de todas nosotras…

(y la llamo así, «mi mejor amiga», porque hay algo en ella y en mí, en nuestra relación, que me suena siempre a uno de esos telefilmes americanos de sobremesa, en el que a una familia de rubios felices —la suya— se les presenta de pronto, en un taxi amarillo, una fascinante mujer de mundo —yo— cargada de paquetes con cintas de colores y dispuesta a reír con la dueña de la casa —ella— el recuerdo de mil travesuras durante la «jaieskul» —en el condado de Taifa, estado de Pruden, al sur de Dakota del Norte—, ante un pastel de arándanos en la amplia cocina con puerta al jardín y contrapuerta mosquitera, a través de la cual puede verse, al fondo, humear una barbacoa y saludar, con el pincho en alto, a un perfecto marido, vendedor de automóviles, que ahora tiene un poco de tripa en el mismo sitio que antes el estómago más duro del equipo de rugbi.

Tú conseguiste ser animadora —una de esas películas en las que la visitante dirá esto, por ejemplo, a su anfitriona, como prolegómeno a la tarea a la que van a entregarse las dos con fingida nostalgia: hacer memoria apretando mucho—. No sabes cuánto te envidiaba. A mi me rechazaron. Era demasiado patosa, cua, cua, me movía como un pato.

En aquella época era yo la que te envidiaba porque Alan estaba loco por ti —responderá la anfitriona, desparramando la vista por las cuatro paredes de su cocina, con ese aire despreocupado que gastan las actrices americanas para hacer confesiones íntimas.

Pero se casó contigo, ya lo ves —seguirá la visitante, señalando con la barbilla la barbacoa.

Sí, bueno —dirá la anfitriona, pasando por alto su triunfo— pero tú no estabas, ¿recuerdas? Aunque yo te envidiaba por muchas más cosas. Aún recuerdo —no dice «todavía me acuerdo», como diríamos nosotras, sino «aún recuerdo»—, y vaya si lo recuerdo bien, el día en que te marchaste a la universidad… oh, sí… con tus viejos jins… no quisiste que nadie fuera a despedirte… Te fuiste sola a la estación de autobuses

Sí… guel

Oh, sí… lo recuerdo muy bien… y que te envidiaba sobre todo por poder marcharte de aquí… sí.

¡Oh!, sí, yes, algo así tendría que sonar, sí, oh, sí… Es que los americanos de clase media dicen muchas veces sí, yes, oh, yes, sí… Porque son gentes afirmativas, gentes positivas de verdad —no como otras—, gentes optimistas, que no sólo tienen un sueño, que ya es tanto tener, sino que, por lo que dicen en sus alegres películas y en sus esperanzadores artículos periodísticos y en sus exitosas novelas, lo ven cumplirse y reafirmarse prácticamente cada día… oh, maigod, qué felicidad debe de ser eso… qué beatitud tener un sueño y llevarlo a cabo con la aprobación de todo el mundo, sin disidencias, qué digo sin disidencias: con el aplauso de la humanidad entera. Y no como esa otra gente, amargada y dubitativa siempre, sin bendición ninguna de nadie, pesimistas, despreciativos: adultos en definitiva, y añejos como los viejos pellejos que arrastran los alpargates por los callejones de la cultura… ¡Cuánto mejor no será desfilar al sol con zapatos nuevos por las amplias avenidas llenas de mayorets y de rosetones patrios!

Pues sí, algo así, una sensación parecida es la que me provoca hoy mantener aquella advocación infantil, «mi mejor amiga». No sería lo mismo si la llamara por su nombre, Anamari. Se acercará más a lo que siento si la llamo Merian a ella y Alan —sí, Alan está bien— a él. Y, de este modo, sólo con los nombres, quizá no haga falta tanta ambientación, porque con esos nombres sí puede sobrentenderse la casita de listones de madera con jardincillo delantero y columpio en el porche y el piso de arriba con los dormitorios empapelados de florecitas para la niña y de avioncitos para el niño, y el garaje para «bricolear» de Alan —qué verbo, éste me repugna, pero lo escribo porque es irresistible, como tratar de oler tu propio pedo; y así como, a pesar de que tú eres la única persona que, precisamente por saber que se lo ha tirado, podrías huir de él y, sin embargo, no lo haces, y, al contrario, tratas de medir el poderío de su presencia, así también, del mismo modo, si alguien lee esto no podrá evitar tragarse el bofetón de ese verbo, mientras que yo sí que podría perfectamente no haberlo escrito—, se sobrentiende el garaje de Alan, efectivamente, y los vaqueros de ella con su camiseta blanca y la exquisita educación de mi ahijada cuando solicita tiernamente:

Tía Susan, ohtíasusan, ¿te quedarás con nosotros unos días? Di que sí, por favor, porfavortíaSusan, di que sí, tengo que enseñarte mi

Cariño, tía Susan ha hecho un largo viaje y está cansada; todavía no sabe si podrá quedarse… —y luego, apartando de su hija la mirada para mirar profundamente a la recién llegada, añadiría—: Nada le gustaría más a mamá que tener a tía Susan en casa una larga temporada…).

