Decidí volver andando al hotel. No sólo porque no estaba lejos, sino porque me di cuenta de que el olor de las calles de Atenas empezaba a serme conocido. Lo reconocí nada más dejar el portal. Y, como si de haber despejado la incógnita de un problema de matemáticas se tratara, me sentí contenta, orgullosa de mí misma. Y muy mayor. Cuando somos niñas, las sensaciones, las noticias de los sentidos, nos pasan desapercibidas, no nos transportan a pensamientos abstractos de los que nos guste disfrutar de la misma manera que disfrutamos de las fantasías con argumento. Aquellas calles olían de una forma identificable ya para mí, pero indefinible todavía. Así que me empeñé en buscar procedencias, explicaciones. Y por eso vi la suciedad más que otras veces que había paseado, y la vi como lo que era: una donante de olores generosa e incomprendida. Y vi las grietas de las aceras como venas de sangre negra; algunas eran venas y otras, por su tamaño, arterias; pero todas iban llenas; llevaban, aunque no había llovido, el zumo oscurecido de la ciudad. El atraso de la ciudad, sus restos de casi todo por la calle (Madrid despegó antes) me resultó de pronto, como a los románticos, algo exótico de lo que, si no hubiéramos renunciado a poner en tela de juicio la valoración de nuestras percepciones, podríamos llegar a disfrutar. No es que estuviera hecha una porquería, pero no estaba limpia. Por eso sus olores… en Atenas hay más y más intensos olores que en Madrid… por eso sus olores la sumergen en su mitad oriental, en la mitad asiática del alma griega, esa que no se trasladó con el imperio romano; esa que en Europa sólo conocemos bien nosotros, la gente de Andalucía, porque vino por abajo, por el sur, en los cuerpos de sus dueños árabes, sin pasar por los Pirineos.
(Pero en este punto me paré a regañarme a mí misma por haberme dejado ir hacia las grandilocuencias territoriales, con tópicos de ensayista de tertulia radiofónica: acababa de poner a Oriente, Occidente, Grecia, Roma, Europa, Andalucía y los árabes… ¡en una sola frase!).
La sensualidad no es amiga de que se barra tanto, seguía yo mis cavilaciones. Con tanto barrer, no se puede tener un olor propio de cada lugar. ¿Es que hay que barrerlo todo, cualquier cáscara, ya sea pudrible y capciosa, como la del plátano, o no, como la de la pipa? Me sentía extrañamente feliz, casi a gusto conmigo misma, y vi una cáscara de pipa navegando por el negro ponto de un canalillo, que a la cáscara le parecería una odisea, pero que a mí, diosa en lo alto, no podía parecerme más que lo que era: un canalillo hecho a propósito para que las aguas de la bajante de un canalón llegaran encauzadas hasta la alcantarilla. No es que me sintiera una diosa en el sentido de sabia y con armadura, pero estaba contenta, y, desde luego, me sentía muy lejos de ser una cáscara de fruto seco a merced de una terrible tormenta provocada por el destino… o por la ola gigantesca de aquel cubo de agua sucia que alguien acababa de tirar ahora mismo al fluir general de la ciudad, aunque lo había hecho con cuidado, procurando que no se desbordara del canalillo que la conduciría civilizadamente a la alcantarilla. Al final resultó que aquel canal era el cauce para muchas más aguas que la del canalón. La ola vino después de haber fregado con ella el suelo de una tienda pequeña que tenía encurtidos y estaba llena de sacos de semillas. ¿Cuánto iba a durar aún una tienda como ésa, de zoco de medina, haciendo esquina a la plaza Sintagma? Entré en ella porque me apeteció comer un orejón: melocotón confitado. A mí, que rara vez me apetece lo dulce, que disfruto de los hoteles caros por los desayunos salados precisamente, me apeteció de aquella tienda antigua alguna fruta, la que fuera, rodeada de azúcar, conservada en azúcar, antes de que la señora griega, gruesa, morena y con bigote portugués, cediera su privilegiado sitio a una adolescente cargada de hombros, como todas, pero bien depilada y flaca y vendedora de prendas estrechas. La balanza en la que se me calculó el precio de lo que me llevaría en un cucurucho de papel de estraza todavía tenía aguja, esa aguja indecisa que amenazaba no detenerse nunca en ninguna cantidad exacta… Pero hizo un gesto la mujer con la mano que significaba que ella estaba muy por encima de la aguja, que ella era un ente superior y menos estricto, capaz de coger con la pinza otro orejón, con la misma generosidad con la que había pisado y me había hecho pisar su propio suelo recién fregado, para meterlo en el cucurucho de más, fuera del brazo de la ley, no sujeto a cómputo, una rebanada seca de melocotón, que no iba a pesar nada, para agradecer la compra de las demás.
—Paracaló —dije.
—Paracaló —dijo.
—Paracaló, la de Sevilla —añadí yo, porque no resistí hacer el chiste tonto de tantos españoles.
Y creo que aquella buena mujer griega entendió la palabra «Sevilla». La entendió porque era una palabra conocida al final de una frase brevísima. Al final del todo. Así construía yo las frases más importantes de mis anuncios: dejando la palabra clave siempre al final. Porque la última se queda y repercute. Porque es más longeva que todas las demás.
Mientras paseaba por Atenas masticando mis orejones con redundancia de chicle, me vino a la memoria un episodio de varios años atrás, de cuando todavía era casi una novata en la agencia.
—Te he corregido unas cuantas cosas. Pero nada, pequeños detalles, aquí por ejemplo: Sin nata, pero con todas sus proteínas, vitaminas y minerales… —nos dijo (al director de la agencia y a mí, pero especialmente a mí, la creativa) el director de publicidad del cliente. Estábamos los tres en su despacho.
