Mi modista de Atenas tenía una fuerza extraordinaria en la presencia y en los ojos. Quizá conocía sus poderes, pero estoy segura de que no estaba acostumbrada a hacer lo que hizo conmigo. Quizá fuera la primera vez, también para ella, de una manera sólo un poco distinta de la mía: la primera vez que se atrevía a poner en práctica ese ímpetu mudo. A mí también me gustaría, alguna vez, disponer de su misma fuerza, ponerla a funcionar descaradamente y ver sus efectos.

El poder de mover el mundo con el cuerpo y con los ojos, sin una palabra, sólo con gestos, que la otra, la que los recibe, no tiene más remedio que traducir, a su vez, a la lengua del cuerpo y de los ojos, ese poder extraverbal, iba a decir, no es innato. Es sólo de las mujeres, y no de todas, pero no es innato. Los hombres no lo tienen simplemente porque no lo han practicado nunca, y, al ser un poder independiente de los suyos, lo han despreciado siempre; por eso han llamado brujas a las mujeres que sí han dispuesto de él. Son brujas porque hipnotizan con el casi no movimiento, de tan lento, de sus manos; y con sus ojos.

Fue la envidia la que les puso brujas. Porque el desprecio, aplicado a las virtudes ajenas, es la misma mala cosa que la envidia. Y se les inventó un servilismo, diabólico, pero servilismo, a mujeres que, todo lo contrario, crearon de la nada su libertad y la de muchas otras.

Aunque hablar de ella como de una bruja debe ser, a estas alturas, pienso yo, dentro de la semántica del mundo de las mujeres, tan tópico como haberle mandado versos de Safo. No es una metáfora muy original, hay que reconocerlo. Y aunque lo fuera: a mí lo que me gustaría sería poder hablar de ella sin metáforas. Y de mí. Las metáforas enturbian siempre; las comparaciones no siempre clarifican. La imaginería verbal, apalabrada, a menudo esconde lo que pretende exponer. Y a mí lo que me gustaría sería poder hablar de ella, es decir, de mí, sin mediaciones. Sin mitos, sin representaciones simbólicas, sin delegación de significados; es decir, sin coberturas, a cuerpo limpio, sin escudo para las verdades puntiagudas.

¿Tanto me chirría a mí la palabra que nombra el deseo de una mujer por otra que necesito envolverla en otras ciento distintas? Pues me desconocía tan cobarde si es así. Si así fuera, habría estado siendo muy permeable, sin saberlo, a los aleccionamientos que critico. No me gusto como ahora me veo: asustadiza y un poco mojigata, incluso.

Lo que sucedió en aquel hotel, hoy lo sé, tuvo poco de casual. Y fue más una afloración que un descubrimiento. Tal vez la mujer que me amó fue antes amada por otra mujer gracias a esa misma energía de magma venido como un río desde las entrañas de lo que sea que contenga la incandescencia y que se derrama sólo de vez en cuando. Tal vez no sabía ella tampoco que había aprendido a incendiar de deseo a una mujer de esa forma infalible en que había sido incendiada ella misma primero y tal vez tardó años, a su vez, en atreverse a probar ese poder fuera de ella y lo probó en mí. Tal vez yo aprendí aquel día esa fórmula de embrujo, aunque aún tarde años en atreverme a usarla. Ya he tardado años.

Tal vez muchas de nosotras podríamos, mudas y dueñas de nosotras mismas, ir hacia una mujer, una determinada, esa desconocida que no podemos quitarnos de la memoria tras simplemente haberla contemplado despacio en vaya usted a saber qué extraño momento, y explicarle con los ojos que debemos besarnos porque no queda otro remedio… ¿Cómo es posible que ella me dijera tanto y yo lo entendiera todo sin una sílaba?

Me habló con el silencio, sí, pero imagino que después de una más que larga y fermentada sobrantía de palabras. Porque ese poder no es una técnica de adquisición inmediata tampoco, sino el resultado de una reflexión muy íntima que antes ha pasado por todos los discursos indagadores, morales y estéticos conocidos.

Yo sostengo que hay en Atenas ahora mismo, viviendo, cosiendo quizá a estas horas, una mujer extraordinariamente fuerte que una vez se prendó de mí lo bastante para hacerse bruja por un día. Por uno, pero porque tuvo más de quince para llenarse de palabras repasando, como fracasos, peor, como inhibiciones, todos los capítulos de su vida anterior en los que no hizo lo que hizo conmigo. Por una vez (debió decirse, y yo lo sé), voy a poner en práctica el conjuro: yo misma le llevaré la túnica, iré hacia ella y la miraré de modo que no le quepa la menor duda de que debemos abrazarnos porque es la única explicación que puede darse al deseo.

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