… mi mejor amiga de la infancia, decía, está ahora un poco gorda. Se ve que un día por la mañana se rindió y empezó a comer pan blanco con mantequilla mucho más allá de la punta de la pistola. Se ve. Antes le valía mi ropa. Ahora se llama Anamari y porque se llama Anamari está un poco gorda. Si se llamase Merian, como una actriz de reparto, al menos no estaría gorda, simplemente sería una ama de casa entristecida con dos niños. Los americanos no soportan a los gordos, ni siquiera como secundarios, desde mucho antes que nosotros. Y no es porque tengan más, es por otra cosa que me callo.

Y ahora que no tendré trabajo ni adonde salir corriendo por la mañana, ¿yo también me pondré gorda como una mujer? ¿O me castigaré como un hombre y me volveré una borracha? O, a lo peor, las dos cosas a la vez, porque el alcohol engorda. Me alegra no ser consumidora de coca, como tantos compañeros míos de creatividad, porque no podría permitirme dejar de ganar lo que gano. El alcohol es barato. Aunque rara vez bebo güisqui o ginebra; y, desde luego, jamás con coca-cola. A mí lo que me gusta es el buen vino. Casi entiendo un poco de vinos, por eso nunca hablo de ellos como suele hacerse en las comidas de trabajo. No se merecen los comensales que yo exprese mis sentimientos. Hoy he bebido mucho y muy bueno. Aquí sola, en mi casa, saboreando una situación como si no me quedara más remedio que hacerlo; adelantándome, con mi conciencia emocionada, a la emoción misma. Lo que equivale a decir que ha habido algo de impostura en mi solemnidad, creo. He tenido que imponérmela, la solemnidad, repitiéndome, cada vez con más empaque, que estaba ante Mi Primer Día de Libertad. Igual que el día de Mi Primera Comunión, que también me impuse darme cuenta de lo imborrable que tenía que ser, forzosamente, y hasta me reñía por los minutos que pasaban habiéndome distraído de la tarea de imborrabilizar cada detalle; hubo un momento, hacia el final, por la tarde, al rato de quitarme mi madre el hermoso traje para guardarlo, en que me despisté del todo, casi hasta olvidar qué día era; me descubrí de pronto sintiéndome como en una tarde cualquiera, normal y corriente, y mi estado de vulgaridad me pareció una aberración; como si mi primer pecado fuera ya, en mi estrenada condición de penetrada por Él, el de no estar transida de gozo por ello, alborozada y consciente en todo momento de hallarme ante El Día Más Grande de mi Vida. Y es que aquel día fue muy largo. Como lo ha sido el día de hoy.

Por cierto, he bebido el vino necesario para recordar ahora, con una claridad física, cómo nos preparaban para la Primera Comunión… Tenéis que estar preparados en cuerpo y alma, completamente entregados, con todos vuestros sentidos anhelantes para recibir El Cuerpo de Cristo. Él es vuestro amigo, tenéis que recibirlo con los brazos abiertos, sin ninguna reserva interior, como almas puras que esperan su plenitud. Ese día, que todos estáis deseando que llegue con tanto ardor, Jesús entrará en vosotros a través de vuestra boca, penetrará en vosotros hasta lo más hondo de vuestro ser y os llenará de plenitud y de gozo… Recuerdo con un asco adulto que aquel hombre se emocionaba hasta el jadeo al hablarnos así. Puede que a una niña aquello le sirviera de preparatorio para asumirse a sí misma como el ente vacío que ellos dicen que es a falta de semilla, y dispuesta siempre, por tanto, a ser habitada por Él…, pero ¿y a los niños? ¿Por qué ese empeño en prepararlos a ellos también, igual que a nosotras, para ser penetrados del mismo modo, penetrados por Jesús, por el Verbo que se hizo carne? En todo nos educaban, a niños y niñas, de manera distinta, menos en esa clase de juegos verbales en los que ellos, los niños, debían de ser tan receptores incondicionales como nosotras.