—No, yo lo dejaría como está —le contesté, con una seguridad de análisis independiente de mis veinticuatro años recién cumplidos—: Con todas sus proteínas, vitaminas y minerales, y sin nada de grasa.
Él llevaba una camisa azulilla hospital con cuellos blancos, a la moda de la época, y sus iniciales, R.O., grabadas a la altura de la tetilla derecha.
—Bueno, en realidad es lo mismo —estableció él, con una seguridad en el tono de mucho más fundamento que la mía: la de saberse el director de publicidad del cliente, es decir, ese al que hay que dar la razón o tener mucho cuidado en el modo en que una se le quita.
—No, no es lo mismo —seguí yo—. Ni mucho menos. —Y quizá tenía que haberme callado este latiguillo, «ni mucho menos», un remache innecesario que podía costarme la discusión. En una milésima de segundo hice propósito de la enmienda: «no machacar, no machacar»—. No podemos decir nata si se la vamos a quitar. Porque la nata es buena. Es lo mejor que hay, ya sabes, la flor y nata. Y nosotros no le quitamos nada bueno a la leche. Claro que no. Nosotros sólo le quitamos lo malo, lo desagradable, lo que engorda, lo que nadie quiere… o sea, la grasa. La grasa, no la nata. Es parecido, pero no es igual.
—Bueno, no, un momento. Sea igual o no sea igual, no podemos evitar decir nata porque el nombre de la leche es «desnatada», precisamente.
—Sí, por desgracia, pero eso es porque, cuando salió el producto, yo todavía no trabajaba para vosotros; estaba haciendo la primera comunión cuando aquello… No, en serio, fuera de chulerías —lo miré a la cara y se lo dije sonriendo, con gran dulzura femenina, pero ni con ésas conseguí evitar que la chulería, efectivamente, siguiera haciendo eco en sus oídos y en los míos también; y en los de mi jefe, supuse—: lo que quiero decir es que «desnatada» fue una traducción del francés, lo más seguro, écremé, pero, ya que vosotros fuisteis los primeros en España en sacar una leche desnatada, podríais haberos permitido el lujo de reflexionar un poco más sobre ese término. Podríais haberla llamado «desgrasada»; siempre hubiera sido mejor «desgrasada» que desnatada o descremada.
Se lo pensó un segundo, pero el final de su pensamiento fue poner un atisbo de fastidio en su cara, no de interés.
—Vale, a lo mejor hasta tienes razón, pero el caso es que se llama como se llama: desnatada. Y eso es así y no va a cambiar. Y si se llama desnatada, tenemos que seguir diciendo «sin nata», porque es la manera de definir el producto, su principal característica. Desnatada: sin nata. Sin nata: desnatada.
—¿Por qué? ¿Porque se cometiera un error una vez hay que seguir cometiéndolo siempre? Yo creo que no tenemos por qué seguir multiplicándolo por mil y por los siglos de los siglos… Puede seguir llamándose «desnatada», mientras nosotros empezamos ya a decir «sin nada de grasa»…
La discusión sobre si se decía «sin grasa», como proponía yo, o seguía diciéndose «sin nata», como venían haciendo ellos y, detrás de ellos, todos los demás del sector, esa discusión que hoy a cualquier fabricante de productos semejantes le parecería de resolución evidente, nos llevó entonces, sin embargo, media reunión y nos costó, por supuesto, el aplazamiento de la aprobación de la campaña hasta que el Gran Jefe del Producto —es decir, el dueño de la leche— volviera a darle su visto bueno.
La otra media reunión se nos fue en sentar varias evidencias más:
—Bien, pues si cambiásemos a lo de grasa, que ya veremos, la cosa quedaría, si se aprueba, que ya veremos, insisto, así: Sin grasa, pero con todas sus proteínas, vitaminas y minerales.
—No, «pero», no. No hay que decir «pero» si podemos evitarlo. No hay peros en esta leche. Con, con, y sin. Con lo bueno y sin lo malo. Y mejor todavía: con todo lo bueno y sin nada de lo malo. No nos dejan decir que la leche tiene algo malo y que por eso se lo quitamos, no podemos, pero podemos decir lo mismo sin decirlo, no hace falta decirlo. Si tú oyes: Con todo lo bueno de la leche y sin nada de… grasa, estás oyendo lo mismo que si dices: Con todo lo bueno de la leche y sin nada de lo… malo. Grasa y malo se convierten así en la misma palabra. Y ahí tienes otra razón para que empecemos a decir «grasa» en lugar de «nata». Es mucho más difícil identificar «nata» con «malo».
—O sea, bueno, vamos a ver, que no nos perdamos, porque si nos perdemos con tantos detalles tampoco vamos a llegar a ninguna parte; a ver, en el caso de que se apruebe todo eso —empezó diciendo él, como si cuanto más brillante y clara fuera mi argumentación, más farragosa, desordenada y necesitada de su intervención estaba yo misma para hacerme entender y aprobar—, la frase quedaría así —tachó en el folio, en mi folio, escribió de nuevo, y finalmente leyó—: Sin nada de grasa y («y», vale, decimos «y» en lugar de «pero»), ¡y!, con todas sus proteínas, vitaminas y minerales.
—Sí, bueno, más o menos, pero al revés. Yo creo que es mejor decirlo al revés, o sea, como estaba desde el principio: Con todas sus proteínas, vitaminas y minerales, y sin nada de grasa.
—Estamos diciendo lo mismo: sin nada de grasa y con todas sus proteínas vitaminas y minerales.
—Sí, puede que sea lo mismo en el lenguaje común, pero, verás, yo soy de la opinión de que la propiedad conmutativa no existe en publicidad, por eso lo de «grasa» es mejor que quede al final.
