¿Y qué hace una bruja sin compañera? Siempre las ponen, a las brujas inventadas, o bien en compañía de un montón de brujas más, indeterminadas, danzantes y todas muy chillonas, o completamente solas. A menudo solas. Si alguna vez se las presenta en grupo, es porque han quedado para algún aquelarre. A los brujos hombres (éstos sí que inventados todos, porque no los hay reales: no los hay reales porque no están en la realidad nombrada; «las mujeres, la mayoría, son unas brujas», se dice, pero nadie dice de los hombre que sean unos brujos para referirse a su identidad real o para diferenciar a los que lo son de los que no lo son), a los brujos hombres, los de los cuentos, digo, les ponen siempre, sin embargo, un compañero íntimo, un aprendiz: aprendiz de brujo con nombre propio o aprendiz de guerrero, con más nombre aún, que será favorecido con la magia para cumplir su religiosa misión de salvar el mundo; el caso es que nunca están solos. Pero las brujas representadas siempre están solas. ¿Por qué las recrean así si una bruja sin compañera no tiene sentido? ¿Tenía mi modista ateniense compañera? ¿Una aprendiza de su taller?
Celestina la tuvo, una amiga bruja insustituible para ella: Claudina. Y Claudina murió y la dejó sola para los restos. Y Celestina, después de la muerte de Claudina, ya no volvió a ser la misma. Sus nombres son sonoramente la misma nota, por eso me gusta repetirlos, para hacer de una el eco de la otra: Celestina, Claudina. Porque el eco es la palabra muerta que se resiste a desaparecer de la memoria. (Y los estribillos pretenden lo mismo, permanecer; y las rimas consiguen lo mismo, quedarse). Muy imborrable debió de ser la complicidad entre ellas para que el furor de vida de Celestina fuera, en adelante, tras perder a Claudina, un furor de muerte. Prostituyó su magia por dinero y el dinero, que fácil llegaba, se le escurría de las manos por los mismos caminos por los que había venido, por los del vicio. Cuando Fernando de Rojas la conoció, Celestina no era tan vieja como él decía, pero era una mujer al final de su vida, eso sí.
¿Dónde están las compañeras de las brujas, sus amantes de corazón? Nos las presentan revolcadas masivamente entre ellas, pero sin amor propio, desnudas, pero sin cuerpo enamorado. Y poco verdaderas parecen así. Yo las imagino más creíbles: queriendo a quien no deben y siendo queridas. ¿Dónde están sus compañeras de vida? Nos las han ocultado siempre. Las tuvieron, eso es lo único seguro. Y a saber si no se fueron a la cueva precisamente por eso, para estar juntas. Si hago un esfuerzo, puedo separar los murmullos de los vientos que paran en aquella cueva de la voz de dos de ellas, que también viven allí y están ahora charlando tranquilamente:
—¿Por qué aprenderse, entonces, de memoria, toda esa retahíla de palabras sin sentido…? —oigo que pregunta la más joven de las dos.
—(… sin sentido, pero con ritmo, como la poesía moderna).
—… Sí, pero ¿por qué aprenderse los conjuros de memoria si tú misma dices que son las hierbas que pones en la poción lo que importa?
—Porque algo hay que rezar, de todas formas, para darle su parte de magia al asunto. Algo poderoso, de vigor verbal apabullante… Tan incomprensible como lo que rezan ellos en latín, pero por razones más honestas incomprensible, y sin el recurso fácil de una lengua desconocida… Y, dime, ¿vas a improvisar una cantinela nueva cada vez, una cantinela difícil, sincopada y espeluznante, además? Créeme: es mejor aprenderla junto con la receta de la pócima. Porque… no se te olvide nunca una cosa: la persona que viene a ti para que la ayudes está mucho más pendiente que tú de cuanto haces y dices. Y recordará el conjuro, aunque no lo recuerde literalmente. Así que, más te vale, si viene en otra ocasión para algo semejante, que le suene que es el mismo. No es tan difícil, ya te he explicado el truco para aprenderte la fórmula a la par que su armadura sonora: ponle a cada ingrediente de la naturaleza, un nombre de ingrediente del imaginario oscuro; puedes coger los míos o puedes inventar los tuyos propios si quieres. Hierba buena: ponzoña de alacrán. Perejil: placenta de soltera. Salvia: hígado de musaraña. Aunque es mejor tener dos, o incluso tres nombres para cada planta, porque a menudo la receta tiene pocos compuestos y la cocción es muy larga y el rezo debe ser casi tan largo como la preparación. Hierba buena: ponzoña de alacrán y cerumen de la oreja de un sordo. Perejil: placenta de soltera y feto de gata negra. Salvia: hígado de musaraña y escamas de víbora preñada… Te repito que quien venga a ti va a estar muy pendiente de lo que hagas y de lo que farfulles, así que procura que los ingredientes que nombres, por si alguien se los aprende, sean también muy difíciles de encontrar. Porque es peligroso que la gente se autoconjure y caiga en la osadía ignorante de administrarse por su cuenta los brebajes…
Yo debería irme a vivir al campo. Ni Atenas ni Madrid ni París. A las brujas les gusta el campo. Pero ninguna bruja se iría a vivir al campo sin una compañera. Las brujas van a las ciudades muy grandes porque sólo en las ciudades grandes es posible encontrar compañeras sin que la búsqueda en sí misma se convierta en un escándalo. Pero, cuando la encuentran, seguro que vuelven al campo. ¿Van a la ciudad para buscar en los bares de ambiente?