En fin… De lo que me doy cuenta es de que, si no hubiera bebido hoy un poco de más, no habría empezado a escribir esta especie de diario. ¡Y con un lenguaje tan rimbombante, además! (La palabra rimbombante es muy rimbombante ella misma, sí, suena a vestirse una jovencita con botas altas de cuero blanco, muy altas, hasta la corva de las rodillas, y minifalda de cheviot con costuras forradas de cuero negro, cinturón ancho de hebilla redonda y gafas igual de grandes, blancas y redondas… suena a azafata de concurso sentada con las piernas al aire en una postura imposible para sostener una libretilla inmaculada y un lapicero boca-arriba, suena a afeminarse una de la peor manera. Total, que tampoco me gusta). No habría empezado este cuaderno porque éste es un cuaderno precioso, de rugosas hojas blancas, de los que se compran en Londres por capricho a un precio inmoral, de los condenados a una mudez eterna por culpa de su belleza. De su exceso de belleza, mejor dicho, porque son los excesos los que provocan la inutilidad. He tenido que hacer un esfuerzo de irreverencia para estrenarlo. Merian era mucho más derrochona que yo, ¡quién lo diría hoy, viéndola tan dispuesta a tener en cuenta todas las consideraciones de contención que se le hagan! Los primeros vaqueros de marca que se vieron en el pueblo los llevó ella con aquel tipazo suyo que no admitía competencias. Era hija única y se los compraron, sin más. Ni siquiera el día que los estrenaba tuvo reparos en sentarse en el suelo; quería que blanquearan por el culo cuanto antes y se los guarreaba a conciencia para que su madre no tuviera más remedio que meterlos en la lavadora prácticamente cada vez que se los ponía. Bastantes meses después, cuando conseguimos los nuestros, las demás nos debatíamos todavía entre el deseo de alcanzar con ellos la decoloración perfecta y la necesidad de hacerlos durar tanto como les habíamos jurado a nuestros padres que duraban con tal de convencerlos de que era por eso por lo que, a la larga, no salían tan caros como parecía. Merian sabía consumir las cosas como si las cosas le hubieran sido otorgadas para reinar sobre ellas en serio, tal como dice la Biblia. Las usaba, las disfrutaba y las desechaba como si estuviera convencida de su superioridad sobre ellas o, más bien, como si estuviera convencida de que todo lo que había en el mundo estaría a su alcance una sola vez y precisamente la vez que ella lo deseara; o, más exactamente, como si estuviera convencida de que jamás tendría que durarle una cosa más que su deseo de ella. O quizá mejor aún, para ser del todo precisa, como si estuviera convencida de que a cada cosa gastada le sucedería siempre un deseo nuevo por otra, en una sincronía perfecta de obtenciones y abandonos, de aburrimientos calculados y entusiasmos infinitos. Después, en algún lugar de su camino, se le debió de romper la secuencia.

Y lo peor es que, de las dos maneras en que una secuencia así puede romperse, a ella se le rompió de la menos esperada. La suya no fue la clase de rotura habitual en la que una sigue deseando cosas y más cosas cada vez, tan urgentemente como de costumbre, sólo que ahora ya no puede obtenerlas; sino aquella quebracía en que una deja radicalmente de desear cosas. Deja de desear las cosas que tiene porque ahora son ya cosas que no se gastan, que no deben gastarse, y deja de desear las que no tiene porque sospecha que son igual de tediosamente perpetuas.

Supongo que perdió el deseo por su marido y por sus hijos al poco de tenerlos, como siempre y como todo, sólo que ésas eran ya realidades irremediablemente más duraderas que su deseo de ellas, y más duraderas, incluso, que sus propias ganas de desear otras nuevas.

—Qué envidia me das —me dijo, pero ahora en realidad, esto sí que me lo dijo textualmente la última vez que hablamos por teléfono—. Puedes hacer siempre lo que te dé la gana, siempre, siempre.

—Ya me sé el resto del comentario —le contesté yo—: ahora viene que si volvieras a nacer ni te casarías ni tendrías hijos.

—Exactamente.