—Ni mejor ni peor, estamos diciendo lo mismo. —Su tono era ya el de quien no está dispuesto a retirarse ni un palmo más de sus posiciones, sobre todo porque en aquello, tan poco, estaban quedando sus correcciones a mi anuncio y él mismo no podía creer que yo fuera tan torpe como para no abandonar ya la polémica.
—Lo mismo no, te digo, no exactamente. «Grasa» debe quedar al final: Con todas sus proteínas, vitaminas y minerales, y sin nada de grasa. ¿Por qué? Porque, según nos habéis dicho, a la marca le interesa ir mermando el mercado de la entera en favor de ésta, que es más rentable. Entonces, el enemigo no son sólo las otras marcas, sino nuestra propia leche entera. Y para hacerle la competencia a la entera, tenemos que dejar muy claro que esta leche lo tiene todo, todo lo bueno de la entera, menos lo único que nadie necesita, la grasa. El concepto grasa, o mejor aún, el concepto nadadegrasa (como si tener sólo un poco de grasa fuera ya una imperfección), es el concepto diferenciador y el más importante, por eso debe quedar al final. Porque lo que queda al final de la frase es como si tuviera una cola de eco, se fija más y mejor.
—Sí, bueno, eso lo sabemos todos —dijo él.
«Ya, pero se os olvida», me mordí la lengua yo, claro que sí; por no decirle que la única forma de saber algo de verdad es tenerlo siempre en cuenta. Todos los movimientos de una partida de ajedrez, por complicada que sea la partida, son, sin embargo, sencillos, sabidos, siempre los mismos para cada pieza, lo difícil es, efectivamente, tenerlos en cuenta; todos y todos a la vez.
—O sea, bien, de acuerdo —siguió él—, pero, resumiendo entonces, si no te importa, porque me gustaría llevar la propuesta por escrito a la reunión esta misma tarde, para ver si aprobamos ya de una puñetera vez esta campaña, que ya está bien… a ver, que estemos todos de acuerdo, el texto entonces, quedaría así: Toma Leche FicualDesnatada…
—No, y perdona que te interrumpa otra vez, me vas a matar, ya lo sé, pero… habrás visto que nuestra propuesta es decir, a partir de ahora y en adelante, Leche Desnatada Ficual, y no Leche Ficual Desnatada, por lo mismo que te decía antes, porque así la marca, Ficual, quedará siempre, invariablemente, al final de la frase, con mucha más fuerza… Y porque, si metemos la palabra desnatada en medio, en un bocadillo, ahora que es la única que hace publicidad masiva, el concepto se unirá a la marca para siempre y pronto será difícil que, cuando alguien oiga ¿Leche Desnatada…?, no termine mentalmente, ¡Ficual!, completando la idea por su cuenta, como si fuera un eco automático: Leche Desnatada… Ficual.
—No, no, no, vamos a ver… En el paquete está escrito en el orden correcto, es decir: Leche; luego el logotipo, Ficual; y luego, debajo, Desnatada. O sea: Leche; Ficual; Desnatada.
—Ya, sí, pero el paquete es un elemento gráfico que se percibe en un solo golpe de vista, como una unidad, y el paquete está bien como está, pero en una cuña o en un espot, lo que tenemos que hacer, y cuanto antes, es plantearnos si estamos diciendo bien las cosas o si las estamos diciendo así simplemente porque así se han dicho siempre o porque así se dicen dentro de la empresa… A veces pasa eso, que llamamos al producto como se le empezó llamando en la empresa, internamente, sin pararnos a pensar que puede que no sea la mejor manera de llamarlo de puertas afuera.
—Oye, ¿sabes que tu chica —así me llamó: «tu chica», para hablar en comandita con mi jefe delante de mí, como si yo no estuviera—, para ser tan joven, se toma muy a pecho todas estas discusiones?
—Por eso, seguramente, tú lo has dicho, porque es demasiado joven… —terció mi jefe sonriendo, como un padre, y con más edad para serlo que mi verdadero padre.
—No, pero déjala, está bien que sea así, tiene garra —«garra» era, en la jerga de entonces, lo que había que tener para triunfar; después vino «criterio» y, al poco, fue sustituido por «agresividad»; lo último, que yo sepa, es «ambición»—, y eso es lo que nos hace falta… de vez en cuando viene bien que alguien se… —no terminó la frase y le hablaba a mi jefe, no volvió a mirarme a mí—. En fin, bien, por enésima vez, veamos cómo queda finalmente el texto…
—Queda como estaba desde el principio, como os lo presentamos el lunes pasado, aquí tienes otra copia en limpio: Leche Desnatada Ficual, con todas sus proteínas, vitaminas y minerales, y sin nada de grasa.
Salí de aquella reunión con sensaciones confusas; algunas hasta contradictorias… y no tenía con quién desahogarme de mis verdaderas preocupaciones. Empezando porque nadie, fuera de la agencia, me creería cuando contase el grado de arribismo, de cobardía y de ineptitud de los ejecutivos de esa empresa, como de tantas otras, porque siempre habría quien pensase aquello de «si fueran tan tontos como los pintas tú, no estarían ahí», como si hubiera alguna razón objetiva para mantener semejante axioma. Así que, ¿cómo podría yo contarle a nadie una reunión de trabajo como ésta sin tener en cuenta que cualquier persona de mente sana sospecharía enseguida de la veracidad de los hechos y de los personajes, y acabaría achacando a mis ganas de autobombo las exageraciones sobre la torpeza de gente tan bien pagada?
Salí con un desasosiego que no me permitía ni estar contenta ni estar furiosa, ni orgullosa de mí ni avergonzada. Pero, en cuanto mi jefe y yo nos subimos al taxi de vuelta a nuestra agencia, empezó para mí el azote de la realidad y mis sentimientos terminaron de clarificarse por el peor camino posible. Me dijo que no daba crédito a mi actuación, que no había manera de calificar mi autosuficiencia, mi prepotencia, mi chulería… Yo traté de excusarme diciendo que ya sabía él lo mal que me caía a mí R(…) 0(…). Y aquello fue peor porque entonces dijo que no saber controlarme era mucho más grave que ser tan creída.