Un momento: algo están comentando las dos brujas de la cueva sobre el campo, a ver si oigo mejor lo que dicen:
—… no sólo para poder encontrar las hierbas que nos hacen falta, también para cultivar las que están prohibidas. Y porque a las brujas nos gusta la noche y la noche sólo existe en el campo. La noche es duda; el día es tajante. La luna es agricultura; el sol es pastoreo viril Venció el sol Vencieron los hombres. Y siguen ganando a fuerza de poner farolas por todas partes. Quieren que el campo termine cuanto antes y por eso ponen farolas ya desde antes de que termine el campo, antes de que haya empezado la ciudad… Pero nada de esto que te digo aquí lo repitas tú luego fuera de aquí o te quemarán en la hoguera. —Ya no hay condena al fuego.
—Pues dirán que es simple, simplista, simplificador tu criterio; no querrán admitir que tus palabras son metáforas y las tomarán al pie de la letra con tal de quemarte por ellas, ¡digo que si te quemarán!, seguro que te queman; un día te sentirás muy quemada de la ciudad y de sus cenáculos.
—¿Y de los hombres? —pregunta la aprendiza.
—Esa quema es anterior y tú ya la has padecido o no estarías aquí… De todas formas, no se quema una con los hombres por culpa de ellos solamente, creo yo, de su mayor o menor culpa en el cerillazo; se quema una por combustión interna. Son ácidos propios los que nos van comiendo por dentro hasta que taladran el envase, que somos nosotras mismas, y afloran en forma gaseosa y, entonces sí, al mínimo chispazo, nos encendemos.
—¿Por combustión interna, dices? Pues algo así será, sí, porque es verdad que ya me siento un poco chamuscada, y eso a pesar de que he conocido sólo a hombres buenos, incapaces de quemar a nadie.
—Dime una cosa, por curiosidad, para mi estadística secreta… ¿Sueles acariciar, lamer, mordisquear… es decir, te entretienes mucho sonsacándole diminutos pezones a las tetillas de los pechos de los hombres sobre los que te acuestas?
—¿Qué…? —y se adivina la risilla de sorpresa de la aprendiza detrás de su exclamación—. ¡Ah, ya! Bueno. Pues… Pero no, te diré más, te daré un dato más útil para eso que en el fondo me preguntas: hace poco he descubierto que al hombre al que más he deseado en mi vida, lo vi una noche, en blanco y negro, vestido de frac, en Marruecos, en la película. Aparece con las manos metidas en los bolsillos y se pasea cantando entre las mesas de un cabaret.
—Sí, la recuerdo, la escena… vaya, vaya… qué interesante… Y sí, es una buena pista la que me das, y más delatora, efectivamente, que la de responder que sí a mi pregunta. Pero, dime, ese descubrimiento ¿fue terrible para ti?
—De-sa-so-se-gan-te más bien. Me produjo inquietud, más que miedo.
—Inquietante, dices. Ya lo creo que debió serlo. El deseo de lo prohibido lo es siempre. Nos saca de la quietud y se lleva nuestro sosiego al futuro y allí lo planta, como señuelo, para que corramos en pos de él, a recuperarlo. El deseo nuevo se lleva nuestra vieja tranquilidad, sí, nos la aleja y nos la pone a una distancia que nos va a costar mucho recorrer… Por eso la pregunta es siempre la misma: ¿Qué hacer frente a lo que nos inquieta? ¿Sabes tú lo que vas a hacer, pequeña?
—Por lo pronto, aprender malas artes. Para eso estoy aquí. Ya veré luego cómo las uso.
—Con que el frac de Marlene, ¿eh?… Inolvidable, sí, el beso que ella le da a una mujer que está sentada en el público. Pero tienes unos gustos muy clásicos, jovencita, perdona que te lo diga.
—A ver, qué quieres, no puedo evitarlo. Antes de que los deseos se concreten, son siempre símbolos, ¿o no? Y muy generales… Pero todo se andará. Por lo pronto, ya no necesito que Marlene Dietrich fume para desearla. Quizá dentro de poco tampoco necesite que sea Marlene… ni que se vista de hombre…
* * *