—Pues divórciate. O, mejor todavía, hazlo a la antigua… ¿Tú no te acuerdas de que en el pueblo, para la feria, cada año, justo al terminar la feria, saltaba siempre un escándalo? Todos los años había una mujer que se fugaba con un feriante. Se iba de la noche a la mañana, de madrugada, sin avisar y dejando al marido, a los hijos, a la suegra enferma…, ¿te acuerdas? Todos los años una, no fallaba, y todas eran del tipo de «quiénloibaapensardeella». ¿Cuánto dura la feria? ¿Una semana? Bueno, diez días si contamos los tres de encierros. Pues yo siempre pensaba en lo harta, en lo hartica de to que tenía que estar la mujer para tomar una decisión tan drástica; y tan rápida. Tú lo sabes, no eran putones verbeneros precisamente las que se iban.

—A lo mejor yo también necesito que aparezca el feriante gitanón que me vuelva loca para tener la excusa de irme… Aunque lo dudo. Si me fuera, que ganas me dan a veces, desde luego no sería para volver a caer en la misma condena. Porque el problema no son los maridos, no creas, al marido le puedes dar puerta: el problema son los hijos. Pero, bueno, ¿y tú? Cuéntame, ¿sigues saliendo con aquel que me dijiste que…?

—No, lo dejamos —abrevié yo—. Y ahora no me preocupa eso. Ahora, en lo que estoy pensando es en dejar el trabajo.

—¿Cómo en dejar el trabajo?

—Sí.

—¿Te han hecho una oferta mejor o qué?

—No, no, en lo que estoy pensando es en dejar de trabajar.

Y qué vas a hacer. Y de qué vas a vivir. Todas las preguntas verdaderamente importantes de la vida se resumen en esas dos, las que ella me hizo una y otra vez, formuladas de manera distinta, pero las mismas, hasta que colgamos.

Voy a ponerme a escribir guiones de cine, que es lo que me gusta de verdad, y no de anuncios. Tengo dos años de paro: margen suficiente para escribir al menos uno.

Puede que engorde de insatisfacción si todo me sale mal, ya digo. O puede ser que me dé a la bebida, a lo tonto a lo tonto, como la mitad de los protagonistas de las novelas de los últimos noveles. O podría volverme indisciplinada, como los artistas, destructivamente inactiva, contemplante radical, una inmóvil estética, como la otra mitad de los protagonistas de los jovencitos escritores de literatura. Puede ser. Pero también podría ser que no, que nada de eso terrible me ocurra.

Lo que debería hacer, para darme ánimos, ahora que la cosa está hecha, es imaginarme, pensarme, inventarme a mí misma, reinventarme en las mejores condiciones posibles, con las mejores perspectivas. Debería hacerme objeto de una de mis propias campañas, en lugar de blanco de malos augurios. Tomarme a mí misma como un trabajo y aprovecharme yo de que mi trabajo consista en inventar mundos apetecibles para hacer deseable todo lo que está o sucede en ellos, y hacer que parezcan mundos reales sólo porque son reales los objetos que lo conforman, seducir, y hacer que la felicidad parezca asequible por el precio exacto que tenga uno sólo de sus detalles.

Ése ha sido mi trabajo. Un trabajo deshonesto, como el de militar. Ambos hacemos las campañas que nos mandan hacer. Nuestra única elección es dejar el empleo. Y he ganado mucho dinero, es cierto. Pero ahora sé que, a cambio, tengo mi casa llena de cuadros ajenos. Me siento como si fuera una pintora desperdiciada. Y esa sensación es mucho más desagradable que la de sospechar que puede que yo no sea tampoco una buena pintora.

A cambio de no pintar los propios, algunos cuadros los he comprado en dólares y hasta en un lof de la Gran Manzana. Y hasta puede que aquel día que compré cierto cuadro en un lof de «Tribeca» fuese yo vestida con un traje de lino de pantalón arrugado y chaqueta de un descuelgue garboso y carísimo. Y hasta puede que fuese de color berenjena el traje y verde hoja el cinturón, hasta puede que del exacto verde hojadeolivoporlapartedearriba que los zapatos… Ropa de mujer-clase-emergente: ejecutiva, soltera, feminista, con activa y sofisticada vida sexual y con programación específica ya en muchas cadenas americanas dado el extraordinario poder de compra que se refleja en todos los estudios de mercado, ropa de votante de Hillary Rodham, que ya ni fuma ni toma drogas… Parece un eslogan.

Por cierto, que no sé qué importancia habrá tenido la ropa en mi desarrollo profesional, pero sí sé la trascendental importancia que tuvo en mi vida privada un atuendo, uno sólo. Lo sé ahora, después de llevar cinco años traficando con el recuerdo, cortándolo mucho, como hacen los camellos, no tanto para que diera más de sí como para evitar que, tomado demasiado puro, me matara.