—Ya pedí perdón por mi chulería esa de decir que yo estaba haciendo la primera comunión…
—¡Ni perdón ni hostias! ¡Toda la reunión ha sido una pura chulería por tu parte! ¿Pero quién coño te has creído que eres para hablarle así a un cliente?
Fue tal su estallido, tan sincero y terrible, que hasta él tuvo que guardar un poco de silencio para tranquilizarse. Y cuando alguien se contiene así, es porque tiene ganas acumuladas de soltar reproches más duros de los que se consiente sacar a la luz. A mí no se me ocurría cómo abrir la boca. Al cabo de un momento, con más calma, volvió a decir:
—No puedes hablarle así a un cliente. Que sea la última vez, ¿te enteras? ¡Es que… más lo pienso y menos me lo puedo creer, vamos: menuda exhibición de narcisismo! No vas por buen camino tú, que lo sepas.
—Yo sólo intentaba explicar que no es lo mism…
—Nadie niega que tuvieras razón en lo que explicabas, pero no puedes hablarle así a un cliente. Que no vuelva a pasar.
—Así… ¿cómo? Hay veces en que no se puede evitar que u…
—¡Pues tendrás que poder! —cortó él, con autoridad—. A nadie le gusta que le corrijan con tanta suficiencia. Has estado casi impertinente, y sin el casi, y tú lo sabes. Has ido a matar. Y yo no hacía más que mirarte y tú pasabas.
—Te recuerdo que ha sido él el que ha venido corrigiéndonos. Y sin ninguna consideración, además, como diciendo: Apunta, apunta, que yo te dicto, y verás lo bien que queda ahora, gracias a mí, el texto tan malo que habías traído tú. El prepotente ha sido él.
—¡De eso nada! Pero es que, además, aunque así fuera, él puede y tú no. Esa es la diferencia. Métetelo en la cabeza. ¡Y pronto, eh! —se acomodó mejor en la estrechura del asiento y se sacó de debajo los faldones de la gabardina.
Luego dijo, mirándome:
—¡Pero cómo puedes estar tan ciega! ¿De verdad quieres hacerme creer que no te has dado cuenta de lo que hacías?
—¿Y qué hubiera pasado si me callo? Había muchos conceptos import…
—Bueno, ¿y qué? ¿A ti qué te importa, si se puede saber, que aprueben una cosa u otra con tal de que nos aprueben la campaña?
—¿A mí? Al contrario, es verdad: debería darme igual. Yo debería estar siempre contenta, siempre: si aprueban el texto bueno, porque es bueno y lo he presentado yo, y si no lo aprueban, más contenta todavía, porque no será mi texto y no me sentiré culpable de haberle comido el coco a la gente de mala manera.
—¡Acabáramos! Ahora va a resultar que es su mala conciencia la que le descontrola a ella el ego… —Esto de hablar de mí en tercera persona me dolió—. Pues en este trabajo no se puede tener escrúpulos de conciencia.
—Pues ya ves que sí se puede.
—Pues te los guardas.
—Pues no sé si podré.
—Pues tú verás lo que haces. Pero esto se acabó. Ya vale. Te lo digo una sola vez más: no quiero otra reunión como ésta. Y a costa de lo que sea, me da igual. Me la suda el orden de la frase, ¿me explico?
—Perfectamente.
Y, lo mismo que después de una ráfaga de metralleta cualquier silencio se agranda y cualquier otro disparo suelto parece menos mortal, así mi jefe descansó un momento y, cuando reanudó la ofensiva, tenía ya menos ganas de herir:
—Tómatelo en serio porque va en serio. A lo mejor ahora todavía te disculpa algo el que seas tan joven, pero dentro de poco ni eso te va a librar. Tienes que plantearte cambiar de actitud. Además, es por tu bien; no deberías darle tanta importancia a las cosas, ni por un lado ni por otro. Ni por el lado del ego ni por el de la conciencia. Y por el de la conciencia, menos que por ninguno. Tú vas muy lejos. Y eres demasiado presumida, además, porque no somos tan importantes, ¿sabes? Ellos deciden qué se vende y nosotros lo único que podemos decidir es si hacemos la campaña o dejamos que nos la quiten y la hagan otros.
—La próxima vez me callo… y todos contentos.
—No hace falta. Puedes decir lo mismo con menos chulería.
—Me pagas para pensar, no soy una relaciones públicas.
—No, señora. Te pago para hacer campañas que aprueben los clientes. Para eso exclusivamente. Y si tú te crees tan lista haciéndolas y te parecen tan mediocres los que las tienen que valorar, pues te vas de este mundo, porque este mundo es así y son ellos los que dicen sí y los que dicen no. Y en la reunión de hoy te has pasado varios pueblos… Y tú lo sabes, ¿o no?
—Puede ser.
—Reconoce que sabes decir las cosas de otra manera.
—Sí. Pero cuando el que tengo enfrente se lo merece. Yo lo que reconozco es que ese tío me pone de los nervios.
—Pues tú misma. Yo ya no sé cómo decirte las cosas. O te haces mayor de golpe y te controlas, o…
—¿O me despides? —dije, aunque ya sabía yo que no iba por ahí su intención. Nos llevábamos bien, a pesar de nuestras infinitas diferencias, y aunque no lo pareciera a juzgar por lo muy enfadado que estaba en ese momento.