Lo que me pasó, me pasó por culpa de una ropa, efectivamente, en un hotel de Atenas, y aquello sí que fue de verdad de película. De película de madrugada y con subtítulos, pero de película. A cuenta de haberle encargado a una modista ateniense que me hiciera una túnica; una específicamente: la túnica que viste para el combate contra un guerrero desnudo la amazona de la izquierda del plinto marmóreo que se conserva en el Museo Nacional de Atenas con el número 3614. Me gustó tanto el relieve y la idea de ver peleando a vida o muerte a una mujer contra un hombre armado, que me quedé mucho rato mirándolo. Allí, frente a él, decidí que quería vestirme como ella. Le hice varias fotografías. Las fotos tenían que ser el patrón. Pero se las hice respetuosamente, sin flash, y con una de esas cámaras que no permiten la selección manual, así que no podía estar segura de que se vieran bien, luego, todos los detalles. Afortunadamente, a la salida, en la tienda del museo, vi que tenían la postal. Sólo les quedaba una. Compré aquella postal como quien compra un incunable. Y después me dediqué a buscar la tela. Allí mismo, en Atenas, sí, porque pensé en Atenas como en un bazar lleno de rulos de telas infinitas que se venden todavía al corte y pensé en Madrid como en el Corte Inglés, sin un solo retal y con todos los tejidos empaquetados, invisibles al tacto.

No fue lino, como tal vez era lo debido, sino raso. Yo quería un raso poderoso, muy pesado, con mucha caída, con una caída espesa, como de yogur; y de color crudo. Lo encontré y me lo llevé muy doblado al hotel para meterlo en mi maleta.

Pero iba a estar casi un mes en Grecia, todavía me quedaban veintitantos días del mes de abril por delante, y no quería esperar a llegar a Madrid para que me hicieran la túnica. También pensé en Atenas como en las sastrerías del oriente, portalillos muy pequeños en los que aún se afanan agujas y dedales hasta altas horas de la noche, y en plena siesta también, al vaivén, las telas, de ráfagas de ventiladores sucios que giran entre rejas, colgados en las esquinas, repartidores equitativos de alivio, con su cordón eléctrico al aire y sus recorridos lentos y rigurosamente exactos de media luna… Bueno, confieso que quizá en lo que pensé fue en que me saldría más barato que me la hicieran allí.

Le pregunté al recepcionista de mi hotel si conocía a una modista. Me dijo que no, pero que se informaría, y, al día siguiente por la mañana, cuando salía para continuar con mis labores de turista, al dejar la llave, me dio una dirección. Hablamos sobre la posibilidad de ir ahora mismo a hacer mi encargo. Y el hombre llamó por teléfono delante de mí para explicar, en griego, quién era yo, una dienta del hotel, y lo que quería, que me hicieran un vestido con una tela que yo misma llevaría. A él no quise darle más detalles: un vestido. Cuando colgó, me dijo que me atendería la jefa y que me esperaba a lo largo de la mañana cuando yo quisiera. Ahora mismo si quería. Así que volví a la habitación a coger la tela y la postal.

Fui en taxi a alguna calle cerca de la plaza Sintagma. Y cuando llegué, cuando vi el lujo del portal, un edificio con mucho cristal, mucho mármol y mucha moqueta, nuevo, pero estilo desarrollo español años ochenta, mucho portero de uniforme y mucho ascensor exageradamente amortiguado en las paradas, desesperante, con una minuciosa memoria en los botones…, cuando salí al sexto piso y vi una sola puerta en el rellano y que la plaquita de metal con el nombre en caracteres griegos que me había escrito el recepcionista era muy pequeña, apenas veinticinco por veinticinco, una cuarta cuadrada…, cuando una chica me abrió la puerta y me sentó en un sofá a la entrada y me dijo en inglés que esperara un momento, me arrepentí muchísimo, ni que fuera novata, de no haberle dicho al recepcionista que se olvidara del hotel de lujo en el que estábamos los dos y que se tomase el tiempo que hiciera falta para encontrarme la modista por la vía de preguntar a su mujer si conocía a alguna, o a su madre o una hermana que tuviera… ¿Qué hacía yo allí con mi tela y mi tarjeta postal? A parte del corte que iba a darme explicar lo que quería, estaba segura de que me cobrarían una fortuna por aquel antojo. Al cabo de un segundo, volvió la misma chica, no tendría más de veinte años, y me indicó que la siguiera. Algo le dije en el trayecto por un pasillo que me hizo comprender que no sabía más inglés que el que había usado antes para pedirme —«Guan momen, plis»— que esperara. Yendo adonde fuéramos, dejamos a un lado lo que, de ser aquello una vivienda, correspondería al salón de la casa; la puerta estaba entreabierta y vi a varias mujeres cosiendo o cortando en mesas especiales, cuatro o cinco, sobre las que caían por arriba, como si fueran flexos, los cables de las planchas.