—¡Eso quisieras tú, en el fondo, que alguien tomara la decisión por ti! Pero no caerá esa breva. Por el momento, no. Aunque si sigues así, ya veremos. Pero todavía no he perdido las esperanzas contigo. Tengo cincuenta y cinco años y mucha vida encima y, o mucho me equivoco, o no puede ser que una tía tan lista como tú siga pensando que el mundo se divide en buenos y malos, en salvadores y tiranos, en puros y corruptos… Tendrás que aclararte. Aclararte y ser un poco más modesta. Porque el problema eres tú, y no R(…). O(…), que no es más que uno de tantos que hay por todas partes.
—¿Aclararme? Tú lo que quieres es que venga un rayo y me caiga del caballo, que me convierta, vamos.
—Yo lo que quiero es evitar que te des un trastazo grave en la vida. No sabes la suerte que tienes de haber dado conmigo, que soy un bendito. Porque tú no estás preparada para salir al mundo, hoy lo has demostrado; te falta un hervor. Un hervor como poco.
—A lo mejor sí.
—Que no lo dudes. Y si aprendieras a ser menos complaciente contigo misma, serías más tolerante con los demás.
—¡Vaya frase!
—¡Es buena, eh!
—Muy eficaz sobre todo.
—No todo el mundo te va a tener el cariño que te tengo yo…
—Así que me tienes cariño…
—Sí, es difícil de creer, porque no te lo mereces, pero sí.
—Ya lo sé. Y para ser jefe, tienes mucha paciencia, además. Y buenas maneras, hay que reconocerlo. O sea que… perdona. La verdad es que ha sido una pasada lo mío, lo reconozco.
—Me alegro. Porque por ahí ya vamos mejor.
Y al cabo de un poco, cambiando el tono de voz al mismo tiempo que se abría el semáforo, dijo:
—¿Quieres que te cuente un secreto? Al salir de la reunión, cuando me he ido aparte con R(…) 0(…) le he dicho… bueno, pues la verdad, que estaba muy cabreado por el tono en que habías llevado tú las cosas, que ésta era la última vez que te traía a una reunión. Que como creativa eras muy buena, pero que no se te podía sacar de la mesa para hablar con la gente porque eras insoportable, y que incluso me estaba planteando medidas más drásticas contigo… ¿Y sabes lo que me ha dicho? Pues me ha dado la razón en todo, en que eras bastante insoportable, pero… ¡Pero! Que no me tomara, ¡yo!, las cosas tan a pecho, que había que encontrar un modo de que tú pudieras seguir siendo útil sin que tu… falta de tacto… lo estropeara todo. Que a ver si entre los dos, entre él y yo, podíamos encontrar un camino intermedio. Que sí, que desde luego no era conveniente, visto lo visto, que estuvieras en las reuniones con los otros directores, porque los otros no tenían el mismo aguante que él, pero que podíamos hacer las reuniones sólo entre nosotros tres, como hoy, y eso nos permitiría, por un lado, que no se creara mal ambiente con la agencia por tu culpa, y, por otro, seguir aprovechando tu talento, porque lo tienes, no sólo para hacer las campañas, sino para defenderlas con uñas y dientes…
—¡Será cabrón! ¡Lo sabía! (Perdona. Perdona, pero es que…).
—Y yo sabía que ibas a decir eso.
—¡Es que está claro de lo que va! No nos quiere sólo de creativos, nos quiere de negros suyos. Acuérdate de lo que hizo, te lo contamos, lo que nos sopló la secretaria de don Blas porque estaba indignada: que el tío éste fue contando la campaña de PNI en la reunión con don Blas como si lo de la estrategia de poner…
—… fuera suya, sí, ya lo sé, ya lo sé. Y yo también me he dado cuenta en cuanto me lo ha dicho. A partir de ahora, además de las ideas para las campañas, que es lo nuestro, nosotros le damos también ideas sobre estrategias de producto y de márquetin y él se las atribuye. Pero ¿y qué? A ti qué más te da. Mejor así, ¿no?
—Me da igual, sí. Sobre todo porque sé, además, que la cuenta no la tenemos por la creatividad… —Hice una pausa para observar su reacción, porque aquello era una pedrada gorda—. Sí, no me mires así, no soy tonta, ¿crees que no me doy cuenta de las cosas o qué? Soy lenta, pero… Pero, a parte de ese pequeño detalle de… fontanería, ¡no me digas que no es ser cabrón y mediocre! No quiere testigos. Lo sabía, lo sabía.
—Mira la parte buena: también ha dicho que tienes mucho talento… —su tono irónico, a veces, cuando no lo controlaba, dejaba escapar un gallito de amaneramiento. Un gallito peligroso para un hombre de su edad, tan soltero siempre y tan elegante.
—¡Talento para vender leche, no te lo pierdas! Qué sabrá ese… —me callé la palabra «corrupto»— lo que es tener talento.
Me la callé porque la corrupción tiene un dios propio, el silencio; un dios al que veneran tanto los corrompidos como los corruptores. De haberla pronunciado, mi jefe se habría temido que adquiriese la blasfemia como costumbre y se habría tensado demasiado la cuerda entre él y yo.
De todas formas, soy consciente de la suerte que ha sido para mí tener un jefe como él, llevaba razón, por la mucha paciencia que gastó conmigo al principio, sí, cuando yo no sabía cómo digerir mi rabia y andaba convencida de que mis ataques de vanidad se debían exclusivamente a los remordimientos de conciencia que me producía la suciedad que iba descubriendo.
Saqué del cucurucho el último orejón y le di un bocado tirando mucho de él con los dientes apretados… ¡Talento! Alegría de privilegio divino, un don sagrado, el talento, un orejón extraordinario añadido por los dioses… Dos segundos y cuatro décimas de talento, y uperisación en lugar de inspiración. Una cuña en lugar de un poema. Un publirreportaje en lugar de una novela. Tanques de frío en lugar de capítulos. El guión de un espot en lugar del guión de una película. Una página de revista en lugar de un cuadro; un expositor de supermercado en lugar de una escultura. Pero eso sí, a cambio, recibir mucho dinero por lo uno en lugar de andar pidiéndolo por ahí para poder hacer lo otro.
Hace ya cinco años de aquel paseo por Atenas. Yo tenía veintiocho. Y mi memoria coloca allí, con sabor a melocotón, la primera vez que pensé seriamente en dejar mi trabajo. Fue la primera vez que hice repaso, con una regla de medir distinta, a reuniones como aquella de la desnatada, que se había producido, a su vez, cuatro años antes, cuando yo tenía veinticuatro y apenas llevaba un año en la agencia. Ahora tengo treinta y tres: ¿se puede decir que he tardado mucho en tomar la decisión? Tal vez no, teniendo en cuenta que hay gente que no la toma nunca. Pero si es que sí, si he tardado de más, ¿qué fuerza ha estado siendo, pues, más poderosa que mi conciencia?
Con el tiempo, había aprendido a moderarme en las discusiones, pero la pregunta, ya entonces, hace cinco años, como hace diez, cuando empecé, seguía siendo la misma: ¿Para quién me esforzaba yo tanto analizando hasta los más pequeños detalles de una campaña?, ¿para qué ser tan eficaz?, ¿para mayor beneficio económico de los monstruos que ideaban los perversos planes de mercado?, ¿por la mera satisfacción personal del trabajo bien hecho? Pero a mí nunca me satisfizo mi trabajo, así que ¿por qué, entonces, para qué, por qué, para quién, por qué…? Por dinero.
Siempre es por dinero, me dije llegando al hotel. De no ser por él, sé que mis escrúpulos vencerían; yo sé que vencerían si me pagaran lo mismo que a una criada. Dejaría mi cómodo trabajo si me pagaran mal, me decía a mí misma ya entonces. No lo dejo porque me pagan muy bien. Podría argumentar, para consolarme, que todos los trabajos nos degradan. Pero la pregunta volvería a aparecer: ¿Nos degradan todos por igual, da lo mismo un trabajo que otro? Pues no. También podría consolarme pensar que, aunque no todos los trabajos nos degradan por igual, no siempre está en nuestra mano elegir uno a nuestro gusto. Podría, pero la pregunta, una vez más, con otros ropajes, volvería a aparecer: ¿Soy yo de esas personas que no pueden escoger su trabajo; realmente no podría o no sabría hacer otra cosa más digna que la que hago?, ¿de verdad que no?, pero ¿no habíamos quedado en que era una chica lista con muchas capacidades…?
El problema, como un fátum legendario, tomara yo por el camino que tomase, siempre me salía al paso en el mismo punto, en la misma encrucijada: saber que en ningún oficio me pagarían tanto por tan poco esfuerzo. Eso era la verdad, es decir, lo real. Me vino a la cabeza el hipotecario que estaba pagando, su enorme cuantía, y no hizo falta más para acallar mi conciencia.
O no, tal vez no, tal vez nunca se haya callado del todo porque nunca he dejado de oír la voz —aunque no pueda llamarla conciencia si no la he tenido— de la buena gente que desde mi memoria, mis buenos maestros, han seguido hablándome de lo que está bien y de lo que no lo está, de lo que nos dignifica o nos degrada. Conceptos, éstos, tan sencillos y exigentes, que es igual de difícil regirnos por ellos que olvidarlos.
—¿Cómo que vas a dejar el trabajo? —se extrañó Anamari, Merian, cuando se lo dije por teléfono, sí, pero la conversación no fue tan corta como he escrito más atrás—. ¿Y eso por qué? —me preguntó, y los porqués que le di tampoco fueron tan superficiales como ese «porque quiero tener tiempo para dedicarme a escribir guiones que es lo que he querido hacer siempre».
—Porque no me gusta lo que hago —le dije también—. Me parece un trabajo deshonesto. Me siento mal mintiéndole a la gente para obligarla a comprar lo que a otros les interesa vender.
—No me digas que a estas alturas vas a salir otra vez con aquellas ideas de… de purista, de niña inocente que no quiere enterarse de lo que va el mundo.
—Le como el coco a la gente para que compre y compre y compre sin pensar y se enganche a una marca.
—Oyéndote, ¡cualquiera diría que vendes drogas…! Y tú vendes leche.
—Pues no te creas que no, que también vendo tabaco: Montecristo, Cohiba, Romeo y Julieta, Fonseca, de todo llevo, tío, ¿quieres pasártelo bien, disfrutar tela?, Flor de Cano, Quintero, Rafael González…
—Son Puros Habanos —se rió ella por el masticador acento de camella que había puesto—, no compares.
—¿Y eso no es tabaco o qué?
—Te pasas. Exageras. Además, así ayudas a Cuba, ¿o no?
—¡Vaya un consuelo! Pero es que además eso tampoco es verdad. Ayudo a algunos corruptos de Cubatabaco, que no es lo mismo. Y tampoco vendo leche, que lo sepas. Vendo isoflabonas, omegas, calcio… hasta flúor, vendo… y fósforo (¿te acuerdas de aquellos «mixtos» que comprábamos, que venían pegados a una tira de papel, que parecían uñas, y que había que rascarlos en el suelo para que prendieran y chisporretearan; se liaban a chisporrotear y ya no había manera de pararlos hasta que se consumían? ¿Y te acuerdas que si los mojabas con la lengua, antes de rascarlos, y te los frotabas por la cara, y luego entrabas en un sitio oscuro, se te veían los rastros luminosos?
—Sí que me acuerdo, sí.