Entramos en una salita más pequeña donde había una enorme mesa de trabajo, como las que entrevi al pasar por el salón, pero ésta más grande y desbordantemente llena de cosas. De frente, al fondo, había una ventana muy grande también. Junto a la ventana, otra muchacha joven, sentada en una silla baja de madera, cosía sobre sus piernas, como las modistas de siempre, una abundante cantidad de tela de color verde musgo… («verde musgo» no exactamente; yo puedo precisar mejor qué tono de verde era; ya que me he gastado tanto dinero en viajes, que me sirva de algo: era un verde liquen de los bosques de lengas de la Tierra de Fuego). La chica levantó la vista para mirarme y suspendió en el aire la puntada unos segundos, los suficientes para que a mí se me fijara en la memoria como una figura de un cuadro flamenco del Museo del Prado cuyo nombre no recordé, con su movimiento capturado en aquella especial pose de la mano, con su atmósfera densa y su riqueza de pliegues talares derramándose sobre el suelo. Y aquel tono de verde en especial ayudaba mucho a terminar de darle a la escena un aire de Van der Weiden recién restaurado.

Ya dentro, vi que la sala era en realidad bastante amplia, pero que había sido dividida por la mitad con una mampara de cristal biselado, un cristal transparente, pero que hacía rayas verticales como ondas, como las ondas de dentro de un cartón, las que se emparedan para darle consistencia. Del otro lado de la mampara se traslucía, distorsionada por las aguas del cristal, una mesa alta, de las de dibujo, un flexo que parecía la cabeza de una persona inclinada sobre la mesa y la cabeza de una persona inclinada sobre la mesa, que se movió cuando la chica que me había acompañado se apoyó en el final de la mampara, no había puertas, y miró dentro para avisar.

La silueta se levantó y se convirtió en un todo que las ondas del cristal hacían aparecer nervioso mientras venía y hasta que dejó el parapeto. Entonces vi que la cabeza tenía una media melena de pelo muy negro y que era la de una mujer delgada, un poco más alta que yo, de unos cuarenta y cinco años, con unas gafas redondas en forma de quevedos, con montura de concha de colores carey, que vino a saludarme quitándoselas con una sola mano. Y en ese modo de relacionarse ella con sus gafas vi yo una energía enorme, una autonomía real, un principio natural de autoridad, un carácter consistente… y todo porque recordé tontamente la recomendación de uso que te hacen en las ópticas: que nunca te quites y te pongas las gafas con una sola mano si no quieres que se quiebren los cristales o, como poco, que la moldura coja holgura y se vuelvan resbaladizas y no quede nariz en el mundo capaz de sujetarlas. No me pregunté si a ella también le habrían hecho la misma recomendación porque lo que cuenta es que la vi capaz de saltársela. Y pensé, con aprensión, que yo no lo era. Fui más allá y me pregunté qué podía esperarse de una chica como yo, cuya tendencia natural es cumplir con rigor semejantes prescripciones; y peor aún, tratar de que otros las conozcan también y las acepten por convencimiento, ya que no hay duda de que son más provechosas para ellos que sus descuidados impulsos…, ¿qué clase de revolucionaria o moderna barriobajera hubiera sido yo si nunca me he malquitado las gafas siquiera?

La mujer me tendió la mano y yo se la estreché, pero estaba ya tan preocupada de hacerlo con la energía justa, la que mandan los manuales —ni tanta que me hiciera parecer una mujer algo basta, ni tan poca que me tomara por una tímida jovencita apocada que no había cumplido los treinta—, tan pendiente estaba yo de eso tan manido que es controlar la calidad del apretón propio, que no estuve atenta a medir la del suyo. Es de suponer que fuera un saludo franco, directo, y hasta algo breve, como corresponde a una mujer capaz de desobedecer aunque le perjudique la desobediencia.

La muchacha que me había acompañado fue a sentarse junto a la otra, bajo la ventana, y, para recuperar su sitio, quitó de la silla una tela estampada con diminutas florecillas azules sobre fondo rojo oscuro, que se colocó después sobre las rodillas. Las dos me miraban y sonreían, mientras la que parecía ser la jefa y yo continuamos nuestros saludos en un idioma irreproducible.