—Después creo que los prohibieron porque eran tóxicos… Pero bueno, eso, lo que te decía, que ni siquiera vendo leche; vendo lo que esta gente quiere vender, que no es lo mismo. ¿Te has fijado en lo difícil que empieza a ser encontrar leche entera normal y corriente en los supermercados? En Francia es ya casi imposible.
—Sí, la verdad es que… ahora que lo dices…
—Porque a ellos no les interesa, es un desperdicio de negocio. ¿Dices tú que «vendo leche»? Vendo calcio, como si la leche no lo tuviera. Se supone que era una de sus grandes virtudes, ¿no? ¿Y tú por qué crees que le ponen más calcio a la leche, precisamente a la leche, que es uno de los alimentos que más lo tienen? Pues por nada bueno, por lo mismo que le ponen flúor o vitaminas artificiales o extracto de soja o esencia de pescado…, lo que sea, qué más da. ¿Tú te crees lo que yo digo: que le ponen el doble de calcio porque la gente no toma toda la leche que debe y así, tomando la mitad de la leche, tiene la cantidad de calcio que necesita? Entonces, por esa misma regla de tres, le ponemos el triple y, con que te tomes un chupito… o mejor, te compras un chute de calcio y te lo pones en vena… Pero es que no, porque no lo hacen por ti, lo hacen para ganar más dinero. Y también porque manipulan tanto la leche, le quitan tanto, hacen que dé tanto de sí, que al final hay casi que reconstruirla en el laboratorio para que lo que envasen pueda seguir llamándose legalmente «leche».
—Vale, ahí llego hasta yo: le ponen calcio para venderla más cara, ¿y qué? En eso consiste este mundo.
—En eso consiste, sí, pero mucho más salvajemente de lo que imaginamos tú o yo; mucho más perversamente, más secretamente; más impunemente sobre todo. Y yo formo parte de esa impunidad. Verás tú: vamos a poner que un litro de leche entera cueste cien pesetas; y supongamos que a la marca le quedan libres treinta pesetas (por ponerte algo, porque eso no lo sabe nadie, el beneficio real). Vale. Pues si ahora tienes en cuenta, además, que la leche es un alimento básico y que o tiene o debería tener un precio social, un precio protegido, controlado por ley… llegarás tú sola al meollo del problema. Porque la ley puede fijar el precio de la leche de vaca entera normal y corriente, pero no se va a poner a fijar el precio de la leche de lujo, leche con lentejuelas de colores, con dentífrico incorporado, con deuvedé de serie para que los crios se la tomen más entretenidos… ¿me explico? Tú supon que les quedan, efectivamente, treinta pesetas por litro de leche entera: pues ya está, el negocio no puede ser más sencillo: si vendemos más litros, ganamos más y si vendemos menos, ganamos menos, ya está, hemos terminado, se acabó. Pero no, ah, qué va. «¿Cómo que se acabó?»: dicen ellos, que nunca tienen hartura. «No, no, no se acabó, eso es que nos falta imaginación para seguir desarrollando el producto. Para aumentar el beneficio, a parte de vender más o menos, también tenemos que desarrollar el producto». Y tú dices: ¿Desarrollar el producto? ¿Cómo que desarrollar el producto? Podemos desarrollar la fábrica, los sistemas de recogida, los controles sanitarios, los sistemas de esterilización, el almacenaje, la logística… ¡pero el producto! ¿Cómo vamos a desarrollar la leche? Suponiendo que la vaca no se extinga, que podría pasar, ahora que ya ha empezado a dejar de sernos útil, suponiendo que en la India, por ejemplo, sí que se mantenga como tal vaca, harán falta millones de años para obtener resultados en la línea que usted dice de «desarrollo» del producto; la naturaleza necesita sus eras, la terciaria, la cuaternaria, la cinqueña… para conseguir lo que usted dice, señor mío. «Ah, no, no, pero nosotros no podemos esperar tanto, esa nueva línea de producto tiene que estar lista para el cuatrimestre que viene. Las glaciaciones son muy lentas y sus resultados son muy inciertos. Es mejor hacerlo por nosotros mismos. Le ponemos polvitos de la abuela: colgate, sardinas en aceite, salsa de soja, salsa agridulce… y ya tenemos una leche desarrollada que podemos cobrar a, pongamos, ciento quince pesetas». Y tú dirás todavía, intentando salvarlos: «bueno, el caso es que le añaden algo, calcio, por ejemplo, y claro, al añadirle algo, es lógico que la cobren más cara, no tiene tanto de malo». Pero la cuestión es: ¿cuánto más cara? ¿Tú crees que cuesta quince pesetas por litro el potingue? Ni muchíiiiisimo menos. Supongamos, y exagero, que les cueste una peseta por litro. Pues ahí tienes todas las explicaciones. A un litro de leche entera le sacan, hemos dicho por decir algo, treinta pesetas, mientras que a un litro de leche (enriquecedora, que no enriquecida) con lo que ellos hayan desarrollado en su fantasía (lo que sea, da igual, y verás que irá cambiando cada cierto tiempo), pues le sacan cuarenta y cuatro… O sea, resumiendo, invierten equis y ganan treinta. Pero invierten equis más uno y ganan, no treinta más uno, sino cuarenta y cuatro. Ese es el juego que se traen.
—¿Y qué me quieres decir con eso, qué culpa tienes tú de eso? Tú sólo haces la publicidad. Y si no la haces tú, la hará otro.
—Sí, ya sé: yo sólo cumplo órdenes.
Pero paré de hablar porque me dio apuro seguir mostrándole a Anamari mis reparos ante un trabajo como el mío, a ella, que suspira siempre por el tipo de vida que llevo yo, con mi carrera terminada, mi independencia y mi sueldazo; mi coche, mi casa, mis viajes y la alternancia de novios, mi flotar recién duchada dentro de ropa bien cosida y de taxis que han esperado en el portal a que yo baje para llevarme a una reunión con altos ejecutivos de uñas impecables y zapatos mágicos que repelen la tierra bajo los pies. Ellos también flotan.