Pero después de saludarnos seguíamos allí de pie, como si no hubiera un sitio al que ir a sentarnos, así que, extrañamente, fue esta incomodidad la que me tranquilizó, porque, una vez allí dentro, superados el portal y la puerta, por este y otros detalles, el lugar empezó a parecerme menos un escaparate y más de verdad un taller de trabajo. Y yo no sé, no me lo explico, por qué el ambiente de trabajo ajeno nos resulta tranquilizador a quienes ingresamos de fuera en él.

Luego, y a pesar de que ni ellas hablaban inglés ni yo griego, no fue difícil entendernos por señas. Por señas y entre risas, porque las muchachas no sabían reprimirla en absoluto y a mí me la contagiaron una o dos veces en que me reconocí especialmente exagerada, gesticulando mi pedido como un mimo de cara blanca. La maestra, sin embargo, no pasó de sonreír. Pero me dio la impresión de que se estaba divirtiendo sinceramente, y hasta más que nosotras, incluso, porque, una sonrisa en una cara como la suya, de tez morena y angulosa, de ángulos escuetos en realidad, pero muy marcados, que producen sombras tan rotundas, significa más que cualquier sonora carcajada en un rostro redondeado, nítido y rosáceo como el de sus jovencitas alumnas. Les di de plazo los veinte días que me quedaban todavía de estar viajando por su país. Dos días antes de coger mi avión para Madrid, volvería a Atenas, al mismo hotel en que ahora me hospedaba; para entonces, debían tener mi túnica lista.

Pero la modista, la elegante señora alta y delgada como la luna, la jefa, antes de tomarme medidas, me miró de arriba abajo muy atentamente. Me recorrió de las rodillas al cuello varias veces seguidas, muy despacito cada vez, hasta que por fin se detuvo en mis ojos. Y sólo entonces me dijo un sí definitivo con la cabeza. Comprendí que era definitivo, pero no del todo qué era lo que aprobaba definitivamente con él. Después cogió la tarjeta postal que yo había estado señalando continuamente y que todavía seguía en mis manos, y la miró con mucho menos rigor que a mí (yo hubiera dicho que a mí me miró intrigada y a la tarjeta con simpatía, al revés de lo esperable, como si yo fuese el patrón a estudiar y, la cartulina, su dienta); luego le dio la vuelta y utilizó la tarjeta misma para anotar una sola cosa, un número solamente, 27, el día de la entrega. Dibujó un dos y un siete tan grandes, que ocupaban casi todo el espacio libre. Me los enseñó, yo asentí otra vez, y ella se guardó la tarjeta en uno de los bolsillos de su rara chaqueta larga, o bata corta, un bolsillo grande como un serón, de color pardo imposible de definir, mientras le hacía un gesto a la chica de la tela de flores para que se levantara y viniera a la mesa y encontrara allí, entre tantas cosas que tenía, un cuadernillo y un lápiz con el que apuntar las medidas que ella iba a dictarle. Las mías. Me midió ella personalmente, con un metro de cinta como el de todas las modistas del mundo, sólo que éste no era amarillo, sino azul. Yo me había puesto en cruz mirando al infinito, perdida por allí la mirada, para que no se notase el azoramiento que me produce, a mí más que a nadie, la adopción de esa postura cómica desde los tiempos en que mi madre nos llevaba a la modista del pueblo. Midió mis hombros de clavícula a clavícula por la espalda; midió mi espalda por la columna. Luego me ayudó a girarme para ponerme de frente a ella y me midió el tronco de la clavícula a la cintura; y el largo de una falda imaginaria desde la cintura hasta medio muslo. Con el giro en redondo sobre mí misma yo había aprovechado para bajar los brazos y ponerlos en jarras apoyados en las caderas, más cómodamente, así que ella tuvo que indicarme de nuevo, con una casi sonrisa, que los levantara para que pudiera medirme el contorno de la cintura, y yo estuve a punto de hacer un mohín de fastidio ante tanto requerimiento como el que solía hacer cuando era una niña caprichosa, sólo que ahora lo habría hecho como un gesto de coquetería, una interpretación teatral basada en aquellos tiempos del chicle y las coletas, una broma entre ella y yo y las chicas que no dejaban de mirarme con simpatía. Pero no lo hice. Me apeteció más dejar de hacer el payaso. Alcé los brazos, levanté los ojos, y ella cantó un número para resumir mi cintura que estuve a punto de entender porque me sonó, venida desde mi lejano pupitre, la raíz de la palabra. Había tenido que agacharse un poco porque, ciertamente, era más alta que yo, por lo menos diez centímetros. Y cuando, finalmente, tuvo que medirme el pecho, abrazándome para pasar la cinta por mi espalda y recogerla en tensión a la altura de los pezones, se plantó delante de mí muy estirada, muy erguida, muy segura de sí misma, mirándome a pocos centímetros de mi nariz, como si estuviera segura de que yo no haría lo mismo. Con el rabillo del ojo creí verle un destello de burla por mi timidez; hasta me pareció que buscaba el refrendo de sus jóvenes alumnas para su mofa, su complicidad en la constatación de mis apuros. Y sí, una es tímida en las distancias tan cortas. Así que mantuve la cabeza de lado, nunca de frente, no podía mirarla, como no puedo mirar a mi ginecóloga cuando también ella me ordena que ponga los brazos en postura de castigo de escuela para pasar a dedicarse a estrujarme los pechos.

De ese momento en que estuvimos tan cerca como es preciso poner a los actores para un primer plano, yo guardo un recuerdo particular, muy nítido: recuerdo el perfume de aquella mujer, porque no me olió a perfume, no olía a perfume de flores muertas, sino a la hierba cuando se moja. Hay mujeres que huelen a tocador y hay mujeres que huelen a no haber sido tocadas todavía, como las sábanas limpias. Como las madres de pueblo. Las unas huelen a noche; las otras, como ella, huelen a día; a las mañanas, recién amanecido el sol de invierno, en alguna sierra andaluza. El de las primeras es un olor de oscuridades húmedas que excita a los hombres, el de las segundas es un olor luminoso que, al ventilarse, nos protege a las demás de cualquier sombra.

Terminó. La aprendiza dejó el lápiz y retomó a su tela, y ella, mientras yo me despedía en los tres idiomas mezclados que conozco, volvió a mirarme de arriba abajo de la misma detenida manera que antes. Pero no me sentí incómoda. Desde que noté su olor, ya no volví a sentirme incómoda. Y tampoco mi timidez era ya para mí una sensación desagradable, más bien al contrario, porque su cara no expresaba ninguna forma insidiosa de observación, por muy intensa que fuera, y lo era. Me acompañó hasta la puerta de la sala en la que estábamos y, al llegar, tres pasos habíamos dado solamente, le hizo un gesto a la chica que me había traído para que fuera ella la que terminara de devolverme al ascensor.

Una vez en la calle, respiré hondo, como si me hiciera falta. Y se me ocurrió pensar que, quizá, una manera de explicar su mirada tan atenta fuera que le hubiese gustado mi ropa, mucho, la que llevaba ese día, aunque no la recuerdo. Quizá fue eso, interés profesional. A saber si no estuvo guardándome en su memoria con tanto detalle simplemente porque quería copiar alguna de mis prendas…

A mí, lo que me gustó de ella fue su comportamiento ante lo que al fin y al cabo no era más que la excentricidad de una caprichosa. Porque no fue solícita o empalagosa conmigo como suelen serlo las atendedoras profesionales de cualquier cosa con las señoras llenas de manías y de dinero a las que se proponen esquilmar. Yo no dejaba de ser una de ellas. Yo era eso y era también una excepción, una eventualidad, un pequeño acontecimiento reseñable dentro del ejercicio diario de su oficio. Y resulta que a la gente se la conoce bien por su reacción ante los acontecimientos extraordinarios: las dos muchachas hicieron muchos aspavientos espontáneos; ella, espontáneamente también, sin ningún fingimiento, no los hizo. Disfrutó del imprevisto como lo que era, una anécdota agradable. Pero no como las muchachas, previamente incrédulas, sino desde otra perspectiva: como si a ella sí que le cupiese en la cabeza que el destino pudiera depararle hechos excepcionales. Su naturalidad frente a la sorpresa era una sólida actitud mental, o eso me pareció a mí, de aceptación de cualquier disfrute que la vida quisiera ponerle por delante.

También recuerdo que me gustó verla palpar la tela, cómo lo hizo, y que la hubiera estado sopesando en su mano como lo había hecho yo para comprarla, porque creo que en esos pocos segundos se entusiasmó íntimamente con la idea de manejarla a su antojo, que era el mío, que era el de la fotografía, que era el de un relieve de mármol que era el que decoró la tumba de alguien que murió hace dos mil quinientos años.

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