Antes, la gente, mi gente, los maestros a los que respetaba yo, mis maestras, se planteaban la ética de sus profesiones. Se hablaba de eso, al menos. Se discutía porque se sabía que no era lo mismo ser abogada laboralista o penalista, que experta en administrativo o notaría; se valoraba la utilidad para los demás y para la lucha política que tenía, no ya una carrera u otra a la hora de elegirla, sino incluso las distintas ramas de cada una. Y, desde luego, nadie dudaba de que no era lo mismo, ni parecido, hacer medicina que farmacia; no era lo mismo hacer empresariales que economía; no lo era hacer periodismo, como hice yo, que publicidad.
Pero, en el camino, y no por el camino mismo como dicen algunos, sino por ser ése el camino que tomamos y no otro, se fueron rebajando las contradicciones y ya se matizaba que no era el qué que hiciéramos lo importante, sino el cómo, ¡como si hubiera una manera ética de hacer campañas publicitarias en el día a día o como si la hubiera de llevar la contabilidad de una empresa sin ser despedida! Después, la rebaja llegó al saldo y ya ni el cómo importaba, sino el con qué simpatía o despego personal se haga cada labor, ¡como si el corromper nosotros a los corruptibles con verdadero asco eximiera del pecado que cometen los otros, ellos sí, quienes lo hacen con placer o sin darse cuenta de lo que significa! Durante mucho tiempo ha sido esta amargura mía al hacer mi trabajo lo que me ha absuelto de la responsabilidad de seguir haciéndolo. Primero nos creímos todas esas rebajas, yo me las creí, porque nos interesó. Y ahora hemos llegado a esto, aún más allá, aún más abajo en la infamia: a la mudez absoluta sobre si tendremos o no la culpa de lo que hacemos por dinero.
Y no es, ya no, que sea un lujo, como se decía antes, de quienes tenemos trabajo preguntarnos si es honrado o no lo es. Igual que ya no es ni siquiera un lujo comerse un filete de mamut. Desapareció la especie «preguntas críticas», ahora se les llama preguntas retóricas, o posturales, con el añadido de meramente—, preguntas meramente exhibicionistas. Y ya nadie se las hace, de todas formas.
Sin embargo, yo, sin ir más lejos, no he podido barrer del todo las cáscaras de pipa de mi calle. Quizá nos quede esa esperanza: que no sea posible la limpieza completa de los restos de la conciencia —ni habiendo conseguido dejar inmaculada la avenida por la que todos vamos flotando en taxi— por culpa de la persistente insignificancia, hay que ver la tontería, de las cáscaras de pipa, que, incluso desentrañadas y abiertas en canal, se aferran todavía, y hasta adelgazándose aún en lascas si es preciso, a las ranuras de la acera.
Así que podría no ser una fantasía, ni mera retórica, que a mí me haya estado atormentando por razones éticas lo que hago. Podría ser verdad, simplemente. Podría ser verdad que dejo mi trabajo porque, en el fondo, no soporto más la presión sobre mi conciencia; por más que, últimamente, cuando todo el mundo me preguntaba por qué me iba, haya preferido dar otras razones. Porque también las tengo. Y porque incluso a mí me parecen más creíbles que las de raíz profunda. Pero ¿y si no lo fueran?
Tampoco el miedo que tengo se debe solamente a la inseguridad económica en la que me estoy metiendo. También me atemoriza, como asomarme a la boca tragadora de un pozo, pensar si no estaré haciendo el canelo, si no será una estupidez creer que podré, sólo a cambio de vivir más modestamente, vivir más honestamente. Porque… qué haré. A qué me dedicaré. Qué hay a lo que sea bueno dedicarse o —pero de verdad— no tan malo. ¿Acaso tengo derecho a pensar que puedo dedicarme al arte? Y aunque lo tuviera, ¿no estaré cayendo en el embudo de creer que sólo el arte nos hace dignos? ¿Y en qué clase de indignidad tienen que procurar su felicidad los guardias jurados, por ejemplo, los antiartistas, sí, ellos, que representan para mí la negación más contundente de una inquietud artística?
La más contundente, no. Íntimamente yo sé que peor que un guardia mercenario es, porque tiene parecidas pero amplificadas funciones, una creativa de publicidad que escribe: «Puro zumo de frutas; naranjas seleccionadas, maduradas al sol y recién exprimidas», sabiendo que eso es mentira. He visto los sacos de polvo con los que se hace eso. Agua y azúcar. Extractos secos de materia de naranja y test de sabor para encontrar el saco y las proporciones de aditivos que muestren el más semejante a la realidad, o el que más gusta a quienes son encuestados antes del lanzamiento. Un sabor idéntico en todos los briks, en millones de envases a lo largo de años y años… Ningún vaso de zumo de naranja sabe igual a otro; es imposible; pero nosotros conseguimos que nadie caiga en la cuenta de que la fiabilidad de un sabor estable, fundamental para una marca, es precisamente la prueba más delatoria de su propia falsedad. Los niños engordan como cerdos y las madres descansan así de sus injustas labores y delegan la mitad de sus esfuerzos, no en sus maridos, sino en nosotras, en las creativas que primero les mentimos sobre lo que compran y después las defendemos como mujeres al hablarles de las ventajas ocultas de comprarlo: ahórrate el enorme esfuerzo de venir cargada de la compra con cinco kilos de naranjas, o diez kilos si compras para varios días, de sacar el exprimidor y poner la cocina pingando y lavar todas las piezas del aparato y levantarte media hora antes para hacerlo todo… ¿Un zumo de naranja? Aquí lo tienes. Y, milagrosamente, tres veces más barato que el que tú hubieras hecho.
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